Capítulo 4

La asamblea de indios

Dejé el papel en la casa y fui a su encuentro. A mitad de camino nos cruzamos y ella quiso lanzarme una mirada de triunfo por haberme sacado los 50 marcos, pero no le salió. Me alargó la mano en señal de gracias y siguió adelante con el «Aguilucho». Yo apreté el paso para llegar a la otra isla antes que ellos a la de la casita, y una vez que hube subido a lo alto me quedé quieto escuchando. Les oí llegar y hablar entre sí. Clarita entró en seguida en la casa y le oí decir:

—Aquí está la carta. —La leyó y luego dijo—: Exactamente lo que yo le había dictado. Ya no queda ninguna duda…

—Ya lo creo que queda —dije yo.

—¡Ah!, ¿estás ya ahí? —dijo ella.

—Sí.

—¿Y te queda alguna duda?

—Una muy importante. También yo tengo que hacer una prueba para convencerme.

—¿Qué prueba?

—¿Tienes lápiz?

—Sí.

—Pues escribe en la parte de detrás de mi carta lo que voy a dictarte.

—Perfectamente. Ya estoy preparada. Puedes empezar.

Yo dicté lo siguiente:

—«La abajo firmada, arrepentida de lo que ha hecho, se acusa por la presente ante el señor Fiscal de la Audiencia de Dresde, de haber cometido una estafa de 50 marcos (cincuenta marcos) en el Púlpito del Diablo, Estado de Colorado, Estados Unidos de América, y en vista de ello…».

—¡Basta, basta! No quiero seguir —le oí decir. Sólo ante ti tengo que confesar mis pecados; pero no ante el Fiscal de la Audiencia de Dresde, que no tiene competencia para entender en lo que ocurra en el Púlpito del Diablo. Tus cincuenta marcos pertenecen ya a mis enfermos y no hay más que hablar. Si necesitas hacer otras pruebas, santo y bueno; pero no de esta clase.

—Renuncio a hacer más.

—Pues entonces ven aquí y pídeme perdón. Por mi parte, no necesito más pruebas de tu descubrimiento.

—Bien; volvamos a nuestro campamento. No voy a reunirme con vosotros; nos encontraremos en el arroyo, a la salida.

Cuando llegué al sitio indicado, aún no estaban ellos allí y pasó un rato antes que llegasen.

—No hemos tenido más remedio que hacerte esperar —dijo disculpándose mi mujer—. Queríamos dejarte el sitio en las mejores condiciones posibles.

—¿Qué quieres decir?

—Que hemos estado limpiando la casita en que vas a apostarte y donde tendrás que permanecer a lo mejor horas enteras. Después hemos hecho una cama de hojas secas, para que puedas estar todo lo cómodo que permiten las circunstancias. ¿Qué, vamos ahora hacia arriba?

—Sí; pero tú y yo solos. El «Aguilucho» se quedará aquí para esperar a Pappermann, que vendrá a llevarse el oso. Es un animal muy pesado para uno solo.

El apache se echó en el césped para esperar al viejo cazador, y nosotros emprendimos la subida a nuestro campamento.

Al llegar, nos dijo Pappermann que nos había estado viendo todo el tiempo. También había oído el tiro y en seguida pensó que habíamos cazado algo. Se alegró mucho cuando se enteró de que la caza había sido un oso, y bajó apresuradamente con dos mulos para transportarlo.

Como había que estar alerta por causa de los siux y los utahs y el vigía se había marchado, miré primero si los caballos tenían todo lo que necesitaban y luego subimos los dos al observatorio. Desde allí se veía tan bien la elipse del Púlpito del Diablo, que no tuve dificultad ninguna en explicar geométricamente a mi mujer cómo podía oírse claramente desde uno de los focos todo lo que se hablaba en el otro.

Cuando nuestros compañeros llegaron con el oso, se encargó el «Aguilucho» de la vigilancia, y nosotros bajamos al campamento, donde Pappermann explicó detalladamente a «Corazoncito» la manera de enterrar las patas del animal para que se ablanden pronto, sin que les salgan gusanos. El cazador limpió de sebo cuidadosamente las ancas, las rebozó en ceniza y las envolvió en cuerda muy apretada, para conservarlas. Los muslos delanteros fueron sometidos, para que pudiéramos comerlos al momento, a un procedimiento muy fatigoso: Pappermann se pasó casi una hora machacándolos con una maza que hizo con una rama. Yo me dediqué a buscar las diversas hierbas que todo buen conocedor del salvaje Oeste tiene que mezclar al asado de oso, sea hecho en asador o bajo piedras calientes, si ha de saberle bien. Todos estábamos, pues, ocupados; pero «Corazoncito» era la que más, pues coció pan para tres o cuatro días y además hizo una rica torta de frambuesas, utilizando las que se encontraban a montones en las proximidades de nuestra tienda. Con todo esto se terminó la primera de las latas de harina que traíamos de Trinidad, y mi mujer se apresuró a llenarla de grasa de oso, artículo muy importante en aquella región, que se emplea sobre todo para los asados, que hace muy sabrosos, y hasta para pastelería. Los indios lo utilizaban para estos menesteres mucho antes que llegasen los blancos a América, y en todas sus ciudades y aldeas había corrales especiales en que se cebaban osos para matarlos. Por cierto que este es uno de los puntos que desconocen por completo los que escriben acerca de la raza india sin poseer los conocimientos indispensables. La historia de los indios es muy distinta de lo que se cree.

Aquel día no se vio a los siux, ni al siguiente tampoco. El «Aguilucho» y yo empleamos aquel tiempo en aumentar en lo posible el vocabulario apache de mi mujer, que tenía el deseo de hacerse agradable de aquella manera a Kolma Puchi.

Al tercer día, al atardecer, llegaron los que se esperaban. Los vimos cuando venían muy lejos por una pelada colina, cabalgando en fila, lo mismo que en la época en que se llamaba salvaje al Oeste. En aquel tiempo, se habrían guardado mucho de seguir un camino que los dejaba tan descubiertos y que permitía que se los viera a lo lejos. Como no se trataba de una expedición guerrera, por lo menos hasta entonces, no llevaban los colores de guerra por los cuales se pueden diferenciar las tribus y las naciones. No obstante, por algún indicio, sobre todo por las lanzas que llevaban y por los arreos y adornos de sus caballos, comprendí que se trataba de indios utahs muy mezclados. Para servirme de una expresión usual, los había salvajes, semisalvajes y sometidos. Pertenecían a las subdivisiones de los utahs-pah, de los utahs-tehsh, de los utahs-kapotes, de los utahs-wiminuch y de los utahs-elkmountain; de los utahs-yambas, de los utahspahwang y de los utahs-sempish. Entre los utahs-kapotes vi a un jefe alto, de cabello gris, cuyo aspecto me recordó a Tusahga Sarich (Perro Negro), de quien hablo en las aventuras de Old Surehand. Pero la distancia era tan grande que no podía distinguir con claridad sus rasgos fisonómicos. Más tarde se comprobó que no me había equivocado: era efectivamente Tusahga Sarich, el jefe de los utahs-kapotes, conocido mío, el que sólo obligado por la necesidad se había reconciliado entonces con nosotros; pero que después, ya al borde de la tumba, había vuelto a figurar entre nuestros enemigos.

Cuando llegaron a la elipse de rocas, vimos por su conducta que aquel lugar era sagrado para ellos. Lo pisaban con temor y hasta traían leña consigo para no tener que tocar los árboles del Púlpito del Diablo. Se quedaron en la parte occidental, sin atreverse a acercarse al lado Este, donde habíamos matado el oso, y, lo que era más importante para nosotros, acamparon formando ancho círculo alrededor del Púlpito sin aproximarse a él ni mucho menos subir.

Las deliberaciones no debían comenzar hasta la llegada de los siux. Como con ellos habría allí reunidas diferentes naciones, ya se podría subir al Púlpito para discutir. Lo que entonces se hablase era lo que nos interesaría; y por eso no quisimos por el momento bajar y ponernos en peligro de ser descubiertos para oír sólo cosas sin importancia. Así, pues, nos quedamos en el campamento y nos dispusimos a dormir bien, ya que no sabíamos si tendríamos pronto ocasión de volver a hacerlo.

Por la noche vimos algunas hogueras; pero tan pequeñas que no nos permitían distinguir el rostro de los indígenas sentados alrededor de ellas. En el campamento de los indios había un silencio absoluto. Por lo menos hasta nosotros no llegaba el menor ruido. Dormimos bien, sin que nada perturbase nuestra tranquilidad. Transcurrió el día siguiente sin que llegasen los siux, y en la mañana que le sucedió vimos llegar al campamento de los indios los centinelas que habían puesto y que iban a anunciar la llegada de los que se esperaban. Estos se acercaron exactamente en la misma formación que los utahs. Delante de todos iba un jefe muy viejo, alto y delgado en grado sumo, cuyo caballo llevaban de la rienda dos in dios, para que no diera un paso en falso. Como evidentemente le faltaban las fuerzas, había que pensar que al emprender un viaje tan largo a caballo, lo había hecho impulsado por una idea fanática.

Los utahs lo recibieron con muestras de gran respeto. Cuando fue bajado del caballo, se pudo apreciar bien su extraordinaria altura y delgadez. Si no hubiera sido de día, se le habría podido tomar por un espectro. Aquel viejo era, como pude pronto averiguar, Kiktahan Shonka, el «Perro vigilante», cuya muerte habían jurado los apaches y todos sus amigos. Se extendieron para él algunas blandas mantas frente al sitio del jefe utah Tusahga Sarich, lo sentaron en ellas como a un niño, y clavaron algunas estacas detrás de él para que pudiera apoyarse. En ruinas humanas como aquel hombre suelen mantenerse más tiempo el odio y el deseo de venganza que en personas sanas y robustas.

Ya había llegado la hora de que nos instalásemos en nuestro escondite. «Corazoncito» de buena gana nos habría acompañado; pero no podía ayudarnos en nada, sino más bien servir de obstáculo. Pappermann renunció también a venir conmigo.

—¿Qué voy a hacer allá abajo? —decía—. Para espiar a los indios hay que conocer su lengua mucho mejor de lo que yo la conozco. Verdad es que me llamo Maksch Pappermann y que con un rifle en la mano no soy de despreciar; pero en cuanto se trata de lenguas y dialectos se acaba toda mi ciencia. Así, pues, me quedaré con Mrs. Burton, que me hará otra torta de frambuesas, ¿verdad?

Ella asintió.

El «Aguilucho» y yo bajamos de nuestra posición con los rifles y procurando no dejar huellas ni ser vistos, precauciones todas bien fundadas si se tiene en cuenta que el día siguiente era el señalado por los hermanos Santer para encontrarse con nosotros. No sabíamos si llegarían el día indicado o si estarían ya allí ocultos para espiar a los indios. Por esto, en nuestro descenso, seguimos precisamente el camino que cualquiera otra persona habría evitado, en lo que obramos muy cuerdamente, según luego pudimos ver. Llegados abajo, nos metimos en lo más espeso de los matorrales, para desaparecer lo antes posible.

Cuando llegamos a la casita de la isla, vi que mi mujer había preparado acomodo para sentarnos y hasta para estar echados. No hicimos uso de él, porque nos ocupamos ante todo en mirar a los indios, ya que estábamos a distancia suficiente para poder distinguir sus facciones, si no a simple vista, sí con mi anteojo. Contamos cuarenta utahs y cuarenta siux, número que evidentemente había sido fijado de antemano; todos ellos jefes de mayor o menor categoría. Los guerreros, que constituían la masa que había de atacar a los apaches, no iban con ellos. Ya he dicho cuáles eran los dos jefes supremos. Además de éstos, había otros cinco jefes de menor categoría de los utahs y el mismo número de los siux. Los restantes eran gente que se había distinguido por algún título y ganado la confianza de los jefes. Me sorprendió ver que no se fumaba inmediatamente, en círculo, la pipa de paz. Los dos grupos se habían saludado de una manera corriente y se habían puesto a comer primero y luego a descansar. Yo observaba sobre todo a Kiktahan Shonka y a Tusahga Sarich: los demás me interesaban menos. Inmediatamente reconocí al segundo con auxilio de mi anteojo. Había envejecido mucho, más de lo que correspondía a sus años, y su rostro se había arrugado. El otro tenía una tremenda nariz, prominente y delgada como un cuchillo, una boca enorme, sin labios, y los ojos hundidos. Llevaba una peluca hecha de cueros cabelludos. Si he de decir la verdad, aquel indio me fue sumamente repugnante desde el primer momento.

La comida duró más de dos horas y luego los jefes subieron al Púlpito, y Kiktahan Shonka, que por sí solo no hubiera podido subir las escaleras, fue elevado por medio de lazos.

Se encendieron las pipas de paz y luego el jefe supremo de los utahs se puso en pie, sopló el humo en seis direcciones opuestas y pronunció el primer discurso. El jefe supremo de los siux, sin levantarse, hizo la misma ceremonia, que fue repetida sucesivamente por los demás jefes. Si quisiera reproducir aquí los doce discursos tendría que estar escribiendo todo un día. Y sin embargo, se trataba sólo de la introducción a los debates, para los cuales se habían señalado tres días enteros, que tendríamos que pasar allí, si no queríamos perder nada de lo que se dijera. Felizmente surgió una circunstancia que abrevió este tiempo tanto, que en lugar de tres días, las deliberaciones duraron solamente tres horas. Aquella circunstancia fui… yo mismo.

Interesantes, muy interesantes, fueron aquellos doce discursos. Todos ellos comenzaron con la afirmación de que los apaches y las naciones aliadas con ellos eran la gente más traidora del mundo, y que los que habían llegado al colmo de la traición eran Winnetou y su amigo Old Shatterhand. ¡Y ahora querían erigir un monumento a Winnetou, en el monte de su nombre y nada menos que de oro puro! ¡Y se pretendía que todas las naciones indias suministrasen para ello el oro necesario, escondido durante siglos enteros a la codicia de los rostros pálidos! Y todo para enaltecer la memoria de aquel hombre a quien nunca se había llamado más que perro, coyote pirro, apache. ¿Y quiénes eran los que iban a construir el monumento? ¡Un escultor y un pintor, Young Surehand y Young Apanachka, cuyos padres habían sido traidores a toda la raza roja e instrumentos despreciables de los rostros pálidos! El monumento estaba ya pintado en lienzo y modelado en arcilla; se iba a exponer en el Monte Winnetou y se invitaba a los hombres y mujeres más famosos de todas las naciones rojas a que fueran a contemplarlo. ¡Hasta se había invitado a Old Shatterhand, el perro sarnoso!

Había que impedir aquella glorificación de los apaches. Estos tenían que comprender que un guerrero utah o siux podía tener un monumento, pero no un perrillo aullador del río Pecos. Para tratar de la manera de conseguir aquel objeto se había convocado a aquella reunión, y lo que allí se acordase había que cumplirlo, aunque fuera a costa del aniquilamiento de toda la raza india.

Terminados los discursos, surgió un incidente: siguiendo el curso del arroyo llegó a, un hombre, que no era otro que Sebulon L. Enters. No traía caballo, aunque iba provisto de espuelas. Llevaba un rifle y su atavío era el que acostumbraba usar un hombre del Oeste hacía unos treinta años. Los siux lo conocían, y le permitieron acercarse, invitándole a subir al Púlpito del Diablo.

—¿Quién es ese rostro pálido? —preguntó Tusahga Shonka—. Lo he citado aquí y debía llegar mañana. ¿Por qué has llegado hoy?

Esta pregunta iba dirigida a Sebulon y en tono no muy cortés. Los indios tratan siempre con desprecio a los blancos que utilizan como espías. Sebulon respondió:

—Tenía que venir lo antes posible para avisaros.

—¿De qué?

—De que va a llegar vuestro peor enemigo, Old Shatterhand.

—¡Uf, uf, uf! —se oyó decir a todos y el mismo Kiktahan Shonka también exclamó:

—¡Uf! ¡Old Shatterhand aquí! ¿Y quién lo ha dicho?

—El mismo.

—¿A quién?

—A mí.

—¿Entonces lo has visto?

—Sí.

—¿Y has hablado con él?

—Sí.

—¿Dónde?

—En las cataratas del Niágara.

—¡Uf! Sabíamos que iba a venir; pero no que hubiera llegado. ¿Y viene al Púlpito del Diablo?

—Sí.

—¿Para qué?

—Para ver lo que hacéis.

—¡Uf, uf! ¿Es que sabe que vamos a reunirnos aquí y con qué objeto?

—Lo sabe.

—¿Quién se lo ha dicho?

—No lo sé. Se separó de nosotros y luego lo hemos seguido. En Trinidad encontramos sus huellas y ha salido de allí probablemente para venir aquí lo más derecho posible.

—¡Uf, uf, uf! —repitieron todos de nuevo.

Kiktahan Shonka gritó colérico:

—¿Pero ese perro no es lo bastante viejo para haber perdido la agudeza de los ojos, de los oídos y de la nariz? ¿Por qué no se ha quedado en el lado de allá del agua grande en su infecto wigwam?

—Y su mujer viene con él —añadió Sebulon.

—¿Su squaw le acompaña?

—Sí.

—¿Es cierto eso que dices?

—Cuando yo lo digo…

—¿Y estaba con él en las cataratas del Niágara?

—Sí y también en Trinidad, según nos dijeron allí.

—¡Uf, uf! Eso es una buena señal para nosotros. Quiere decir que se ha debilitado su cabeza y que está ya muy viejo. El que trae a su mujer al través del agua y hasta el Oeste salvaje demuestra estar loco, y ya no puede ser peligroso para nadie. Que venga; no le tenemos miedo. Lo ataremos al poste de los tormentos y yo haré de su mujer mi squaw.

Entonces Tusahga Sarich, el jefe supremo de los utahs, dijo:

—No hable mi hermano con tanta ligereza. Old Shatterhand conoce a su squaw, pero tú no. Cuando se ha atrevido a traerla aquí, es porque sabe seguramente que puede hacerlo sin peligro para ella. Es posible que se haya hecho viejo; pero sólo ha llegado a la vejez en que se alcanza la sabiduría, la previsión y la reflexión, y no a la vejez en que los viejos suelen volverse niños. Quizá tengamos ahora más que temer de él que en otro tiempo en que tenía treinta veranos menos.

—Además no está solo —añadió Sebulon.

—¿Quién está con él? —preguntó Kiktahan Shonka.

—Un viejo y experimentado cazador del Oeste, que se llama Max Pappermann.

—¡Uf! He oído hablar de uno que se llama así y que tiene azul la mitad de la cara.

—Ese es.

—Pues ese es el que salvó la vida al siux Wakon, el mayor enemigo que tengo en mi propia tribu. Es valiente y astuto. Si está con Old Shatterhand, tenemos que temerlo.

—Todavía le acompaña otro —prosiguió Sebulon—; un joven apache mescalero, que se llama el «Aguilucho».

—¿Será el «Aguilucho» que se fue con los rostros pálidos para aprender a volar?

—No lo sé; pero me dijeron en Trinidad que ha estado cuatro años con los rostros pálidos, y que ahora vuelve a su tribu.

—Es el mismo, un discípulo de Wakon, a quien escribe muchas cartas y de quien recibe muchas respuestas. Es uno de los que se llaman «jóvenes indios» y no hablan más que de humanidad e instrucción, de perdón y de amor. Es también uno de los primeros del clan Winnetou, ligado con éste por el parentesco. Hemos de hacer cuanto esté en nuestra mano para apoderarnos de esos tres hombres y de esa squaw. ¿Dónde tienes tu caballo?

—Al otro lado de esa montaña lo guarda mi hermano —respondió Sebulon—. Él se ha quedado allí con los caballos y yo he venido a pie para buscar las huellas y reconocer estos lugares.

—¿Qué camino habéis traído desde Trinidad?

—Hemos venido por el lago Kanubi.

—¿Habéis encontrado las huellas de Old Shatterhand?

—No; pero hemos visto huellas de muchas mujeres que han acampado junto al lago.

—Esas eran las mujeres engañadas de nuestra propia tribu, que se llaman «jóvenes indias» y que van también al Monte Winnetou, para ver el monumento y llevar sus pepitas de oro. No podemos impedirles que lo hagan; pero castigaremos a los apaches por ser los causantes de esto. ¿Ha hablado Old Shatterhand del Monte Winnetou?

—No.

—¿Ni del camino que pensaba seguir?

—Tampoco. Lo único que hemos averiguado es que iba a venir al Púlpito del Diablo para ver a Kiktahan Shonka, el famoso jefe de los siux.

—Veo que sigue siendo el incansable y astuto rastreador de siempre. Pero él, que tantas veces se ha librado del poste de los tormentos, no escapará de ésta. Para venir a este sitio tiene que llegar forzosamente por la altura que está al Este de aquí, que es por donde has venido tú: ¿no es eso?

—Sí.

—Pues voy a ordenar que se reconozcan todos los alrededores inmediatamente. Tú vuelve a buscar a tu hermano y venid aquí los dos. Queda interrumpida la deliberación hasta que nos convenzamos de que Old Shatterhand no está en estas cercanías.