Capítulo 3

Fenómeno de acústica

Bajamos de nuevo al campamento, todos menos Pappermann, que se quedó arriba. Saqué del baúl el rifle Henry, que estaba desarmado y lo armé.

—¿Es que vas a tirar? —me preguntó «Corazoncito».

—No te asustes. Sólo es para cazar algo —respondí—. También el «Aguilucho» traerá su fusil.

Mi mujer, con una seña disimulada, me indicó que mirase al indio, y yo, con igual precaución, lo hice. Era curioso ver con qué reflexiva curiosidad observaba mi rifle y seguía todos los movimientos que yo hacía para cargarlo.

¡Uf! —dijo—. Ese es. ¡Cuánto he oído hablar de él! ¿Me permites que lo coja?

—Aquí lo tienes.

Lo tomó en la mano; pero sin atreverse a examinarlo, y luego, como impulsado por un entusiasmo súbito, exclamó:

—¡Cuántas veces fue salvado Winnetou por él! Es un arma única.

Diciendo esto, me la devolvió.

—Ya no es tan única como crees —respondí—. Muchos se reían de mí cuando hablaba de sus veinticinco tiros, y hasta ha habido personas serias que me han tachado de impostor a causa de esta arma, aunque ellos no sabían nada de armas ni de tiros; pero hace ya mucho tiempo que no sólo me he visto justificado, sino que se han construido armas superiores a ésta. En Italia el comandante Cei-Rigotti ha inventado para el ejército un fusil también de veinticinco tiros, y un inventor escocés ha presentado al ministro de la Guerra inglés otro de veintiocho, que alcanza a 3000 metros. Por lo demás, este rifle llevará el mismo camino que sigue ahora la escopeta de plata de Winnetou.

—¿Traes también esa escopeta? —dijo brillándole los ojos.

—Sí.

—¿Me permites verla?

—Más tarde. Ahora tenemos que examinar, sin perder un minuto, el Púlpito del Diablo, pues cuando vengan los enemigos será tarde ya. No hay que detenerse un momento.

Mientras decía yo esto, oímos encima de nosotros una risotada. Era Pappermann, que bajaba. Cuando estuvo a nuestro lado, dijo:

—¿Conque querían ustedes que me quedase arriba y marcharse a pie? Pues no, señor, tienen ustedes que ir a caballo, y para eso me necesitan ustedes.

Se me ocurrió que tenía razón; pero mi mujer le dijo:

—Nada de eso. Vamos a ir a pie.

—Irán ustedes a caballo —dijo él alegremente—. Han de obedecerme, quieran o no. ¿O es que Mrs. Burton desea mojarse los pies y luego empezar a estornudar, a toser y coger un catarro o cualquier otra cosa tan bonita como esa?

Tenía razón el viejo cazador. Un hombre del Oeste no se preocupa por una mojadura pero cuando puede evitarla, lo hace. Montamos, pues, a caballo y volvimos a atravesar el lago. Después Pappermann se volvió con las caballerías. Nosotros seguimos el curso del arroyuelo hasta llegar al sitio en que el día anterior habíamos cambiado de dirección, dejando el camino del Púlpito del Diablo. Desde allí seguimos la orilla del arroyo del cual era aquél afluente, hasta que vimos que se precipitaba en lo profundo, originando atrevidas cascadas. Entonces nos separamos de él y bajamos describiendo ziszás, mientras hacíamos la observación de que nos veíamos obligados a dar un gran rodeo, lo cual había sido causa del error de Pappermann, al negarse a creer que el «Aguilucho» viera desde arriba el Púlpito del Diablo.

Una vez llegados al fondo del valle, lo primero que vimos fue la grieta que el agua había producido en la roca en tiempos remotísimos, y que parecía hecha con una sierra. Lo mismo había ocurrido frente a nosotros, a la salida de la cazuela. Quedaba, pues, demostrado que ésta había sido un lago, mitad natural, mitad artificial, desecado después cuando la grieta de salida había llegado al nivel del fondo. ¿Qué objeto habrían tenido las dos islas? Tanto como este problema me preocupaba el de si entonces, no habiendo ya agua, se podría descubrir el objeto de las dos islas. Claro que el arroyo seguía allí, atravesando toda la cazuela; pero no había podido perforar las losas de piedra, que constituían su lecho, y lo único que había hecho era trazarse en ellas sus propias orillas. El arroyo nos llevó primeramente a la parte oriental y de más vegetación, en la cual no nos detuvimos para llegar pronto a la parte occidental por donde habían de llegar los pieles rojas.

En esta parte occidental había algunos puntos en que sobresalían las losas por entre la tierra. Los árboles y los arbustos que allí crecían habían servido muchas veces de alimento para las hogueras, como podía verse. Los claros que había entre ellos eran tantos, que podían establecerse allí centenares de campamentos, sin estorbarse unos a otros. La isla correspondiente a aquel lado era más alta que el más alto de los árboles, sin serlo mucho, pues éstos, como ya he dicho, no eran muy elevados, y estaba completamente pelada. Unos escalones permitían subir a ella. En lo alto había en el centro un alto asiento de piedra, y alrededor un círculo de asientos más bajos. Aquel era el Púlpito del Diablo, donde se reunían para deliberar los jefes y desde el cual comunicaban sus acuerdos, por medio del heraldo, a la gente reunida abajo.

Subimos y no encontramos nada que nos llamase la atención. Naturalmente, examiné con la vista, aunque sin decir nada, la otra isla, que era de la misma altura que aquélla, pero más extensa y con vegetación. Tampoco llegaba a ser tan alto como ella ninguno de los árboles que la rodeaban, y si realmente se trataba, como creía yo cada vez más, de un fenómeno acústico; me sorprendía no ver ningún sitio en que pudieran reflejarse las ondas sonoras. Bajamos del Púlpito y miramos hacia arriba para ver si podíamos descubrir a Pappermann. Estábamos seguros de que nos observaba, pero no pudimos verlo.

Después nos trasladamos a la otra parte de la elipse y yo me encaminé directamente a la segunda isla; pero me detuve de pronto al ver huellas en el suelo, aunque eran de las que se ven con gusto. También el «Aguilucho» las descubrió al momento. Parecía como si hubieran pasado repetidas veces niños entre las matas de zarzamora y frambuesa para coger sus frutos. Al principio nos quedamos todos en silencio; pero una vez que hubimos dado la vuelta a la isla y estuvimos seguros de que no había allí nadie, dije a mi mujer:

—«Corazoncito», ¿te gustaría comer una pata o un muslo de oso?

—¡Qué miedo! —replicó ella vivamente sorprendida—. ¿Es que hay osos aquí?

—Sí.

—¿Tal vez osos grises?

—No, no es tan peligroso el que ha andado por este lugar. Se trata de un inofensivo oso negro, que cojea de la pata, izquierda de atrás. Debe de haber sido herido y habrá perdido toda acometividad. Adivino en él a un apasionado vegetariano, que no tendrá el menor deseo de presentarse a ti como antropófago. Está escondido en lo alto de la isla.

—¿Allá arriba? —Miró hacia lo alto y añadió inmediatamente—: Tienes razón. Ya lo veo. Está mirando hacia aquí. ¡Allí, allí está!

Diciendo esto señalaba hacia un punto. El «Aguilucho» levantó al momento su rifle.

—¡No tires, no tires! —suplicó ella—. Tiene un aspecto muy inocente.

Pero su ruego llegó tarde. Salió el tiro y la bala entró por un ojo al animal, que estaba tendido al borde de la isla, y al vernos había hecho un movimiento para levantarse. Al recibir el balazo, cayó de nuevo, se revolcó hacia delante y se precipitó muerto a nuestros pies.

—¡Qué lástima! —dijo «Corazoncito»—. Hemos debido dejarlo vivir.

—¿Para qué? —repliqué yo mientras lo examinaba—. ¿Para que llevase una existencia atormentada? Mira: no tenía ninguna herida, sino rota la pata; y como no ha podido ir a una clínica para que se la curasen, tenía que llevarla a rastras, de manera que nuestra bala le ha librado de esa esclavitud.

—Pues yo no como patas rotas —dijo ella enérgicamente.

—Ni yo tampoco —asentí—. La curaremos primeramente y hasta la pondremos si quieres en un molde de escayola. Luego la asamos y nos la comemos.

—¡Eres un cargante! —dijo ella medio riendo, medio en serio—. ¿Y qué vamos a hacer con el oso? Por mi parte, no pienso llevarlo hasta nuestro campamento.

—Ya vendrá Maksch a recogerlo. Tiene más de cuatro años y pesa algunos quintales; pero tenemos mulos que pueden llevarlo. Nos lo tenemos que llevar sin dejar nada, para que no lo vean los indios que van a llegar; pero primero vamos a quitarle el traje.

Así lo hice prontamente, ayudado por el «Aguilucho», que trabajó con habilidad y limpieza. Una vez envuelto el oso en su propia piel, continuamos nuestras investigaciones. También había escalones para subir a la isla, pero casi borrados por los tallos y hojas de las plantas. A cada lado de los escalones había una lápida con relieves, que representaban la isla. En la primera se veía un hombre que quería subir a ella, y en la otra un monstruo horrendo que se apoderaba de él antes de llegar a lo alto. Aquello era, pues, una advertencia para que no se subiera a la isla. Indudablemente habría allí algo que no se permitía ver.

Subimos por los escalones, y llegados a lo alto, vimos una casita del tamaño de una choza de guardabosque, pero construida enteramente de losas de piedra y cubierta por completo de ramaje. Junto a ella había establecido el oso su cama. La puerta, cuyos goznes entraban en agujeros practicados en la misma piedra, estaba cerrada. Penetramos en la casita, que encontramos vacía. Allí podrían caber cuatro personas sentadas, no más. ¿A qué estaría destinada? ¿A un vigía? Efectivamente, desde ella podía verlo todo sin ser visto. En la otra isla no había ni casa, ni vegetación, como ya he dicho.

No vimos ninguna otra cosa que nos llamase la atención. Si existía realmente el secreto que yo presumía, no había que buscarlo en combinaciones complicadas, sino en el hábil aprovechamiento de una sencilla disposición natural. Yo estaba poseído de la más viva curiosidad; pero seguí guardando para mí mis pensamientos. Sin embargo, no vacilé en hacer una prueba decisiva. Dije a mi mujer que volviese a la otra isla con el «Aguilucho» y que se sentase en la silla del jefe.

—¿Para qué? —dijo ella.

—Se trata de una sorpresa que te preparo.

—¿Agradable?

—Si. Si sale bien, te vas a alegrar. Ahora que, si quieres una sorpresa desagradable, también puedo dártela.

—No, no. Prefiero la agradable. Pero ¿es preciso que vaya allá?

—Sí.

—Desde hace algún tiempo te has vuelto extraordinariamente misterioso. Supongo que eso será sólo pasajero. Te obedeceré.

Se alejó con el apache y yo me acerqué al borde de la isla para seguirlos con la vista. Subieron al Púlpito del Diablo. Mi ansiedad, debo confesarlo, era grande.

De pronto, oí, no en la dirección del sitio donde se encontraban, sino detrás de mí, la animada voz de mi mujer, que decía:

—Hasta que descubra el secreto de este «Oído» y este «Púlpito», no parará. Lo conozco bien.

Estaban los dos en lo alto de la isla. Yo había comenzado a oír lo que decía mi mujer desde el momento en que había puesto el pie en la parte alta. La veía, pero no con claridad, por la distancia a que se encontraba: no podía distinguir ni sus facciones, ni los movimientos de sus brazos. Después de la frase que he reproducido, hubo una pausa y luego prosiguió mi mujer:

—No; no lo sé. Él no ha tenido tiempo para decírmelo ni para explicármelo.

Por estas palabras se comprendía que el apache había dicho algo que no había llegado a mi oído. Por lo visto yo estaba mal colocado para poder percibir las ondas sonoras que salían de sus labios. Mi mujer se había quedado al borde de la isla, y yo estaba también al borde de la mía. El «Aguilucho» se encontraba a unos pasos de ella, en el centro. Me trasladé al medio de mi isla, donde estaba la casita, y rodeado como estaba de matorrales, me pregunté si éstos no detendrían las ondas sonoras y me impedirían oír. No fue así: apenas había llegado a la casa cuando oí la voz de mi mujer, más claramente aún:

—Nunca las he asado y tengo que fiarme de lo que tú hagas. ¿Son verdaderamente las patas tan exquisitas como dicen?

Inmediatamente oí la respuesta del «Aguilucho»:

—Sin duda. No hay nada más delicado.

—¿Y es cierto que hay que esperar a que les salgan gusanos?

—Efectivamente.

—¡Qué asco!

—¿Por qué? Se quitan los gusanos y asunto terminado. Los gusanos no se comen.

—Pero han estado en la carne que uno va a comer.

—Se puede no esperar tanto.

Entonces, les di la broma de decir con fuerte voz:

—De ningún modo. Hay que esperar hasta que salgan los gusanos y luego se asan las patas. A los gusanos, para que no se mueran de hambre, se les da de comer luego carne de jilguero y de ruiseñor.

Al instante oí decir a «Corazoncito» riendo:

—Ese es el bromista de mi marido que ha venido detrás de nosotros. ¿Dónde estará escondido?

Comprendí que me buscaba por todas partes, porque la perdí de vista. Entonces grité:

—¡Estoy aquí!

—¿Dónde? —preguntó ella.

—Aquí arriba, junto a Maksch Pappermann.

—No digas tonterías. ¿Dónde estás, en serio?

—Te lo diré: en lo alto del árbol más próximo a ti.

—¡Qué bobada! Ten juicio y habla formalmente.

—Pues entonces que el «Aguilucho» busque en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, que estoy allí.

—¡Uf, uf! —exclamó el aludido—. Ya sé dónde está.

—¿Dónde?

—Su voz suena tan pronto de un lado como de otro. Está en el mismo sitio donde lo hemos dejado; pero ha descubierto la manera de enviar su voz hasta aquí.

—¿Es posible?

—Seguro.

—¿Sería esa la sorpresa de que hablaba?

—Probablemente. Decías hace poco que no descansaría hasta descubrir el secreto de este «Oído» y de este «Púlpito». Ya puede descansar, porque lo ha descubierto.

Entonces hablé yo:

—Tiene razón. Y ahora descanso.

—¿Dónde? —preguntó mi mujer—. En mi isla. Estoy delante de la casita.

—¿Es verdad o sigues burlándote de nosotros?

—No; hablo en serio. Os oigo tan bien como vosotros a mí. Ya sospechaba yo que así sería y os he enviado a esa isla para comprobarlo. Ha resultado lo que yo presumía, y estoy sumamente contento.

—Si es como dices, eso es casi un milagro —exclamó ella.

—Nada de eso; no es más que el aprovechamiento de una sencilla ley natural.

—Entonces ¿podremos oír desde ese sitio todo lo que digan los indios?

—Desde el principie al fin y con toda comodidad.

—¿Me oyes claramente?

—Como si estuvieras junto a mí.

—Yo a ti lo mismo.

—Bien. Ahora vamos a hacer una prueba para ver con qué intensidad hay que hablar y en qué sitio hay que colocarse para no perder una palabra.

También este experimento dio resultado. Si se hablaba en voz baja, no se entendía lo que se decía, y si se hablaba en voz demasiado alta se oía un estruendo como el de un trueno, que casi asustaba, y se perdían casi todas las palabras. En cambio, todo lo que se decía en tono natural se oía tan claramente como si el que hablara no estuviese en un sitio alejado, sino al lado del que oía.

Mi mujer, siempre previsora, propuso entonces que cambiásemos de posición.

—Ven tú a mi isla y yo iré a la tuya —dijo—. En el camino nos cruzaremos y tú dejarás dentro de la casita lo que voy a decirte, porque quiero convencerme de que estás realmente en ella y de que no se trata de una añagaza.

—¿Sigues creyendo que te doy una broma?

—No, porque no estás aquí ni en las cercanías; pero como yo entiendo tan poco de esa acústica y esas leyes naturales de que hablas, no me fío más que de mis ojos, y no de la ciencia ni de las ocurrencias tuyas.

—¿Y qué quieres que deje aquí? ¿Mi reloj, mi cuchillo?

—No, algo más poético que eso.

—¿Y qué es ello?

—Una carta de amor.

—¡Oh! ¿Y a quién ha de ir dirigida?

—A mí, naturalmente. Aquí no hay otra mujer. Saca, pues, una hoja de tu cuaderno y escribe lo que voy a dictarte.

—Bueno. Ya tengo aquí papel y lápiz. Dicta.

—«Adorada “Corazoncito”: Te quiero y te querré toda la vida. El día de tu cumpleaños te regalaré 50 marcos para el hospital de Radebeul. Y para que conste, lo firmo de mi puño y letra».

—Ahora firma —añadió.

—Ya lo he hecho —respondí.

—Pues ven.