Capítulo 2

El oído de Dios

Le ayudamos a cambiar la disposición de los palos de la tienda y salió delante para guiarnos. Quedaba aún bastante luz para que viéramos por dónde íbamos. Llegamos al lago, de aguas oscuras como un enigma, lo atravesamos y al llegar a la orilla opuesta vimos en las altas rocas una hendidura que estaba oculta por espeso follaje. Penetramos por ella, seguimos aguas arriba el arroyuelo y llegamos al manantial en que éste nacía, en medio de un ensanchamiento circular de grandes dimensiones que hacía la peña y cuyas paredes se elevaban a enorme altura, cortadas a pico e inaccesibles a lo que parecía.

—Este es el sitio —dijo Pappermann—. Aquí podemos acampar cien años seguidos sin que nos descubran.

—Pero esto será muy húmedo —observé.

—Nada de eso. No hay otra humedad que la del arroyo y esa se marcha. Además estamos en el verano indio y aún ha de tardar varias semanas en llover.

—¿Se puede subir por estas paredes?

—No lo sé. No lo intenté en aquella ocasión. Yo nunca he sido gran escalador de rocas.

—¿Y no podrá acecharnos nadie desde arriba?

—Para eso tendría que haber subido por aquí, pues por la parte de fuera es imposible.

—Entonces estoy tranquilo. Vamos a encender fuego y luego armaremos la tienda.

A la media hora estaban hechas las dos cosas. Dejamos sueltos a los caballos y mulos, que primero se hartaron de beber y luego se revolcaron concienzudamente en el musgo, cosa que siempre hacen con gusto, si tienen sanos los huesos y las articulaciones. Tenían pasto tan abundante que hubiéramos podido pasar allí varios días sin que les faltase. Necesitaban más el descanso que la comida, pues la jornada desde el lago Kanubi hasta allí había sido más fuerte de lo que presumía Pappermann. También nosotros estábamos fatigados, así es que la cena no se prolongó mucho y pronto nos echamos a dormir. Nos ocurrió lo contrario que la noche anterior: todos nos quedamos dormidos al momento, y debo confesar, para vergüenza mía, que no me desperté hasta que vino Pappermann a llamarme.

—Su señora está ya trajinando —me dijo a modo de disculpa por su atrevimiento—. Ya ha calentado agua y está moliendo el café dentro de la tienda, para no despertar a usted. No le diga usted que lo he llamado; pero es que el hombre siempre es hombre menos cuando duerme.

—Entonces me ha despertado usted para que no pierda mi prestigio —dije riendo.

—Sí. No puede ser que Old Shatterhand esté durmiendo mientras su mujer trabaja.

Me puse a examinar el lugar en que nos encontrábamos y que no ofrecía por ninguna parte la más pequeña huella de que lo hubiese visitado el hombre. Las paredes de roca eran muy pendientes, pero no inaccesibles. Había allí árboles gigantescos que crecían junto a la peña y cuyas ramas facilitaban mucho la ascensión. Apenas el «Aguilucho» hubo tomado su café cuando se lanzó a trepar por las paredes de roca. Llegó a lo alto sin dificultad y apenas puso el pie en la cumbre gritó:

—¡Uf, uf! Veo una cosa milagrosa.

—No grites —le advertí—. No sabemos si habrá alguien en las cercanías.

—Aquí no puede haber nadie que nos oiga —contestó—. No hay más que aire.

—¿Y qué es lo que se divisa desde ahí arriba?

—El Púlpito del Diablo.

—¿Es posible?

—Sí.

—No puede ser —dijo Pappermann.

—¿Por qué?

—Porque lo sé yo, y lo que sabe Maksch Pappermann lo sabe bien. El camino del Púlpito del Diablo va hacia la izquierda y nosotros hemos echado muy a la derecha. Además está rodeado por todas partes de altas peñas adonde no se puede subir. No es, pues, posible que él lo vea. Está equivocado.

—¿Y no puede ocurrir que sea usted el que lo esté?

—No.

—¿No puede dar rodeos el camino desde aquí al Púlpito del Diablo, y ser eso lo que le confunde a usted?

—No hay hombre, ni animal, ni camino que dé los rodeos suficientes para engañarme.

Interrogué de nuevo al indio, que se ratificó en su afirmación de que veía el Púlpito del Diablo, sitio que él también conocía. Para salir de dudas, decidí seguir al «Aguilucho», y mi mujer, que también está acostumbrada a trepar por las montañas, ejercicio en que a veces es más atrevida que yo mismo, subió detrás de mí. Pappermann se quedó abajo.

—Nunca he sido gamuza —dijo—, ni lo seré. A mí que me den un camino llano, un buen caballo y una silla bien puesta. Trepen ustedes todo lo que quieran, que yo no los acompaño.

Cuando llegamos a lo alto, se nos ofreció una vista maravillosa. Yo nunca había visto el Púlpito del Diablo; pero quedé convencido al momento de que lo tenía ante los ojos, y así se lo grité al viejo cazador. Al oírlo, comenzó a subir lenta y cuidadosamente para reunirse con nosotros, en lo que empleó no poco tiempo.

—Ya estoy aquí —dijo. Vamos a ver qué incomprensible tontería…

Se interrumpió en medio de la frase y se quedó con la boca abierta.

—¿Qué dice usted?

—¡Mil diablos! ¿Qué me ha ocurrido?

—¿Es o no el Púlpito del Diablo?

—¡Ya lo creo que lo es! ¡Ay, Maksch Pappermann, qué camello eres! Y la culpa de todo la tiene este maldito nombre, que es mi perdición. Si mi padre se hubiera apellidado Müller, Schulze o Schmidt, o aunque fuera un nombre de significación ridícula, yo habría tenido la suerte de cualquier otra persona. Pero Pappermann… Esta desgracia me ha perseguido y me perseguirá mientras viva.

El hombre se consideraba desgraciado, porque aquello afectaba a su honor de cazador que él ponía sobre todas las cosas. Por suerte para él, no había allí nadie que estuviese dispuesto a echarle en cara su error, y cuando le aseguré que yo también había tenido a veces equivocaciones semejantes comenzó a tranquilizarse.

Imagínese una terraza, cuyas barandillas están formadas por grandes masas de roca, cubierta de árboles y espesas plantas, de manera que desde abajo no se puede ver a quien allí esté. Al mirar desde el borde de la terraza, se encuentra que la pared de roca está cortada a pico en una profundidad enorme. Pues en aquella terraza estábamos nosotros, y muy por debajo se veía el Púlpito del Diablo.

Todo el que haya estudiado geometría sabe lo que es una elipse; pero como no todos mis lectores la habrán estudiado, se lo explicaré en forma que esté a su alcance: una elipse es un círculo estirado, de tal manera que, en vez de un centro, ha llegado a tener dos, que reciben el nombre de focos. Las cacerolas que se usan para guisar el pescado tienen forma de elipse. Pues bien: teníamos a nuestros pies una gigantesca cazuela de esta clase, tan perfecta como si la mano del hombre la hubiera tallado. Como pude ver después, a la obra de la naturaleza había cooperado efectivamente el trabajo del hombre, en tiempos tan remotos que sus paredes, en un principio cortadas a pico y desnudas, ofrecían a la sazón multitud de resquebrajaduras, aristas, prominencias, huecos y otros accidentes, debidos a la acción de la intemperie, en los cuales habían ido brotando sucesivamente vigorosos árboles, arbustos y hierbas. También el fondo de la cazuela estaba cubierto de vegetación, en la cual observé al punto dos cosas: la primera, que aquella vegetación no era obra de la naturaleza, sino del hombre, pues el suelo era de roca viva y tenía que haber sido preparado. Los árboles, algunos de ellos de grueso tronco, no tenían copa, y si alguno la tenía, estaba seca, lo cual demostraba que se nutrían de una delgada capa de tierra, en la cual sólo podían echar raíces laterales. Cuando, más tarde, pude examinar aquel suelo, vi que, debajo de la tenue capa de tierra, estaba cubierto de losas de piedra, sobre la cual se había ido acumulando alguna tierra vegetal. ¿Para qué se habría hecho aquella obra? Tal era el primer problema que se planteaba a un observador atento y perspicaz.

La otra circunstancia que sorprendía al espectador era la de que en una tercera parte de aquella vegetación no había puesto su mano el hombre, mientras que los otros dos tercios ofrecían señales de haber sido utilizados por éste y con bastante frecuencia. La divisoria entre las dos regiones se veía perfectamente: parecía como si existiese una prohibición terminante de pisar aquella parte de la elipse.

Y ahora voy a decir lo que tenía más interés que todo, para mí por lo menos. En la superficie de la elipse, perfectamente llana, había dos elevaciones artificiales bastante grandes, como si al construirse la cazuela hubiera existido el propósito de formar un lago en el cual sobresaliesen cual dos islas aquellas dos alturas. Con el transcurso de los siglos, el agua, a su entrada y a su salida en la cazuela, había ido excavando las paredes y había terminado por llegar al nivel del fondo, con lo cual el lago había quedado en seco.

Aquella obra denotaba que en los tiempos primitivos había allí una raza muy superior a lo que fueron las generaciones posteriores. El lago estaba ahora desecado; pero subsistían las dos islas que, cosa curiosa, estaban situadas justamente en los dos focos de la elipse. Aquello no podía ser obra de la casualidad. Inmediatamente surgía esta pregunta: ¿a qué obedecía aquella colocación? No podía responder a una causa vulgar y ordinaria. Yo pensé al punto en los difíciles cálculos astronómicos que dieron lugar a la construcción de las pirámides de Egipto y en los misterios de los Teocalli y otras construcciones de carácter religioso de los tiempos primitivos; pero como no soy un hombre sabio, no puedo entrar en disquisiciones de carácter científico. Después se apoderó de mí cada vez con más fuerza la idea del fenómeno tantas veces aprovechado en la antigüedad para las construcciones, de que en locales de determinada figura se oye claramente desde un punto lo que se dice en voz baja en otro, muy alejado de él. Este pensamiento me asaltó de improviso y yo lo rechacé; pero volvió a acudir a mi mente cuando el «Aguilucho», señalando hacia abajo, dijo:

—Ese es el Pálpito. Estamos en la parte más alta de la pared que lo circunda. Hay en realidad dos púlpitos: pero los rostros pálidos no conocen más que uno, al cual llaman el Púlpito del Diablo. Si conocieran el otro, lo llamarían el Púlpito del Buen Mánitu. Los hombres rojos llaman a éste Cha Manitou (el Oído de Dios) y a aquél Cha Kehtikeh (el Oído del Diablo).

—¿A cuál de esos puntos llamas el Púlpito? —le pregunté—. El fondo de esta cazuela se extiende de Este a Oeste, y hay dos elevaciones en él, una hacia el Este y otra hacia el Oeste. ¿Cuál de ellas es el Púlpito?

—La del lado Oeste —respondió.

—¿Así, pues, la otra es el Oído?

Me miró como si no comprendiese lo que quería decir. Entonces me expliqué mejor:

—Desde los púlpitos se predica para que oiga alguien, ¿verdad? Pues bien; has hablado de un oído, el «Oído de Dios». ¿Dónde está?

—No lo sé. En todo caso es el mismo punto que los blancos llaman el Púlpito. Lo que sé acerca de esto lo he aprendido de mi maestro, Tatellah-Satah. En uno de los púlpitos, en éste, oye Dios lo que dice el diablo y lo castiga con la condenación. En el otro, que aún no conocen los blancos, oye el diablo lo que dice Dios y se salva de la condenación.

—Hay en eso que dices un significado muy profundo, cubierto con una envoltura externa, y cuyo sentido me propongo penetrar. Pero fíjate en que la parte oriental de la cazuela forma una verdadera manigua, mientras que la parte occidental, que es la mayor, tiene una vegetación más pobre. Hasta parece que en esta última se ha cortado leña para hacer fuego.

—Así se hace siempre que hay reunión para deliberar en ese sitio.

—¿Para deliberar? ¿Sobre asuntos de caza o sobre otros puntos?

—No. Ese sitio es sagrado para todo hombre rojo y sólo se le destina a grandes asambleas a que asisten las diferentes naciones. Ahí nunca se habla de cuestiones de poca importancia, y ningún hombre rojo acude a ese lugar si no se trata de una gran reunión de dos o más naciones.

—¿De veras?

—Sí. Lo sé muy bien. Y ni aun en las grandes reuniones en que se juntan muchos, muchos guerreros, se atreve ninguno de ellos a pisar la parte oriental de ese lugar.

—¿Y por qué?

—Se dice que allí habita el mal espíritu, el diablo, que da nombre al Púlpito.

—Muy interesante, muy curioso y muy oscuro. Pero lo que se cuenta de esos dos púlpitos tiene una antigüedad de muchos siglos, así es que en el transcurso de todo este tiempo, puede suponerse cuánto se habrá alterado la verdad. ¿Crees tú en ello?

—Yo creo en el fondo de esa verdad.

—¿Es que lo conoces?

—No; pero espero que Tatellah-Satah me lo dirá.

—¿Lo sabrá él? Si lo supiese, se habría expresado de otro modo al hablar de ese púlpito. No habría indicado con los dos nombres de Oído y de Púlpito el mismo punto. ¿Crees verdaderamente que en la parte oriental está el diablo?

—Yo sigo la tradición de mis padres, sin preguntar si, se funda o no en la verdad.

—Entonces evitarás visitar ese sitio.

—¿Va a bajar a él Mr. Burton? —preguntó.

—Sí que lo haré.

—¿Y Mrs. Burton también?

—Seguramente.

—Entonces, si quieren, yo los acompañaré. He estado cuatro años con los rostros pálidos y he aprendido de ellos a diferenciar el espíritu de una cosa de la cosa misma. El espíritu es sagrado para mí; pero no adoro la vestidura visible. Sin embargo, la respeto y no la rompería sino cuando tuviera motivos para considerarla dañosa.

¡Qué bien hablaba el indio! Si ya no me hubiera sido simpático, se me lo habría hecho entonces. Pappermann, que había guardado silencio, dijo:

—Veo que quieren ustedes bajar allá.

—Naturalmente —respondí yo—. El Púlpito del Diablo es el objeto de nuestro viaje.

—¿Y cuándo van a bajar?

—Inmediatamente.

—Entonces vamos a ensillar las caballerías.

—No es necesario. Iremos a pie.

—¡Oh! —exclamó asombrado—. ¿Usted cree que Maksch Pappermann va a ir a pie cuando tiene por la rienda a un caballo o a un mulo?

—Naturalmente que no lo creo; pero es que nadie le dice a usted que tenga que andar. Usted se quedará aquí.

—¿Yo… aquí…? —preguntó sorprendido.

—Sí.

—¿Es que no soy digno de ir con ustedes?

—No diga usted simplezas. Es que lo necesito a usted aquí arriba. Sabemos que va a venir el enemigo; nos lo han avisado. Ahora, que, desgraciadamente, no sabemos cuándo. Puede llegar de un momento a otro, y si estamos allá abajo no lo veremos acercarse. Precisamente por eso me propongo que vayamos a pie, pues las huellas de los caballos son más visibles que las de los hombres, y además pudiera ocurrir que nosotros escapáramos del peligro y luego nos expusiéramos de nuevo para coger los caballos…

—Sí, sí. Ya comprendo.

—¿Qué comprende usted?

—Que yo tengo que quedarme aquí de centinela.

—Claro está.

—Eso es otra cosa. Lo haré de muy buena gana. Déme usted sus instrucciones.

—En poco consisten. Sabemos que los siux y los utahs van a venir aquí, los primeros por el Norte y los segundos por el Oeste. Dada la forma de este valle, no pueden llegar por donde hemos venido nosotros, sino por el lado opuesto, y esa parte se ve tan claramente desde aquí, que usted podrá observar a los indios mucho antes que se acerquen a este lugar. En cuanto los vea, nos hace usted una señal. —¿Qué clase de serial?

—Un silbido largo.

—¿Así?

Se introdujo los rugosos dedos en la boca y dio un silbido.

—Sí. Eso basta.

—Muy bien. Pero ¿cómo van ustedes a encontrar el camino del Púlpito? Ustedes no han estado nunca en él.

—El «Aguilucho» lo conoce; pero aunque así no fuera, ¿cree usted que, después de haberlo visto tan claramente desde aquí, me iba a equivocar de camino?