Capítulo primero

El clan Winnetou

Interrumpí mi relato en el momento en que, llegados a la orilla del lago Kanubi, vio nuestro amigo ante sí la figura de la joven india, como misteriosa evocación de lo pasado.

Con gran sorpresa nuestra, Pappermann se echó abajo del mulo, se acercó lentamente a ella, con pasos de autómata, como si le dominasen una timidez y un respeto religiosos, y le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Achta —respondió ella, lo mismo que la otra doncella le había respondido, años antes.

—¿Qué edad tienes?

—Dieciocho veranos.

El exhostelero se pasó la mano por el rostro y dijo como si soñase:

—No, no puede ser. Es otra; pero tan semejante…

—¿Hablas de mi madre tal vez? —dijo la joven—. Dicen que me parezco mucho a ella.

—¿Tienes madre?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Achta, lo mismo que yo.

—¿Y tu padre?

—Se llama Wakon. Vivimos muy al Norte de aquí, junto al río Niobrara.

Pappermann dio una fuerte palmada y exclamó:

—¡Es su hija; es su hija!

Ella se inclinó como si fuera a bajar de la roca, y dijo:

—¿Conoces a mis padres? Pero veo que la mitad de tu rostro está quemado por la pólvora. ¿Te llamas Pappermann?

—Ese es mi nombre.

—¿Estabas aquí cuando mi padre y mi madre se conocieron?

—Justamente.

La joven india bajó de la roca y le dijo:

—Dame tu mano.

Él obedeció y la muchacha, cogiéndole la diestra, imprimió en ella un beso. Después, atrajo hacia sí la cabeza del alemán y le dio otros dos besos en la mejilla quemada, diciendo:

—Tú fuiste el salvador de mi padre, el que se sacrificó por él. ¿Por qué no has venido nunca a vernos? Mi padre y mi madre nunca han dejado de preguntar por ti; pero no han podido saber dónde te encontrabas.

El viejo cazador temblaba de emoción y vertía lágrimas.

—¿Cómo sabe tu padre que aquel tiro estaba destinado a él? —preguntó—. Nunca se lo he revelado a nadie.

—Lo dijiste en tu delirio. Mi padre vio en dos ocasiones a aquel hombre; pero no pudo cogerlo. Su verdadero nombre no era Tom Muddy, sino Santer. Cuando anoche el fuego de vuestro campamento brillaba en lo alto de la montaña como una estrella vacilante, me dijo mi madre: «Así brillaba en otro tiempo el fuego de nuestro salvador blanco, la noche anterior al día en que lo vi por primera vez».

—¿Está aquí tu madre? —dijo él vivamente.

—Estaba, pero ya no está —respondió la joven—. Había aquí muchas mujeres, que han echado a andar al comenzar el día. Yo me he quedado de centinela.

—¿Y si hubiéramos sido enemigos? —dijo él riendo.

—Entonces no me habríais visto.

—¿De manera que has querido saber quiénes éramos nosotros?

—Sí, porque habíamos visto vuestro fuego.

—¿Y por qué has comprendido que no éramos enemigos?

—Porque había una squaw con vosotros.

—Bien, bien. Y ahora tendrás que marcharte de aquí en seguida, ¿verdad?

—Sí, para reunirme con los demás. Pero no me apartaré de este lugar sin que me digas cuándo y dónde podremos encontrarte.

—¿Y adónde te diriges?

—No me es permitido decírtelo.

Al oír esto, el «Aguilucho» desmontó, se dirigió a ella y dijo:

—Puedes hacerlo. Mírame. Soy tu hermano.

Llevaba el traje nuevo de cuero que le había guardado Pappermann y que realzaba extraordinariamente su presencia. Señaló a la parte izquierda de su pecho, donde tenía cosida una estrella de perlas de doce puntas. En el traje de la india podía verse un adorno enteramente igual en el mismo sitio.

—¿Eres un winnetou? —preguntó ella, mirándole atentamente.

—Sí.

—Pues yo soy una winnetah. Los dos llevamos la estrella del gran Winnetou y somos por consiguiente hermano y hermana. Yo soy una siux ogellallah. ¿Y tú?

—Un apache de la tribu de los mescaleros.

—Entonces eres de la tribu de Winnetou. Dime tu nombre. ¿O es que no lo tienes?

—Lo tengo —dijo él sonriendo—. Me llaman el «Aguilucho».

Ella hizo un movimiento de sorpresa.

—Se sabe que el discípulo predilecto del famoso Tatellah-Satah lleva ese nombre, que ganó en su primera juventud, en la época en que otros aún necesitan muchos años para obtener un nombre. ¿Lo conoces tú?

—Sí.

—Fue el primero a quien Tatellah-Satah permitió llevar la estrella de nuestro Winnetou. ¿Sabes dónde se encuentra ahora?

—Sí.

—¿Quieres decírmelo?

—Nada hay que lo impida. Lo tienes delante de ti.

—Pero ¿eres tú? ¿Tú mismo? —preguntó ella, mientras iluminaba su rostro una expresión de sincera alegría—. Se decía que habías desaparecido.

—Se decía la verdad.

—¿Para buscar la arcilla sagrada de la pipa de la paz?

—Sí. Y para otra cosa más difícil aún.

—Se decía que te habías impuesto una misión difícil, muy difícil. —También es verdad.

—¿Y has triunfado en ella?

—Sí. Nuestro grande y buen Mánitu me guio y me protegió. Desde que salí del Monte Winnetou han pasado más de cuatro años. Ahora vuelvo allí. ¿Llevas tú el mismo camino?

—Sí.

—Entonces no quiero preguntarte adónde te diriges hoy, pues sé que nos volveremos a encontrar.

—¿Lo deseas?

—Sí. ¿Y tú?

—También.

—Te ruego que me des la mano.

—Toma las dos.

Se las presentó, mientras sus hermosos ojos permanecían clavados en el rostro serio y varonil del indio. Tenía éste la vista dirigida a lo lejos, sobre el lago. Hubo un momento de silencio y luego dijo el «Aguilucho»:

—La nieta del grande hombre de la medicina de los senecas, que es hija de Wakon el investigador y el sabio, y el discípulo del inasequible Tatellah-Satah, donde encontró su último refugio el alma destrozada de la raza roja: eso eres tú y eso soy yo. Mánitu ha sido el que nos ha traído aquí. Ahora nos separaremos sólo en apariencia, y del punto en que nos encontremos de nuevo brotará una bendición. ¡Bendita seas, querida y hermosa winnetah!

La besó en ambas manos y añadió:

—¿Cuándo vas a abandonar las orillas del lago?

—Al momento —respondió ella—. Pero antes de irme, quiero saber adónde os encamináis desde aquí.

—Al Púlpito del Diablo. ¿Lo conoces?

—Sí. ¡Cuánto me alegro de haberte hecho la pregunta! Ten mucho cuidado.

—¿De quién he de desconfiar?

—De Kiktahan Shonka, el viejo jefe de guerra de los siux ogellallah.

—¿De tu propio jefe?

—¡Bah! —dijo ella con orgullo—. Achta no reconoce jefe alguno. Hay una gran división entre las tribus de Dakota. Los jóvenes guerreros están por Winnetou y los viejos contra él. ¡Ten mucho cuidado! Yo sé que Kiktahan Shonka va a ir al Púlpito del Diablo, para encontrarse allí con los jefes de los utah y deliberar. Guárdate de caer en sus manos. ¿Sabes tú que se habla de que va a venir Old Shatterhand?

—Lo sé.

—¿Y crees que este rumor es fundado?

—Lo creo.

—Veremos entonces si consigue librarse de los peligros que le acechan.

—¿Sabes qué peligros son esos?

—No. Sólo sé que se proyecta apoderarse de él, para hacerlo morir en el poste del tormento, deseo ferviente de todos los enemigos de su hermano Winnetou. Dicen que ya está muy viejo, y con la vejez decrecen la fuerza del cuerpo y la energía del espíritu. ¡Cómo se alegrarían sus enemigos de poder hacer con él lo que él burló tantas veces cuando era joven! Si yo supiera cuándo y por dónde ha de venir, enviaría emisarios que le avisasen.

—No te preocupes por él, Achta, porque lo que le dijeron tus emisarios lo sabe ya.

—¿Es que le han avisado?

—Sí.

—Gracias a Mánitu. Entonces puedo irme. Pero aguárdame un momento.

Se alejó hacia las ruinas de la casa más próxima, detrás de la cual estaba oculto su caballo, montó en él y volvió hacia nosotros, para dar la mano al «Aguilucho».

—Adiós —le dijo—. Volveremos a vernos.

Después dijo a Pappermann:

—No quiero separarme de vosotros sin saber dónde podré encontrarte. Dime el lugar que quieras y allí iremos.

Pappermann respondió:

—Yo viajo con el «Aguilucho»; pero aún no sé adónde vamos.

—¿Estarás siempre con él?

—Sí.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que él quiera.

—Entonces me voy satisfecha, porque sé que seguramente volveré a verte.

Después se volvió hacia mi mujer y hacia mí. Nos alargó también las dos manos y dijo:

—No me han dicho quiénes sois vosotros y por eso me está vedado preguntaros nada. ¡Adiós!

Tomó el camino de las ruinas y desapareció entre los árboles.

Pappermann y el «Aguilucho» la siguieron con la vista hasta que se ocultó a nuestras miradas; después el primero echó a andar en aquella dirección, como un sonámbulo. El joven indio permaneció un rato en el mismo sitio, y después se volvió con esfuerzo, como si le costase trabajo sustraerse a la impresión que le había causado la muchacha. Mi mujer y yo bajamos de los caballos, y mientras yo me dedicaba a examinar las huellas de los que habían estado en aquellos lugares, ella se dispuso a prepararnos el café del desayuno.

Al principio habíamos proyectado hacer el viaje a caballo, sin café ni ningún otro refinamiento de ese género; pero como en Trinidad habíamos hecho la adquisición inesperada de los mulos y la tienda de campaña, antes de emprender la marcha nos aprovisionamos de algunas cosas útiles y agradables, de las cuales casi no puede prescindir el llamado hombre civilizado, ni aun en medio del salvaje Oeste. Entre aquellas cosas, figuraba, naturalmente, el café.

Vi por las huellas que allí habían estado unas cuarenta personas, de ellas sólo dos hombres, que presumí fueran los guías. Debían de ser indias, que, si no personalmente, a lo menos por tradición estarían familiarizadas con los peligros de los bosques y los desiertos.

Cuando Pappermann volvió nos dijo que Achta se había dirigido hacia el Sur, siguiendo las huellas de los demás. Nosotros teníamos que ir en dirección Oeste. El viejo cazador, sentándose junto a nosotros, prosiguió:

—¿No es este un milagro, un verdadero milagro? ¡Ocurrir lo mismo exactamente que entonces! ¡Pensar que esa buena gente sabe que aquel tiro no estaba destinado a mí, y que me han estado buscando hasta ahora! Hoy es el día más feliz de mi vida. Si estuviéramos en diciembre diría que hoy era Navidad y que Dios me había enviado este regalo. Sí, Dios ha sido, pues nadie más que El puede dar una felicidad tan grande.

Después quedó sumido en profundo silencio. Cuanto más honda y más pura, más silenciosa es la alegría. También para mí tenía importancia el encuentro con la joven india; y no sólo importancia externa. Desde entonces tendría yo que vivir preparado para Io que ocurriera. Sobre todo tenía interés para mí el distintivo de la estrella de perlas. El «Aguilucho» no me dijo nada sobre esto, ni yo tampoco le pregunté. No tenía necesidad de ello para saber cuál era su significación: se trataba sencillamente de la gran diferencia que hay entre tribu y clan.

Es este un punto de la mayor importancia, aunque hay muchos investigadores que no le han dedicado la atención que merece. ¡Cuántos autores han escrito libros de asunto indio sin poseer el menor conocimiento de la vida interna y la externa de la raza cobriza! ¡Y pensar que ha habido otros, aún más ignorantes que ellos, que han elogiado y recomendado sus libros! Muchos de aquéllos me han visitado; pero ninguno tenía idea de lo más elemental que hay que conocer para escribir sobre indios, que es lo concerniente a la organización del clan.

Lo mismo que en la evolución del hombre, en la de las razas se manifiestan siempre dos tendencias opuestas: la tendencia a la individualidad y la tendencia a la agrupación. La primera comienza en lo que se llama género humano, sigue su camino al través de la raza, la nación, la ciudad y la aldea, para terminar en la casa familiar, cuyo propietario sólo en ocasiones se acuerda de que pertenece a la humanidad. Esta es la senda del patriotismo y del amor al hogar; pero también la del orgullo y la indiferencia política. La otra conduce a la unión de todos por un pensamiento único y elevado, para constituir un pueblo grande y único. Hasta ahora, la humanidad no ha querido reconocer cuál de estos dos caminos lleva a la verdadera felicidad, y tendrá que llegar a ello a fuerza de dura experiencia. Cuán dolorosa, cuán cruel es esta experiencia se ve mejor que en ninguna otra en la raza india, que es la que ha llevado más lejos el sistema de la división. Ni aun en los pueblos menos civilizados de Oriente se ha llegado a deshacer la imponente unidad que reinaba en la medida que entre los indios, que están divididos en pequeños e insignificantes grupos, cada uno de los cuales se cree superior a los demás y está siempre dispuesto a jugárselo todo por motivos de orgullo. Esta división habría dado lugar hace mucho tiempo a la desaparición de la raza si los grandes hombres de la medicina del tiempo pasado no hubieran hecho todo lo que estaba en su mano por contrarrestar sus efectos, tanto desde el punto de vista teológico, como desde el social.

El elemento teológico en pro de la unión era la idea del «Gran Espíritu» o «el Grande y Buen Mánitu». Las investigaciones han demostrado que los indios primitivos eran monoteístas y se sentían felices con esta creencia, hasta que el funesto politeísmo se infiltró en ellos, preparando la gran catástrofe de la división de razas y lenguas. El elemento social lo constituía la idea de clan, por la cual estaban ligadas y unidas las tribus al parecer separadas. No se debe dar en este caso a la palabra clan el sentido inglés o el escocés. Se fundaba un clan de lealtad, de beneficencia, de elocuencia, de honradez. El que quería seguir una de estas líneas de conducta se afiliaba al clan correspondiente y juraba cumplir todos sus mandatos. El que faltaba a uno de ellos era expulsado y se le consideraba deshonrado para siempre. Cada clan adoptaba el nombre de un animal, cuya representación servía de distintivo a sus adeptos. Ya he dicho que el gran orador de los senecas, cuya tumba visitamos en Buffalo, pertenecía al clan de los lobos. Había clan de las águilas, de los gavilanes, de los ciervos, de los osos, de las tortugas, etc.

A cada clan puede pertenecer el que quiera. Hasta el enemigo mortal es admitido y protegido, siempre que cumpla fielmente las condiciones que se le imponen. Así por ejemplo, los kiowas y los navajos se odiaban a muerte y se perseguían con saña; pero en cuanto se reconocían como miembros de un clan, quedaba extinguida para siempre la enemistad. El lector comprenderá el influjo benéfico de estos clanes. Desgraciadamente, todo cambió en cuanto los rostros pálidos se presentaron y se les permitió entrar en ellos. Los blancos se sirvieron de ellos en lo que les convenía y dejaron de cumplir los deberes que se les imponían. Con ello perdieron los clanes su fama, su crédito y su fuerza social. El porvenir dirá si han de resurgir o no.

Los clanes, como he dicho, tenían nombres de animales, pero nunca de personas; por lo menos yo no sabía de ningún caso en que así fuese. Júzguese, pues, de mi sorpresa, cuando vi que existía un clan con el nombre de Winnetou. Porque no había lugar a duda: se trataba de un clan, y el distintivo suyo era la estrella de doce, puntas que llevaban el «Aguilucho» y Achta. Aquel clan se había fundado por lo menos cuatro años antes, porque ese tiempo tenía el traje que llevaba el joven indio. Este había sido el primer admitido en el clan, de que era fundador Tatellah-Satah y cuyos adeptos llevaban el nombre de «Winnetou», si eran hombres, y el de «Winnetah», si eran mujeres. ¿Qué fines se propondría aquel clan y qué obligaciones impondría a sus adeptos? No pregunté nada porque esperaba enterarme pronto de todo. Que su objeto era eminentemente pacífico podía deducirse de la diversidad de tribus de los dos miembros suyos que yo conocía, pues uno de ellos era apache y el otro siux ogellallah, tribus que se consideraban enemigas mortales.

Mientras nos desayunábamos, nos dijo Pappermann que aquella misma noche llegaríamos al Púlpito del Diablo. Nos pidió que permaneciéramos aún una hora junto al lago, para poder él recorrer aquellos lugares. Accedimos a su deseo y antes de transcurrida la hora volvió y dijo:

—Vámonos, porque cuanto más tiempo estoy aquí, más acuden a mí los recuerdos tristes, cosa que no conviene nada a un viejo como yo.

Tenía razón. El lago Kanubi, no obstante ser tan hermoso como era, tampoco despertaba en nosotros más que sentimientos melancólicos; y así quedó en nuestra memoria nada más que como el lugar de un breve descanso. Bajamos el valle del Purgatorio, siguiendo un cristalino riachuelo, que nos había de conducir a nuestro punto de destino. Cuando íbamos a llegar a él, era ya noche cerrada, y en vista de ello propuse apartarnos un poco de allí para acampar, ya que nos habían advertido que estuviéramos con cuidado, y por la imposibilidad de registrar aquellos parajes para ver si había indios.

Well! —dijo Pappermann—. Voy a llevar a ustedes a un refugio que ningún piel roja sería capaz de descubrir, por buenos ojos que tenga. Lo encontré por casualidad y no creo que haya otro que lo conozca más que yo.

—Eso es mucho decir —objeté.

—Pues es cierto —respondió—. Sólo tenemos que andar unos pasos y luego seguir un arroyuelo afluente de éste, que sale de un pequeño lago, rodeado de rocas inaccesibles y que al parecer no dejan abertura alguna del lado opuesto. Pero si se atraviesa el lago, al llegar al lado de allá, se ve que hay un paso oblicuo que lleva al nacimiento del arroyo, precisamente en el sitio donde vamos a acampar.

—¿Es ese paso lo suficientemente ancho para nuestra impedimenta? —pregunté.

—Sí. Lo único que tendremos que hacer es poner a lo largo los palos de la tienda, en vez de atravesados como van.

—¿Y es profundo el lago?

—Un metro a lo sumo.

—Eso sería cuando usted estuvo aquí.

—¿Es que quiere usted decir que se habrá hecho más profundo? Eso no se ha visto nunca. En los lagos la sedimentación hace que la profundidad vaya siendo cada vez menor. Pero ya hemos llegado al arroyo. Voy a arreglar la impedimenta.