El pasado vuelve
«No dijo más la joven —prosiguió Pappermann—, y luego cruzó las manos; pero les aseguro a ustedes que en mi vida he oído plegaria más honda y sincera que aquella. Mucho tiempo estuvo la joven en aquella actitud mirando al sol. Yo, en un impulso irresistible, como magnetizado por ella, fui a su encuentro lentamente, vacilando, poseído de un respeto casi sagrado. Ella, sin manifestar temor alguno y sin hacer el menor movimiento, me miró con sus hermosos ojos llenos de expresión, en los que se reflejaba el sol que acababa de surgir. Tanta y tan extraña belleza me dejó confuso, en forma que hasta me olvidé de saludarla. Ahora comprendo qué aspecto tan atractivo y espiritual debía de ofrecer yo. Sólo me fijé en una cosa: en que ella esperaba que yo le hablase, y así lo hice; pero en lugar de mostrarme cortés y saludarla, cometí la gran incorrección de preguntarle: “¿Cómo te llamas?”. “Me llamo Achta”, contestó. Al principio me pareció aquel nombre un apelativo familiar; pero luego supe que en lenguaje indio quiere decir “buena”. Se llamaba, pues, “Buena” y lo era en efecto: nunca la vi más que serena, piadosa, bienhechora, pura y amable. En su vestido no hubo jamás manchas, ni palabras impuras en sus labios. Tengo motivos para decirlo, porque estuve con mucha frecuencia en el lago Kanubi y viví meses enteros cerca de ella. Horas y días pasé a su lado sin que ni una sola vez viese en ella nada que no fuera bueno y bello. Así se comprende que no fuera yo el único a quien agradase de modo tan extraordinario. El que llegaba a aquel pueblo ya no podía separarse de él, sólo por aquella excepcional muchacha. Eso le ocurrió a Tom Muddy y… al siux ogellallah».
Al llegar a este punto, hizo una pausa, que aprovechó mi mujer para hacerle notar una omisión en su relato:
—Pero, Mr. Pappermann, no nos ha dicho usted a quién pertenecían las casas aquellas ni quién era el padre de la joven.
—¿No lo he dicho? Pues es verdad. No sé más que hablar de ella y todo lo demás desaparece para mí. Lo mismo me ocurría entonces. Su padre era hombre de la medicina entre los senecas; no uno de esos curanderos y charlatanes que se dan hoy ese nombre, sino un verdadero hombre de la medicina, muy famoso. Como los blancos lo habían perseguido y acosado por su gran influjo sobre los pieles rojas, se había visto obligado a abandonar su país, acompañado de unos cuantos indios, de espíritu tan noble como él, para venir a refugiarse en el salvaje Oeste. Llegó a esta comarca, y cuando vio el lago quedó encantado por su parecido con el que habían dejado en su tierra. Se estableció junto a él con sus acompañantes, construyeron casas del antiguo tipo, de las que hacían en su tribu y, en recuerdo del lago que habían abandonado, llamaron a este con el mismo nombre de Kanubi. El nuevo pueblo fue pronto conocido de los cazadores blancos e indios del Oeste, que comenzaron a visitarlo con frecuencia. Constituía para ellos un lugar de paz, donde rojos y blancos, amigos y enemigos, podían acudir sin temor a que estallasen allí los odios, porque era costumbre, más aún, lev, hacer que se acallasen allí todas las enemistades y reinasen sólo el amor y la paz.
Se interrumpió un instante, exhaló un hondo suspiro y luego prosiguió:
—¡Qué tiempos aquellos tan hermosos! La única época de mi vida en que he sido verdaderamente hombre y hasta hombre bueno, créanlo ustedes.
Después prosiguió su narración:
—Entre los blancos que frecuentaban el lago Kanubi estaba Tom Muddy y entre los pieles rojas había un hombre de la medicina joven, de los siux ogellallah, que iba a aprender con el padre de Achta las ciencias secretas de la raza india. Nadie sabía dónde habitaba el indio, que mantenía cuidadosamente oculto el lugar de su vivienda, para no ser molestado en la soledad de sus estudios; pero yo presumía que junto a uno de los afluentes del Purgatorio estaba la choza que había construido, de la cual no salía más que para subir a ver a su maestro y adquirir nuevos conocimientos. Era hombre de hermosa presencia, versado en el manejo de todas las armas, y sin embargo, de temperamento tan pacífico como si no hubiese existido arma alguna en toda la tierra. No era de extrañar que Achta lo prefiriese a todos los demás que allí acudían. Yo no sabía nada de esto hasta que me lo dijo Tom Muddy.
»Este último no era ni feo ni bien parecido; era un hombre entrometido y grosero, con el cual nadie quería trato. Achta le gustaba; pero ella evitaba todo lo posible encontrarse con él y hablarle, cosa que a él le irritaba sobremanera, porque se le había metido en la cabeza casarse con ella. Yo creo que no la amaba, más aún, que llegó a odiarla, precisamente porque ella le mostraba su desvío de un modo sincero y honrado. Tom Muddy gustaba de ir conmigo más que con nadie, no se por qué; quizá porque yo era el hombre de menor importancia que allí había, y por eso no desdeñaba su trato como hacían los demás. Naturalmente, me guardé muy bien de dejarle comprender que también en mi interior había surgido un amor grande y limpio de toda idea de pecado, y que sacrificaría mil veces la vida por podérselo demostrar a la bella india. Muchas veces pensaba que ella estaba demasiado alta para mí; pero en ocasiones en que yo hacía examen de conciencia, cobraba algunos ánimos, diciéndome que, después de todo, yo no era un mal muchacho y que podía medirme y compararme con muchos. En estos momentos formaba la resolución de hablar con Achta clara y lealmente; pero tan pronto como me encontraba cerca de ella, me abandonaba el valor y no lograba pronunciar una sola palabra de lo que hubiera querido decirle.
»Un hermoso día volvía yo de una larga jornada de caza y supe por Tom Muddy que el siux ogellallah la había pedido a su padre y había recibido el consentimiento de éste para robarla…».
—¿Para robarla? —interrumpió mi mujer—. ¿Es que había necesidad de hacerlo?
—No sólo había necesidad sino que era una costumbre de buen tono. Todas estas costumbres tienen un motivo profundo y una significación especial. El padre y la madre crían a sus hijas a costa de mil noches de insomnio, a fuerza de cuidados y sacrificios. Después viene un hombre extraño y se la lleva, robando a los padres la mayor parte del corazón de su hija, que sigue de buen grado a aquél sin saber si lo merece. Estas circunstancias se manifiestan al exterior en la manera de hacerse los esponsales indios. La hija se dispone a dejarse robar; pero los padres hacen todo lo posible para impedirlo. Se encierra a la muchacha, se la oculta, se la vigila constantemente. El prometido se esfuerza cuanto le es posible en llevársela por la astucia; pero si no lo consigue, apela a la fuerza. Se entabla entonces una interesantísima lucha entre la sagacidad de unos y otros, y toda la tribu se pone en conmoción para enterarse de las fases de aquélla y aun para participar en ella en favor de uno u otro partido. Se llega en estos casos a prodigios de astucia y de valor, por los cuales el novio muestra lo que la tribu puede esperar de él en la vida pública, tanto en la paz como en la guerra.
»Cuando Tom Muddy me dijo aquello, me pareció que recibía un violento golpe en la frente. Comencé a sentir una especie de mareo y me quedé atontado. Tom Muddy, en cambio, estaba furioso. Juró por el cielo que el siux no se llevaría a la muchacha y que él se encargaba de impedírselo. Cuando yo le pregunté el medio de que pensaba valerse para ello me prometió revelármelo si yo le juraba el secreto. Así lo hice, pero sólo con la intención de estorbar la realización de su proyecto. Entonces me enseñó su pistola, cargada de pólvora hasta la boca: se proponía descargarla en los ojos del siux, para dejarlo ciego y desfigurarle el rostro. “Entonces ella ya no tendrá ganas de ser su mujer”, me dijo separándose de mí. Pero antes de alejarse, me recordó mi juramento, y me dijo que si le hacía traición, no sólo dejaría ciego al indio sino también a mí».
—¡Aquel no era un hombre, sino un demonio! —exclamó «Corazoncito».
—Si no era un demonio, por lo menos sí un canalla a quien todo le parecía lícito cuando se trataba de conseguir sus fines —respondió Pappermann—. Naturalmente, creí de mi deber evitar aquel crimen. No podía revelarlo; pero algunas palabras significativas hubieran bastado para que el siux llegase, por lo menos, a presumir el peligro que le amenazaba. Pero no hubo manera de dar con él. Desde el momento en que obtuvo el consentimiento para robar a Achta, tenía que ocultarse con tanto cuidado como si se tratase de salvar su vida, y se comprende que no iba a parecer de día por aquellos lugares. Tuve, pues, que buscarlo de noche y lo procuré por todos los medios, no sin peligro para mí, pues sabía que Tom Muddy hacía los mismos esfuerzos que yo por encontrarse con él. Yo tenía, por tanto, que evitar al uno y descubrir al otro, y les digo a ustedes que no era tarea fácil. Transcurrió una semana sin que mis diligencias tuvieran resultado. Llegó una noche oscura en que, sin llegar a llover, había tal niebla, que la humedad penetraba hasta los huesos. A pesar de esto, no me quedé en la cama, sino que salí como las anteriores, porque tenía el presentimiento de que en aquella desapacible noche había de ocurrir algo que haría necesaria mi presencia. Sin hacer el menor ruido llegué a espaldas de la casa, y al dar la vuelta a la esquina, para instalarme en ella y acechar por los dos lados, vi con asombro que allí había otro hombre, con el cual casi choqué. Me vio tan bien como yo a él, a pesar de la oscuridad y densidad del aire; pero yo no pude reconocerlo, ni por tanto, él a mí. ¿Quién era? ¿El siux o Tom Muddy? Ya abría yo la boca para susurrar una palabra cuando el otro levantó el brazo, y apenas había vuelto yo la cabeza a un lado, instintivamente, cuando sonó un tiro y recibí toda la descarga en la cara. Felizmente no habían sufrido los ojos ningún daño, porque mi rápido movimiento me hizo presentar al tiro el lado izquierdo de la cara. Yo iba a decirle: «¡No tires, no tires!», pero no me dio tiempo, ni después del disparo tampoco exhalé el menor quejido, porque perdí el conocimiento. Verdad era que se trataba de un tiro inocente con pólvora sola; pero disparado tan cerca y tan de lleno que caí a tierra desplomado. En aquella situación permanecí hasta que me recogieron y me llevaron al interior de la casa para hacerme recobrar el sentido.
»Todos los habitantes de la casa habían oído el disparo y acudieron para ver de qué se trataba. Achta, sus padres y otros muchos se precipitaron en mi auxilio. Mientras todos estaban ocupados conmigo se acercó al grupo el siux sin ser visto por nadie e inmediatamente se aprovechó de las circunstancias. Cuando me conducían a la casa resonó a alguna distancia el agudo grito de victoria de los ogellallah. Todos quedaron sorprendidos: se buscó a la muchacha y no se la encontró por parte alguna. Entonces comprendieron de qué se trataba: se había cometido el rapto. La joven pertenecía ya al siux, que podía llevársela consigo; pero que no lo hizo, pues había logrado ir con ella hasta un sitio fuera de la vista de los padres y aquello bastaba. La llevó de nuevo a la casa y fue recibido por los padres como un hijo. De esta suerte ocurrió que el tiro de Tom Muddy había favorecido precisamente aquello que quería haber evitado. Yo pasé muchos días delirando y aullando de dolor como un perro a quien desollasen vivo. Después, tan pronto como pude sostenerme sobre las piernas, salí del lugar sin revelar nada de lo que había ocurrido. Nadie más que Tom y yo conocíamos al autor del delito y el motivo de éste. Aquel canalla desapareció la misma noche sin dejar Lastro, y a pesar de todos mis esfuerzos por volverlo a encontrar no lo he conseguido. Cuando pasados algunos años volví de nuevo al lago Kanubi, encontré las casas vacías y abandonadas. Los senecas habían sido atacados por una banda de malhechores blancos, que los mataron a todos. De ellos sólo vivía Achta, porque había abandonado aquel lugar para seguir al siux ogellallah a su tribu.
—¿Y no la ha vuelto usted a ver? —preguntó mi mujer.
—Nunca. Siempre he considerado a los ogellallah como enemigos de los blancos, y me he guardado mucho de acercarme a ellos. Lo que sí he hecho ha sido informarme de ella algunas veces, y he sabido que la hermosa mujer era muy feliz. Su marido fundó en Niobrara una colonia para él y sus alumnos, y allí mismo sigue viviendo sólo para los viejos totems y wampuns que colecciona y para los libros que se hace enviar por los rostros pálidos. Es un hombre respetado y famoso hasta entre los blancos.
Al oír estas últimas palabras de Pappermann le pregunté vivamente:
—Usted sabe naturalmente el nombre de ese indio.
—Sí —asintió él.
—¿Se llama Wakon?
—Efectivamente.
—¿Y su nombre es sólo ese?
—Sólo Wakon —respondió.
—Pues entonces lo conozco, aunque no lo he visto nunca. Toda su vida y toda su energía las ha consagrado al estudio de la raza india, y ha escrito sobre ella obras que aún no se conocen porque no quiere publicarlas hasta que tenga terminado el último tomo de ellas. Motivo hay, pues, para esperar con verdadera impaciencia la aparición de esa obra de su vida.
—¿Qué edad tiene? —preguntó mi mujer.
—Eso no tiene importancia —respondí yo—. Los hombres verdaderamente grandes no mueren hasta que han alcanzado, por lo menos interiormente, el fin que se proponían alcanzar. Claro es que entre ellos no se cuenta a los llamados héroes de las guerras. ¿Está usted cansado?
Esta última pregunta iba dirigida a Pappermann, que comenzaba a envolverse en su manta como si fuera a acostarse.
—Cansado propiamente, no —respondió—; pero experimento la misma sensación que si acabase de recibir ahora el tiro de Tom Muddy. Esa es la obra del recuerdo. Yo amé mucho a aquella india, y no he vuelto a encontrar a una mujer en quien haya pensado para hacerla mi esposa. He vivido siempre solitario, y así moriré cuando me llegue la hora… Voy a ver si puedo dormir. Buenas noches.
Le contestamos con igual expresión; pero ni para él ni para nosotros se cumplió el buen deseo que encerraba. Él estuvo dos horas dando vueltas a un lado y a otro; después se levantó para ir a dar un paseo, a ver si se tranquilizaba. A las doce de la noche aún no había vuelto y a aquella hora aproximadamente me quedé yo dormido. Al cabo de dos horas me desperté y lo vi sentado. También me senté yo, y apenas lo hube hecho cuando vi que el «Aguilucho» nos imitaba. Entonces se oyó la voz de mi mujer, que desde dentro de la tienda decía:
—Tampoco yo puedo dormir. ¿Quieren ustedes que les haga una proposición?
—¿Cuál? —pregunté yo.
Abrió por completo la entrada de la tienda, salió y dijo:
—La de levantar el campo para ir al lago, porque a consecuencia de esas historias, se nos ha quitado el sueño a todos.
Pappermann se puso en pie de un salto y asintió:
—Well! Vamos allá. Llegaremos al lago precisamente en el momento de salir el sol, como yo en otro tiempo. ¿Están ustedes conformes?
Yo manifesté mi aprobación del plan y, naturalmente, el «Aguilucho» mostró también su acuerdo. Se desarmó la tienda, montamos a caballo y bajamos la suave y cómoda pendiente que conducía a la meseta del lago. Comenzó a despuntar el día, con la suficiente claridad para que nuestros caballos viesen el camino, y poco a poco fue aumentando la luz.
¿Sería realmente nuestro insomnio efecto de la narración de Pappermann? ¿O bien había algo, superior a nuestras fuerzas, que nos había hecho comenzar nuestra jornada mucho antes de lo que pensábamos?
Cabalgábamos en silencio y así llegamos a la meseta. Ya era de día y, precisamente en el momento de salir el sol, llegamos al límite exterior del bosquecillo que rodeaba el lago por todas partes. Atravesaba el bosquecillo un claro cubierto de hierba, que cada vez se hacía más estrecho, hasta llegar a no tener más que cinco o seis metros de anchura.
—Este es el mismo camino que yo seguí —nos dijo Pappermann.
—El bosque es ahora más espeso. Aquí encontré las huellas. En seguida veremos el lago.
Avanzó delante de nosotros por aquel claro y a poco se volvió, señaló hacia delante y dijo:
—Estos son los últimos árboles. Ahora verán ustedes el lago y la elevada roca, donde vi a Achta sentada… ¡Dios mío!
Había pasado los árboles a que se refería; pero no siguió avanzando, sino que se quedó inmóvil, lanzó aquella exclamación de asombro y su mirada se fijó en un punto, que nosotros aún no podíamos ver. Nos apresuramos a unirnos a él, y cuando llegamos a su lado, vimos que su asombro estaba justificado, y el que experimentamos nosotros no fue menor.
Habíamos llegado a la orilla oriental del lago, que realmente era tan hermoso como el del mismo nombre de Massachussets; pero no tuvimos tiempo de entretenernos en contemplar su belleza. A nuestra derecha se encontraban los restos de las casas de los senecas, iluminadas por los primeros rayos del sol. Ante nosotros la brisa de la mañana rizaba la superficie del agua de un verde azulado, encuadrada por todos lados en la espesura del bosquecillo, cuyas frondas parecían fundidas en metal. Y a nuestra izquierda, en un punto en que los árboles tocaban casi a la orilla del agua, la alta roca, blanca y lisa, sobre la cual estaba en pie… una joven india, exactamente igual a la que nos había descrito Pappermann la noche anterior. Los colibríes que adornaban su cabello centelleaban en todos los colores a los rayos del sol; pero la muchacha no miraba, como en la narración de aquél, hacia el sitio por donde aparecía el sol, sino que su mirada se dirigía al lugar por donde nos acercábamos nosotros. La india era hermosísima, tanto de rostro como de cuerpo. Inmóvil y silenciosa, nos miraba con sus grandes y oscuras ojos…