Capítulo 10

Hacia el Nugget-Tsil

Después que hubo desaparecido el ladrón, volví a guardar en el baúl el adorno de jefe indio y el revólver. Por fin pudimos sentarnos a comer. El «Aguilucho» había recobrado sus colores, y se veía el profundo desagrado que le causaba el hecho de que hubiéramos sido testigos de su debilidad y lo mucho que le interesaba estar bien conceptuado por nosotros. Con este fin nos dijo que le habían robado en Carirso-Creek el caballo, con todo lo que en él llevaba, hacía cerca de cuatro días. En todo aquel tiempo se había alimentado exclusivamente con algunas raíces y frutos silvestres, y como había tenido que ir cargado con su pesado paquete no era de extrañar su extraordinaria fatiga. Se enteró de que su traje de cuero estaba a su disposición y se puso a comer con nosotros, con las formas de una persona hecha a moverse entre gente educada. Esto agradó a «Corazoncito», que es muy difícil de contentar con sus invitados, y se mostraba radiante de alegría.

Tenía yo mis ideas acerca del indio; pero no dije nada. Pappermann habría deseado de buena gana enterarse de más pormenores sobre las aventuras de aquél; pero el «Aguilucho», a pesar de su juventud, le causaba tal respeto que no se atrevió a molestarle con sus preguntas. Ahora bien, mi mujer, que es opuesta a toda oscuridad, y que en todas las cosas quiere estar bien enterada hasta de los menores detalles, observaba al indio con visible satisfacción. Yo comprendí que le era sumamente simpático y temblé por él. Cuando mi mujer siente simpatía por una persona, se apodera de su corazón y saca de él lo que tenga dentro, quiéralo o no el interesado. No es que sea curiosa ni amiga de importunar, no; lo que le ocurre es que cuando ve a alguien en un apuro y quiere ayudarle, tiene un arte especial para averiguar de qué modo puede hacerlo mejor. Así ocurrió en aquel caso. Aún no habíamos llegado a los huesos de la vieja gallina que teníamos en la mesa, cuando ya el «Aguilucho» le había dicho, y al parecer por movimiento espontáneo, que le habían robado también las armas, que no le quedaba dinero alguno y que quería seguir su viaje hacia el Sur; pero sin especificar el punto adonde se dirigía. Al oír esto, mi mujer me miró y yo comprendí lo que quería decir: que le invitásemos a ir con nosotros a caballo. Precisamente este era el motivo que había tenido yo para quedarme con tres caballos en lugar de dos. Cuando se lo dije, se le iluminó el rostro de júbilo y se puso en pie de un salto; pero volvió a sentarse al momento, recordando que un indio no debe dejar traslucir el dolor ni la alegría. Por su expresión conocí que, aunque no me había visto nunca, presumía quién era yo.

—Yo soy apache —me dijo—, y quiero ir al Nugget-Tsil.

Mientras decía esto no me miraba, sino que tenía la vista dirigida al suelo; pero yo comprendí la ansiedad con que esperaba lo que yo iba a decir.

—Nosotros también-repuse con la mayor tranquilidad del mundo, como si ni siquiera pensase en observar el efecto que le producían mis lacónicas palabras.

Y volviéndome hacia Pappermann le pregunté:

—¿Usted conocerá tal vez el «Púlpito del Diablo», que debe de estar cerca de aquí?

—Sí —contestó—. Y el «Aguilucho» también lo conoce, porque cuando estuvo aquí hace cuatro años me dijo que bajaba de allí. ¿De modo que se proponen ustedes ir a ese sitio?

—Sí.

—¿Quieren ustedes que les sirva de guía?

—Si no tiene usted inconveniente…

—¡Qué cosas dice usted! ¡Si no tengo inconveniente! Sólo tengo una condición que poner a ustedes.

—¿Cuál es?

—Apenas me atrevo a decirla.

—Hable pronto. Entre viejos compañeros hay que ser claros.

—¿Aun cuando uno de ellos se llame Maksch Pappermann? ¡Maldito nombre! Y lo peor es que si se pronuncia a la inglesa suena aún más feamente. Todo el mundo se ríe de él.

—Llámese usted como quiera, pero desembuche en seguida.

Well! Pues voy a decirlo. Yo los guiaré al «Púlpito del Diablo», si luego me permiten seguir el viaje en su compañía.

«Corazoncito» dijo al momento:

—¡Concedido! ¡Concedido!

—¡Eh! Poco a poco.

—¡Eh! Poco a poco —me remedó ella—. No se asuste usted, Mr. Pappermann. Mi marido le aprecia a usted de veras y yo también. Como tenemos tres caballos y tres mulos, todavía nos sobran cabalgaduras. Y sobre todo, si no quiere llevarle a usted, tendrá que ir solo, porque yo me quedaré con usted y no me moveré de su lado.

Los ojos del buen viejo se humedecieron. Alargando la mano a mi mujer dijo:

—Dios la bendiga, Mrs. Burton. ¡Cuánto le agradezco su bondad! Tiene que admitirme en su compañía porque por usted me siento con ánimo para atravesar el agua y el fuego.

—Pero ¿y el hotel? —pregunté yo.

—Ya no me importa. Ni tengo nada en él, ni tampoco nada que poder poner en él. Estoy arruinado, completamente arruinado. Soy más pobre que una rata. ¡Y tengo ya tantos años!… Además, ¡si no me llamase Pappermann! Esta es la única razón de mi constante mala suerte. Llévenme ustedes, se lo ruego. Todavía no soy enteramente inútil, y mi último esfuerzo, mi último aliento serán para usted, mister Shatterhand…

Se había dejado llevar de su corazón y había ido demasiado lejos. Al comprenderlo, se interrumpió sobresaltado. En aquel momento se dibujó una sonrisa de alegría y de emoción a un tiempo en el rostro del joven indio, que dijo:

—No se asuste, no se asuste. No ha revelado nada que yo no supiera. Y yo estaba ya dispuesto a declarar, como es mi deber, que había reconocido al hermano de nuestro gran Winnetou, al mejor amigo de mi tribu.

«Corazoncito» batió palmas de alegría y exclamó:

—Todo sale como yo deseaba. Vendrán los dos, ¿verdad?

—Sí —respondí—. El «Aguilucho» montará uno de los caballos y Pappermann se encargará de la tienda con los tres mulos. Le nombro nuestro mayordomo y tendrá a su cargo la administración de la casa, y naturalmente la inspección de lo que haga la mujer.

¡Qué feliz se sentía el viejo Pappermann! Se deshizo en toda clase de demostraciones de gratitud, mientras el indio permanecía en el más absoluto silencio, aunque seguramente en su interior fermentaba una sensación de dicha.

Después de la comida nos ocupamos ante todo en desarmar la tienda y llevarla con todos los utensilios a la casa, donde estaba más segura que en el descampado. Mientras lo estábamos haciendo, exclamó de pronto Pappermann señalando hacia un punto:

—¡Miren ustedes lo que viene por allí!

—El otro mulo —dijo mi mujer.

—Sí, se les ha escapado a esos tunantes y vuelve a reunirse con sus compañeros. Voy corriendo a traerlo.

Así quedó aumentado el número de las caballerías de que podíamos disponer y se logró completar los animales que le habían robado a Old Surehand.

Más tarde salí a comprar un rifle y un revólver para el «Aguilucho», que no tenía más arma que un cuchillo. Después dicté al buen Pappermann una carta que no quería que fuera de mi letra, dirigida a Hariman F. Enters, y que decía así:

He cumplido mi palabra y le he esperado aquí. He conocido a sus amigos Corner y Howe. Por eso salgo de aquí antes de lo que pensaba. A pesar de todo mantengo lo que prometí. Si ustedes proceden con honradez iré a reunirme con ustedes y los guiaré a los dos sitios que desean ver. Pero tengan en cuenta que sólo lo haré si se conducen honradamente.

BURTON.

No fue floja tarea la que tuvo Pappermann para escribir esta carta. Al hacerlo sudaba por cada pelo una gota. Tardó cerca de tres horas en terminar, porque hizo tantas faltas y echó tantos borrones que tuvo que empezarla un sinfín de veces, hasta que por fin exclamó furioso:

—¡Qué tormento! ¡Una y no más! Prefiero morir y que se pudran mis huesos antes que volver a ennegrecer papel con tinta en forma que pueda leerse. Estoy dispuesto a hacer todo lo que haga falta por usted y por su mujer, pero a un martirio como este no vuelvo a someterme de ningún modo; no me lo tomen a mal.

Se comprenderá fácilmente por qué no quise esperar en Trinidad a que llegasen los dos hermanos. Teníamos cosas más importantes que hacer. A nadie dijimos, ni aun al hostelero, adónde nos dirigíamos.

Al anochecer volvieron los que habían salido en persecución de los cuatreros, sin haber podido alcanzar a ninguno de ellos. En cuanto al que habíamos soltado, no debió de realizar su propósito de robar un caballo, pues no oímos que a nadie le faltase ninguno.

A la mañana siguiente salimos de la ciudad en dirección al Oeste, encaminándonos primero a la llamada Meseta del Parque. Ni siquiera habíamos estado un día entero en Trinidad, y sin embargo nuestra breve estancia en la ciudad había traído consecuencias importantes para nosotros. No era la de menos trascendencia el hecho de que ahora íbamos cuatro en lugar de dos, y de que gracias a la tienda de campaña y al equipo que en ella había podíamos hacer el viaje con más comodidad que hasta entonces. El reparto de las cabalgaduras era el que ya he indicado antes: mi mujer, el «Aguilucho» y yo íbamos en los caballos; Pappermann montaba el mejor de los mulos, y los otros tres llevaban la tienda y el paquete del indio. Aún no sabíamos lo que contenía aquel paquete, ni se lo preguntamos. Por su peso parecía ser hierro; pero a juzgar por el cuidado con que su propietario lo cargaba y descargaba debía de tratarse de alguna especie de hierro muy valiosa.

Mucho lamento disponer de poco espacio para todo lo que tengo que contar, pues estoy seguro de que sin cansar a mis lectores podría ser muy bien tres o cuatro veces más extenso. Por ello, me veo obligado a abreviar todo lo posible y a dejarme en el tintero muchas cosas muy contra mi voluntad. Entre ellas figura en primer término la descripción del camino que seguimos, y así me contentaré con decir que atraviesa las montañas del Ratón, detrás de las cuales comienza el grandioso valle del Purgatorio y deja a un lado la gigantesca masa del Spanish Peak.

Teníamos ante nosotros un hermosísimo panorama de montañas a las cuales nos íbamos acercando paulatinamente, hasta que nos encontramos en medio de una serie de bellezas naturales que parecían multiplicarse y aumentar en grandiosidad conforme avanzábamos. Mi mujer, que visitaba aquellos parajes por vez primera y que siempre se había reído cuando yo le decía que los paisajes del Harz, de la Selva Negra y hasta los de Suiza no sufrían la comparación con los maravillosos panoramas de los Estados Unidos, se vio obligada a reconocer que yo tenía razón. Guardaba un continuo silencio que yo no quise interrumpir, porque sé que cuando permanece muda como en aquellas circunstancias es porque su corazón está profundamente emocionado.

Hacia la mitad del tercer día hicimos alto a las orillas de un claro arroyuelo. Yo comencé a hablar de la diferencia que hay entre la belleza de las llanuras y de las montañas. El «Aguilucho», siguiendo su costumbre, oía en silencio. Pappermann intervenía de cuando en cuando con acierto, pues era hombre que había visto mucho y pensado no poco y, a pesar de lo humilde de su situación, no carecía de talento natural.

Entre otras cosas, dijo lo que sigue:

—Mañana tendrán ustedes a la vista esa diferencia en un ejemplo bien patente, porque llegaremos a un «lago de llanura» que está situado entre altísimas montañas.

—¿Lo conozco yo? —pregunté.

—No lo sé —respondió—. Es el lago de Kanubi.

—He oído hablar de él. Su igual, o mejor dicho, su antecesor está en el Estado de Massachussets. Fui a él desde Lawrence. Ese lago de Kanubi parece que representó un papel muy importante en el pasado de algunas tribus indias, especialmente de los senecas. Sus aguas qué brillan al sol, sus islas y sus orillas, cubiertas de hermosos bosques, eran el lugar más apropiado para servir de refugio al desarrollo de la vida de tribu. Yo no sabía arrancarme a la contemplación de ese lago. He sabido que se había dado el mismo nombre a un lago de montaña de esta región, y tengo curiosidad por ver si lo merece.

—Probablemente lo merecerá dijo Pappermann.

Y al decir esto dio un profundo suspiro.

—¿Ha estado usted muchas veces en él? —le pregunté.

—¡Cuántas! ¡Cuántas!

Y volvió a suspirar. ¿Sería aquel lago teatro de sucesos que le producían tristes recuerdos? No dije nada por no causarle pena. Él estuvo largo rato mirando ante sí en silencio y después dijo, sin ser preguntado por nadie:

—Junto a ese lago recibí en la cara el tiro traidor que me ha deshecho y amargado la vida.

—¿Y quién se lo disparó?

—Un tal Tom Muddy. ¿No ha oído usted nunca hablar de ese canalla?

—No.

—No era ese su verdadero nombre; pero yo nunca supe cómo se llamaba en realidad.

—¿Y no ha vuelto usted a encontrarse con él?

—Nunca, desgraciadamente, a pesar de que lo he estado buscando toda mi vida, con el ardor que podría poner un mendigo en buscar el dólar ahorrado que hubiera perdido. No me gusta hablar de eso; pero si llega a obsesionarme hoy, como me ocurre siempre que veo el lago, se lo contaré a ustedes esta noche. Una cosa voy a anticiparles: lo que ha dicho usted de los senecas es exacto.

—¿Qué?

—Que habitaban en Massachussets, junto al lago Kanubi. ¿Sabe usted cuál era el verdadero nombre de esa tribu?

—Sí, Senontowana.

—Exacto. El nombre de seneca se lo pusieron los blancos. Su jefe más importante fue Sa-go-ye-wat-ha, que está enterrado en Buffalo. Le hicieron un gran monumento…

—A pesar de que, antes de morir, pidió que lo enterrasen entre sus hermanos rojos y no entre los rostros pálidos —interrumpió mi mujer.

—¡Ah! ¿Conoce usted su historia? —preguntó Pappermann.

—Hemos visitado su tumba.

—Dios los bendiga por esa acción, porque supongo que al hacerlo, no fue por curiosidad, sino a impulsos de su corazón. Yo tengo un afecto especial por la tribu de los senecas.

—¿Y a qué obedece?

—A que… a que… Esta noche se lo contaré, ahora no. La vieja cuerda ha vuelto a vibrar y no cesará hasta que tengamos el lago a nuestra espalda. Pero por el momento, permítanme que me calle.

Toda la tarde continuamos subiendo la montaña, hasta llegar a una altura, desde la cual contemplamos una amplia meseta que se extendía a nuestros pies en dirección Oeste. El sol estaba declinando y sus rayos hacían resplandecer en medio de la llanura lo que parecía un inmenso diamante rodeado de una corona de esmeraldas, cuyos contornos lanzaban vivos destellos.

—Ese es el lago Kanubi —nos dijo Pappermann—. Aunque produce la impresión de estar muy cerca de nosotros, se tardan tres horas desde aquí en llegar a él. Vamos, pues, a acampar en este sitio y, si no tienen ustedes inconveniente, lo haremos donde yo pasé la noche la primera vez que vine a estos lugares.

Nos guio hacia un espacio cercado, que por tres de sus lados tenía la tapia completa y por el cuarto sólo a medias, en forma muy a propósito para defender del viento de la noche, que es allí muy frío. En el centro había un manantial, y el suelo, cubierto de hierba, ofrecía buen pasto para los caballos, así es que no podíamos soñar con sitio mejor para acampar. Al momento encendimos fuego y armamos la tienda, que siempre estaba reservada para mi mujer, pues los hombres preferíamos dormir al raso. Estábamos a la sazón en la maravillosa estación del verano indio, en que se puede dormir al aire libre, aun a tales alturas.

Mientras comíamos se hizo de noche y salió la luna, que estaba en su primer cuarto. El aire era puro y transparente. La vista alcanzaba casi tanto como de día; pero los contornos aparecían algo esfumados. El diamante deslumbrador se había convertido en una argentada perla. Pappermann comenzó su narración antes que le dijésemos nada.

—El lago ofrecía entonces precisamente el mismo aspecto que ahora y su visita me atraía. Me levanté temprano y monté a caballo, sin haber dormido en toda la noche. Como la mañana estaba fría, para entrar en calor cabalgué rápidamente, y llegué al lago en el momento de salir el sol. Vi en la hierba huellas de indios y decidí avanzar con toda precaución. Escondí el caballo y seguí las huellas, que me llevaron a la orilla misma del lago. Allí pude ver unas chozas, o más bien casas, construidas con sus vigas, pies derechos, tablas y cubiertas, a la manera como lo hacían los indios, antes que vinieran los blancos a este país. Junto a la orilla había varias barcas y cerca de ellas se secaban unas redes de pesca. Por todas partes reinaba la más extraordinaria limpieza y no se veían vestigios de armas, restos sangrientos de animales, ni indicio alguno de caza ni de guerra. Reinaba profundo silencio y las puertas estaban cerradas. Todo el pueblo estaba durmiendo y, por lo que se veía, sin preocupación ninguna, pues no encontré vigilantes. Parecía ser un día consagrado al descanso.

»Avancé con cautela, me asomé por una espesura de matorrales y vi… vi a la muchacha más hermosa, sí, la más hermosa que he visto nunca ni podrán ver estos viejos ojos míos, por mucho que viva, pueden creérmelo. Estaba sentada en un alto bloque de piedra que había a la orilla del lago y miraba hacia el Este por donde acababa de salir el sol. Llevaba un vestido de piel suave, blanco, con franjas rojas, y por su espalda caía la abundante masa de su hermoso cabello oscuro, adornado con flores y colibríes. Cuando estos últimos comenzaron a brillar a los rayos del sol, la muchacha se levantó, extendió los brazos y exclamó con tono de veneración y asombro:

»—¡Oh Mánitu! ¡Oh Mánitu!».