Capítulo 9

La fuga

Mi primera mirada fue para el indio, cuyos ojos brillaban de alegría.

—¡Maldición! —exclamó Howe.

Sus camaradas demostraron con parecidas imprecaciones la impresión que habían recibido.

—¿Qué tal? —dije yo—. ¿Estoy fuera o dentro?

—¡El diablo cargue con usted! —gritó furioso Howe—. Parece que sabe usted montar a caballo, ¿eh?

—¿Cómo que parece? ¿Es que lo he negado, por ventura?

Diciendo esto, desmonté y llevé el mulo al patio del hotel, donde lo até.

—¿Por qué se lleva usted el animal? —me dijo uno.

Yo no respondí, hice un ademán alegre a «Corazoncito» y salí en busca del segundo mulo, que dio el salto tan perfectamente como el primero.

—¡Estamos perdidos! —exclamó Howe—. Este sujeto sabe montar. Ha mentido.

Dejé por el momento sin castigo aquella injuria y llevé también el segundo mulo al patio. Después dije a mi mujer:

—Mientras doy el tercer salto, haz que bajen mi baúl y que lo pongan encima de la mesa.

Cuando llegué al sitio donde estaban los criados, me dijo uno de ellos:

—¿Es que quiere usted burlarse de nosotros?

—Si así fuera, no haría más que lo que ustedes querían hacer conmigo —respondí.

—Es que muy bien pudiera ocurrir que las bromas se convirtiesen en veras.

—Yo tomo en serio las bromas. ¿No les pasa a ustedes lo mismo?

Entonces se me acercó y me dijo con voz amenazadora:

—¡Cuidado con lo que va usted a hacer!

—¡Bah! —le dije, con un ademán despreciativo.

—Cuidado, le repito. Pero no por lo que usted cree, sino porque los caballos no son mulos estúpidos, y o se rompe usted la cabeza, o le molerán a usted las costillas.

—Espero tranquilamente todo lo que venga.

Ya no era necesario más fingimiento. Monté sobre el mulo que tenía Pappermann de la rienda y el viejo cazador me preguntó en voz baja:

—¿Qué hará usted con los caballos?

—Exactamente lo mismo —respondí.

—Es que no dejan que se les acerque nadie.

—No tenga usted cuidado. No me acercaré, sino que caeré encima de ellos.

Salté nuevamente la tapia, y cuando llevé el mulo al patio, se hallaba éste lleno de gente, que al tener noticia de lo que pasaba, había acudido a aquel sitio. El hostelero estaba muy satisfecho porque veía que aquello le aumentaba la parroquia. También los patios y jardines próximos se habían llenado de espectadores.

Mi baúl estaba ya encima de la mesa. «Corazoncito» se había encargado de hacerlo bajar, y me dijo que había cuatro testigos en nuestras ventanas, de los cuales tres eran policías y el cuarto el alcalde.

—A este último lo ha llamado uno de los policías, por motivos que no se me alcanzan; pero que, según me ha asegurado, nos interesan mucho. Ha estado muy amable conmigo. ¿Necesitas algo del baúl?

—Sí. Lo primero de todo mi blusa india de consejo.

Abrí el baúl y saqué la blusa india, de cuero blanco, con adornos de mechones de cabello en las costuras.

—¡Uf! —exclamó al verlo el indio, a media voz—. Ese traje sólo puede llevarlo un jefe, y nada más que en la hoguera del consejo y en las fiestas de la tribu.

Me quité la chaqueta y me puse la blusa india.

—¿Para qué haces eso? —me dijo «Corazoncito»—. ¿No ves cómo se ríen y se burlan de ti todos aquellos?

—Déjalos que lo hagan. Aún me falta el adorno de plumas. Esto lo hago porque los caballos están educados por indios, y fuera de su amo no dejan que se les acerque ningún rostro pálido. Ni yo mismo, si no fuera por este disfraz, podría montar en ellos.

—¡Ah! ¿Por eso has puesto la condición de que podías cambiarte de traje como quisieras?

—Justamente. Ya ves que todas mis palabras tenían su alcance, aun cuando tú no sabías a lo que tendían.

Cuando saqué el tocado de jefe el indio lanzó una segunda exclamación de asombro.

—¡Uf, uf! ¡Las plumas verdaderas del águila de guerra, que ya no hay! ¿Son cinco veces diez plumas?

—Aún más —respondí yo.

Al oírlo, se puso en pie con ademán de respeto y dijo:

Entonces, mi saludo y mi súplica de perdón…

—¡Basta, basta! —le interrumpí—. Aquí no estamos en la hoguera del consejo, y sólo para ganar esos preciosos caballos descubro este secreto, cuyo significado felizmente no se conoce aquí.

Para aquella clase de adornos indios, sólo pueden emplearse las dos plumas de los extremos de las alas del águila. El mío llega desde la cabeza hasta el suelo, está hecho por indios con primoroso trabajo y tiene una historia verdaderamente emocionante. Cuando me lo puse, dos o tres de los seis comenzaron a reír de nuevo; pero Howe, furioso, les dijo:

—¡Callad! ¿No veis que eso quiere decir que conoce el secreto de los tres caballos? No es cosa de risa. Pero aún espero que se romperá la crisma.

Pasé por entre ellos y me dirigí adonde estaban los caballos. Los criados no dijeron palabra; pero si las miradas matasen, allí mismo habría yo caído atravesado por ellas.

Los tres animales seguían muy juntos. Me acerqué lentamente a ellos y me miraron sin moverse del sitio; pero comenzaron a hinchar las narices y a mover las orejas y la cola. Dos de ellos permitieron que me aproximase; el tercero relinchó y se echó hacia atrás, pero sin cocear ni intentar morderme. Era el más inteligente y decidí dejarlo para el último en la prueba. Tenía una manchita blanca justamente encima de la nariz, del tamaño de un centavo; sus ojos eran claros y sanos, su cabeza descarnada y llena de carácter.

Desde que vi su pelo brillante y sedoso y sus líneas de insuperable pureza decidí reservármelo para mi uso. Me aproximé a uno de los otros que, sin resistencia alguna, me permitió montar; le di dos vueltas al galope y saltó por cima de la tapia como si ésta hubiera sido de un palmo de altura. En todos los jardines sonaron entusiastas aplausos, pero los seis artistas no dijeron palabra. Llevé al caballo al lugar donde había puesto los mulos y salí otra vez para coger el segundo, con el cual repetí el salto, de modo igualmente fácil. Cuando me dirigía por última vez en busca del caballo restante, uno de los criados se me acercó y me dijo:

—¡Caballero! ¿Reconoce usted que esto lo hace…?

—¿Para daros una lección? —le interrumpí—. Sí, ese es mi propósito.

—Muy bien. Ya lo ha conseguido usted. Pero conténtese con lo que ha hecho. No queremos más bromas de esta clase.

—Ni yo tampoco. Pero siquiera acabemos lo poco que nos falta.

—Eso no. Este caballo no lo conseguirá usted.

Y diciendo esto se dirigió al caballo para cogerlo por la rienda. El animal, que le vio acercarse, pensó que iba a montar en él y se volvió hacia el hombre, relinchando de un modo amenazador. Yo aproveché aquel movimiento y en algunos rápidos pasos me puse detrás del caballo, tomé una pequeña carrera, di un salto y me encontré montado. Al instante cogí la rienda y me afirmé en los estribos. El caballo comenzó a dar saltos y el criado tuvo que separarse a toda prisa, para no ser aplastado por los cascos de aquél.

—¡Perro! —rugió, dirigiéndose a mí—. ¡Ya me las pagarás! —Y volviéndose a sus compañeros, añadió—: Vamos pronto al jardín. Ese contrato no puede ser válido. ¡Tiene que devolvérnoslos todos, todos!

Los tres hombres corrieron en dirección al jardín. Una vez yo a caballo, no había nadie capaz de impedirme dar el último salto y por eso lo que se proponían era privarme de lo que legítimamente había ganado. Estaban convencidos de que aquel último caballo no me obedecería de tan buena gana como los otros; pero se equivocaban. En cuanto estuve firmemente puesto en la silla, ya no hizo tentativa ninguna para tirarme. Aquel era el efecto de la blusa india. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no era un piel roja, sino un blanco el que tenía sobre sus lomos, y empezó a mostrarse reacio. Yo me guardé muy bien de obligarle con las espuelas, y lo que hice fue hablarle. Como mi idea era la de que aquel caballo procedía de un cruce con un dakota, le hablé primero en esta lengua, dirigiéndole las palabras estimulantes que suelen emplearse para estos casos por las tribus de Dakota:

Shuktanka, wachteh, wachteh. Tokiya, tokiya (Sé bueno, sé bueno, caballito querido; corre, corre, anda).

Aquella excitación fue inútil. Entonces probé el apache:

Yato, yato. Taticha taticha (Sé bueno, sé bueno. Corre, corre).

Al oír estas palabras enderezó las orejas y agitó la cola. Comprendí que conocía aquellas palabras, pero que no eran las apropiadas al caso. En vista de ello, ensayé el comanche:

Ena, ena, Galak (Anda, anda. Corre).

Me vi obligado a interrumpir mis palabras porque el caballo lanzó un relincho de alegría y comenzó a piafar violentamente. Al instante me ocurrió una idea. Quizá los pretendidos artistas y sus criados fueran sólo cuatreros. No había nada de imposible en esto. Trinidad es una ciudad muy conocida por el comercio de caballos que en ella se realiza y no tendría nada de particular que aquella gente se hubiera dirigido allí como el lugar mejor para vender el resultado de su robo.

Esto pasó como un relámpago por mi imaginación. El caballo empezó, como ya he dicho, a piafar de impaciencia. Se veía sin sus dos compañeros y quería ir a reunirse con ellos. Primero lo contuve enérgicamente y después lo puse al galope; pero al llegar cerca de la tapia lo paré. El entonces dio un relincho profundo como pidiendo que lo hiciese saltar. Aquello era lo que yo quería oír y accedí a su deseo; el animal saltó con la mayor elegancia.

—¡Ha ganado, ha ganado! ¡Los caballos son suyos! —gritaron centenares de voces.

Entregué el caballo a Pappermann, que se había aproximado a mí, y me dispuse a ir al patio para coger las otras caballerías.

—¡Alto! ¡Quieto ahí! —gritó imperiosamente Howe, dirigiéndose a Pappermann—. Todos esos animales nos pertenecen y tiene usted que devolvérnoslos.

Y diciendo esto, cogió las riendas del caballo. Entonces me acerqué a él y le dije:

—Fuera las manos del caballo. Le doy de tiempo hasta que cuente tres. ¡Uno!… ¡dos!… ¡tres!

Como no soltaba las riendas, le di un puñetazo en un costado, que le hizo ir tambaleándose hasta caer en medio de sus compañeros. Quiso levantarse al instante, para vengarse, pero no pudo hacerlo sino muy lentamente. Antes que se pusiera en pie, salió en su defensa el peón que antes me había llamado perro, y se acercó a mí con los puños cerrados gritándome:

—¡Ah! ¿También quieres andar a golpes? ¡No te conviene que…!

No pudo continuar. El hostelero acababa de entrar en el jardín, acompañado de algunos hombres vigorosos, que había reunido con objeto de intervenir en el momento decisivo.

—¡Basta, basta! Cierre usted el pico —dijo gritando más que el criado—. Aquí viene la comida. Arreglen su asunto después de comer. En mi hotel está prohibido darse de puñetazos. Cada cosa a su tiempo: primero la gallina y después el negocio.

Aquel era un hombre listo. Para apaciguar a los criados se dirigió a mí en tono de censura al decir que allí estaba prohibido darse de puñetazos; pero al mismo tiempo me hacía una seña para que yo comprendiese que no lo decía en serio. Sus acompañantes traían los platos y los cubiertos y él una cazuela con la gallina. Al decir las últimas palabras, cogió la gallina por una pata y la levantó en alto para que todos pudieran verla. Al instante se produjo el efecto que buscaba, pues por todas partes se oyeron risas y carcajadas acompañadas de grandes voces:

—¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Primero la gallina y después el negocio! ¡Viva la gallina! ¡Viva!

Well —dijo entonces el criado—. Sea así. Primero la gallina y después los caballos. Vamos a sentarnos a comer. Este Mr. Burton puede esperar a que acabemos.

—¡No! ¡Que no espere! —replicó Howe, sentándose con gran trabajo—. Que nos amenice la comida con su música, ya que él toca el acordeón y Mrs. Burton la guitarra.

—¡Sí, sí! ¡Que lo haga! —asintió el peón, haciéndome un ademán imperioso—. ¡Vengan los instrumentos!

—Al momento —dije yo.

Me acerqué a «Corazoncito», saqué los dos revólveres de los bolsillos de la chaqueta que me había quitado para montar a caballo, y le dije:

—Ya te figurarás lo que va a ocurrir ahora.

—Sí —me contestó.

—¿Te sientes con valor para ello?

—Así creo.

—Pues ven.

Armé los dos revólveres y le di uno de ellos. Hasta entonces había estado de espaldas para que no se vieran las armas. Me volví y me acerqué a la mesa seguido de «Corazoncito». Levanté la mano derecha con el revólver y dije:

—¡Aquí está mi acordeón!

—¡Y ésta es mi guitarra! —agrego «Corazoncito».

—¡Ahora va a comenzar el juego! —continué yo—. El que de ustedes haga el menor movimiento para coger un arma, recibirá un balazo. Como nuestra comida fue antes para ustedes, ahora la de ustedes será para nosotros. Mr. Pappermann, haga el favor de traernos el mantel, los cubiertos y la gallina.

Durante unos instantes reinó el mayor silencio, y vi que el revólver temblaba ligeramente en la mano de mi mujer, que se agarró con la otra a mi brazo, para cobrar firmeza. Nuestra amenaza surtió su efecto. Ni los artistas ni sus criados se atrevieron a moverse.

Entonces sonó alrededor un aplauso cerrado, acompañado de aclamaciones:

—¡A la otra mesa la gallina! —dijeron a grandes gritos, mezclados con risas, los innumerables curiosos que presenciaban la escena—. ¡A la otra mesa, a la otra mesa!

Pappermann obedeció mi indicación y nadie hizo la menor cosa para impedírselo.

De pronto se arremolinó la gente en el patio alrededor de una persona que se dirigía al jardín.

—¡El alcalde! ¡El alcalde viene! —oí decir.

Era efectivamente el alcalde, que llegaba acompañado de los tres policías; es decir, todos nuestros testigos. Pero pronto se vio que no iban allí como testigos, sino para representar un papel mucho más serio. El alcalde se dirigió a mí primeramente:

—Guarde usted los revólveres, Mr. Burton. Ya no son necesarios, porque tomo por mi cuenta este asunto. Los caballos y los mulos son suyos y además le devolverán a usted su dinero.

—¡Quiá! —dijo el criado, en cuanto vio que ya no estaba amenazado por nuestras armas—. Antes tenemos que hablar nosotros.

—Justamente. Sobre todo usted. Tengo muchos deseos de saber su nombre; pero el verdadero, no uno falso.

—¿Mi nombre? —preguntó el criado—. ¿Para qué? Y ha de saber usted que nunca he usado nombres falsos.

—Pues yo conozco lo menos diez u once que ha usado usted para huir de curiosidades molestas. Su verdadero nombre es Corner. Y por lo que se refiere a los falsos nombres que ha usado usted, le diré que con el último ha sido usted condenado por robo de caballerías en Springfield, aunque logró escapar de la cárcel.

—¡Eso no es verdad! ¡Eso es falso! ¡Es una calumnia vergonzosa! ¡Soy un hombre honrado y nunca he quitado a nadie el valor de un centavo!

—¿De veras? ¿Quiere usted ver a una persona que no sólo afirma lo contrario, sino que lo prueba?

—¡Que venga!

—Aquí está.

El alcalde se apartó al decir esto, para dejar ver al policía que había detrás de él y que saludó irónicamente al criado diciéndole:

—Ya me conoce usted, Mr. Corner. Fui yo el que detuvo a usted en Springfield y hoy repito la acción con el mayor gusto.

Apenas hubo visto el criado al policía y oído sus palabras cuando exclamó a grandes voces:

—¡Aquí está aquel pillo! ¡Que os lleve el diablo a todos! ¡Venid, venid!

Mientras dirigía estas últimas palabras a sus compañeros, salió corriendo del jardín en dirección al sitio donde estaban los caballos.

—¡A él, que se escapa! —ordenó el alcalde, mientras él mismo corría en persecución del fugitivo.

Pero el criado no iba solo. Todos sus cómplices siguieron el ejemplo que les daba con una celeridad que demostraba lo ejercitados que estaban en aquella operación. También yo estoy acostumbrado a obrar rápidamente cuando hace falta, así es que emprendí la persecución de aquellos tunantes; pero sólo logré echar mano al último de ellos. Quiso hacer resistencia para escapar; pero Pappermann, que llegó en aquel momento, me lo quitó de las manos, lo derribó al suelo y le puso las rodillas en el pecho, de modo que no pudo hacer movimiento alguno.

Sus compañeros lograron llegar a los caballos, montaron y huyeron al galope, llevándose el cuarto mulo y el caballo del individuo a quien habíamos apresado.

—¡Canallas! —gritó éste furioso, cuando lo vio—. ¿Qué será ahora de mí?

—Eso depende de ti —le dije yo.

—¿Cómo es eso? —me preguntó.

—Espera y lo sabrás.

Mi atención estaba enteramente embargada por la acción que se desarrollaba en aquellos momentos. Todos los presentes habían salido en persecución de la cuadrilla, y sólo quedábamos allí Pappermann, el hostelero con su gente, el indio, mi mujer y yo. Hasta los habitantes de las casas próximas corrían detrás de los malhechores. Cuando éstos montaron a caballo y se alejaron, oímos decir al alcalde:

—¡A caballo y detrás de ellos!

Todos los que pudieron procurarse cabalgadura lo hicieron y se pusieron a seguir las huellas de los perseguidos.

Cuando estuvimos solos, me volví a nuestro prisionero, que seguía sujeto por Pappermann, y le dije:

—¡Arriba, tunante, y oye lo que te voy a decir!

Pappermann le permitió que se levantase y yo continué:

—Si contestas con la verdad a mis preguntas, te dejamos libre.

—¿Y podré ir donde quiera? —preguntó al instante.

—Sí.

Me miró con expresión interrogadora y luego dijo:

—No tiene usted aspecto de ser hombre que mienta, y espero que mantendrá su palabra. Pregúnteme lo que quiera.

—¿De quién son esos tres caballos píos?

—De la granja de un tal Old Surehand.

—¿Y los mulos?

—También.

—¿Robados?

—Propiamente robados, no. Sólo ha sido una pequeña estafa. Corner sabía que los mejores caballos y mulos de Old Surehand estaban reservados para un alemán, que iba a llegar con su mujer. También se esperaba a unos jóvenes pintores y escultores, que iban a equiparse allí para ir al país de los apaches, a hacer una gran exposición. Young Surehand los había invitado; pero se había marchado delante con su padre. Entonces nos presentamos nosotros y nos fingimos los artistas en cuestión. El administrador de Old Surehand nos dio todo lo que quisimos.

—¡Ah! Por eso es por lo que se han presentado aquí como artistas.

—Precisamente dijo riendo ¿Qué más quiere usted saber?

—Nada más, porque si profundizo un poco más en tus secretos, me sería imposible, o por lo menos muy difícil, cumplir mi palabra.

—¿Entonces puedo irme?

—Sí.

—Gracias. Es usted un hombre de honor. Pero no tengo caballo.

—Pues lo siento mucho; pero no puedo procurártelo.

—¿No puede usted por lo menos darme uno de esos mulos?

—¿Un animal robado? No.

—Pues ahora que usted sabe que los animales no eran nuestros, tampoco puede usted quedarse con ellos.

—Ni lo haré. Conozco a Old Surehand y Young Surehand y puedes tener la seguridad de que volverá a su poder todo lo que le habéis robado, por lo menos todo lo que pueda yo recuperar.

Well! Me es igual. Pero sin caballo no puedo ir a ningún lado. Ya verá usted cómo hoy mismo me procuro uno, sin reparar en los medios. ¿No pesará esto sobre su conciencia?

—Ni lo más mínimo. Nunca me remuerde la conciencia por lo que hacen los demás. ¡Largo de aquí!

—Bien. Queden ustedes con Dios.

Cuando se volvía para marcharse, le dijo el hostelero:

—Ya que apelas a la conciencia de este señor, para que no quede ningún peso sobre la mía, te participo que ya me cuidaré de que no se robe hoy ningún caballo en esta ciudad. Dentro de diez minutos sabrá todo el mundo que te encuentras en libertad y que pretendes robar un caballo. Ahora, ya puedes marcharte.

El hombre iba a obedecer esta indicación, cuando Pappermann le cogió por un brazo y dijo:

—Un momento. Estos dos caballeros se han olvidado de lo principal. ¿Tienes dinero?

—Tengo lo que necesito por ahora.

—¿Dónde lo tienes?

—En esta bolsa.

Sacó una bolsa bien repleta y nos la enseñó jactanciosamente, diciendo:

—Pero ¿por qué me pregunta usted eso?

—Para que pagues la cuenta —respondió Pappermann riendo—. Yo me llamo Maksch Pappermann y a mí no me engañan gentes como tú. Ahora paga por ti y por tus compañeros.

—Pagaré mi parte; pero la de mis compañeros de ningún modo.

—Vas a ver como lo haces. Venga esa bolsa.

Y diciendo esto, se la quitó de la mano, me la dio y dijo:

—Haga usted el favor de pagar mientras sujeto a este pillastre.

El hostelero hizo la cuenta, se la pagué y devolví la bolsa con el dinero sobrante al hombre, que se alejó de nosotros a toda prisa, echando maldiciones.