Capítulo 8

Un contrato extraño

Efectivamente, Howe se dirigió de nuevo a nuestro sitio, se plantó delante de nosotros con las piernas muy separadas y dijo:

—Vengo a dirigirles un ruego. Nosotros somos pintores y deseamos hacer un retrato de los señores de Burton con Mr. Pappermann.

—¿Lo van a hacer todos ustedes?

—Sí.

—¿Y a los tres a la vez?

—Si ustedes lo permiten.

—De muy buena gana. No pongo más que una condición.

—¿Cuál?

—La de que nos lo han de hacer tal como estamos ahora.

Well! Querríamos haberlos reproducido en otra postura muy diferente; pero accedemos a su deseo. Ahora, procuren moverse lo menos posible, porque de lo contrario, no haremos nada verdaderamente artístico. Vamos a empezar.

Sacaron papel y lápiz y comenzaron a dibujar.

En aquel momento vimos a lo lejos un hombre que se dirigía hacia el descampado que había detrás del hotel. Iba vestido de indio y llevaba a la espalda un bulto, envuelto en cuero, que parecía muy pesado. Caminaba encorvado y con lentitud, dando muestras de extraordinario cansancio. Al llegar al sitio donde estaban los caballos, se detuvo y los contempló un momento; luego siguió adelante. Cuando estuvo a distancia que nos permitía verle la cara, descubrimos que era un joven de veintidós a veintitrés años, de facciones muy simpáticas. Llevaba el pelo como Winnetou, formando moño y suelto luego sobre la espalda. Parecía conocer el lugar, porque se dirigió sin vacilar a la puerta que daba al jardín.

¡Egad! ¡Es él! —exclamó Pappermann.

—¿Lo conoce usted? —pregunté.

—Sí. Es el «Aguilucho». Hace unos cuatro años bajó de la montaña, a pie como ahora, y estuvo dos días en esta casa, descansando. Además del traje que llevaba puesto, traía otro, nuevo, de mejor clase, que me dio para que se lo guardase, diciéndome que, si no moría antes, vendría pasado un año a recogerlo. No traía dinero, sino pepitas de oro, pero no en gran cantidad; apenas por valor de trescientos o cuatrocientos dólares.

Y añadió compasivamente:

—¡Pobrecillo! ¡Qué aspecto tiene de fatiga y desaliento!

—Además es que tiene hambre —añadí.

—¿Cree usted?

—No sólo lo creo, sino que es así. Desde aquí se lo he conocido.

—También lo veo yo —dijo «Corazoncito»—. Está enteramente agotado. Vacila al andar. Vamos a hacerle que coma con nosotros. Voy a decírselo y entretanto usted, mister Pappermann; traiga pronto otra silla.

El antiguo hostelero salió corriendo para cumplir la orden. «Corazoncito» se levantó y se dirigió a la puerta, la abrió y recibió allí al joven indio, a quien tomó por la mano y condujo a nuestra mesa, invitándole a comer con nosotros. En aquel momento llegó Pappermann con la silla; pero el indio, a pesar de su extremado cansancio, no se sentó, sino que estuvo un rato mirando con sus hermosos ojos oscuros a la que, de modo tan inesperado, había acudido en su auxilio.

—Lo mismo que Nsho-Chi, que era todo compasión —dijo; y cayendo en la silla, cerró los ojos.

Estaba tan fatigado, que ni siquiera se le ocurrió soltar la carga que llevaba. Se la quitamos, soltando las correas que la sujetaban, y vimos que consistía en un paquete largo y estrecho, envuelto en un cuero fuerte y que podría pesar entre treinta y cuarenta kilos. Pensamos que sería hierro, y lo depositamos en tierra junto a la silla del indio.

Pappermann fue a la mesa de los artistas y pidió una copa de aguardiente.

—¿Para quién? —le preguntaron.

—Para aquel indio, que está como pueden ver ustedes —respondió.

—El aguardiente no es para los pieles rojas, sino para los blancos; no para él, sino para nosotros. ¡Largo de aquí!

El viejo cazador bramaba de ira ante aquel sofión; pero yo lo tranquilicé, diciéndole:

—No se enfade usted, que ya nos las pagarán. Corra usted a la cocina y traiga un plato de sopa, de cualquier procedencia que sea. Eso es mejor que todo el aguardiente del mundo.

Pappermann obedeció. El indio, que había oído mis palabras, dijo en voz baja sin abrir los ojos:

—¡Aguardiente, no! ¡Aguardiente, nunca!

Había pronunciado el nombre de Nsho-Chi, la hermana de Winnetou. ¿Sería quizá apache?

Pappermann trajo la sopa y dijo:

—Es sólo caldo de la gallina vieja; pero está bueno.

Puso el plato delante del indio, pero éste no se movió. Entonces «Corazoncito» cogió la cuchara y empezó a dar cucharadas de sopa a su invitado. Al ver aquello estalló una tempestad de risas en la otra mesa.

—Ese caldo nos pertenece —dijo Howe—, pero renunciamos a él en vista de lo hermoso de ese grupo. Podría titularse: La santísima caridad o el indio hambriento. Dentro de cinco minutos está hecho. El último que acabe pagará un frasco de aguardiente.

Comenzaron los lápices a moverse rápidamente y aún no habían pasado los cinco minutos cuando se nos presentaron las seis caricaturas. Más que caricaturas propiamente dichas eran burdos pintarrajeos. Habían creído que aquello nos iba a encolerizar y a obligarnos a cometer alguna imprudencia; pero, por el contrario, nosotros hicimos como que nos gustaban mucho los dibujos.

—¡Magnífico! —dije yo—. ¡Realmente magnífico! ¿Y cuánto cuesta ese cuadro?

—¡Dice cuadro! —exclamó riendo Howe—. ¡Llama cuadro a esto! Nada, no cuesta nada. Se lo regalamos a usted.

—Pero ¿de balde? —pregunté.

—Sí.

—¿Los seis?

—Los seis.

—Muchas gracias.

Cogí los dibujos, me los guardé y luego dije:

—Pero yo soy hombre generoso. No quiero que me regalen una cosa sin mostrar mi gratitud. Si alguno de ustedes quiere retratarme a caballo, no tendré inconveniente en pagarle tres, cuatro, o hasta cinco dólares.

—¿Cinco dólares? ¡Thunderstorm, eso es una fortuna! ¡Corro, vuelo a traerle un caballo! —exclamó uno de ellos.

Diciendo esto salió precipitadamente del jardín, seguido de los otros, para elegir el peor de los caballos.

—¿Tiene usted algún proyecto? —me preguntó Pappermann.

—Naturalmente. Ahora viene el castigo. Corra usted en busca del hostelero y dígale que necesito dos o tres testigos buenos, a ser posible abogados, policías, o que tengan cualquier autoridad en la ciudad. Que se instalen en nuestras dos habitaciones, donde puedan ver y oír todo lo que se haga y se diga aquí.

Well, well. Voy al momento.

Así lo hizo, y para cuando trajeron el caballo estaba ya de vuelta. Howe pidió por adelantado el pago de los cinco dólares y yo accedí a su petición. Entonces me dijeron que montase a caballo. Yo hice como si fuera aquella la primera vez que iba a verme a lomos de una caballería, e intenté por tres veces montar, sin conseguirlo. A la cuarta, di un impulso tan grande, que no sólo subí a la altura de la silla, sino que caí por el lado opuesto, lo que determinó indescriptibles risotadas de los artistas. Por fin conseguí montar y me dieron las riendas, comenzando entonces de nuevo el dibujo.

—¡Es grandioso, realmente grandioso! —dijo uno de ellos—. Míster Burton está en la silla como un héroe caballista, a quien no se le ponen obstáculos por delante.

Naturalmente que la figura que yo hacía era todo lo contrario.

—¿Es verdad? ¿Parezco eso? —dije fingiendo gran alegría y orgullo.

—Ciertamente. Vemos que ninguno de nosotros puede competir con usted en montar a caballo.

—¿De veras?

—De veras.

—Y dígame: ¿cuánto cuesta un caballo como éste?

—¿Es que quiere usted comprar alguno?

—Tal vez varios. Ya que dicen ustedes que soy tan buen jinete, tonto sería en seguir utilizando el ferrocarril, que cuesta tan caro. El ir a caballo resulta más barato, ¿verdad?

—Claro que es mucho más barato. Precisamente tenemos algunos animales de sobra y quizá quiera usted comprarnos alguno de ellos.

Diciendo esto se hicieron unos a otros señas que yo sorprendí.

—¿Sólo uno? —dije yo—. Necesito cinco o seis.

—¡Ah!, ¿para quién?

—Para mí y para Mrs. Burton…

—¿La que toca la guitarra? —interrumpió burlonamente Howe.

—Sí. Y para algunos amigos.

—¿Que también son músicos?

—Sí. Me gustaría comprar tres mulos y tres caballos, con sus sillas. ¿Cuánto me costarán?

Al principio se quedaron suspensos. Me miraron y luego se interrogaron unos a otros con la mirada. Después dijo Howe:

—¿Tres caballos y tres mulos? Diga usted cuáles.

Señalé primero a los mulos y dije:

—Los caballos que quiero comprar son aquellos de las orejas largas que están apartados allí, a la derecha.

Al oír esto, todos se echaron a reír de nuevo. Yo, impertérrito, proseguí, indicando los tres píos:

—Y también esos mulos me gustan mucho. Los adquiriría a cualquier precio.

Más risotadas.

—¡Estos mulos y aquellos caballos! ¡Esto es precioso, insuperable!

Cuando se hubo calmado un poco la hilaridad, me preguntó Howe:

—¿De modo que pagaría usted cualquier precio? ¿Cuánto dinero lleva usted entonces?

—Nada menos que doscientos cincuenta dólares —dije orgullosamente—. Me parece que eso es bastante más de lo que valen todas las caballerías de ustedes.

Las risas llegaron al colmo. Los seis se pusieron a cuchichear para hacerme una proposición que, según me dijeron, había de ser ventajosa para mí. Ya no pensaron en hacer mi caricatura a caballo, sino en la manera de embolsarse mis doscientos cincuenta dólares.

—Desmonte usted —me dijo Howe—. Nos es usted extraordinariamente simpático, Mr. Burton. Va usted a tener los caballos y los mulos con sus sillas. Y los va usted a tener de balde, si quiere.

—¿De balde? ¿Y cómo puede ser eso? —pregunté yo.

—Queremos ver qué tal cabalga usted en los mulos y en los caballos. Vamos a ensillar las seis caballerías y usted monta ahí fuera y entra aquí al galope; pero no por la puerta, sino pasando por encima de la tapia.

—¿Saltando entonces? —dije yo.

—Justamente. ¿Se atreverá usted?

—¿Por qué no? ¿No me han dicho ustedes que soy un buen jinete? No se puede uno caer llevando los pies en los estribos y las riendas en la mano, ¿verdad?

—De ningún modo —dijo él riendo y acompañado en su risa por todos—. Bien; cada caballo y cada mulo que usted haga saltar la tapia, sin que se mate y sin que le tire a usted, es suyo.

—¿Me puedo quitar el sombrero y la chaqueta para hacerlo?

Sus compañeros se retorcían de risa; pero él se dominó y dijo:

—Puede usted quitarse o ponerse lo que quiera. Aunque quisiera usted vestirse de arlequín o de payaso no pondríamos ningún reparo. Pero aún falta lo principal, el punto del cual depende que hagamos o no el trato. Tiene usted que depositar los doscientos cincuenta dólares. Si consigue usted dar los seis saltos, se los devolveremos y se llevará usted caballos y mulos. Pero si no lo logra usted, se queda sin caballos y el dinero pasa a poder nuestro. ¿Comprende usted bien? Estas son nuestras condiciones irrevocables.

—Lo comprendo, naturalmente. Ustedes arriesgan sus caballos y yo tengo también que arriesgar algo. Claro es que mi dinero vale más que todos sus caballos; pero quiero ser generoso.

También esta salida les produjo gran regocijo. Howe me contestó:

—Muy bien, muy bien. Y como nosotros le entregamos los caballos y los mulos, tiene usted que depositar en este momento el dinero.

—Con mucho gusto, en cuanto firmemos el contrato.

—¿El contrato? —preguntó asombrado.

—Claro que el contrato. He oído decir que los tratantes en caballos son la gente más astuta del mundo, y que con ellos todas las seguridades son pocas.

—Pero nosotros no somos tratantes en caballos, sino artistas.

—No importa. Esto es una venta de caballos, seamos nosotros lo que queramos.

Well. Estamos de acuerdo. Venga papel.

—Yo dictaré las condiciones —añadí.

Bajé del caballo del modo más torpe posible. Howe se sentó a la mesa y yo le dicté. Escribió todo lo que yo le dije, sin alterar una letra, por estar completamente convencido de que podía firmar todo lo que yo quisiera, sin temor a las consecuencias, en la seguridad de que al primer salto que yo diera, saldría por los aires. Yo dicté en voz bastante alta, porque al mirar a nuestras ventanas, había visto que allí estaban los testigos que habían de oírlo todo. Puse la condición de que entregaría mi dinero a una persona imparcial, que sería al mismo tiempo la encargada de ensillar caballos y mulos, y que aquella persona había de ser Mr. Pappermann. Howe y sus camaradas estaban tan seguros de su triunfo que asintieron a esta condición sin dificultad. Todos ellos firmaron el documento y yo lo hice en último término; luego se lo entregué al antiguo cazador, que lo guardó en el bolsillo, y desde aquel momento ya consideré como míos los seis magníficos animales. Saqué la cartera y con gran alegría puse en manos de Pappermann la cantidad señalada. También «Corazoncito» sonreía y me hizo secretamente una seña de contento.

Entretanto, el indio, que estaba sentado a nuestra mesa, se había repuesto bastante de su cansancio y seguía toda la acción con gran interés. Sus ojos me contemplaban con mirada investigadora, en la que se veía que adivinaba lo que iba a ocurrir.

—Ahora a caballo —ordenó Howe.

Él y sus compañeros salieron corriendo por la puerta trasera, seguidos de Pappermann. Yo fui detrás de ellos con estudiada lentitud y vi que contaban a los criados lo que se iba a hacer. Generalmente, se eligen los criados destinados al cuidado de las caballerías entre los mejicanos de clase humilde; pero aquellos eran yanquis puros, gente muy experta y todos de más de cuarenta años. En la conversación que tuvieron con ellos los artistas, no se mostraban como subordinados, sino más bien como amos de aquéllos, circunstancia que me sorprendió. Parecían conformes con la broma de mal género que se pretendía gastarme, porque acabaron por participar en la risa de los otros. Cuando Howe se alejó de ellos para dirigirse al sitio donde estaban los caballos píos, exclamó el tercero:

—¡Qué lástima que no estén aquí Sebulon y Hariman, porque se pondrían malos de risa, sobre todo el primero!

Puede suponerse el efecto que me causaron estas palabras. Era evidente que se aludía a los dos Enters, no sólo por los nombres, sino por el orden en que se habían citado, Sebulon primero; y se hablaba de ellos como posibles partícipes en la jugarreta. Pero yo no tenía mucho tiempo que perder en aquellas reflexiones, porque debía elegir silla en el montón de las que allí había. En realidad, no necesitaba por el momento hacer aquella elección; pero tenía mi plan, que se fundaba en ciertas suposiciones, cuya realidad se demostró luego. Separé una silla de mujer y las cinco mejores de hombre que encontré. De estas últimas pensaba cambiar dos por serones, en caso de que mis presunciones se confirmasen.

Desde aquel punto, comprendí claramente que aquellos seis no eran artistas, ni gente decente, y me molestó haber representado con ellos el papel de un hombre medio idiota. El hecho de que yo supiera elegir las cinco mejores sillas en un montón de veinte debería haberles enseñado que yo no era tan estúpido como creían; pero estaban tan ciegos que hasta uno de los criados se quitó sus grandes espuelas y vino a ponérmelas.

Pappermann ensilló primero los tres mulos y luego los caballos. Estos últimos se dejaron ensillar tranquilamente; pero no permitían que se les acercase nadie por los lados, y para evitarlo, se ponían siempre de frente al que se aproximaba. Tampoco por detrás era posible acercárseles, porque comenzaban a cocear violentamente. Ya sabía todo lo que me hacía falta. Con los caballos era más fácil saltar la tapia que con los mulos, de los que aún no sabía si estaban adiestrados o sólo se habían utilizado para carga.

—Empiece usted, Mr. Burton —me dijo Howe—. Ya es hora. Pero espere que estemos otra vez en el jardín, para que podamos admirar a usted en el momento del salto.

—Pero antes, ayúdenme a montar —les supliqué, acercándome a uno de los mulos.

Me subieron sobre el animal y corrieron riendo hacia el jardín. Los criados y Pappermann quedaron fuera. Este último no se apartó de mi lado, y me hizo comprender por señas que podía contar con él. Seguía siendo el hombre previsor y ponderado que yo había conocido hacía tantos años.

Hice andar al mulo, de forma que parecía que, por su propia voluntad, unas veces iba de prisa y otras despacio, tan pronto a la derecha como a la izquierda, dando vueltas a un lado y otro, trotando y a veces galopando algo. Yo hacía como que me tambaleaba, fingía perder las riendas y los estribos; pero en realidad estaba haciendo un examen minucioso de mi cabalgadura, que no daba un paso sin mi voluntad, y pronto vi el partido que se podía sacar de ella. Aquel hermoso animal estaba educado en la escuela mejicana. Cuando le hice comprender que se trataba de saltar el obstáculo, tomó carrera con tal velocidad que me costó gran trabajo refrenarlo. Me fui acercando a la tapia del jardín y cuando estábamos a unos pasos nada más, estallaron burlonas carcajadas, pues aquella gente estaba convencida de que el mulo hacía conmigo lo que quería.

—¡Arriba, Mr. Burton, arriba! —me gritó Howe.

—¿De modo que quieren ustedes de veras que salte? —pregunté yo.

—¡Naturalmente!

—Luego, no me lo tomen a mal.

—De ningún modo. ¡Venga!

¡Salto! ¡Alto! ¡Elevado![1].

Mientras yo pronunciaba estas tres palabras, empleadas ordinariamente en el momento de hacer dar un salto a una caballería, pasó el mulo por cima de la tapia y cayó dentro del jardín, donde se quedó clavado como si hubiera estado siempre en aquel sitio.