Los artistas
Me acerqué aún más a la ventana y poniéndome junto a la pared para no ser visto, me metí el índice en la boca y lancé el penetrante grito de guerra de los siux. El efecto fue inmediato. Los dos hosteleros se pusieron en pie de un salto y Maksch el azul exclamó:
—¡Los siux! ¡Que vienen los siux!
Los dos miraban hacia todas partes, y como no descubrieron alma viviente, ni enemigo ni amigo, se quedaron mirando el uno al otro.
—¿Los siux? —dijo el nuevo hostelero—. ¿Cómo es posible que vengan aquí, en medio de la ciudad? Por otra parte, estamos a muchas jornadas de la comarca en que todavía quedan algunos.
—Pues era uno de ellos —afirmó Pappermann.
—Es imposible.
—¿Cómo imposible? Yo no me equivoco. Es más; hasta conozco de qué tribu es; se trata de un siux ogellallah.
—¡No digas ridiculeces! Si uno de…
No pudo seguir, porque en aquel momento hice oír por segunda vez el grito de guerra.
—¿Eh? ¡Oye, oye! Si no es un ogellallah auténtico, que me quiten la piel a tiras en el poste del tormento.
—Bien; pero dime dónde se esconde.
—¿Lo sé, acaso? El grito viene de arriba.
—Claro que no va a venir de abajo. Es una broma y nada más.
—No, no, es una cosa seria. Y no se trata propiamente de un grito de guerra, sino de una señal.
Por tercera vez repetí el grito.
—¿Lo oyes? —exclamó Pappermann—. No es ninguna broma. El que ha dado ese grito o es un verdadero ogellallah o un viejo cazador de mi temple que sabe imitar el grito de combate de los pieles rojas tan bien que a ellos mismos les engañaría. Se trata evidentemente de algún viejo camarada que me ha visto aquí sentado y quiere decirme que…
Le interrumpió una voz de mujer que procedía de la puerta trasera de la casa y que gritaba:
—¡Ven al momento, porque no sé qué es lo que voy a guisar!
—¿Guisar? ¿Es que alguien quiere comer?
—Sí; piden comida y alojamiento.
—¿Algún forastero?
—Dos.
—¡Gracias a Dios! Por fin ha venido alguien. ¿Y dónde los has puesto?
—En el número 3 y en el 4. Es un matrimonio.
Entonces intervino Pappermann vivamente:
—¿Números 3 y 4? Pues sus ventanas dan aquí. ¡Ya sé dónde han dado esos gritos!
—¡Qué tontería! —dijo el nuevo hostelero—. ¿Desde cuándo es costumbre que den aullidos los matrimonios?
—Es muy frecuente; pero en este caso ha sido sólo el hombre el que ha gritado. Seguramente se trata de un camarada mío. Estoy tan seguro de ello, que me dejaría emplumar, linchar y…
—Pero ¿vienes o no? —interrumpió la voz de mujer—. Los forasteros quieren comer y no hay en casa carne, ni tengo dinero.
Los dos entraron en la casa. «Corazoncito» me dijo riendo:
—Sí que hemos caído en un magnífico hotel. Pero tu amigo Pappermann no es ningún tonto. Ya comienza a serme simpático y…
En aquel momento llamaron a la puerta.
—¡Adelante! —dijo mi mujer. Se abrió la puerta y apareció Pappermann.
—Dispensen ustedes —dijo. Desde abajo he oído el grito de guerra de los siux ogellallah y querría… me figuré… que… que… ¡Mr. Shatterhand, Mr. Shatterhand! Hallo! Wellcome! Wellcome!
Había comenzado a hablar de un modo normal; pero en cuanto me vio, empezó a balbucir hasta que me reconoció y se lanzó hacia mí dando muestras del mayor contento. Se me acercó con los brazos abiertos como queriendo abrazarme; pero luego debió de reflexionar que aquello podría no ser correcto y me cogió las manos, que estrechó entre las suyas, llevándolas luego al pecho y a los labios, mientras prorrumpía en toda clase de exclamaciones de la más efusiva alegría y me contemplaba con los ojos empañados en lágrimas; parecía que sus demostraciones de afecto no iban a acabar nunca.
Dicen que no cabe comparación entre una persona y un animal; pero aquello era enteramente como la expresión del cariño y el indecible júbilo de un perro fiel que, al volver a ver a su amo, comienza a dar saltos junto a él, ladrando de contento, y no sabe qué hacer para manifestar su alborozo. A «Corazoncito» se le saltaron también las lágrimas de emoción y yo tuve que hacer esfuerzos para conservar, por lo menos en apariencia, la serenidad.
—¿Verdad que ha sido usted el que ha dado los gritos, Mr. Shatterhand? —preguntó, una vez que hubo pasado el primer ímpetu de su emoción.
—Sí, yo he sido —asentí.
—Ya me lo figuraba. Tenía que ser uno como usted.
—Efectivamente —le dije riendo—. Sólo yo, y no mi mujer, como usted ha dicho acertadamente a su colega.
—¿Su mujer?, s’death…! Por vida mía que había olvidado saludarla, a pesar de que en las praderas y en las sabanas entra en las buenas costumbres saludar primero a la mujer y luego al marido. Dispénsenme. Voy a reparar mi error.
Procuró hacer una reverencia muy expresiva y elegante y entonces le dije en nuestra lengua:
—Puede usted hablarle en alemán, querido Pappermann; es alemana.
—¿Alemana? ¿Eso también? Entonces voy a besarle la mano. O mejor dicho las dos.
Así lo hizo, con la gracia de un oso, pero con honrada intención. Luego quiso saber cuál había sido mi vida para después contarme la suya. No accedí a su deseo, naturalmente, primero porque había que conservar las distancias y después porque para esas cosas hace falta disponer del tiempo necesario y tener humor. Le invité a almorzar con nosotros y le rogué que dijese abajo que deseábamos comer en el jardín dentro de una hora. Hasta entonces pensaba emplear el tiempo en dar un paseo con mi mujer para que conociese la ciudad en que mi viejo camarada poseía aquel hermoso hotel.
—Ya no es mío —me dijo—. Voy a contar a ustedes por qué.
—Pero no ahora, sino luego. También le suplico que hable de mí lo menos posible. Nadie debe saber cómo me llamo ni que soy alemán…
—¡Qué lástima! —me interrumpió—. Precisamente quería contar aquí que usted…
—¡De ningún modo! —le atajé—. Si así lo hiciera usted, me marcharía al momento y no volvería usted a verme. Puede usted decir que soy un antiguo cazador…
—¡Y famoso, muy famoso!
—No, eso no. Tengo mis motivos para desear que no se hable de mí. Ahora me llamo Burton y usted ha tenido mucha más fama que yo. ¿Estamos?
—Sí.
—Además entre nosotros no hablaremos alemán. No vaya usted a cometer alguna indiscreción.
—No tenga usted cuidado. Me llamo Maksch Pappermann, y cuando es preciso sé mostrarme sordo y mudo. Me figuro que se trata de alguna de sus antiguas aventuras o, por mejor decir; de otra nueva.
—Tal vez. Es posible que le confíe mi secreto; pero sólo cuando me convenza de que es usted hombre reservado. Ahora, vámonos.
Nos hizo una segunda reverencia y se alejó para cumplir mi encargo. Nosotros emprendimos la visita a la ciudad y volvimos puntualmente a la hora señalada. Lo primero que hicimos fue entrar en nuestro cuarto, y desde allí pudimos ver que habían llegado nuevos huéspedes, media docena de muchachos, que también querían comer en el jardín. Les habían preparado una especie de mesa y a ella estaban sentados, alrededor de un frasco de aguardiente, armando un escándalo infernal, porque el único mantel blanco que poseía el hostelero estaba puesto en nuestra mesa y no en la suya. También pedían que se les sirviese la comida preparada para nosotros. Habían obligado a Pappermann a sentarse a beber en su compañía, y él había sido tan inocente que se había prestado a ello. Todos le gritaban, unos regañándole y otros burlándose de él; pero el hombre estaba tan sereno e inconmovible como correspondía a un antiguo habitante de los bosques y las praderas. El más furioso de todos se llamaba, como después supimos, Howe. Precisamente cuando entrábamos en nuestro cuarto, le oímos decir:
—¿Pero quién es ese Mr. Burton que merece tal preferencia sobre nosotros?
Pappermann miró a nuestras ventanas y me vio. Hizo un ligero movimiento de cabeza y respondió:
—Es un músico.
—¿Cómo músico?
—Sí; toca el acordeón y su mujer le acompaña con la guitarra.
—¿De modo que sopla en el acordeón? ¿Y por qué no sopla también su mujer en la guitarra?
Una risotada general aplaudió aquel chiste estúpido.
—¿Por qué dice esas majaderías? —me dijo indignada «Corazoncito».
—Déjale —contesté—, que tiene su idea y es buena. Presumo que abajo se está desarrollando una de esas escenas que tanto gustan al hombre del Oeste, y que consisten en hacer ver lo equivocados que están los que le toman por tonto o por inferior a ellos en cualquier cosa.
—¿Es que esos hombres son pendencieros?
—No lo creo; pero se conducen como tales. Por eso mismo merecen una buena lección, aun más que si lo fueran en realidad. Me parece… Pero ¡qué caballos! Deben de ser suyos.
—¿Son buenos?
—¿Buenos? Eso es poco.
—¿Es que son de mucho valor?
No contesté porque mi atención estaba absorta completamente en la contemplación de los caballos. En la pared trasera del jardín había una puerta que daba a un espacio libre, donde no vimos a nadie a nuestra llegada al hotel, pero en el cual varios criados trabajaban a la sazón en montar una tienda de campaña. Cerca de ellos se encontraban dos grupos de caballerías que atrajeron todo mi interés. Uno de ellos estaba compuesto de nueve caballos y cuatro mulos. Los primeros eran lo que se suele llamar buenos caballos simplemente; los mulos eran seguramente mejicanos y pertenecían a la mejor raza del país. Su valor era por lo menos de mil marcos por cabeza. El otro grupo no contaba más que tres caballos; pero ¡qué ejemplares! Eran píos; pero no blancos y negros, como son en general los de esta clase, sino negros y rojizos, color finísimo que sólo se consigue obtener por larga y cuidadosa selección. Su conformación y sus ademanes me recordaban el famoso caballo negro de Winnetou, y al mismo tiempo aquel fuerte potro de Dakota; que ya no existía. Debían de haber sido criados por alguna tribu de indios del Norte y pertenecían seguramente a una raza cuyos individuos, gracias a su vigor incansable, llegan a hacer más camino que el caballo más corredor.
Todo esto lo presumía yo, pues para afirmarlo con certeza habría tenido que examinarlos de cerca. Que aquellos tres caballos eran de la mejor raza, se veía en seguida por el hecho de que los tenían apartados de los otros. Se lamían y se acariciaban entre sí; corrían unos detrás de otros y luego se ponían tan juntos que hacían creer que se trataba de hermanos, o por lo menos de compañeros que nunca se habían separado.
Junto a la tienda se veía un montón de mantas y otros utensilios de viaje y campamento. También había muchas sillas de montar, más de veinte, entre ellas alguna de mujer. ¿Habría con aquellos ruidosos jóvenes alguna mujer que no se veía? ¿Estaría compuesta la caravana de tantas personas como sillas, es decir, de más de veinte? Hasta entonces no se habían exhibido más que los seis jóvenes y tres criados. En todo caso, no me había equivocado al pensar que n o se trataba de gente pendenciera; pero sí era cierto que estaban algo alborotados y que no poseían verdadera educación, educación interna, como habían demostrado en la manera de tratar al antiguo hostelero y en la forma en que hablaban de nosotros. Pero por si eran algo peor que simples pendencieros, saqué del baúl mis dos revólveres, los cargué y me los metí en el bolsillo.
—¡Por Dios! ¿Qué haces? —me preguntó «Corazoncito» asustada.
—Nada que deba preocuparte —respondí.
—¿Pero vas a disparar?
—No. Y si llego a hacerlo no dispararé contra ningún hombre.
—No importa. Preferiría que comiéramos aquí.
—¿Es que quieres tener que reprocharme luego en tu fuero interno?
—No —dijo resueltamente—. Vamos.
Bajamos al jardín y nos sentamos a nuestra mesa sin saludar. Hubo un momento de silencio: los jóvenes nos estaban mirando. Pappermann se levantó y vino a nosotros. Entonces los otros se pusieron a cuchichear, y por la forma en que se hablaban era fácil comprender que proyectaban hacernos víctimas de alguna jugarreta.
—Son artistas nos dijo Pappermann al sentarse con nosotros.
—¿Qué clase de artistas? —pregunté yo.
—Escultores y pintores. Van hacia el Sur, al territorio de los apaches.
—¡Ah! ¿Y a qué van allí?
—No lo sé. No es que me hayan dicho nada, sino que lo he deducido de sus palabras. Parece ser que van invitados. Quieren proseguir su viaje mañana temprano. Tienen los diablos en el cuerpo. Ninguno de ellos llega a los treinta años. Son principiantes, y sin embargo hablan como si el genio les hubiera entrado en la cabeza a raudales. ¿Han oído ustedes lo que me han preguntado?
—Sí.
—¿Y lo que les he dicho que eran ustedes?
—También.
—¿He hecho bien?
—Ni bien ni mal. Me es indiferente lo que esa gente piense de nosotros.
—Quizá no esté usted en lo firme. Están muy incomodados con ustedes y me parece que meditan alguna diablura.
—Que hagan lo que quieran.
Apenas había dicho esto, cuando se realizó la previsión de Pappermann. Howe se levantó y se acercó lentamente a nosotros.
—¡Ya está armada! —me advirtió Pappermann.
—Me alegro —respondí—. Déjeme usted a mí solo y no diga palabra.
Howe llegó junto a nosotros, me hizo una reverencia irónica y me preguntó:
—¿Mr. Burton, si no estoy equivocado?
—Sí —respondí con una inclinación de cabeza.
—¿Usted toca el acordeón?
—¿Por qué no? Sobre todo, tocaría con gusto para que usted lo oyese.
—¿Y esta señora es Mrs. Burton?
Y al decir esto, señalaba a mi mujer.
—Justamente —respondí.
—Toca la guitarra, ¿verdad?
—¿Desea usted quizá oírla?
—Ahora no; pero más tarde tal vez. Por ahora, no necesitamos más que esto.
Y uniendo la acción a la palabra, nos quitó el mantel de la mesa, se lo llevó y lo extendió en la suya.
—¡Qué atrevimiento! ¡Eso es una insolencia! —dijo Pappermann furioso.
A «Corazoncito» no se le movió un músculo del rostro.
—¡Quietos todos! —dije yo—. Vamos a dejarles hacer todo lo que quieran.
Llegó entonces el hostelero para servirnos por sí mismo y nos trajo los platos y los cubiertos. Apenas había vuelto la espalda, vino Howe y se los llevó a su mesa. Trajo después aquél la sopa y, aunque vio lo que ocurría, no dijo nada y dejó en nuestra mesa la sopera, que pronto fue trasladada a la otra y vaciada allí, tras lo cual nos fue devuelta. Lo mismo ocurrió con todos los demás platos, entre continuas risas y burlas.
—¡Y pensar que no son negros ni pieles rojas! —dijo Pappermann—. ¿Qué le parece a usted esto?
—Pronto lo sabrá usted —me limité a contestar.
—Voy, naturalmente, a encargar otra comida para nosotros.
—No, todavía no. Tenemos antes que seguir esta comedia hasta el final. ¿Cuándo se va a servir la comida a esos señores?
—Dentro de una hora, próximamente. Mi antigua cocinera, que era magnífica, no está ya aquí, y la mujer del nuevo hostelero, que es la que guisa, lo toma todo con calma. Tarda una enormidad en desplumar las aves y como esta cuadrilla ha encargado gallina guisada y en la casa no había más que una de seis años, aún pasará un rato largo antes que esos caballeros tengan preparada su comida, como usted puede comprender.
—Magnífico, «Corazoncito», ¿tienes ganas de tocar un rato la guitarra?
—¿Qué quieres decir con eso?
—Más tarde lo sabrás. Dime sólo si tienes ganas de tocar. Llevo la guitarra y el acordeón en el bolsillo.
—¡Ah! ¿Te refieres a los revólveres?
—Sí.
—¿Habrá algún peligro?
—Ninguno, en absoluto.
—Entonces tocaré contigo.
—Muy bien. Creo que va a empezar el segundo acto del sainete. Ya se levanta el telón.