Capítulo 6

La entrevista

Cuando a la mañana siguiente entré en el comedor para tomar el café, estaban ya allí los dos Enters. Hariman me presentó a Sebulon y me dijo que al principio se alegraron mucho al saber que yo había llegado, pero que en Prospect-House nadie les había dado razón de un señor May.

—Es porque viajo de incógnito, con el nombre de Burton.

Well! —dijo Hariman—. Me figuro que será para que no le molesten sus lectores al enterarse de su presencia.

—Así es.

—¿Y Mrs. Burton dónde está?

—No ha llegado aún. Mañana o pasado la verán ustedes. Fui a Clifton-House y vi el nombre de ustedes en el libro de viajeros. Después he venido a instalarme en este hotel. ¿Les parece a ustedes que he hecho bien?

—Sin duda. Pero sentimos mucho no poder saludar a Mrs. Burton, porque hoy nos vamos de aquí.

—¿De veras? Entonces va a ocurrir exactamente lo que le predije a usted, o sea que esta entrevista tampoco tendría resultado.

—Aún no se puede decir eso. Por el contrario, tenemos la esperanza de llegar a un acuerdo con usted, Mr. Burton.

—¿Y en qué se funda esa esperanza?

—En la inteligencia y en el buen juicio de usted. Pero este no es el lugar a propósito para hablar de nuestro asunto.

Efectivamente, el comedor estaba lleno de huéspedes, y no se podía hablar de nada interesante, sin temor a ser oído o molestado. En vista de ello, me apresuré a terminar el desayuno y luego nos dirigimos hacia el río, para sentarnos en un banco que había junto a la orilla. Allí podíamos hablar sin miedo a los curiosos. Hariman ofrecía el mismo aspecto que he descrito en el primer capítulo. Sebulon tenía la misma mirada triste, pero su exterior denotaba un carácter más agriado y menos de fiar que el de su hermano. Yo estaba decidido a no perder el tiempo en balde, sino a decir en pocas palabras mi pensamiento.

En cuanto nos sentamos, inició Hariman la conversación en los siguientes términos:

—Como le he dicho, contamos con su inteligencia y con su buen juicio. ¿Quiere usted que hablemos de nuestro negocio?

—Sí —respondí—. Pero antes deseo que me digan si se van a dirigir al hombre del Oeste o al escritor.

—Por el momento a este último, aunque quizá luego al primero.

Well. Los dos están a la disposición de ustedes; pero cada uno de ellos un cuarto de hora a lo sumo. Mi tiempo está tasado.

Saqué el reloj, se lo enseñé y dije:

—Como ven ustedes, son las ocho en punto. Pueden hablar con el escritor hasta las ocho y cuarto y con el hombre del Oeste hasta la media. A esa hora terminará nuestra entrevista.

—Pero —objetó Sebulon— ¿no nos ha escrito usted que estaría durante dos horas a nuestra disposición?

—Así es. Pero yo había destinado hora y media de esas dos para el «amigo». Como ustedes sólo quieren hablar con el «escritor» y quizá con el «hombre del Oeste» y para nada se han ocupado del «amigo», queda reducida nuestra entrevista a media hora.

—Sin embargo, espero que llegaremos a ser amigos. En tal caso, ¿podríamos contar con las dos horas?

—Y hasta con más: Vamos, comiencen ustedes. Ya han pasado tres minutos del primer cuarto de hora.

—Tiene usted una manera muy especial de tratar los negocios —exclamó Sebulon ásperamente.

—Sólo en los casos en que los he rechazado y me han obligado a sacrificar de nuevo mi tiempo para volver sobre lo tratado. Así, pues, ya pueden empezar.

Entonces tomó la palabra Hariman:

—Se trata, como usted sabe, de su obra Wineetou, que queremos comprar a usted…

—¿Para imprimirla? —le interrumpí.

—¿Es que se compran los libros para…?

—Nada de equívocos. Respóndanme en pocas palabras. ¿Es el propósito de ustedes traducir e imprimir mi libro? ¿Sí o no?

Se miraron uno a otro, confusos. Ninguno de ellos me respondió. Yo proseguí:

—Como ustedes callan, voy a contestar por ustedes: lo que ustedes desean no es imprimir la obra, sino hacerla desaparecer, por respeto a su propio nombre y a la memoria de su difunto padre.

Los dos se pusieron en pie al mismo tiempo y me dirigieron una serie de frases y de preguntas, a las que puse término con un enérgico ademán, mientras decía:

—¡Basta, basta! Les ruego que se callen. Al escritor podrían tal vez engañarlo; pero al hombre del Oeste no. El apellido de ustedes es Santer. Ustedes son hijos de aquel Santer que, por desgracia, me obligó a contar de él tantas cosas poco agradables. Espero que lo que tenga que decir de ustedes será más favorable.

Al principio se quedaron como estatuas de piedra. Después se sentaron, primero el uno y luego el otro, como si les faltasen las fuerzas para seguir de pie. Con la vista en el suelo permanecieron silenciosos.

—¿Qué dicen ustedes? —pregunté.

Entonces se dirigió Hariman a Sebulon:

—Ya te lo había dicho yo y no quisiste creerme. No se puede tratar con él en ese sentido. ¿Quieres que hable?

El otro hizo un signo de asentimiento y Hariman, volviéndose hacia mí, dijo:

—¿Quiere usted vendernos la obra para hacerla desaparecer?

—No.

—¿A ningún precio?

—A ninguno, por alto que sea. Pero no por espíritu de venganza ni por obstinación, sino porque esa venta no les serviría para nada. Lo que yo he escrito no puede desaparecer. Aquí en los Estados Unidos hay miles de ejemplares de Wineetou y con arreglo a las leyes de este país, no tengo protección para mis obras. Todo el que quiera puede traducirlas e imprimirlas. Eso lo saben todos los editores, y cuando usted me hizo su oferta en Alemania me demostró que ustedes no lo son. Yo podría cogerles el dinero y reírme luego de ustedes. ¿Es que quieren ustedes que lo haga?

—¿Lo oyes? —dijo Hariman a su hermano—. Es un hombre honrado.

Sebulon se levantó y se plantó delante de mí. Sus ojos relampagueaban y le temblaban de excitación los labios.

—Mr. Burton —dijo—, enséñeme usted el reloj.

Hice lo que me pedía y él continuó:

—Aún quedan dos minutos. Ya ve usted que me atengo a los plazos que nos ha señalado. Voy a ser tan conciso como usted desea; pero las consecuencias de lo que ocurre caerán sobre usted y su conciencia, no sobre nosotros. Efectivamente, nuestro apellido es Santer y somos hijos del que usted conoció. ¿Quiere usted vendernos Wineetou?

—No.

—Bien. Hemos acabado con el escritor. El plazo termina en este mismo segundo. Nos quedan los quince minutos del hombre del Oeste. ¿Cuánto quiere usted por llevarnos al «Nugget-Tsil» y al «Agua oscura»?

—No pienso hacer tal cosa. No soy guía de nadie.

—¿Y si se le pagase bien?

—Tampoco. Ni necesito el dinero, ni hago nunca nada por dinero.

—¿Ni por las cantidades más elevadas?

—Tampoco.

Entonces preguntó Sebulon a su hermano:

—¿Se lo digo?

Hariman asintió y Sebulon prosiguió:

—Pues lo va usted a hacer, puede usted estar seguro de ello. ¿Conoce usted a los siux?

—Sí.

—¿Y a los apaches?

—¡Qué pregunta! Si usted ha leído en realidad mi obra, comprenderá que es completamente ociosa.

—Pues oiga lo que voy a decirle. Mi hermano y yo pondríamos la mano en el fuego para dar fe de que es cierto lo que va usted a oír. Los jefes de los apaches han invitado a una entrevista a los de los siux. El por qué y el para qué no lo sabemos; lo único que hemos oído es que se trata de una reunión pacífica. Sólo podrán asistir a ella los jefes. Ahora bien; los siux han decidido aprovechar la ocasión para unirse con todos los enemigos de los apaches y aniquilar a éstos. ¿Cree usted lo que le digo?

—Tendría usted que probarlo —dije fríamente.

—Voy a hacerlo: los enemigos de los apaches van a reunirse en un sitio determinado para trazar sus planes de guerra. Yo conozco ese sitio.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Y cómo ha llegado usted a saberlo?

—Eso no le interesa a usted; pero estoy dispuesto a decírselo, porque tengo la seguridad de que me lo agradecerá. Yo conozco a los siux y ellos me conocen. Nuestra profesión de tratantes en ganado nos ha puesto muchas veces en relación con ellos. Ahora nos han propuesto un negocio mayor y más lucrativo que ninguno de los que hemos hecho hasta ahora. Se trata de vendernos el botín que cojan a los apaches. ¿Comprende usted?

—Perfectamente.

—¿Se convence ahora de que estamos bien informados?

—También eso tiene usted que probármelo.

—Se va a entablar una lucha sangrienta, sin ejemplo. Sé que usted es amigo de los apaches. Yo los salvaré y le pondré a usted en situación de poder destruir los planes de sus enemigos. Llevaré a usted al lugar en que éstos se reúnen; renunciaré a toda la ganancia que esperábamos y me contentaré con que usted nos conduzca a los dos sitios que le he dicho. Ahora díganos si acepta; pero dígalo pronto y claramente, porque no tenemos tiempo que perder.

Había dicho todo esto con suma rapidez, para emplear el menor tiempo posible, con lo cual la expresión de sus palabras era doblemente angustiosa e impresionante. A pesar de esto, le pregunté, hablando lentamente y midiendo las palabras:

—¿De suerte que me llevará usted al lugar donde se reúnen los enemigos de los apaches? ¿Y hacia dónde está ese sitio?

—Cerca de Trinidad.

—¿Cuál Trinidad? Porque hay muchas localidades que llevan ese nombre.

—La del Colorado.

En aquella Trinidad vivía un antiguo conocido mío, llamado Max Pappermann, en otro tiempo hábil cazador de la sabana y actualmente propietario de un llamado hotel. Era de origen alemán y tenía la manía de creer que su nombre era el culpable de todas las desgracias que le ocurrían. Por un defecto de sus órganos vocales pronunciaba su nombre Maksch. A pesar de que esta circunstancia le apenaba profundamente, no se le ocurría hacer lo que hubiera hecho cualquier otro en su lugar, a saber, evitar en lo posible pronunciar su nombre; por el contrario, lo decía siempre que había ocasión. En una de sus correrías por el Oeste tuvo la desgracia de quemarse la mejilla izquierda, en una explosión de pólvora, que para siempre le dejó coloreada de azul aquella parte. Por estos dos motivos, se le conocía con el apodo de «Maksch el azul». Era soltero y yo tenía en él un compañero fiel y abnegado, con el que había pasado cortas temporadas. En una de ellas, Winnetou y yo le ayudamos a rechazar un ataque de los siux y él exageró aquel pequeño servicio de tal modo que nos había jurado eterna gratitud. Era uno de los hombres del Oeste a quien yo había cobrado verdadero afecto.

Para conocimiento del lector debo agregar que la Trinidad de que se hablaba es la capital del condado de Las Animas, en el Estado del Colorado; que constituye el punto de encuentro de muchos caminos y que hoy sigue siendo un importante centro ganadero. Esta última circunstancia era la causa de que los dos hermanos conocieran muy bien tanto la ciudad como sus alrededores.

Sebulon continuó sus preguntas:

—¿Ha estado usted alguna vez en Trinidad, Mr. Burton?

Yo respondí evasivamente:

—Tengo que recordar; porque he estado en tantos sitios, que muchos de ellos ni los conservo en la memoria. ¿De modo que en Trinidad van a reunirse todos los enemigos de los apaches?

—Sí, pero no en la misma Trinidad, sino en la montaña, a bastante distancia de ella.

—¿De veras? Ustedes me han tomado por un principiante al pensar que yo había de creer ni por un momento que los indios, cuyos planes deben permanecer tan en secreto, iban a elegir como punto de reunión una ciudad tan populosa. Esa idea que tienen ustedes de mí no me anima a ponerme de su lado. Lo único que quiero que me digan es la fecha de esa reunión.

—Nosotros nos vamos de aquí hoy mismo, porque tenemos que detenernos un día en Chicago y dos en Leavenworth. Usted puede ir más tarde. La reunión será de hoy en diez días. Nosotros le esperaremos a usted desde tres días antes en Trinidad.

—Concrete usted más el punto en que nos reuniremos. No parece sino que Trinidad es una población tan pequeña que nos han de encontrar ustedes en seguida, si es que vamos.

—Bien; pregunte usted por el hotel del viejo Pappermann, más comúnmente llamado «Maksch el azul». Allí nos alojaremos; ya le hemos avisado de ello. Pero han pasado ya once minutos y no nos quedan más que cuatro. Díganos pronto su resolución, antes que se nos pase el tiempo.

—No tengan ustedes cuidado. Cuando terminen los quince minutos, habremos ventilado nuestro asunto.

—Así lo esperarnos, pues, por otra parte, ahora tiene usted más interés en él que nosotros.

—¿Por qué?

—Porque sin nosotros no puede usted salvar a los apaches.

Había llegado el memento de descargar el golpe que había de aniquilar sus pretensiones. Me quedé mirando con expresión burlona a mi interlocutor y le dije:

—¿No se equivocará usted? ¿Es que usted cree que es tan difícil para mí ir a buscar al jefe Kiktahan Shonka en el «Púlpito del Diablo»?

El efecto fue inmediato y formidable. Hariman se levantó a su vez y exclamó asustado:

Heavens! ¿Cómo lo sabe usted? ¿Es usted omnisciente?

—Eso; ¿es usted omnisciente? —repitió Sebulon.

Estaban delante de mí en la actitud de dos chicos a quienes se hubiera sorprendido robando manzanas. Saqué mi reloj y les contesté:

—No hay ningún ser humanó que sea omnisciente; pero como en este momento ya no es el escritor, sino el hombre del Oeste el que habla con ustedes, claro es que ha de tener los ojos muy abiertos. Lo que ustedes tenían por secreto, me era conocido antes que me hablaran de ello. Por tanto, siguen ustedes un camino equivocado si creen que voy a pagar sus noticias diciéndoles dónde están el «Nugget-Tsil» y el «Agua oscura». Por el contrario, la situación es la siguiente: ustedes no tienen nada que ganar con los siux y sí con los apaches y yo soy el único que les puedo procurar esa ganancia.

Me puse en pie y continué:

—Dentro de una semana estarán ustedes en Trinidad, en el hotel que me han indicado, y desde aquel mismo día les pondré a prueba. Si la resisten ustedes podrán visitar el «Nugget-Tsil» y el «Agua oscura»; de lo contrario, no. Pueden ponerse del lado de los siux o del lado de los apaches, como gusten; pero las consecuencias de lo que ocurra no caerán sobre mí, como ustedes piensan, sino sobre ustedes… Bueno. También los otros quince minutos acaban de expirar en este preciso segundo, de manera que adiós, señores. Hasta que nos veamos en casa del viejo Pappermann en Trinidad.

Me metí el reloj en el bolsillo y me alejé sin volver siquiera una vez la cabeza. Tampoco ellos hicieron nada por retenerme. No dijeron palabra; estaban petrificados. Volví directamente a Clifton-House, donde nadie sospechó que había estado ausente toda la noche. Los que me vieran regresar a aquella hora pensarían que volvía de un paseo matinal.

Como «Corazoncito» no había salido de su cuarto desde que nos separamos, no se había desayunado todavía. Bajé con ella al comedor y nos sentamos a nuestra mesa. Los dos jefes se habían marchado ya y sus sitios estaban ocupados por otras personas. Conté a mi mujer punto por punto mi entrevista con los dos Enters, y obtuve la aprobación que, en todo caso, estaba seguro de obtener como correspondía a mi autoridad marital. La ventana junto a la cual estaba nuestra mesa daba, como ya he dicho, sobre el río, y desde ella se veía a las personas que atravesaban el puente. No había hecho más que acabar mi relación cuando vimos a los dos hermanos que venían en dirección al hotel. El mozo también los vio y nos dijo, señalando hacia ellos:

—Ahí están los vecinos, que han salido hoy muy temprano. Han recibido una carta. Nunca se los ve por aquí durante el día. Voy a ver si averiguo a qué obedece su vuelta a estas horas.

Nada podía ser más de nuestro agrado que aquella curiosidad. El mozo volvió al cabo de algunos minutos y nos dijo:

—Es que se van a Buffalo, y desde allí en el primer tren a Chicago. Lo mismo que los dos caballeros que salieron esta mañana. ¡Qué lástima que se hayan ido! Lo pagaban todo en pepitas de oro.

Al poco rato vimos a los hermanos Enters salir del hotel y pasar de nuevo por el puente. No llevaban más equipaje que sendos sacos de mano. Por mi parte no tenía ningún interés en averiguar qué habían hecho entretanto; por el momento, había terminado con ellos.

—¿Entonces también nos iremos pronto nosotros? —me preguntó mi mujer.

—Sí, mañana temprano —respondí.

—¿Hasta dónde llegaremos? —Si estuviese yo solo, iría de un tirón a Trinidad.

—¿Y crees que yo no puedo resistir ese viaje?

—Es demasiada fatiga, amor mío.

—Para mí, no. Ya sabes cuál es mi fuerza de voluntad. Espera, que voy a ver una cosa.

Fue a la oficina del hotel y volvió con una guía, que consultamos. Se trataba de no dejarnos ver ni en Chicago ni en Leavenworth, cosa que no era difícil, pues podíamos no pasar por Leavenworth, sino por Kansas City, que no está lejos. Desde allí hay un largo recorrido hasta Trinidad; pero, con la disposición de los ferrocarriles norteamericanos, que ofrecen toda clase de comodidades, no era cosa para asustarse.

—Vamos a hacer el viaje de un tirón —dijo «Corazoncito».-Voy yo misma por los billetes.

Cuando mi mujer habla en este tono decidido, su resolución es inquebrantable; así es que a la mañana siguiente estábamos los dos sentados en un departamento de un vagón Pullman que habíamos pedido por telégrafo, caminando a gran velocidad hacia el lejano Oeste en busca de los acontecimientos que allí nos aguardaban y que esperábamos no fueran peligrosos. En lugar de describir nuestro largo e interesante itinerario, diré únicamente que llegamos muy descansados a Trinidad, y allí nos hicimos llevar, con nuestros dos baúles, al hotel de Maksch el azul.

Ya había yo advertido a mi mujer que, desde el momento en que dejásemos el vagón del ferrocarril en Trinidad, tendríamos que renunciar por bastante tiempo a una parte considerable de las ventajas de la civilización. Los sucesos vinieron a confirmar plenamente mis previsiones.

Trinidad no tenía en modo alguno el aspecto primitivo que ofrecía en la época en que yo estuve allí por vez primera; pero aún dejaba mucho que desear. Cuando en la estación pregunté por el hotel de Mr. Pappermann, me dijo lacónicamente el empleado a quien me había dirigido:

—Ya no existe.

—¿Cómo? ¿Es que ha muerto Mr. Pappermann?

—No. Pero el hotel ya no es suyo. Se ha visto obligado a venderlo.

El hotel no merecía el nombre de tal: una posada alemana de pueblo tiene aspecto más atractivo. Pero ya íbamos con la idea de alojarnos en él y, por otra parte, yo no había estado nunca más que en aquél, por gozar de la compañía de mi antiguo compañero. Nos dieron dos habitaciones juntas, pequeñas y pobremente amuebladas; pero limpias, con ventanas que daban a lo que pomposamente llamaban jardín. Cuando nos asomamos para verlo nos encontramos con que era un terreno cuadrado, cerrado por cuatro tapias ruinosas, en el cual se veían los siguientes objetos: dos mesas viejas, cada una con tres sillas más viejas aún; un árbol casi sin hojas, y que no se sabía si era un tilo o un chopo; cuatro arbustos enteramente desconocidos para mí y que ni ellos mismos sabían lo que eran, y por último algunas docenas de matas de hierba, de las cuales se había pretendido en vano, durante muchos años, que formasen una masa de césped. A una de las mesas estaba sentado un hombre y a la otra, otro hombre, en tal disposición que los veíamos de perfil. El primero tenía un vaso de cerveza en la mano; pero no bebía, porque estaba vacío. El segundo tenía un cigarro en la boca: pero no fumaba, porque se le había apagado. Estaban de espaldas el uno al otro. Eran, como averiguamos después, los dos hosteleros, el antiguo y el nuevo. No parecían estar muy satisfechos, sino más bien arrepentidos, el uno de haber vendido el hotel y el otro de haberlo comprado; parecían pensar cómo podrían resarcirse del mal negocio hecho.

—Mira —me dijo «Corazoncito»—, el que está a la derecha debe de ser tu amigo Pappermann. Acaba de volverse y he visto que tiene azul la parte izquierda de la cara.

—Sí que lo es —respondí—. ¡Qué viejo y canoso está! Pero aún parece bastante fuerte. Le voy a dar una buena sorpresa. ¡Que no te vea!