La idea fija
Los jefes habían acertado en su hipótesis. No habíamos llevado las flores del Niágara, sino que las habíamos comprado allí mismo. «Corazoncito» se había reservado dos, una para ella y otra para mí.
Los dos indios, que habían hablado hasta entonces en apache, volvieron a dejar cuidadosamente las flores en su sitio y Athabaska, dirigiéndose a nosotros, nos dijo en inglés:
—¿Son ustedes los que han puesto aquí estas flores?
—Sí —respondí levantándome.
—¿Y a quién están destinadas?
—A Sa-go-ye-wat-ha.
—¿Por qué motivo?
—Porque le queríamos.
—Para querer, hace falta conocer.
—Es que lo conocimos y lo comprendimos.
—¿Lo comprendieron? ¿Lo conocieron? —preguntó Algongka, disminuyendo imperceptiblemente la abertura de los ojos para expresar duda—. Murió hace mucho tiempo. Hace casi ochenta años que murió.
—No ha muerto. Nosotros hemos oído su voz muchas veces, y el que tiene abiertos los oídos puede oírla hoy tan bien como se oyó en otro tiempo, cuando hablaba a la «Comunidad de los Lobos» de su tribu, que, por desgracia no le oyó.
—¿Qué es lo que hubiera debido oír?
—No la apariencia superficial de sus palabras, sino su profundo sentido, dictado por Mánitu.
—¡Uf! —replicó Athabaska—. ¿Qué sentido tenían sus palabras?
—Querían significar que ningún hombre, ningún pueblo, ni ninguna raza pueden permanecer eternamente en la infancia; que las praderas, las montañas, los valles y las tierras todas fueron creadas por Dios para sustento de hombres civilizados, no de aquellos que no saben pasar de la edad en que se discute y se pelea. Que el todopoderoso y misericordioso director del mundo concede tiempo y facilidad a todo ser humano, lo mismo que a todo pueblo para salir de esa infancia y, finalmente, que el que se queda parado en ella y no quiere adelantar, pierde el derecho a la existencia. El Gran Mánitu es bondadoso, pero al mismo tiempo es justo. Quería que también los indios fuesen buenos, especialmente para con sus propios hermanos rojos; pero como los indios no cesaban de destrozarse entre sí, les envió los rostros pálidos.
—Para que nos destruyeran más rápidamente —me interrumpió Algongka.
Los dos se quedaron mirándome y esperando con ansiedad mi respuesta a aquella exclamación de desagrado.
—No, sino para salvaros —repuse—. Sa-Go-Ye-Wat-Ha lo comprendió y deseaba que su pueblo y su raza lo comprendieran también; pero no se le quiso oír. Todavía hoy sería tiempo para esa salvación, si los indios, que se obstinan en ser niños, hicieran un esfuerzo para llegar a hombres.
—¿Para llegar a ser guerreros, quiere usted decir? —preguntó Algongka.
—De ningún modo. Precisamente los juegos de guerra y las luchas son el indicio más seguro de que la raza india ha permanecido en la infancia y tiene que ser sustituida por hombres que piensen en cosas más elevadas. No hay que ser guerreros, hay que ser personas. Esto mismo dijo miles de veces el gran jefe de los senecas, ante cuya tumba estamos. Que sea su voz y no la mía la que os hable hoy. Si así lo hacéis, no habrá muerto para vosotros, sino que vivirá aún y perdurará en vosotros su espíritu.
Los saludé para separarme de ellos, y en aquel punto, con gran sorpresa mía, tomó la palabra mi mujer, diciendo:
—Tengan ustedes estas flores. No son mías, sino de él. Las flores de la comprensión, de la bondad y del amor, que de sus labios salieron, dirigidas a su pueblo, se han marchitado exteriormente, pero su aroma subsiste. Miren cómo los rayos del sol se acercan lentamente para iluminar y dar calor al nombre que hay grabado en la piedra. ¿No oyen el murmullo de las hojas, que nos regalan con su sombra? Tampoco esta tumba está muerta. ¡Adiós!
Diciendo esto, dio una flor a cada uno de los indios.
—¡No se vayan; quédense! —suplicó Athabaska.
—¡Sí; quédense! —repitió Algongka—. El que lo ama, tiene derecho a estar aquí.
—Ahora no —repliqué—. Yo soy su amigo; pero vosotros sois sus hermanos. Este sitio os pertenece. Ya vendremos en otra ocasión.
Nos alejamos sin mirar hacia atrás, y cuando ya estábamos a distancia de no ser oídos, me preguntó «Corazoncito»:
—¿Habremos hecho bien?
—Sin duda.
—Pues yo creo que no. Sin caber quiénes son, tú les has pronunciado un largo discurso, y yo les he dado flores. ¿Me habré conducido correctamente?
—Probablemente, no. Pero no te avergüences de ello. Hay momentos en que estas incorrecciones son lo mejor que se puede hacer, y estoy firmemente convencido de que acabamos de pasar por uno de esos instantes. A gente de otra clase no les hubiera soltado un discurso, como tú lo llamas; pero creo conocer a los indios, y por otra parte las circunstancias no sólo me autorizaban, sino que me obligaban a decir cosas que en otra situación quizá me habría callado. Pero además, el resultado nos dice que hemos procedido bien. Fíjate bien; nos han invitado a quedarnos junto a la tumba, junto a ellos, junto a los jefes. Esa es una gran distinción. Así, pues, nos hemos conducido correctamente, con arreglo a sus ideas, y no hemos cometido falta alguna.
A nuestra vuelta al hotel se demostró que no me había equivocado. Regresamos ya de noche, porque hicimos el viaje en el vapor y no en el tren, y apenas se enteró el mozo de que habíamos llegado, se presentó en nuestra habitación y nos saludó con una reverencia mayor, si cabe, que las que nos había prodigado hasta entonces.
—Perdónenme que los moleste-dijo, —pero se trata de un acontecimiento verdaderamente extraordinario.
—¿Qué es ello? —pregunté yo.
—Mr. Athabaska y Mr. Algongka no cenan hoy en el comedor, sino en sus habitaciones.
Dicho esto se nos quedó mirando, como si en lo que acababa de exponer hubiera algo capaz de conmover al mundo.
—¡Ah! ¿Sí? —repliqué yo—. ¿Y qué interés tiene eso para nosotros?
—Lo tiene muy grande, porque he sido honrado con el encargo de invitar a cenar con esos señores a Mrs. y Mr. Burton.
Sí que era cosa inesperada, pero, naturalmente, yo hice como que no me sorprendía en lo más mínimo y pregunté en tono indiferente:
—¿A qué hora?
—A las nueve. Los dos caballeros se tomarán la libertad de venir a buscar a ustedes en persona y yo tengo que ir a decirles si aceptan o no.
—Eso es Mrs. Burton y no yo la que tiene que decidirlo.
El mozo dirigió una mirada interrogadora a mi esposa, que contestó:
—Aceptamos la invitación y seremos puntuales.
—Gracias. Se lo diré al momento. Los dos caballeros suplican a ustedes que los consideren como amigos que no tienen exigencias de etiqueta en cuanto al traje.
Esta última observación me agradó, no por nosotros, sino porque así los dos jefes no tendrían que tomarse por nosotros una molestia innecesaria. A las nueve en punto se presentaron en nuestras habitaciones, conducta que hablaba más claramente qué habrían podido hacerlo las palabras. Habían venido por el pasillo interior; pero nos rogaron que pasáramos por la galería a su aposento, que también daba a ella. Cuando salimos al balcón corrido, brillaba la luna con luz aún más clara que la noche anterior. Las cataratas parecían cosa de un cuento de hadas, y el rumor de las aguas semejaba la voz de una ley eterna que subiera hasta nosotros y a la cual nadie podía desobedecer. Los dos jefes, después de ligera vacilación, se detuvieron, y Athabaska dijo:
—No son sólo los blancos, sino también los rojos los que saben que todo lo que nos ofrece el mundo externo es una imagen o representación. Tenemos delante de nosotros una de las más importantes imágenes que Mánitu nos pone ante la vista. Contemplémosla.
Se acercó con Algongka a la balaustrada de la galería y yo los seguí. «Corazoncito» se había cogido de mi brazo, y con una presión de la mano me había hecho una seña, comprendida por mí al momento. Al instante, ella y yo nos dimos cuenta de lo que se proponía el jefe indio: quería examinarnos, aunque sólo fuera con una sola pregunta, y el resultado del examen decidiría si había de tratarnos o no como a gente vulgar, porque lo que yo había dicho junto a la tumba del gran orador de los senecas podía haberlo leído o tornado de cualquier parte, aplicándolo después al grande hombre que yacía allí. Esto es lo que quiso decir mi mujer con su seña; y al responderle yo del mismo modo, le di a entender que la había comprendido y que estaba preparado para sufrir el examen.
Durante unos minutos permanecimos todos mudos junto a la balaustrada. Después, Algongka levantó un brazo y señalando a las ondas que se precipitaban unas sobre otras dijo:
—Eso es una imagen del hombre rojo. ¿Podrá un blanco comprenderla?
—¿Por qué no? —repliqué.
—Porque no se refiere a su destino, sino al destino de quien es extranjero para él.
—¿Y cree usted que los blancos conocemos únicamente las cosas que tienen relación con nosotros?
—Bien. ¿Podría usted descifrarme ese enigma?
—¿Enigma? Usted me ha hablado de una imagen o representación, y en este caso se trata de explicar, no de descifrar.
—Pues le ruego que nos lo explique.
—De buena gana. Aquí vemos la corriente impetuosa del río; pero no vemos el gran lago de donde procede, ni tampoco alcanzamos a ver el otro lago adonde va a parar. Los dos están ocultos a nuestra vista.
—Perfectamente. Pero ahora se trata de explicar esa imagen —dijo Athabaska solemnemente.
—Los tiempos presentes ven sólo la tremenda y conmovedora decadencia de la raza india. El fragor de estas aguas representa el conjunto de los lamentos de muerte de los que han caído y de los que aún van a caer. ¿Dónde hemos de ir a buscar el pueblo grande, poderoso, dominador, cuyos hijos perecen y van a seguir pereciendo de esta suerte? ¿En qué tierra y en qué tiempo existió este pueblo? No lo sabemos, no podemos verlo. Únicamente vemos una corriente tumultuosa, como la de ahí abajo, que se deshace en centenares y centenares de pueblos, razas, hogares, grupos y bandos, los cuales a veces no cuentan más de cien personas, y son arrastrados por la pendiente hasta que desaparecen. Y al mismo tiempo oímos los innumerables idiomas y dialectos, cada vez hablados por menos gente, en que se deshace el caudaloso río al caer en el abismo; de suerte que el que pretende estudiarlos y se aventura temerario en semejante torbellino, corre peligro de despeñarse lo mismo que el objeto de su investigación. ¿Y dónde está el pueblo aún más grande, más poderoso, más dominador, al que van a parar las deshechas ondas de este Niágara lingüístico y etnográfico, para unirse después en un todo y volver al reposo y al orden benditos, al comienzo de una nueva y más favorable evolución? ¿En qué tierra y en qué tiempo se encontrará este pueblo? No lo sabemos, no podemos verlo. De estas aguas que se precipitan furiosas a lo profundo y que constituyen para nosotros una imagen, sólo sabemos que van del lago Erie al lago Ontario. De igual modo, sólo sabemos de la raza roja que procede del tiempo y del territorio de los hombres fuertes y corre hacia el tiempo y la tierra de los hombres nobles, para encontrar, en nuevas orillas, su resurgimiento. Esto es, señores, la explicación que tiene la alegoría que se desarrolla ante nuestra vista.
Los dos indios permanecieron silenciosos, hasta que el mozo apareció a la puerta de su habitación que daba a la galería y entonces Athabaska ofreció el brazo a mi mujer y se dirigió hacia el aposento, sin decir palabra. Algongka y yo los seguimos guardando igual silencio.
Los dos jefes, como nosotros, tenían varias habitaciones. En la mayor de ellas estaba servida la mesa. Debo decir, en elogio de los indios, que no se veía por ningún lado demostración alguna de que pretendiesen deslumbrarnos ni hacer alarde de su riqueza. En la mesa se sirvieron los mismos platos que constituían la comida de todos los huéspedes. En el sitio reservado para nosotros había vino y en el de ellos sólo agua. Al verlo, mi mujer dijo que nosotros bebíamos agua únicamente y a una señal, el mozo retiró las botellas. Cada uno de los indios tenía ante sí, en un pequeño florero, la flor que les había regalado mi mujer. En mi sitio y en el de mi mujer había una rosa única, de delicada y rara belleza. De esto no dijimos una sola palabra.
Sólo conversamos entre plato y plato, pero no mientras comíamos. Los indios no hablaron nada de sí mismos ni nos preguntaron nada que se refiriese a nosotros. El único objeto de nuestra conversación fue el pasado y el porvenir de los indios; y he de confesar que fue mucho lo que aprendí de aquellos dos hombres, a pesar del poco tiempo que estuvimos juntos y de lo lacónico de su forma de expresión. No decían palabra que no tuviera una importancia especial, y una frase suya llevaba en sí el fruto de toda una vida de experiencia. Aquellos dos jefes parecían gigantes que arrancasen enormes y centenarios trozos de roca de las montañas del pensamiento para dejarlos rodar sobre la llanura, con objeto de que los hombres que la habitaban los trabajasen con sus herramientas más delicadas. Fue aquella una velada hermosa y seria que fortificó nuestras ideas, nuestro sentimiento, nuestro conocimiento y nuestra voluntad, y que no habíamos de olvidar mientras viviéramos.
Sería media noche cuando nos separamos. Después de comer nos habíamos sentado en la galería para gozar del inefable espectáculo de las cataratas. Sólo al despedirnos supimos que Athabaska y Algongka iban a marcharse a la mañana siguiente y nos habían dedicado su última noche. Todo aquello lo había logrado «Corazoncito» con sus flores.
Los indios no sospechaban que fuéramos alemanes, y mucho menos que nosotros íbamos al mismo sitio que ellos. No nos pidieron nuestras señas futuras, ni nos dijeron si deseaban o no volver a encontrarse con nosotros. Cuando les di las manos, las retuvieron largo rato entre las suyas. Después Athabaska se acercó a mi mujer y, sin rozar para nada su cuerpo, le cogió la cabeza entre las manos y le besó el cabello.
—Athabaska la bendice a usted —dijo.
Algongka hizo exactamente lo mismo.
Se veía que aquellas palabras les salían del corazón, como confirmó también la celeridad con que ambos se retiraron a sus habitaciones.
Habíamos dejado abierta la puerta nuestra que daba a la galería.
Cuando nos dirigíamos a ella, al pasar por delante del cuarto de los hermanos Enters, que tenía abiertas las persianas, observamos que por ellas se escapaba no sólo la luz de interior, sino también el sonido de dos voces agitadas. Los dos hermanos se paseaban hablando violentamente. En lugar de seguir adelante, nos detuvimos junto a la puerta y oímos que Hariman decía:
—Repito que no grites tanto, porque no estamos solos en el hotel.
—¡El diablo cargue con este hotel, en que nadie nos hace caso! Nosotros pagamos el cuarto y tenemos derecho a gritar en él cuanto queramos. Además, el viejo no puede oírnos, porque se ha marchado he visto su nombre tachado en el libro. ¡Y ese May sin venir! ¿Cuánto tiempo tendremos aún que esperarlo? Precisamente en el momento en que tanto urge nuestra presencia en el «Púlpito del Diablo». Si llegamos no más que con medio día de retraso, perderemos una cantidad que aún no sabemos a cuánto puede ascender.
Hariman replicó:
—Eso no me da cuidado. Pero, por otra parte, ¿vamos a irnos sin esperar la llegada del matrimonio alemán, que tanto nos interesa?
—¿Y por qué no? Siquiera uno de nosotros debería ir a retener a Kiktahan Shonka (en dialecto siux «Perro vigilante») hasta que el otro llegase. Pero no es esto lo que me irrita, sino tu pretendida honradez, que encaja tan mal en nuestras circunstancias y que no puedo comprender. Necesitamos saber dónde están el «Nugget-Tsil» y el «Agua oscura», que mejor llamaría «negra», y ese alemán es el único que nos lo puede decir; pero ese no es motivo para que nos empeñemos en que nos lo diga por afecto, como tú deseas.
—¿Quién ha hablado de afecto? Yo lo único que he pedido ha sido honradez, no afecto.
—¡Bah! ¡Honradez con el asesino de nuestro padre!
—Eso no. Nuestro padre fue el culpable de su propia muerte y de lo que luego le ha ocurrido a toda la familia. Nosotros dos somos los únicos que quedamos, y si no procedemos con lealtad, también moriremos sin tardar. Yo aún tengo esperanzas de salvación; pero sólo la lograremos si conseguimos el perdón de lo pasado. El alemán es el único que puede otorgárnoslo; los demás han muerto. ¿No piensas tú lo mismo?
Sebulon no respondió. Hubo una breve pausa y luego se oyó como un sollozo contenido. ¿De cuál de los dos seria? Por fin habló Sebulon, diciendo en tono más quejumbroso que colérico:
—¡Es terrible esta inquietud que nos devora, que se agita dentro de nosotros y que cada vez nos empuja más y más! ¡Quisiera haber muerto ya!
—¡Y yo, y yo también!
Tras otra pausa, oímos la voz de Sebulon:
—¡No hago más que pensar día y noche! ¡Si pudiéramos recobrar el tesoro que se hundió en el agua con nuestro padre! Además ¡cuánto nos daría Kiktahan Shonka si pusiéramos a ese alemán al alcance de su cuchillo! ¡Cuántos sacos de pepitas! ¡Toda una bonanza, un placer entero!
—¡Por Dios! Ni siquiera pienses en ello —exclamó Hariman asustado.
—No puedo. Esta idea me obsesiona, cada vez con mayor violencia. ¿Qué he de hacer contra ella, con la escasa fuerza que me queda? ¡Ahora…! ¡Ahora se apodera de mí repentinamente una angustia tan grande…! ¿Qué es esto? ¿Habrá alguien escuchando a nuestra puerta lo que decimos?
Al oír esto, cogí a mi mujer por el brazo y la arrastré rápidamente a mi aposento. Ni siquiera cerramos la puerta que, como he dicho, había quedado abierta, sino que a oda prisa nos metimos en el tocador, donde nos quedamos inmóviles, escuchando. ¡Qué suerte, haber dejado la puerta abierta!
Los hermanos salieron de su habitación y se detuvieron delante de la nuestra.
—No hay nadie —dijo Hariman—. Te has equivocado.
—Es posible —respondió el otro—. En realidad, no he oído nada. Pero ¿estaba abierta esta puerta cuando hemos subido?
—Sí. El viejo se ha ido y la habrán dejado abierta, para que se ventile la habitación.
—Voy a entrar para ver si hay alguien.
—¡Qué bobada! Si hubiese habido alguien escuchándonos, habría cerrado la puerta al entrar.
—Quizá tengas razón.
A pesar de todo, dio algunos pasos dentro del cuarto y al hacerlo derribó una silla.
—¡No hagas ruido! —le reconvino Hariman.
Sebulon retrocedió y los dos se alejaron, después que Hariman cerró tras de sí las persianas. Nosotros entramos en el cuarto de mi mujer, donde pudimos encender luz sin ser vistos por los Enters, porque daba a la otra fachada.
«Corazoncito» estaba emocionadísima.
—¡Vamos, qué pensar en entregarte al cuchillo de ese indio! —dijo—. ¿Quién es ese Kiktahan Shonka de que hablaban?
—Probablemente un jefe de los siux. No lo conozco, ni he oído hablar de él. ¿Estás preocupada, amor mío? No hay el menor motivo para ello.
—¿De modo que quieren matarte y dices que no tengo motivo para preocuparme?
—Como ya estoy advertido, no ocurrirá nada. Por otra parte, no se trata de una cosa decidida, sino de una idea con que lucha ese pobre diablo. Además, aunque estuviese resuelto a hacerlo, no intentaría nada contra mí antes de encontrar el lago en que fue ahogado Santer. Hasta entonces está mi vida completamente segura. No se trata de una cosa tan terrible como parece.
—¿Y lo del «Púlpito del diablo»? ¡Qué nombre tan horrible!
—Por el contrario, lo encuentro altamente romántico. En este país se repite tanto el nombre de «Púlpito del Diablo» como en el nuestro los de «Breitenbach», «Ebersbach» o «Langenberg». Mañana por la mañana preguntaré en Prospect-House dónde está el «Púlpito del Diablo» a que se referían.
—¿Qué casa es ésa?
—Un hotel, adonde voy a ir a dormir esta noche.
—¿Y por qué te vas a otro hotel? —preguntó mi mujer con asombro—. Me dejas sorprendida.
—Pues yo no lo estoy, y lo que importa en un matrimonio feliz es que el marido no se deje sorprender por nada. No creo que sea necesario exponerte los motivos de mi resolución, porque sería muy largo. Ahora voy a Prospect-House, donde comeré algo, pediré un cuarto y pondré dos letras a Mr. Hariman F. Enters, diciéndole que he llegado a Niágara-Falls y he visto en el libro de viajeros de Clifton-House que está alojado en este hotel; que, por motivos especiales, he ido a parar a Prospect-House, donde los espero a él y a su hermano de ocho a diez, y que no puedo prolongar mi espera porque tengo que ir a recibir a mi mujer que aún no ha llegado. ¿Te parece bien?
—A la fuerza tiene que parecerme —dijo ella riendo—. Claro está que no vas a entretenerte ahora en referirme uno por uno los motivos de tu proceder. En cuanto a mi aquiescencia, de sobra sabes que la tienes. Pero ¿será posible hacer lo que dices a estas horas de la noche?
—Aquí es posible todo.
—¿Y sin equipaje? ¿Quieres que por lo menos te prepare un porta-mantas? Vas a hacer el efecto de un pobretón, presentándote en el hotel con las manos vacías.
—Chocará un poco y nada más. Tengo que encargarte una cosa: que no te dejes ver por ningún lado con ningún pretexto.
—No hacía falta que me lo dijeras. ¿Quieres que te acompañe un poco? Aunque sólo sea hasta la puerta.
—No. Nos separaremos aquí. No conviene que te vean.
Al atravesar el vestíbulo para salir, vi que aún había gente, pero nadie hizo caso de mí. Salí del hotel, pasé el puente para ir al otro lado de la población, y un cuarto de hora después estaba en una habitación de Prospect-House. Escribí la carta a Enters, cené y me dormí, satisfecho de lo que había hecho durante el día. Naturalmente, me inscribí también en el libro del hotel con el nombre de Burton.