Capítulo 4

Dos caballeros indios

Estábamos ya en las cataratas del Niágara, instalados en Clifton-House, no lejos del extremo canadiense del puente colgante. Desde el hotel, se puede gozar del grandioso espectáculo que constituye la caída de aquellas enormes masas de agua. Las mejores habitaciones están en el primer piso y tienen vistas a las cataratas. Todas ellas dan a una larga galería cubierta, de unos ocho pasos de ancha, desde la cual se contemplan admirablemente las dos cascadas, la recta y la de forma de herradura, en la más impresionante perspectiva.

Si aquel hotel estuviera en Alemania, una galería común para todos los huéspedes de una serie de habitaciones parecería un mal arreglo y se la dividiría al momento en porciones destinadas cada una a un cuarto. Allí no hace falta tal separación, porque cada huésped se encierra en un recinto que, aunque invisible, es tan alto y fuerte que no hacen falta tabiques para defenderlo contra las intromisiones y las indiscreciones. A pesar de esto, me alegré de encontrar libres en aquel piso las habitaciones de la esquina más próxima a las cataratas, para no tener más que un vecino, en lugar de dos. Pero aquel vecino eran dos y se llamaban… Hariman F. Enters y Sebulon L. Enters.

Ya había sospechado yo que los dos hermanos nos esperarían en el hotel; pero ¿quién había de pensar que nuestros cuartos iban a estar contiguos? Esta circunstancia no me desagradó, sin embargo.

Todo huésped que llega al Hotel Clifton tiene que ir a inscribirse en el registro de la oficina que hay en el vestíbulo. Esta es la única formalidad que se exige de él. Yo puse en el libro «Mr. Burton y señora». Lo hice así porque estaba obligado a guardar secreto sobre el motivo de mi viaje, de manera que tuve que renunciar a mi nombre verdadero, tan conocido en aquel país.

Teníamos tres habitaciones que, como ya he dicho, formaban la esquina de aquel piso. La de mi mujer daba a la catarata de herradura y era mayor que la mía; pero no tenía salida a la gran galería. La mía daba a la catarata de los Estados Unidos y salía a la galería, donde podía acomodarme como me pareciera. Entre las dos estaba el cuarto de aseo y guardarropa, dispuesto de ese modo tan práctico que se acostumbra en América. Cuando nos enseñaron las habitaciones, pregunté al mozo quién ocuparía el cuarto inmediato a los nuestros.

—Dos hermanos —me contestó—. Son yanquis y se llaman Enters. Pero aquí no hacen más que dormir, pues comen fuera. Se van por la mañana y no vuelven hasta que ha terminado la cena.

Al decir esto puso una cara tan especial que no pude menos de preguntarle:

—¿Y por qué hacen eso?

Se encogió de hombros y dijo:

—Este hotel es de primer orden, y el que no pertenece a la buena sociedad y pretende alternar con los demás huéspedes se ve pronto rechazado y aislado de tal manera que no insiste en la prueba; y aunque siga durmiendo en el hotel, va a comer a otra parte.

Esto era hablar con franqueza. Por lo menos el sesenta por ciento de los camareros que hay en América son alemanes o austriacos. Aquel era canadiense y por eso empleaba tono tan desdeñoso. Como al contestarme me mirase de un iodo interrogador, calculando tal vez a qué clase social o categoría pertenecería yo, le dije que yo era de los que daban las propinas en dos veces: la mitad al llegar, para que se viese que me gustaba estar bien servido y la otra mitad al marcharme, si me habían servido bien; Y si no, suprimía esta otra mitad. Al decirle esto, le puse en la mano la mitad primera. Él miró el billete que le di con la mayor tranquilidad para ver de cuánto era y después nos hizo una reverencia tan respetuosa que no habría podido hacerla un alemán o un austriaco, y dijo:

—Estoy a sus órdenes. Voy a avisar a la camarera. Si esos Enters son incómodos para ustedes, Mr. Burton, los mandaremos en seguida a otra parte.

—De ninguna manera; no nos molestan lo más mínima.

Se inclinó de nuevo, tan profundamente como la primera vez y se retiró, irradiando respeto y sumisión. Cuando, al poco rato, se nos presentó la camarera, comprendimos que el mozo la había puesto al corriente de la división de la propina y seguimos con ella idéntico procedimiento, que produjo el mismo favorable efecto. Claro es que no hicimos aquello para darnos tono de gente adinerada, ni tampoco lo refiero aquí con ese propósito. Ya he dicho que no soy rico, sino que vivo del producto de mi trabajo. Pero las consecuencias de este sistema de demostrar a los servidores, antes que sea demasiado tarde, que se tiene previsión y se sabe manifestar agradecimiento, pudieron apreciarse pronto, y por ellas se comprenderá por qué procedí de tal suerte.

Habíamos llegado por la tarde, y el mismo día hicimos las dos excursiones que hace invariablemente todo turista que visita el Niágara; una en tren y otra en vapor. La vía del tren desciende siguiendo la orilla canadiense y vuelve a subir por la orilla de los Estados Unidos. A gran profundidad ruge y hierve la corriente; las rocas de la orilla caen a pico sobre el agua, y los carriles van en algunos sitios a dos metros todo lo más del borde del abismo. Se hace el recorrido a gran velocidad, y como no se ve más que el hondo curso del agua y la orilla opuesta, se tiene la impresión, durante todo el viaje, de que se va por el aire, para caer, en salto gigantesco, sobre el río. El paseo por éste se hace en el conocido y simpático vapor «Maid of the Mist» (Doncella de la niebla), que se aproxima valientemente hasta muy cerca de la catarata y desembarca a los turistas que luego quieren vanagloriarse de haber estado «detrás del agua».

Cenamos aquella noche a los acordes de un doble cuarteto de cuerda, en el gran comedor del hotel, situado en la planta baja, y nos retiramos luego a nuestras habitaciones, o por mejor decir, nos instalamos en la galería, solitaria a la sazón, desde la cual pudimos extasiarnos en la contemplación de las cataratas, bañadas en la misteriosa luz de la luna. A eso de las once, vino apresuradamente la camarera a decirnos que los Enters habían llegado.

—¿Dónde están? —preguntó mi mujer.

—Abajo en la oficina. Todas las noches, cuando vuelven, miran el libro de viajeros y luego suben a su habitación.

¿Y para qué hacen eso?

—Para ver si ha llegado un matrimonio alemán, un tal Mr. May con su esposa. Al principio preguntaban; pero ahora prefieren mirar en el libro, porque comprenden que aquí no se los hospeda a gusto. Yo misma ni siquiera les hablo.

Se retiró, y entramos en nuestras habitaciones para no ser vistos. Aquel aviso fue el primer fruto de la propina previa. Para que se comprenda lo útil que nos fue, voy a describir la puerta que separaba mi cuarto de la galería. Todas las puertas de los aposentos que dan a ella son iguales, y tienen cristales y persianas de madera, para que los huéspedes tengan el aire y la luz que deseen, sin que se los vea desde la galería. De este modo se puede ver y oír desde dentro a los que están fuera, sin ser visto ni oído por ellos. Nos quedamos a oscuras en mi cuarto, entreabrimos la persiana y esperamos, en la seguridad de que los hermanos no se quedarían en el cuarto, sin salir antes a la galería.

Así ocurrió; al cabo de un rato salieron y se pusieron a pasear hablando. A la, luz de la luna, reconocimos en seguida al que había ido a visitarnos. No tardaron en sentarse a una mesa, que había instalado yo para escribir delante de mi habitación. No perdimos palabra de lo que decían; pero su conversación versó al principio sobre asuntos que no nos interesaban. Luego hubo una pausa, que cortó el que no conocíamos, o sea Sebulon, diciendo:

—¡Qué fastidio tener que esperar aquí tanto tiempo! Todavía pueden tardar unas semanas en venir.

—No lo creo —replicó Hariman—. Vendrán aquí antes de ir a ver a ningún editor. Yo los espero de un momento a otro.

—¿Y sigues aferrado a tu plan?

—Sí. Hay que ser honrado. Verdad es que ese hombre no me ha tratado muy bien; pero por caminos que no sean honrados no lograremos nada con él; esa es la impresión que me ha producido. En cuanto a su mujer, casi puedo decir que le he cobrado afecto. Me haría daño no proceder con ella rectamente.

—¡Bah! ¿Qué es eso de rectamente? Con quien hay que proceder rectamente es con uno mismo, antes que con nadie. Y si queremos hacer un negocio que bien comenzado…

—¡Calla! —le interrumpió el otro.

—¿Por qué?

—Porque el viejo podría oírnos. Al decir esto, señalaba a mi cuarto.

—¿El viejo? —dijo Sebulon. Ya sabes que siempre se queda en el salón de lectura hasta las doce en Pinto de la noche y luego lee en su habitación hasta la una. No hay luz en el cuarto, de modo que aún debe de estar abajo.

—No importa. Además, estoy cansado y deseo acostarme. Mañana temprano iremos a Toronto y pasado mañana volveremos. Tenemos que estar descansados. Vamos.

Se levantaron y entraron en su habitación. No era mucho lo que habíamos averiguado; pero por lo menos sabíamos que Hariman F. Enters quería proceder honradamente con nosotros y habíamos adquirido el convencimiento de que a su hermano, Sebulon L. Enters, era menester tratarlo con cuidado.

Cuando bajamos para el desayuno a la mañana siguiente, nos dijo el mozo que nuestros dos vecinos habían salido temprano del hotel, dejando encargado que, si llegaban los señores de May les dijeran que los hermanos Enters habían ido a Toronto y volverían al día siguiente por la noche. Después hizo un gesto de desprecio y prosiguió:

—Esos Enters son unos rowdies. Casi se ha hecho imposible su estancia aquí. Ese matrimonio May de Alemania, que viene en su busca, no debe de ser gente que convenga al hotel. No les daremos alojamiento.

¡Qué bien habíamos hecho en dar un nombre supuesto! La advertencia del mozo nos obligaba también a proceder con prudencia, aunque un rowdie es un personaje ordinario, pero no necesariamente un malvado.

El desayuno era copioso: café, té, chocolate, huevos y carne, uvas, piña, melón y otras frutas, a discreción. Nos servía a la mesa nuestro mozo, que lo había solicitado así de la dirección, con satisfacción por nuestra parte.

En Clifton-House se come en mesas individuales. La comida se suele hacer en una larga terraza que da al comedor, con espléndida vista sobre las cataratas, pero que es relativamente estrecha, hasta el punto de que sólo caben dos filas de mesas. Preguntamos al mozo si podíamos elegir una de ellas, pensando ya en una cuya situación nos agradaba, y nos dijo:

—No es costumbre; pero Mrs. y Mr. Burton pueden hacerlo. Yo cuidaré de ellos. La mesa mejor situada no es, sin embargo, la que han elegido ustedes, sino aquella del extremo, porque en ella no se le puede a uno ver, oír ni molestar más que por una parte; pero está reservada para dos caballeros, a quienes no se les ha podido negar este deseo.

Y después, bajando la voz, añadió:

—¡Todo lo pagan en pepitas de oro! Tienen una bolsa grande llena de ellas, que han entregado para que se les guarde.

A muchos de los huéspedes, que se dirigieron a aquella mesa, se les advirtió que estaba reservada, hasta que, por fin, cuando estábamos terminando el desayuno, llegaron dos hombres que en seguida atrajeron la atención general. Eran aproximadamente de la misma edad y pertenecían a la raza india, como podía verse desde el primer momento: altos, de anchos hombros y facciones acentuadas; pero de tipo noble. Se dirigieron con reposada y digna actitud, sin mirar a ninguno de los presentes, a la mesa reservada, y se sentaron a ella. Iban vestidos a la europea y llevaban el pelo cortado en la forma corriente; pero se podría apostar sin temor a que en la sabana; a caballo y entre los colosos de las Montañas Rocosas tendrían un aspecto aún más señor que allí. Aunque su cara estaba tostada por el sol, se podía observar en ella ese no sé qué especial que sólo se encuentra en las personas que han pensando mucho y han dirigido sus pensamientos por rumbos elevados: Suele decirse que esas personas tienen cara o facciones espirituales, y la impresión de esta espiritualidad es más intensa, más profunda y más duradera cuando se transparenta en la mirada la melancolía de los años que se van, de los días que mueren o de los pueblos que se extinguen. En los dos indios se manifestaba esta muda e impresionante elegía de los ojos, imposible de describir.

—Esos son los caballeros —dijo el mozo—. Gente distinguida, aunque sean indios; muy distinguida.

—¿De dónde vienen? —pregunté.

—No lo sé exactamente. El uno de muy lejos; el otro de más cerca. Han venido remontando el río por Quebec y Montreal.

—¿Cómo se llaman?

—Mr. Athabaska y Mr. Algongka. Bonitos nombres, ¿verdad? Suenan a música. Pero para música, la de sus pepitas de oro.

Tal era el criterio con que juzgaba a los huéspedes y no se recataba de exponerlo en nuestra presencia. Nos dijo que aquellos dos «caballeros» ocupaban los aposentos más hermosos y caros del hotel, en la serie de los que él servía, es decir en la de los nuestros; y luego se alejó reclamado por su trabajo.

«Mr. Athabaska y Mr. Algongka» comieron lenta y moderadamente, de modo tan distinguido que denotaba lo acostumbrados que estaban a frecuentar hoteles del fuste de Clifton-House. Daba gusto ver sus ademanes. Nosotros los mirábamos, naturalmente, del modo más disimulado posible. Mi mujer admiraba, sobre todo, la dignidad que revestía el menor movimiento de aquellos dos hombres tan interesantes y la modestia de su exterior. No llevaban sortijas, cadenas, ni alhaja alguna que demostrase su riqueza, ni siquiera su posición desahogada. Esto era muy del gusto de mi cónyuge, a quien tengo casi que obligar a comprarse los sombreros y los trajes. Pero lo que más me llamó la atención fue el hecho de que, contradiciendo la clásica taciturnidad de los indios, aquellos dos hablaban muy animadamente y tomaban frecuentes notas en unos cuadernos, a los que debían de dar importancia muy grande, a juzgar por el cariño y el cuidado con que los trataban, como si fuesen el objeto más preciado de sus bienes. Hacían las apuntaciones con una rapidez y una seguridad, que demostraban lo acostumbrados que estaban a escribir. Se veía a las claras que aquellos hombres no sólo sabían manejar el tomahawk y el cuchillo de caza, sino también la pluma y el lápiz, y que les eran familiares las ocupaciones intelectuales.

En Clifton-House se da propina después de cada comida. Cuando se la dimos, terminado el desayuno, a nuestro mozo, éste, que no había dejado de notar el interés que nos inspiraban los indios, nos preguntó:

—¿Desean los señores tener la mesa inmediata a la de esos dos caballeros?

—Sí —respondió al momento «Corazoncito».

—¿Para todas las comidas?

—Para todas.

Well! Yo cuidaré de ello.

Cuando fuimos a sentarnos a la mesa, para la comida del mediodía, se encontraban ya los dos indios en su sitio. Todas las mesas estaban ocupadas, menos la deseada por nosotros. El mozo, que esperaba junto a ella, nos dijo que la dirección del hotel nos rogaba que, en lo sucesivo, ocupásemos siempre aquella. Nos encontramos, pues, al lado de los dos indios, cuyas palabras podíamos oír perfectamente. Tenían en la mesa sus cuadernos y entre plato y plato tomaban sus notas; a veces hasta interrumpían la comida para escribir. Júzguese de mi sorpresa cuando vi que hablaban en la lengua de mi inolvidable Winnetou, y les oí decir que su propósito era establecer y demostrar la relación entre todas las lenguas atabascas, a la que pertenece el apache. Para Athabaska era aquel un trabajo sobre los diversos dialectos de su lengua natal; pero no así para Algongka, que parecía ser de la tribu canadiense de los Kri y que, en el curso de la conversación, hizo la para mí interesante afirmación de que tenía varios diccionarios de la lengua nahuatl, o sea del azteca, que estaba emparentada con la suya. Pero lo que más me interesó de su diálogo fue una frase de la cual deduje que los dos indios también se proponían ir al Monte Winnetou y que hablaban en la lengua apache para ejercitarse en ella y no hacer el papel de ignorantes al llegar al término de su viaje. ¡Qué conocimientos lingüísticos debían de poseer aquellos dos hombres! Eran, a no dudarlo, dos jefes; pero seguramente algo más. ¿Qué serían? Este problema no era de urgente solución para mí, pues como iban al mismo sitio que yo, tenía la seguridad de que, llegados a él, podría conocerlos mejor de lo que me era dado hacerlo en Clifton-House.

Por la tarde fuimos a Buffalo para visitar en el cementerio de Forest Lawn la tumba del célebre jefe Sa-Go-Ye-Wat-Ha y depositar en ella algunas flores. Tengo gran afecto y veneración por la memoria de aquel grande hombre, a quien aún se designa hoy como el strong and peerless orator (orador vigoroso y sin igual) de los indios senecas. El cementerio es hermoso, de una hermosura casi única. Para el arreglo de sus cementerios los americanos tienen verdadero genio, permítaseme la palabra. Suelen elegir el lugar en que han de reposar los muertos en un terreno quebrado y procuran ciar vida a aquel dominio de la muerte haciendo de él un parque agradable, asoleado, lleno de verdor, en el cual las tumbas, muy espaciadas, infunden por doquiera la idea de un mundo más alto. En estos cementerios se trata a los muertos con una igualdad ejemplar. Allí está el pobre junto al rico; el ignorante al lado del sabio; y sucede muchas veces que el miserable descansa en una tumba gratuita bajo la misma losa de mármol que el prócer. Muere de un accidente en la calle un hombre desconocido, sin nombre ni hogar; pasa un millonario por allí y pregunta si hay quien reclame el cadáver del desventurado. Si se le contesta negativamente, se hace cargo del difunto, lo lleva a su casa y lo entierra en su panteón. Eso hacen los yanquis. ¿Quién más lo hace?

Era un día hermoso, claro, lleno de sol. Una vez que hubimos dejado las flores en la tumba del jefe, nos sentamos en el escalón más bajo del pedestal en que descansa su estatua, que se eleva casi hasta la copa de los árboles vecinos. Estuvimos hablando de él, en el tono de voz contenido que suele emplearse cuando se visita la tumba de un ser amado y se cree en la resurrección y en la otra vida. Por eso no fuimos oídos por dos personas que se acercaban a la tumba. Tampoco los oímos nosotros; pues el suelo estaba cubierto de hierba, que apagaba el ruido de sus pasos. Cuando dieron la vuelta al pedestal, que nos ocultaba a su vista, nos quedamos mirando unos a otros: eran los dos indios de Clifton-House. También ellos habían ido a visitar la tumba del famoso orador de los senecas y comprendieron que el mismo objeto nos había llevado al cementerio. Hicieron como si no nos hubieran visto y rodearon el monumento hasta llegar a la parte delantera, donde nosotros habíamos dejado las flores. Al verlas se quedaron sorprendidos.

—¡Uf! —dijo Athabaska—. Aquí ha hablado alguien el lenguaje del amor. ¿Quién puede haber sido?

—Seguramente no habrá sido un rostro pálido —replicó Algongka.

Se inclinó y cogió una de las flores para examinarla. Athabaska hizo lo mismo y los dos cambiaron una mirada rápida de asombro.

—Están aún frescas; no hace una hora que las han cortado —dijo Athabaska.

—Y hace menos de un cuarto de hora que las han colocado aquí —añadió Algongka mirando nuestras pisadas, visibles aún en la hierba.-Pues han sido rostros pálidos.

—Sí; esos que están ahí. ¿Quieres que les hablemos?

—Como quiera mi hermano rojo. Lo dejo a su discreción.