Un editor inesperado
Cortó tan bruscamente su conversación y se separó de nosotros de un modo tan repentino que nos dejó sorprendidos, pues aquella no era su manera de ser habitual. Igualmente se había apartado de ella al hacernos su visita aquel día. Parecía como si sólo hubiera ido a vernos a hora tan desusada para llamarnos la atención sobre aquel americano. «Corazoncito» tenía la misma impresión que yo.
—Hoy no me ha parecido un amigo, sino un enviado —dijo—. ¿Habrá algo en ese yanqui, que tenga relación con nosotros? A ti me atrevo a preguntártelo; pero no lo haría a nadie más, por miedo a que se riera de mí.
Yo manifesté mi conformidad con lo que ella pensaba. En efecto, a las once de la mañana siguiente, cuando estaba sentado a mi mesa de trabajo, oí la campanilla de la puerta y entró una persona. Yo había dicho que no estaba para nadie, en absoluto. A pesar de ello, al poco rato se me presentó «Corazoncito» con una tarjeta en la mano y me dijo:
—Perdóname. No puedo menos de interrumpirte. Ha ocurrido una cosa verdaderamente asombrosa, que te va a admirar.
Eché una mirada a la tarjeta, en la que no había más que este nombre «Hariman F. Enters». Miré a «Corazoncito», esperando a ver qué decía.
—Sí que es asombroso —confirmó con un movimiento de cabeza—. Lleva, como dije de la cadena del reloj, una pepita de oro del tamaño de un huevo de paloma.
—¿De veras?
—Sí. Y además tiene una mirada muy triste.
—¿Y qué desea?
—Hablar contigo.
—No tengo tiempo ahora. ¿Por qué no se lo has dicho? Puede volver en otra ocasión.
—Tiene que salir hoy de aquí, porque si no, pierde el vapor. Dice que no se va sin hablarte y que esperará lo que sea preciso. Ha agregado que conoce lo que vale tu tiempo y que está dispuesto a pagarte el que pierdas con él.
—Esas son simplezas americanas. ¿Te ha dicho qué profesión tiene?
—Es editor. No habla una sola palabra de alemán. Quiere comprarte la serie de Winnetou.
—¿Le has dicho algo a eso?
—Le he dicho que habíamos recibido ofertas de su país en ese sentido, y que iríamos allá en un vapor del Lloyd para arreglar el asunto.
—«Corazoncito», no has estado muy hábil.
—¿Por qué?
—El que quiera ir al Oeste tiene que ejercitarse ante todo en la reserva, tanto si va al Oeste salvaje como al que no lo es.
—Pero aún no estamos allá.
—He dicho el que quiera ir; fíjate bien: el que quiera ir. Por otra parte, para ser reservados, no debemos aguardar a ir al Oeste, pues es el Oeste el que ha venido ya aquí.
—¿Cómo?
—Ese americano Mr. Hariman F. Enters nos lo ha traído a casa.
—¿Crees tú?
—Con toda seguridad. Pronto verás cómo tengo razón. Sea quien fuere ese señor y venga a lo que viniere, estamos ahora en América. Ha venido para acercarse a nosotros solapadamente; pero se van a volver las tornas. Ve y dile que en seguida bajo; pero no le digas más que eso y habla con él lo menos posible.
Salió de la habitación y al cabo de un rato bajé yo. Mr. Enters era un hombre de buena presencia, completamente afeitado, de unos cuarenta años. Producía impresión agradable, sin tener la distinción de un hombre fino. A pesar de la modestia con que quería presentarse, se notaba cierta jactancia en su porte. Lo de la mirada triste era cierto. Parecía no poder reír nunca, y una vez que lo hizo en el curso de nuestra conversación, su risa daba más la impresión de angustia que de alegría. Mi mujer nos presentó el uno al otro, hicimos una inclinación y nos sentamos frente a frente. Le pregunté en qué podía servirlo, y en vez de contestarme, dijo:
—¿Es usted Old Shatterhand?
—Así me llamaban —respondí.
—¿Y le llaman a usted aún así?
—Muy probablemente.
—¿Va usted a ir pronto por allá?
—Sí.
—¿Va usted a internarse mucho en el país?
—Aún no lo sé.
—¿En qué buque va usted a ir?
—Aún no lo he decidido.
—¿Por cuánto tiempo?
—Allí lo resolveré.
—¿Va usted a visitar a sus conocidos antiguos?
—Tal vez.
—¿Se dirigirá usted principalmente a los Estados del Norte o a los del Sur?
Sin decir palabra, me levanté, le saludé con una inclinación y me dirigí a la puerta.
—¿Adónde va usted, Mr. May? —exclamó vivamente el americano levantándose también.
Me detuve y respondí:
—A reanudar mi trabajo. Le he preguntado a usted qué es lo que quería de mí y en lugar de contestarme me hace usted una serie de preguntas, sin derecho alguno para ello. No tengo tiempo para responder a usted.
—Ya le he dicho a Mrs. May que pagaré lo que valga su tiempo —indicó él.
—No podría usted. Es usted demasiado pobre para eso.
—¿Lo cree usted así? ¿Le he hecho a usted esa impresión? Pues se equivoca.
—No me equivoco. Aunque tuviese usted mil millones no podría usted pagar al hombre más pobre del mundo un cuarto de hora del tiempo de vida que le ha dado Dios.
—Si lo toma usted así, claro es que tiene razón. Pero le ruego que se siente otra vez. Procuraré ser lo más conciso posible.
Esperó a que accediese a su deseo, cosa que hice después de una visible vacilación, y luego prosiguió:
—Yo soy editor y conozco su Winnetou…
—¿Sabe usted alemán? —le interrumpí.
—No —respondió.
—Entonces ¿cómo ha podido usted leer mi libro? Que yo sepa, no está traducido al inglés.
—Lo tenían en casa de unos amigos, que hablaban el alemán, y un día me leyeron un trozo en inglés. Lo que oí me interesó tanto que tomé a mi servicio a un joven americano de origen alemán, para que me lo leyese por entero con toda tranquilidad, de modo que yo me enterase bien de todo y pudiese tomar las notas que me parecieran convenientes.
—¿Y para qué esas notas?
Observé que esta pregunta le turbaba. Procurando disimular su confusión, me contestó:
—Notas puramente literarias, naturalmente, en consonancia con mi profesión de editor. Posteriormente, en largos viajes que hice por el Oeste llevé las notas que había tomado y confronté lo que usted dice en los doce episodios de su obra. Así, puedo afirmar a usted que todo concuerda con la realidad, hasta en sus más pequeños detalles.
—Gracias —le dije secamente, pues se me había quedado mirando para ver qué efecto me producía aquel elogio.
—Sólo hay dos lugares —prosiguió—, cuya existencia no pude comprobar, porque no logré dar con ellos.
—¿Y cuáles son?
—El «Nugget-Tsil» y el «Agua oscura», donde Santer encontró su merecido fin. ¿Irá usted en su próximo viaje a visitar esos lugares?
—Quizá sí y quizá no. Pero veo que sigue usted haciéndome preguntas ociosas en lugar de decirme lo que desea…
Y diciendo esto, hice otra vez ademán de levantarme.
—¡No se vaya, no se vaya! —exclamó vivamente—. Vuelvo al asunto que me ha traído aquí, o más bien prosigo con él, pues no he dejado de tratarlo. Quería únicamente demostrar a usted que he comprobado lo que dice su libro, y manifestarle que creo que vale la pena de traducirlo al inglés.
—¿Que lo ha comprobado? Para eso hacen falta muchos años.
—Pues los he empleado en ello —replicó con vehemencia, sin reparar en que entonces era yo el que le tiraba de la lengua—. Mucho tiempo me ha costado recorrer todos los puntos de que allí se trata.
—¿Y eran esas averiguaciones compatibles con su ocupación?
—¡Ya lo creo! Negociábamos entonces en gran escala en caballos, bueyes, cerdos y carneros, y para nuestras compras teníamos necesidad de andar mucho por el Oeste.
—Dice usted «negociábamos». ¿Es que eran ustedes varios socios?
—Sí; éramos cinco hermanos asociados. Ahora no vivimos más que dos y nuestra sociedad no tiene ya por objeto el comercio en ganado, sino en libros. Queremos comprar a usted su Wineetou…
—¿Sólo esa obra? —le interrumpí.
—Sí, sólo esa.
—¿Y por qué no también los otros libros, que son igualmente narraciones de viaje?
—Porque no nos interesan.
—Creo que es más importante que interesen a los lectores, que a ustedes.
—Es posible; pero nosotros queremos el Wineetou y nada más.
—¡Ejem! ¿Y cómo piensa usted que hagamos el trato?
—Muy sencillo: usted nos vende la propiedad de la obra, con todos los derechos sobre ella, de una vez para siempre, y nosotros le pagamos también de una vez para siempre.
—¿Y cuándo me pagarían ustedes?
—Ahora mismo. Si usted quiere le doy un cheque contra el banco que me diga. ¿Cuánto quiere usted?
—¿Cuánto ofrece usted?
—Según. ¿Podremos tirar todos los ejemplares que queramos?
—Una vez que estemos de acuerdo en las condiciones, sí.
—¿O bien tirar tan pocos como nos parezca?
—Eso no.
—¿Cómo que no?
—Porque yo escribo mis libros para que se lean, no para que desaparezcan.
—¿Desaparecer? —preguntó con un movimiento de sorpresa—. ¿Quién ha dicho que desaparecerían?
—No lo ha dicho usted, pero ha hablado de tirar tan pocos ejemplares como le pareciera.
—Naturalmente. Si viéramos que la traducción inglesa no resultaba, hasta podríamos renunciar a imprimirla.
—¿Lo dice usted en serio?
—Sí.
—Dígame: ¿su viaje a Alemania no ha tenido otro objeto que éste?
—Sólo a eso he venido. No tengo por qué ocultarle que únicamente obedece a la idea de comprarle esa obra.
—Pues siento mucho que haya hecho el viaje en vano, porque no se la venderé.
Diciendo esto, me levanté. Él hizo lo mismo y no pudo ocultar la inesperada y profunda decepción que le produjeron mis palabras. Con cara de angustia y voz temblorosa dijo:
—¿He comprendido bien lo que usted ha dicho? ¿Es que no quiere vender su Wineetou?
—A usted, no. No vendo por separado el derecho de traducción de cada uno de mis libros. El que desee comprar uno, o sólo algunos, tiene que comprarlos todos.
—¿Y si yo pagase por esa sola obra lo que usted pida por todas?
—Tampoco.
—Será usted muy rico cuando pone tantas dificultades.
—Nada de eso. No tengo más que el producto de mis libros, que basta para mis necesidades. Si usted ha leído en realidad mi narración sobre Wineetou, sabrá que yo no busco riquezas, sino otras cosas más altas y dignas con que poder entretener y edificar a mis lectores. Para ello es necesario que mis libros encuentren editor apropiado, y estoy convencido de que usted no puede serlo.
Mi mujer comprendió por mis palabras y por mi actitud que mi resolución era inquebrantable y sintió lástima por el yanqui, que estaba ante nosotros en la misma actitud que si le hubiera ocurrido una desgracia irreparable. Formuló argumentos, expuso motivos, hizo promesas; pero todo en vano.
Por último, al ver que no conseguía nada, dijo:
—A pesar de todo, no pierdo la esperanza de que usted acabe por venderme su Wineetou. Veo que a su señora no le parece tan mal como a usted mi proposición. Consulte usted con ella y deme tiempo para hablar por mi parte con mi hermano y socio.
—¿Es que va usted a hacer otro viaje a Alemania? Le advierto que será tan inútil como éste —repliqué yo.
—No necesito volver a Alemania, porque usted no tardará en ir a América. Dígame usted sitio y hora en que podamos encontrarnos allá y no faltaré a la cita.
—Así tampoco conseguirá usted nada —afirmé.
—Eso no puede usted decirlo desde ahora. ¿No puede ocurrir que, después de la conversación con mi hermano, haga a usted una oferta que responda mejor a sus fines y deseos que la que acabo de hacerle?
Comprendí que temía ver rechazada también aquella proposición. Me daba lástima de él; pero no podía consentir que este sentimiento venciese mi resolución. «Corazoncito» me bombardeaba con sus miradas suplicantes, y viendo que aquello no bastaba, me cogió por la mano. Entonces dije yo:
—Bueno; sea así. Dénos usted tiempo para reflexionar. Mi mujer no ha estado nunca en América y tiene muchos deseos de ver las cataratas del Niágara. Para ello, tomaremos en Nueva York el vapor del Hudson hasta Albany, y allí el tren hasta Buffalo, desde donde apenas hay una hora hasta las cataratas. Nos alojaremos en la orilla canadiense del río, en el Hotel Clifton, donde yo…
—Lo conozco, lo conozco perfectamente —me interrumpió—. Allí se está muy bien. Es un hotel de primer orden, tranquilo, distinguido, provisto de todos los adelantos modernos…
—Well! —le interrumpí a mi vez, para cortar aquel elogio, con el cual no quería más que darse importancia—. Si lo conoce usted, ya basta. De manera que allí nos encontraremos.
—¿Cuándo?
—Eso no lo sé aún. Lo mejor es que se ponga usted desde ahora al habla con la dirección del hotel, para que le avise a usted nuestra llegada.
—Perfectamente. Así lo haré, señor May.
Con algunas corteses fórmulas de despedida terminó aquella visita, que tuvo mucho mayor importancia de lo que yo entonces pensaba.
«Corazoncito» no estaba enteramente contenta conmigo. Es tan propensa a la compasión que el aspecto de angustia y de tormento de aquel hombre no se le borró de la mente en varios días. Decía que yo no había estado bastante cortés con él y que por el contrario lo había tratado con despego.
—¿Por qué has procedido así? —me dijo.
—Porque me ha mentido —respondí—. Porque no ha sido sincero y honrado. ¿Sabes quién es?
—Sí.
—¿Quién?
—Uno de los dos hijos que quedan de aquella desgraciada familia, cuyos individuos se suicidan todos.
—Estamos conformes; pero además es otra cosa. No se llama Enters.
—¿Crees que lleva un nombre falso?
—Sí.
—¿Es que crees que es un petardista, un caballero de industria?
—No. Precisamente porque es un hombre honrado no lleva su verdadero nombre, del cual se avergüenza. Hasta creo que ha renunciado a usarlo únicamente por lo que cuento en mi Wineetou.
Mi mujer se quedó tan sorprendida que no pronunció palabra. Yo proseguí:
—¿Quieres que te diga cuál es su verdadero nombre?
—Dilo.
—Este hombre se llama Santer.
Con el mayor asombro, me preguntó:
—¿A qué Santer te refieres? ¿Al que asesinó al padre y a la hermana de Winnetou?
—Sí. El hombre que ha estado aquí es su hijo.
—¡No es posible!
—Es seguro.
—Demuéstralo.
—No hace falta. Tú puedes adivinarlo con la misma facilidad que yo lo he hecho.
—¿De veras? Hasta ahora no sé de él sino que tú lo tienes por un impostor porque usa el nombre de Enters en lugar del de Santer.
—Mal camino es ese para hacer ninguna deducción. Si yo lo hubiera seguido para las mías, habría demostrado ser un mal rastreador, un greenhorn, un torpe, y tendría que avergonzarme de mi lógica. Vamos a ver: recuerda que ese hombre tomó un lector para poder sacar notas de mi libro. ¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Él mismo nos ha dicho que hacía bastantes años.
—Bien. ¿Y para qué quería aquellas notas?
—También nos lo ha dicho. Por motivos puramente literarios, para su negocio editorial.
—Perfectamente. Pues esa es la mentira donde comienzan las huellas que nos llevarán a descubrir cuál es su verdadero nombre. Nos ha dicho que entonces era tratante en toda clase de ganado y tú sabes muy bien cuándo abandonó ese negocio. ¿No?
—Sí. Lo dejó el año pasado, según dijo ayer al médico.
—Pues ¿cómo pudo hace tantos años tomar notas puramente editoriales? ¿Crees que eso es verdad?
—Ahora no. Ya comienzo a ver Claro. Hasta es posible que ni siquiera sea editor.
—Así es. Y al pensar esto, te has puesto a mi lado en las verdaderas huellas. Considera lo que te voy a decir: apenas oye hablar de mi Wineetou, en casa de unos amigos, toma a su servicio a un hombre para que le lea la obra. ¿Es de creer que en casa de aquellos amigos oyese la lectura de los doce episodios?
—De ningún modo.
—Pienso lo mismo. Allí sólo se enteró de algo, y este algo debe de estar relacionado muy de cerca con algún punto de su vida interna muy importante para él, cuando inmediatamente tomó un traductor que le leyese la obra. ¿O es que piensas que lo que le interesaba en el libro era de orden «puramente literario y editorial»?
—No.
—¿Ni mercantil?
—Tampoco. Tuvo que ser, como tú has supuesto con razón, de carácter psicológico y espiritual.
—En otras palabras, tenía relación con su vida interior, con la vida de su familia, con los sucesos ocurridos en ella. ¿Para qué tomó notas mientras le leían la obra? No sería por temor a olvidar lo que oía, pues cuando una cosa produce tanta impresión, no se olvida tan fácilmente. Él mismo ha confesado que aquellas notas le parecieron «necesarias» para las averiguaciones que hizo después en el Oeste durante años enteros…
—Para saber de su padre que había desaparecido —me interrumpió vivamente mi mujer.
—Bien, muy bien. Sí; para saber de su padre. Te iba a exponer algunas otras deducciones y conclusiones para llegar a esa afirmación; pero ya que tú te has adelantado, no son necesarias, por lo menos en este momento. Únicamente te llamo la atención sobre el afán con que trató de averiguar la situación de los dos lugares con los que, según su expresión, «aún no había podido dar». Me refiero, naturalmente, al Nugget-Tsil y al Agua oscura.
—¿Y ese afán obedecerá sólo al deseo de saber de Santer?
—Sí.
—¿No tendrá por causa el de saber de otra persona, o el de encontrar pepitas de oro?
—No. De las personas que visitaron aquellos lugares, sólo podría interesarse por mí, pues las demás son insignificantes o han muerto, y sería absurdo suponer que había hecho todas esas pesquisas en el Oeste para dar conmigo: su visita de hoy ha demostrado lo fácil que es encontrarme. Y en cuanto a las pepitas de oro, él mismo ha leído que están perdidas para siempre y que nadie podrá hallarlas. Resulta, pues, que de las personas que intervinieron en los sucesos del Nugget-Tsil y del Agua oscura, sólo Santer y yo podíamos interesarle; excluido yo, queda únicamente Santer. Y ahora, fíjate bien, hay otro hecho que viene en mi auxilio. Este supuesto Mr. Enters quiere comprarme mi Wineetou. ¿Para qué? ¿Para hacerlo traducir y publicar?
—No; para impedir que el libro se publique en inglés. Tienes razón; así se desprendía de las palabras de ese hombre y de la angustia que no pudo ocultar cuando supo que, contra lo que esperaba, no se le concedía el derecho de traducción. No quiere que en América se enteren del pasado y de las hazañas de su padre.
—Así es, y veo que te adelantas a mis deducciones. Para mí, la cosa no ofrece la menor duda. Ha creído que me iba a cegar con una cartera llena de dólares, a pesar de que ya ha leído en el Wineetou que ese no es cebo para mí. Su visita y su proposición son para mí una ofensa a la que debería, haber respondido de otro modo.
—Supongo que estarás incomodado conmigo.
—¿Por qué?
—Porque he sido la causa de que no le hayas dado una negativa completa, concediéndole una nueva entrevista.
—No, no. No creas que tu mediación me ha determinado a cambiar por despreciable dinero lo que tiene un valor más alto y quizá podría decir un carácter ético; por otra parte, tú no serías capaz de aconsejarme tal venta. He consentido en volver a encontrarme con ese hombre en el Niágara porque tengo motivos muy importantes para no perder de vista en lo sucesivo a los dos hermanos Enters o Santer. Ya sabes que es costumbre entre los expertos cazadores del Oeste no dejar nunca a su espalda gente peligrosa.
—¿Peligrosa? —preguntó mi mujer.
—¡Ya lo creo!
—¿Por qué? Este Enters, aunque sea un Santer, me parece un buen hombre.
—A mí también. Pero hasta la bondad personificada puede llegar a la desesperación. ¿No piensas que en la depresión y en la melancolía morbosa que sufre ese hombre hay algo que puede ciar un estallido y de lo cual hay que guardarse? Y además ¿conocemos a su hermano? Ya sabes que muchas veces los hermanos no son del mismo carácter ni del mismo temperamento. Estoy seguro de que en el Niágara conoceremos a los dos y entonces veremos cuál ha de ser nuestra actitud con ellos, para que no sigan las huellas de su padre. El doctor hablaba ayer de un demonio que tienen dentro. Este demonio nos ha descubierto; es la tendencia de Santer al asesinato. Ya ves que nuestro viaje comienza a ser muy interesante antes de haber dado un paso.
—¿Presientes que habrá peligro para nosotros?
—No. Lo único que veo es que tenemos que ir a América para conocer a Tatellah-Satah, el «Custodio de la Gran Medicina». Me escribe que he de salvar a Winnetou, y desde el momento en que tengo tal misión que cumplir, no existe para mí el peligro. ¿Y para ti?
—Para mí tampoco. Te acompaño con la mayor alegría.
—Pues entonces adelante y que Dios nos dé un buen viaje.