Capítulo 2

La manía del suicidio

El «Nugget-Tsil» a que se refiere la carta que dejo transcrita y que significa «Monte de las pepitas de oro», era el sitio en que fueron asesinados el padre y la hermana de Winnetou por un tal Santer, como se describe en la primera serie de estas narraciones. Posteriormente, poco antes de la muerte de Winnetou, que ocurrió, como es sabido, en el Monte Hancock, me dijo mi amigo del alma que había enterrado su testamento, hecho a mi favor, en el «Nugget-Tsil», a los pies de su padre que estaba allí sepultado, y que en él encontraría mucho oro. Cuando subía al «Nugget-Tsil» para buscar el testamento, fui sorprendido por Santer y hecho prisionero por un grupo de indios kiowas que le acompañaban. El jefe de aquel grupo era Pida, mozo a la sazón, y el mismo que, pasados más de treinta años, me saludaba «con su alma» en la carta de su padre Tangua, el jefe más anciano de su tribu. Santer robó el testamento y huyó con él para buscar el oro en el escondite que se describía en el testamento de Winnetou. Yo me escapé del poder de los kiowas, fui en su persecución y llegué al sitio indicado en el momento en que acababa de apoderarse del tesoro. El escondite estaba sobre una alta roca, a la orilla de un solitario lago, que llaman el «Agua oscura». Cuando me vio, me disparó un tiro, y lo que ocurrió después puede verse en el último capítulo del episodio de la primera serie, titulado El testamento de Winnetou.

Por lo que respecta a Tatellah-Satah, el «Custodio de la Gran Medicina», he de confesar que siempre tuve vivísimo deseo de ver y hablar al más misterioso de todos los pieles rojas; pero nunca se me presentó ocasión para satisfacerlo; Tatellah-Satah es un nombre de la lengua tao y traducido literalmente significa «mil hijos», aunque en el uso vulgar quiere decir «mil años». El que lo llevaba debía de tener, pues, una edad tan extraordinaria, que era imposible de calcular. No se sabía el lugar de su nacimiento ni pertenecía a ninguna tribu especial. Todos los pueblos y naciones de la raza india lo veneraban en alto grado. Los conocimientos y habilidades de los centenares y centenares de hombres de la medicina que recordaban los indios más viejos, se le atribuían a él por completo. Para comprender esto hay que tener presente que un «hombre de medicina» indio no es un curandero, mago o prestidigitador. La palabra «medicina» tiene en la citada frase un significado que en la nada corresponde al que posee entre nosotros. Es una expresión extranjera adoptada por los indios y cuyo sentido ha ido cambiando de tal modo que para nosotros representa ahora lo contrario de lo que representaba al principio.

Cuando los indios conocieron a los blancos vieron en ellos muchas cosas que les causaron gran impresión. Pero lo que más asombro les produjo fue el efecto de nuestros medicamentos. Los resultados seguros y duraderos de este efecto eran incomprensibles para ellos. Reconocían allí la magnanimidad del amor divino, manifestada de aquella suerte como don del cielo a los humanos. Oían la palabra medicina por primera vez y en ella fundieron los conceptos de milagro, de bendición, de don divino y de secreto sagrado inasequible a los hombres. En resumen, la palabra «medicina» llegó a ser para ellos sinónima de «misterio». Se incorporó a todas sus lenguas y dialectos y se designó con ese nombre todo lo que se relacionaba con su religión, sus creencias y sus estudios de lo eterno e inmutable. Al mismo tiempo, incluían en su significación todos los elementos de la ciencia y la civilización europeas que no llegaban a comprender, por no conocer sus principios ni su evolución. Eran lo bastante sinceros y honrados para reconocer sin vacilar que eran muchas las ventajas de los rostros pálidos sobre los pieles rojas, y procuraron imitar a aquéllos. De ellos tomaron mucho bueno, pero también, desgraciadamente, mucho malo. Eran tan infantiles y tan inocentes que llegaron a considerar como extraordinarias y hasta sagradas muchas cosas que para los blancos eran corrientes y aun insignificantes, apropiándoselas para siempre, sin ponerlas antes a prueba ni detenerse a reflexionar sobre sus consecuencias. Así adoptaron la palabra «medicina» y con ella designaron lo más alto y más sagrado, sin saber que, precisamente al hacerlo, ofendían y degradaban aquello que querían ensalzar. Por entonces el término «medicina» no tenía la significación honrada y buena que tiene hoy: en él iba envuelto algo que participaba de charlatanismo, curanderismo y prestidigitación; y cuando los indios, en su espontaneidad, designaban como «hombres de la medicina» a los que se dedicaban a la teología y a la ciencia, que estaban a la sazón en sus primeros pasos, no sospechaban que con ello destruían para siempre la alta consideración que hasta entonces habían recibido aquéllos.

Hoy podemos apreciar cada vez mejor el alto concepto en que se los tenía antes que llegase allí la civilización de los blancos, conforme vamos profundizando más y más en el pasado de las razas americanas. Este pasado nos muestra muchos puntos en que América estaba a igual altura que los europeos. Todo lo bueno, grande y noble que en aquellos pueblos ocurría, procedía de los individuos que más tarde habían de recibir el nombre de «hombres de la medicina». En esta designación se comprenden los teólogos, los políticos, los estrategas, los astrónomos, los constructores de templos, los pintores, los escultores, los descifradores de quipos, los profesores, los médicos; en una palabra todas las personas y profesiones que representaban en aquel tiempo el elemento intelectual y ético del pueblo. Entre ellos había nombres tan famosos como los que figuran en la historia de las razas asiáticas y europeas, que están oscurecidos para nosotros, aunque sólo sea temporalmente, porque nuestras investigaciones no han logrado esclarecer aquel punto histórico. Si los actuales hombres de la medicina no son lo que fueron en el pasado, la culpa no es sólo de los indios. La flor de los intelectuales incas, de los toltecas y de los aztecas, de los peruanos y de los mejicanos no estaba ciertamente a un nivel muy inferior al de los aventureros que seguían a Cortés o Pizarro; y si el estado próspero en que se encontraban aquellos pueblos se convirtió en la situación actual de inferioridad, hasta el punto de que ahora podemos aplicar a los indios la denominación de «salvajes», no es de admirar que sus «hombres de la medicina» hayan seguido el mismo proceso descendente.

A pesar de todo, no son éstos, ni mucho menos, lo que nos figuramos. No sé de ningún blanco que haya sido admitido por ellos a penetrar en sus secretos y pensamientos, ni que haya comprendido siquiera el simbolismo de sus ritos lo suficiente para hablar o escribir con autoridad acerca de ellos. El verdadero «hombre de la medicina» que tiene digna conciencia de su profesión y de su categoría, no se presta a exhibiciones. Los llamados hombres de la medicina que se ven de cuando en cuando por nuestro país con las troupes de indios, son cualquier cosa menos tales, y uno de éstos, digno de su nombre, no haría jamás los gestos, las manipulaciones y los movimientos violentos a que aquéllos se entregan, del mismo modo que, entre nosotros, a un teólogo o un científico no se les pasaría por la imaginación ponerse a bailar por dinero en una feria…

Ruego a mis lectores que no califiquen de pesadas o inútiles estas consideraciones, que estoy obligado a hacer en bien de la justicia y para deshacer los errores que hemos cometido al estudiar la psicología de la raza india. Si hemos de ver en Tatellah-Satah uno de aquellos ancianos y eminentes hombres de la medicina, que son como columnas del pasado, yo, a fuer de narrador sincero y veraz, tengo que preparar el ambiente para que se le vea en su verdadero aspecto.

El hombre misterioso, que me merece tanto respeto, no había sido mi amigo; pero tampoco mi enemigo. En realidad no era enemigo de ningún ser humano. Sus ideas y sus sentimientos eran todos absolutamente justos y humanitarios, como su conducta. Mas era peor que si hubiera sido mi enemigo, pues para él yo no existía, y no hacía de mí el menor caso. ¿Por qué esta actitud con respecto a mí? Porque desde el día en que fueron asesinados el padre y la hermana de Winnetou, me había considerado como su asesino. La última había sido destinada a ser esposa mía, por deseo suyo y de toda su tribu, y yo la había rechazado. Se llamaba Nsho-Chi y hacía honor a su nombre, que significa «Día hermoso». Cuando murió, se desvaneció con ella una hermosa ilusión de los apaches, especialmente del anciano hombre de la medicina llamado Tatellah-Satah. Para él era Nsho-Chi la más bella y la mejor de todas las hijas de los apaches y tenía la convicción de que si yo, en vez de rechazarla, la hubiera aceptado, no habría muerto. Aun admitiéndolo así, como lo admitía yo, me sentía tan inocente de aquel hecho como si aún viviera aquella querida y abnegada amiga. Ella había querido ir al Este para adquirir una educación superior, y en el camino fue muerta a tiros, con su padre Inchu-Chuna, por unos bandidos. Jamás se le ocurrió a Winnetou dirigirme el menor reproche porque su hermana hubiera emprendido aquel viaje en su afán de agradarme; pero en cambio Tatellah-Satah me había borrado al parecer, para siempre, de su libro, (le su vida y de todos sus cálculos.

Habitaba Tatellah-Satah en lo alto de una montaña, desde hacía tiempo incalculable, y sólo permitía que se acercasen a él los jefes, y eso lo menos posible. Era preciso que se tratara de asuntos de la mayor importancia para obtener la autorización de llegar hasta él. Sólo Winnetou, su predilecto, podía hacerlo siempre que quería. Todos los deseos de él que era posible realizar se vieron cumplidos, menos el que expresó en vano tantas veces de llevarme consigo a visitar al anciano.

¡Y ahora, después de tan largo tiempo, venía semejante invitación! Tenía que obedecer esto a motivos del más serio y elevado interés, como comprendí desde el momento en que recibí su carta. Y así adopté la firme resolución de presentarme en el Nugget-Tsil en la fecha indicada para ver lo que me decían los pinos azules, llevando conmigo a «Corazoncito».

Cuando se lo dije, no sólo no mostró alegría alguna, sino que, por el contrario, manifestó no poca preocupación, pensando en las molestias de un viaje como aquel y en los peligros de las jornadas a caballo por el Oeste, pues no había que pensar que los jefes indios, los cuales tenían que acudir de todas partes, utilizaran el ferrocarril, dado el gran secreto en que todo ello estaba envuelto. Pero al representarse aquellos peligros y molestias «Corazoncito» no pensaba en sí misma, sino sólo en mí. Con facilidad la convencí de que a la sazón se trataba únicamente de un «Oeste», no de un «salvaje Oeste» como en otro tiempo, y de que aquella excursión constituiría para mí una diversión y no una molestia. En cuanto a ella, era lo bastante fuerte, animosa, ágil, resistente y frugal para poderme acompañar. Dominaba el inglés, y por sus trabajos y sus estudios conmigo conocía además gran cantidad de palabras y modismos indios, que le servirían de mucho. Por lo que respecta a montar a caballo, nuestra reciente y larga permanencia en Oriente había sido para ella una buena escuela. Allí había aprendido a manejar no sólo caballos sino también camellos.

Entonces, como siempre, se mostró la mujer de su casa, previsora y económica. Yo había recibido de algunas casas editoriales americanas proposiciones para la publicación de mis obras en inglés. «Corazoncito» dijo que debería aprovechar aquella ocasión para visitar a los editores y tratar con ellos en persona de las condiciones del contrato mucho mejor de lo que se podría hacer por carta a tanta distancia. Para poder enseñar las portadas de mis libros, hizo de ellas fotografías en tamaño grande que resultaron muy bien, porque maneja la máquina fotográfica mucho mejor que yo.

De nuevo tengo que pedir a mis lectores que no me censuren por estas digresiones. Ya se verá en el curso de la narración que una de estas fotografías representó un importantísimo papel en el encadenamiento de los sucesos. El que me conozca ya sabe que para mí no existe el azar. Yo atribuyo todo lo que ocurre a una voluntad que está por cima de lo humano, llámesele Dios, Destino, Determinación, o como se quiera. Pues bien; estoy convencido de que también entonces se manifestó aquella voluntad. En efecto, las proposiciones de los editores no condujeron a nada; ni siquiera tuve tiempo de ir a visitarlos durante mi estancia en América; su objeto fue sólo promover en nosotros la idea de reproducir las cubiertas y de llevar las fotografías.

Todavía más clara y patente se vio la mano del destino en otra proposición editorial que se me hizo verbalmente, y, caso curioso, en la misma época y también por un americano, en circunstancias tales que excluyen toda idea de azar.

Tengo en Dresde un amigo, famoso médico psiquiatra, que ha alcanzado grandes éxitos en su profesión. Es una de las autoridades de su especialidad y constantemente reclaman sus servicios, tanto clientes alemanes como extranjeros, de los cuales siempre hay muchos en Dresde.

En una visita que nos hizo este amigo, no en domingo, día en que está libre de trabajo, sino en el centro de la semana y a hora bastante avanzada de la noche, es decir, en circunstancias que no habían concurrido nunca en sus visitas, le hablamos de nuestra resolución de ir a Nueva York en un vapor del Lloyd alemán.

—¿A buscar pepitas de oro? —preguntó al momento, como si hubiera estado esperando la noticia que le dábamos.

—¿Cómo se le ha ocurrido ahora hablar de las pepitas de oro? —le pregunté a mi vez.

—Porque hoy mismo he visto una, del tamaño de un huevo de paloma, que llevaba como dije en la cadena del reloj un americano, el cual, por cierto, me ha interesado más que el pedazo de oro. Ha venido a verme; me ha dicho que estaba aquí sólo por dos días y me ha consultado sobre un punto que constituye un caso de extraordinario interés para todo psicólogo, y por tanto, para usted también.

—¿Qué es ello?

—Se trata de una propensión hereditaria al suicidio en una familia, propensión que se extiende a todos los que la componen, sin excepción, y que comienza por ser muy ligera; pero que luego va creciendo en intensidad, hasta llegar a ser irresistible.

—He oído hablar de casos como ése y conocí a una persona atacada de esa manía. Era un médico de buque, con el cual viajé de Suez a Ceilán. Recuerdo que pasamos toda una noche paseando sobre cubierta y hablando de problemas psicológicos. Le inspiré confianza y me confió lo que no había dicho a ninguna otra persona, a saber, que un hermano y una hermana se le habían suicidado y que su padre había perdido la vida del mismo modo. Su madre había muerto de pena y de terror. Otra hermana que tenía le había escrito varias cartas diciéndole que no podía resistir más tiempo la terrible inclinación, y él se había hecho médico para ver si, prestando sus auxilios a alguno que sufriera aquella enfermedad, lograba encontrar el remedio para ella.

—¿Y qué fue de su hermana?

—Lo ignoro. Me prometió escribirme y darme sus señas en su país; pero no lo hizo. Era austriaco. ¿Está el americano de que usted me habla en esta triste situación?

—No sé si se trata de él mismo. Me ha hablado sin dar nombres (ni siquiera me ha dicho el suyo) y como si se tratase de una familia amiga y no de la suya propia. Pero la impresión que me ha hecho es la de que hablaba de sí mismo, por la tristeza inmensa de su mirada. Parece una buena persona y he sentido sinceramente no poderle procurar auxilio alguno.

—Pero al menos lo habrá usted consolado.

—Sí; lo he consolado y le he aconsejado. Pero vea usted qué cúmulo de desdichas: la madre se envenenó; el padre desapareció sin dejar huellas; de cinco hijos varones, sólo viven dos. Todos ellos llegaron a casarse; pero sus mujeres se separaron de ellos porque en los hijos se manifestaba ya la manía del suicidio a los nueve o diez años y se desarrollaba tan rápidamente que sólo uno ha llegado a los dieciséis.

—¿De modo que han muerto todos?

—Todos. Pero luchaban con la terrible propensión noche y día y, por mi parte, creo que no hay nadie lo bastante fuerte para vencer a ese demonio interior.

—¡Qué espantoso!

—Sí que lo es. Pero tan oscuro como espantoso. Esa horrible inclinación apareció por primera vez en la familia con los dos casos que he citado al principio. Desgraciadamente, no se sabe si se manifestó antes en la mujer que se envenenó o en el marido desaparecido. Tampoco se ha podido averiguar si la enfermedad se declaró a consecuencia de algún suceso que promoviera una intensa conmoción espiritual. Eso, al menos, ciaría un punto de partida para hacer investigaciones. He tenido, pues, que limitarme a aconsejar a mi enfermo que trabaje todo lo que pueda física y mentalmente; que cumpla sus deberes con puntualidad, que no descuide las prácticas religiosas y ponga su confianza en Dios, que alterne el trabajo con distracciones de orden elevado y que fortalezca cuanto le sea posible, mediante constantes ejercicios, su carácter y su voluntad, de las cuales hay que esperar la curación, si ha de venir de algún lado.

—¿Se ha enterado usted de la posición de esa desdichada familia?

—Sí. Es una de las primeras cosas que pregunté. El padre desaparecido era cazador, squatter, trapper y buscador de oro; lo que ganaba en esa profesión (a veces cantidades considerables), lo llevaba periódicamente a su casa. Tenía la manía de ser millonario. No lo consiguió; pero la familia ha llegado a ser bastante rica. Los cinco hermanos se asociaron para establecer un gran negocio de ganadería, con caballos, bueyes; ovejas, cerdos…

—¿Se dedicaron también al sacrificio de reses? —le interrumpí—. Desde luego.

—Pues eso era muy peligroso, dada la manía existente en la familia.

—Ya lo creo. Matanza en grandes proporciones, vaho de sangre caliente, olor constante a c a r n e muerta… Como consecuencia, endurecimiento de los sentimientos, verdadero cebo para el demonio interior. Así se lo he dicho al americano con toda claridad. Él me ha respondido que pensaba lo mismo que yo, y que, por eso, aconsejó a los dos hermanos la venta del negocio. Así lo hicieron el año pasado; mas no han observado cambio alguno ni mejoría en la enfermedad… Pero les estoy hablando, a estas horas de la noche, de cosas que a ustedes y a mí, nos van a quitar el sueño. Les ruego que me perdonen, y soy lo bastante discreto para largarme de aquí yo mismo antes que ustedes me echen. ¡Adiós! Que ustedes descansen.