Invitaciones misteriosas
Era el comienzo de un hermoso día de primavera, tibio y prometedor. Un delicioso rayo de sol entraba por mi ventana, trayéndome el saludo de Dios. «Corazoncito» subió del piso bajo, con el primer correo, que acababa de llegar. Se sentó frente a mí, como hace varias veces al día, siempre que llegan cartas, y empezó a abrir los sobres, para leérmelas. Pero ya oigo la pregunta del lector: ¿Quién es «Corazoncito»? Eso no es nombre de persona. Debe de ser un apelativo cariñoso.
Lo es, en efecto. Procede del primer tomo de mis Narraciones de los Montes Metálicos. Allí salen una «montañita», un «pueblecito», una «huertecita» y una «casita» en que vive «Corazoncito» con su madre. Aquella «Corazoncito» es el retrato espiritual, aunque no físico, de mi esposa; y me encariñé tanto con él mientras trabajaba en la obra, que poco a poco me fui acostumbrando a llamar así a la compañera de mi vida. Pero… no siempre. Si hay alguna nube en el cielo de nuestra felicidad (nubes de las que, dicho sea de paso, siempre soy yo el único causante) la llamo Clara.
Cuando la nube comienza a desaparecer, la llamo Clarita, y en cuanto se ha ido, vuelve a ser «Corazoncito». Ella, por su parte, siempre me llama «Corazoncito», porque para ella no hay nubes nunca.
El piso principal de la casa lo tengo reservado para mí, mientras ella reina en el piso bajo, donde hace de incansable ángel doméstico, recibe las visitas cada vez más numerosas de mis lectores, y contesta a la multitud de cartas que yo no puedo despachar por mí mismo. Me lee todas las que recibo, y aparta de primera intención las más importantes para dedicarles más espacio al final de la lectura.
Así pasó aquel día. Después de leído todo el correo, quedaban apartadas un carta de América y una revista de Antropología de Austria. En esta última se veía señalado con lápiz azul el título de un largo artículo, que decía así: La desaparición de la raza india en América y su sustitución violenta por la caucásica y la amarilla. Dije a «Corazoncito» que me leyese el artículo, porque, caso raro, tenía tiempo disponible a la sazón, y ella así lo hizo. El autor, un conocido y eminente profesor universitario, escribía con gran simpatía; y todo lo que decía sobre los pieles rojas estaba inspirado no sólo por la bondad, sino también por la justicia. Por ello, me habría gustado estrechar su mano. Pero cometía algunos errores, tan generales como incomprensibles. Uno de ellos era presentar como iguales a los indios de los Estados Unidos y a los de todas las tribus repartidas por la América del Norte y la del Sur. Además, confundía el sueño espiritual de la raza con su muerte corporal. Finalmente, en su opinión, había que buscar la misión esencial de la humanidad en la evolución de las peculiaridades y caracteres individuales de los pueblos, y no en el principio de que todas las tribus, los pueblos, las naciones y las razas tienen que unirse y compenetrarse para formar un único y noble núcleo humano que esté a gran altura sobre el mundo animal. Sólo cuando la humanidad, por movimiento suyo propio, haya llegado a constituir esta personalidad armónica, preferida de Dios, podrá quedar terminada la creación del «hombre» y a los mortales se nos abrirá de nuevo el Paraíso.
La carta de América procedía casi seguramente del «lejano Oeste»; pero el punto donde había sido confiada al correo era imposible de descifrar en el sobre, cubierto por ambas caras de tantos sellos e indicaciones manuscritas, que no había modo de leer nada más que las señas, que por su concisión, característicamente india, habían conservado su claridad primitiva. Consistían en tres palabras tan sólo, que decían así:
May.
Radebeul. Alemania.
Abrimos el sobre y sacamos de él un trozo de papel, cortado evidentemente con un cuchillo, casi seguramente un bowieknife, y doblado en cuatro partes. Contenía las siguientes líneas en inglés, escritas con lápiz por una mano torpe e inexperta:
A Old Shatterhand.
¿Quieres venir al Monte Winnetou? Yo voy a ir seguramente. Tal vez vendrá también Avaht-Niah, el que tiene ciento veinte años. ¿Ves como sé escribir? ¿Y como escribo en la lengua de los rostros pálidos?
WAGARE-TEY.
Jefe de los Shoshones.
Al terminar la lectura, «Corazoncito» y yo nos miramos sorprendidos. Lo que nos asombraba no era recibir una carta del lejano Oeste, pues esto me ocurría con frecuencia, sino que aquella carta fuese escrita por el jefe de los indios Culebras, que nunca me había escrito. Su nombre, Wagare-Tey, quiere decir «Ciervo amarillo». Hacía más de treinta años era un hombre joven y de poca experiencia, pero bueno, honrado y amigo leal de Winnetou y mío. Su padre, Avaht-Niah, contaba a la sazón más de ochenta años y era de honradez a toda prueba.
Siempre empleó en favor nuestro la gran influencia que tenía. Por su avanzada edad y por no haber vuelto a tener noticias suyas, creía que había muerto. Aquella carta venía a darme fe de que vivía y se encontraba en buena salud física y mental, pues de no ser así, no me diría su hijo que el supremo caudillo de los Shoshones tal vez iría con él a la expedición del Monte Winnetou.
Yo no tenía la menor idea de la situación de aquel monte. Únicamente sabía que los apaches querían ponerse de acuerdo con las tribus amigas para dar el nombre de su querido jefe a un monte que se distinguiese por su posición, sus condiciones especiales y su importancia; pero no tenía noticias de que se hubiera realizado el propósito, ni menos conocía el monte en que había recaído la elección. Lo único que conjeturaba es que no estaría fuera de la comarca en que se movían los apaches. Como los indios Culebras tienen sus campamentos y sus praderas a muchas jornadas al Norte de aquélla, era ciertamente caso extraordinario que un hombre de más de ciento veinte años emprendiese un viaje semejante, impulsado no por la necesidad, sino por el deseo de su corazón, aún joven.
¿Por qué querría ir con su hijo tan al Sur? No lo sabía, ni pude llegar a dar una respuesta satisfactoria a esta pregunta, a pesar de lo mucho que pensé sobre ello. Lo único que podía hacer era esperar, a ver si por otra parte recibía noticias acerca de aquel punto. En cuanto a responder a la carta era imposible, porque no conocía el lugar de residencia de los dos jefes. En todo caso, no debía de ser un motivo sin importancia el que los incitaba a visitar el lejano territorio de los apaches. Supuse que aquel motivo no era de índole puramente personal sino de orden más elevado; y como mis señas son conocidas en aquel país y mantengo correspondencia con muchas de las personas que en él viven, de las cuales he tratado en mis libros y trataré de nuevo, me figuré que no tardaría en saber más del asunto.
Así fue. Apenas habían pasado dos semanas cuando recibí una segunda carta, de quien menos podía esperar. El sobre traía la misma dirección y la carta, también escrita en inglés, decía así:
Ven al Monte Winnetou para la gran lucha postrera. Allí me darás por fin tu cuero cabelludo, que me debes desde hace dos generaciones. Esto manda que te escriban.
TO-KEI-CHUN.
Jefe de los comanches Racurros.
Una semana después recibí una nueva carta, con la misma dirección, y cuyo contenido era el siguiente:
Si tienes valor, ven al Monte Winnetou. La única bala que conservo te espera con impaciencia.
TANGUA.
Antiguo jefe de los Kiowas.
Escrito por Pida, su hijo, jefe actual de los Kiowas, cuya alma saluda a la tuya.
Estas dos cartas eran sumamente interesantes, y no sólo desde el punto de vista psicológico. Parecía que las dos habían sido dictadas por ambos jefes en el mismo lugar y con la misma idea. Los dos me odiaban aún tan implacablemente como en otro tiempo. Era curioso que el hijo de Tangua me enviase su saludo a pesar de este odio; pero al momento recordé de dónde procedía su gratitud para conmigo.
Mucho más importante que todo ello era el hecho de que también los enemigos de los apaches se dirigiesen al Monte Winnetou. En una de las cartas se hablaba de una «gran lucha postrera». Aquello tenía un aspecto muy peligroso, que comenzó a preocuparme seriamente. ¿Se trataría quizá de algún antiguo enemigo mío que quería darme la broma de hacerme ir a América a mis años? Pero a los quince días recibí otra carta, fechada en Oklahoma, a la que hube de dar pleno crédito, y que decía así:
Mi querido hermano blanco:
Mánitu, el Grande y Bueno, ordena a mi corazón que te diga que se ha convocado, para acudir al Monte Winnetou, una alianza de los jefes ancianos y otra alianza de los jefes jóvenes, con objeto de juzgar a los rostros pálidos y decidir sobre el porvenir de los hombres rojos. Tú irás y yo iré. Mi alma se alegra de pensar en la tuya. Yo cuento los días, las horas y los minutos que faltan para verte.
Tu hermano rojo,
SCHAH KO MATTO.
Jefe de los Osagas.
También esta carta venía escrita en inglés y por un hijo del jefe, cuya letra conocía yo, por estar en correspondencia con él. Schahko Matto incluía en la carta su totem de cuero, como hacía siempre que se trataba de algún asunto importante. Ya no había, pues, que creer en una broma. La cosa era perfectamente seria, era una realidad. El pensamiento de ir allá comenzó a apoderarse de mi espíritu. Pero ante todo, era necesario, naturalmente, conocer del asunto más detalles, que no se hicieron esperar mucho. A los pocos días recibí una comunicación escrita en un pliego grande y redactada en estilo oficial, que quería ser una invitación y que por su tono era más bien el traslado de un acuerdo. Su tenor era el siguiente:
Dear Sir,
En la Asamblea de Jefes celebrada el año último, se acordó por unanimidad dar el nombre de Winnetou, el más famoso jefe de todas las naciones, a la altura de las Montañas Rocosas que reuniera mejores condiciones al efecto. La designación recayó en el monte, que usted conocerá seguramente, aunque sólo sea por la geografía, que eligió para su retiro el misterioso hombre de las medicinas Tatellah-Satah (Thousand-Years). Al pie de dicho monte y a diversas alturas del mismo se celebrarán, a mediados del mes de septiembre de este año, las siguientes asambleas:
1. Asamblea de campamento de los jefes ancianos.
2. Asamblea de campamento de los jefes jóvenes.
3. Asamblea de campamento de las esposas de jefes.
4. Asamblea de campamento de todos los demás hombres y mujeres rojos famosos por algún concepto.
5. La sesión final, bajo la presidencia del Comité abajo firmado.
Lo que se pone en conocimiento de usted por si desea asistir personalmente a dichos actos. En caso afirmativo, se servirá comunicarlo al Presidente o al Vicepresidente, quienes le notificarán el objeto de aquéllos. Al mismo tiempo se le previene que tanto las citadas asambleas como los preparativos para las mismas deberán ser un secreto para los hombres de las demás razas. Le exhortamos a que guarde la mayor reserva sobre este punto, y nos creemos autorizados para suponer que tenemos ya la palabra de honor de usted de guardar silencio acerca del mismo. Podrá usted recoger personalmente del Secretario infrascrito la tarjeta numerada para los lugares de reunión, que se le indicarán cuando se presente. Todos los discursos se pronunciarán en inglés, para mejor comprensión de los asambleístas.
De usted con toda consideración: El Comité.
Firmado:
SIMÓN BELL (CHI-LO-LET), Profesor de filosofía, Presidente.
EDUARDO SUMMER (TI-ISKAMA), Profesor de Filología clásica, Vicepresidente.
GUILLERMO EVENING (PE-WIDAH), Agente Secretario.
ANTONIO PAPER (OKIH-CHIN-CHA), Banquero Tesorero.
OLD SUREHAND, Director.
Al pie del documento había la siguiente nota del último de los firmantes:
Espero que vendrás en todo caso. Considera mi casa como tuya, aunque no esté yo en ella. Por mi cargo de director, ando siempre ocupado, desgraciadamente. Vas a tener una sorpresa que te producirá mucha alegría. Quedarás encantado de ver lo que hacen nuestros dos muchachos.
Tu viejo y fiel,
OLD SUREHAND.
Por los mismos días me llegó la siguiente breve carta:
Hermano mío:
Sé que estás invitado. No dejes de venir. Me alegra extraordinariamente la idea de volver a verte. Los dos chicos te escribirán por separado. Tuyo,
APANACHKA.
Jefe de los comanches Kanenes.
Estos «dos chicos» o, como decía Old Surehand, «nuestros dos muchachos» me escribieron la siguiente misiva:
Respetado señor nuestro,
Cuando usted, en otro tiempo, nos apartó de nuestro falso y mezquino arte señalándonos los caminos para llegar al arte verdadero, le prometimos no dar nuestras obras a la publicidad hasta que nos encontrásemos en situación de poder demostrar de modo incontrovertible, por la exhibición de verdaderas obras maestras, que la raza cobriza no es, en modo alguno, inferior en dotes naturales a ninguna otra, incluso en la esfera del arte. Hemos heredado la aptitud para las tareas artísticas de nuestra abuela que, como usted sabe, fue una india de pura raza, y hasta exteriormente pasó por una perfecta india. Estarnos dispuestos ahora a llevar a cabo la prueba exigida por usted, que nos prometió, cuando llegase el tiempo de hacerla, venir, a pesar de la gran distancia que nos separa, para examinar nuestras obras. Creemos que este examen nos será favorable y le esperamos a usted a mediados de septiembre en el Monte Winnetou, para darle allí la bienvenida. Sabernos que ha sido usted invitado, como no podía menos de serlo, a tomar parte en las secretas e importantísimas deliberaciones que van a celebrarse, y tenemos el firme convencimiento de que nada podrá impedirle presentarse a su debido tiempo en el lugar convenido.
Con la mayor consideración, quedamos de usted afectísimos servidores,
YOUNG SUREHAND.
YOUNG APANACHKA.
Esta carta dio en el clavo y me produjo alegría, a pesar de que los dos muchachos la habían escrito únicamente con el objeto de incitarme a hacer el viaje. El que haya leído mis obras sobre «Winnetou» y «Old Surehand» sabrá al momento quiénes son esos dos jóvenes. Al que no las haya leído le aconsejo que lo haga, para que se dé bien cuenta de lo que se refiere en el presente volumen.
Ha de saberse que Old Surehand y Apanachka eran hermanos, que habían sido robados a su madre, una india de grandes dotes físicas y espirituales. Para recobrar a sus hijos, recorrió durante varios años, vestida de indio y con el nombre de Kolma Puchi, las ciudades del Este, las sabanas y los bosques, sin conseguir su objeto, hasta que Winnetou y yo logramos dar con las huellas que ella buscaba y encontrar a sus hijos, uno de los cuales era un famoso cazador y el otro un jefe de los comanches no menos célebre. Eran dos jóvenes que valían mucho, y que se han mantenido fieles a su amistad conmigo, a pesar de todos los cambios que han sufrido tanto su vida como la mía desde que nos separamos.
Los dos se casaron más tarde con dos hermanas hermosas e inteligentes, de la misma tribu que Winnetou, o sea de los apaches mescaleros, y de cada matrimonio nació un hijo, que heredó todas las dotes de Kolma Puchi, aún en mayor grado que ésta. Como tenían medios para desarrollar estas aptitudes naturales, Young Surehand y Young Apanachka fueron enviados al Este, para hacerse artistas: el primero arquitecto y escultor, el segundo pintor y escultor. Las esperanzas que se pusieron en ellos se vieron cumplidamente realizadas. Pasaron luego algunos años en París, donde trabajaron en los talleres más famosos; fueron luego a Italia y por último se trasladaron a Egipto, donde estudiaron el arte colosal primitivo. A su regreso vinieron a Alemania a verme. Me fueron muy simpáticos, no sólo porque veneraban como a un semidiós a mi incomparable Winnetou, sino porque sus facultades y sus anhelos artísticos eran verdaderamente extraordinarios, y aún prometían serlo más. Desgraciadamente, todo su arte estaba enfocado hacia el business, al modo genuinamente norteamericano y por eso oyeron de mí, en lugar de elogios, severas admoniciones que aún no habían perdonado ni olvidado, como me demostraba su carta. Aquel era también el motivo de que ni sus padres ni ellos me hubieran dicho nada, en todo el tiempo transcurrido, sobre sus planes para el porvenir ni sobre sus presentes ocupaciones artísticas. Sobre todo se guardó conmigo reserva absoluta acerca de la causa que había impulsado a los dos jóvenes a estudiar las colosales manifestaciones artísticas del antiguo Egipto. Pero, en vista de la carta, comencé a sospechar que las «obras maestras» que se me invitaba a examinar, debían de estar en relación con aquello.
No puedo decir con sinceridad que aquellas cartas, recibidas por mí en sucesión tan rápida, me produjeran alegría. ¿Por qué no se me decía franca y honradamente de qué se trataba? ¿Para qué ese juego a las asambleas en un campamento? Las ideas elevadas y fructíferas se conciben en la sagrada y tranquila soledad, no en medio de largos discursos, cuyo éxito nunca puede ser de gran duración. ¿Por qué aquella separación entre los jefes ancianos y los jóvenes? ¿A qué fin habían de reunirse aisladamente las mujeres indias? ¿Quiénes eran los «demás hombres y mujeres rojos famosos por algún concepto»? ¿Serían quizá los miembros de aquel Comité que me parecía tan raro y hasta tan sospechoso? Ellos eran los que iban a presidir la sesión de clausura, es decir, los que iban a influir y, a modificar las conclusiones de todas las asambleas. Los nombres de los dos profesores, indios de nacimiento, me eran conocidos. Los dos tenían fama; pero el tono en que se dirigían a mí no habría gustado a Sam Hawkens, Dick Hammerdull o Pitt Holbers. El Secretario y el Tesorero eran completamente desconocidos para mí. Y ¿cómo estaba Old Surehand desempeñando las funciones de director? ¿Para qué un «Director» especial? ¿Tal vez para echar sobre él la responsabilidad moral, o para buscar su garantía pecuniaria? Old Surehand había sido un hombre del Oeste de primera línea; pero desgraciadamente yo no sabía si estaría en condiciones de hacer frente a la astucia de un negociante americano curtido en los tratos financieros. Aquel asunto me preocupaba más cuanto más pensaba en él. Tampoco a mi mujer le agradaba.
Y ya que hablo de ella, diré que también recibió una carta concebida en estos términos:
Querida hermana blanca:
Por fin van mis ojos a verte; mi alma te ha visto hace mucho tiempo. El dueño de tu casa y de tus pensamientos va a venir al Monte Winnetou, para deliberar con nosotros sobre cosas bellas y grandes. Sé que no hará el viaje sin que tú lo acompañes. Te ruego le digas que preparo para ti y para él nuestra mejor tienda y que espero tu llegada como la del amado y ardiente rayo de un sol, desconocido para mi vida hasta este momento, ya tan próximo a la hora de la separación. Ven, pues, y tráeme tu amor a la humanidad, tu bondad de corazón… y tu creencia en el grande y justo Manitu, a quien quisiera sentir como tú lo sientes, querida hermana mía.
KOLMA PUCHI.
Debo advertir que «Corazoncito» estaba en correspondencia con Kolma Puchi y que aquella carta no dejó de influir en nuestras resoluciones. Si yo había de ir, era natural que no emprendiera el viaje solo.
Recibí otras varias cartas, entre las cuales elijo una para reproducirla, porque me pareció la más importante de todas las que me dirigieron sobre aquel punto. Estaba escrita en buen papel, por mano ejercitada en la caligrafía, y venía envuelta en el gran totem del que la había dictado, que era de cuero de antílope delgado como papel y que, por un procedimiento sólo conocido de los indios, había recibido la blancura de la nieve y el brillo de la porcelana. Los caracteres punteados estaban coloreados de rojo y verde con cinabrio y otra sustancia desconocida para mí. Decía así la carta:
Mi viejo hermano blanco:
He preguntado a Dios por ti. Quería saber si aún figurabas entre los que se dice que viven. La respuesta ha venido por la noticia de que se te ha invitado a las deliberaciones de septiembre que se celebrarán aquí, en mi monte, cuya paz y soledad quedarán destruidas para siempre. En nombre de todos los que amaste cuando estuviste aquí y a los que quizá aún amas, te pido que aceptes la invitación. Apresúrate a venir desde dondequiera que estés y acude a salvar a tu Winnetou. Se le va a juzgar de un modo falso y tampoco a mí se me va a comprender. Tú no me has visto nunca, ni yo a ti. Del mismo modo que yo nunca he oído el sonido de tu voz, así tampoco tú has percibido el metal de la mía. A pesar de ello, hoy atraviesa el mar, para llegar hasta ti, mi grito de angustia tan fuerte, tan penetrante, que no podrás menos de oírlo y vendrás sin pensar en más.
Nadie sabe que te llamo. Sólo se entera de mi llamamiento el que esto escribe. Él es mi mano y callará. Antes de presentarte aquí, dirígete al «Nugget-Tsil». De los cinco grandes pinos azules, el del centro te hablará y te dirá lo que no puedo confiar a este papel. Sea para ti su voz como la de Mánitu, el Gran Espíritu, eterno y misericordioso. Te lo pido una vez más: ven, ven y salva a tu Winnetou, a quien quieren ahogar y asesinar.
TATELLAH-SATAH.