EL VIAJERO

—Te voy a contar una historia, y después de que te la cuente sabrás quién soy —le dices, y te inclinas un poco hacia delante.

Es una sensación maravillosa. El pulso de la casa inunda tus dedos, sabías que todavía había vida en ella, y sigues hablando: —El verano en el que cumplí los doce años, estaba una noche leyendo a la luz de una vela, en secreto, y una mariposa nocturna entró en mi habitación a través de la ventana. Dio unas vueltas alrededor de la llama de la vela. No pasó ni un minuto y se achicharró. Me pregunté entonces cómo aquella mariposa podía ser tan estúpida. Y entonces me vino la idea de que tal vez la mariposa habría visto algo en esa llama que yo no podía ver.

¿Quería morir o no sabía nada del peligro que corría? ¿Y qué hubiera pasado si la mariposa hubiera conocido el peligro y se hubiera lanzado hacia la muerte con toda intención? Eso me hizo pensar durante bastante tiempo, y reflexioné sobre cómo sería volar hacia esa llama pero sin quemarse. ¿Dónde estaría entonces? ¿Estaría en el centro del fuego? ¿Y qué ocurriría si allí no me pasase nada y, a partir de ese momento, me volviera intocable? Y si me volvía intocable, ¿seguiría siendo yo?

Ragnar Desche te mira, empieza a entender, lo puedes leer en su mirada. Y donde tú ves una llama, él ve a su padre. Sigues hablando.

—Estuve reflexionando sobre ello durante un año y medio. Durante un año y medio todo en mí giró únicamente en torno a esas cuestiones. Un buen día arrastré a un chico hasta el fondo de una piscina y lo dejé morir. Fue muy sencillo, no estaba planificado y tampoco fue un accidente. Volé conscientemente hacia la llama y no pasó nada. Nada. En ese momento me volví intocable, ¿entiendes? Me convertí en el que soy ahora. Sin sentimientos de culpabilidad, sin lamentos, y también sin moral. Me convertí en parte de la llama, y no hubo venganza, no hubo castigo. Ningún dios bajó del cielo para hacerme pagar. Nadie me señaló con el dedo. Lo imposible se hizo posible.

Esa vivencia estaba en contra de todas las normas de nuestra sociedad. Fue embriagadora. Y entonces me hice la pregunta más importante que se puede hacer cualquier individuo: «Si la llama no puede hacerme nada, ¿cómo puedo mantenerme lejos del fuego?»

Guardas silencio durante un momento, antes de añadir: —Por eso estamos sentados aquí.

Silencio. No sabes lo que él está pensando, su rostro no te revela nada, sus manos trabajan, y hasta la mano izquierda ha despertado ya, se abre y se cierra. Y si pudieras echar un vistazo dentro de su cabeza verías a un Ragnar Desche de dieciséis años, que abandona un edificio de apartamentos después de haber matado a su padre y se marcha. Un chico que no camina por la acera, sino por el medio de la calle, porque necesita sitio, porque de repente es un chico violento y mayor, y ya no le basta la acera. Tú te adentraste en la llama a tu modo. Él lo hizo al suyo. El resultado es el mismo, ambos habéis crecido con ello. Y ahora él está sentado delante de ti y no te quita la vista de encima. Él está viviendo su momento, está en medio de la llama y te mira, hacia fuera.

—Somos iguales —dices.

No hay reacción. Tal vez todo sea distinto y él no está pensando en nada, y se pregunta lo rápidamente que puede coger su arma. Todo es posible.

Por fin dice algo:

—¿Y qué te hace creer que somos iguales?

—La oscuridad y la profundidad —respondes.

—Tú estás enfermo —dice él.

—Y tú no tienes corazón.

—¿Qué?

—Y yo no tengo alma. Tú y yo, yo y tú. Nos hemos encontrado. Y ahora podremos tener paz.

Y es entonces cuando le revelas quién es el Viajero, y no omites nada, le cuentas todo, muerto por muerto, con detalles, le describes tu búsqueda, le hablas de la profundidad de la que tienes que emerger siempre, a fin de abrirle la puerta a lo oscuro. Tu búsqueda te ha traído hasta este lugar después de treinta y cuatro años.

A esta habitación.

A esta mesa.

«Has llegado.»

Ragnar Desche mira a su alrededor. Te da a entender que no le interesa que hayas estado buscándolo durante cien o mil años. Sabes que esto puede tardar. Aún tiene que mostrarte su verdadero rostro. Y de hecho tarda. Su expresión no revela nada, sólo su cuerpo reacciona. Los hombros se le suben, pone las manos sobre el tablero de la mesa, de modo que ahora está sentado igual que tú. Un pie da golpecitos en el suelo, puedes sentir las vibraciones a través de la madera. Respira más aceleradamente, con más seguridad, y está dispuesto a todo.

El golpeteo del pie cesa.

—Ahora hemos llegado —dices tú.

—Ahora hemos llegado —dice él.

Dos hombres en una cocina.

En un hotel en ruinas.

Sobre un acantilado.

Solos.

Ya no hay yo ni él.

Sólo una cosa queda.

Tú.