RAGNAR

Yaces sobre un terreno que antes estuvo cubierto de abetos y en el que, en las noches navideñas, se reunían manadas de lobos, antes de que tus antepasados lo limpiaran para construir un hotel de playa sin playa. Ya no sientes nada de aquella vieja época, y pronto pasarás a formar parte de esa maldita tierra si el sol sigue quemándote como lo está haciendo. Si aparte de la conmoción cerebral sufres ahora un golpe de calor, serás pasto de las gaviotas. Pero algo está sucediendo. Algo que tiene buena pinta. Hay cierto temblor en tus piernas, y también tus dedos se estremecen. Tu cuerpo se desentumece, como si hubiera estado congelado por un tiempo.

«Como Oskar.»

Tu mundo se ha salido de quicio. Tu hijo ha renegado de ti, dos de tus mejores amigos están muertos en el maletero, y tú estás lleno de rabia.

Desvías esa rabia de la cabeza a tus caderas, necesitas tu sentido común de inmediato para salir de esa situación. Hagas lo que hagas ahora, deberías acumular fuerzas para el final, pues necesitarás un montón de fuerza.

El dolor se ha reducido, también el mareo, el estómago se te ha tranquilizado. Caes en un aliviador desmayo y desapareces por un rato en la ciudad de Begrenz, en un café con vistas al lago de Constanza, un café que visitaste hace muchos años, cuando uno de tus clientes te invitó a la inauguración del festival de la ciudad. Estás sentado con Oskar y Tanner junto a la ventana, el sol penetra por ella, y todo es de una luminosidad cegadora. Tanner te da un codazo, y tú alzas la vista, Leo está pasando delante del café, pero tiene prisa y os hace una seña fugaz. Bebes una limonada con mucho hielo, Oskar está comiendo un trozo de tarta, el tercero, y os maravilla que no haya engordado ni un gramo en todos esos años.

Tanner se lleva la mano a la barriga. Casi siempre está haciendo dieta. «¿Y de qué me ha servido? Ahora ya ni respiro», dice. Oskar asiente, conoce esa sensación. Miras tu limonada y no te ves capaz de moverte. «Ahora ya sabes cómo me sentía —dice Oskar—, nada te funciona.» La camarera trae un plato con más trozos de tarta y dice: «Invitación del jefe.» Miráis hacia la barra, el jefe es un joven con delantal y un hueco en la frente. Le dedicáis un gesto de agradecimiento. Él os devuelve el saludo. Tú no quieres decirlo. Es Tanner quien lo dice: «¿No es ése Mirko?» Oskar dice: «Por lo menos tiene un trabajo.» Tú bebes un sorbo de tu limonada e intentas no reír. Estás rodeado de muertos, y si levantas la vista ahora mismo, entrará Rute, llevando de la mano a Marten, pero eso es algo que en realidad no quieres ver en ese momento. La oscuridad te salva. El sol desaparece tras la noche, como si la noche fuera una cortina. El ambiente se torna agradablemente fresco, y cuando abres los ojos ya no estás solo. Hay un hombre inclinado sobre ti, el sol brilla por detrás de su hombro, no puedes reconocer su rostro. El hombre te pregunta: —¿Te acuerdas de mí?

—¿Qué?

—¿Recuerdas quién soy?

Tragas saliva, sientes como si tu lengua fuera tres veces más grande de lo que es. Tus ojos se han acostumbrado a la oscuridad. El rostro del hombre flota ahora muy nítidamente sobre ti. Apenas puedes oírte a ti mismo, de tan débil que es tu voz.

—No tengo ni idea de quién eres.

El hombre asiente, ya se lo esperaba.

—Ya vendrá.

—¿Quién?

—El recuerdo. A veces se pierden.

Intentas mantenerlo enfocado. Lleva una camiseta con una cruz encima.

Tiene tu edad. Dice:

—Yo, en cambio, sé quién eres tú. Eres el hombre que hace que su hijo mate por él. Por tu culpa mi hijo estaba boca abajo en la tierra.

Percibes el temblor en tu mano derecha, y aprietas el puño. «¡Despierta, cuerpo de mierda, despierta y haz algo, antes de que este tipo acabe conmigo!» Un músculo en tu pierna se estremece, tu tacón pega contra el suelo.

—Marten —dices.

—Correcto, se llamaba Marten.

Claro que podrías mentirle, pero entonces no serías tú. Ragnar Desche no miente. Ragnar Desche es sincero y dice: —Fue culpa suya.

—No.

—Él hizo…

—He dicho que no. Mi hijo no tuvo culpa alguna. Da igual lo que haya pasado, sé que no tuvo culpa alguna. ¿Quién tuvo la culpa entonces?

Os miráis. Él conoce la respuesta, pero quiere oírla de tu boca. Tu hijo Judas. Te resulta fácil traicionarlo.

—Fue mi hijo.

—Gracias.

El hombre se inclina hacia delante.

—Esto te va a doler.

Él mete una mano bajo tu espalda, la otra por debajo de tus piernas y te alza. Es un poco como si alguien te metiera un hierro al rojo vivo por el trasero. El dolor se expande, te sube a toda velocidad por la columna vertebral y lo saludas como a un viejo amigo al que no has visto hace una eternidad. Tener dolores significa que todavía hay esperanza, que no hay parálisis, que no va a ser una vida en una cama, alimentándote con una pajita. Las conexiones del cuerpo aún no se han cortado. Se te saltan las lágrimas. Cualquier persona con cien años tiene más dignidad. La cabeza te cuelga hacia abajo, los brazos y las piernas ya no existen realmente, sólo tu mano derecha palpa el aire, te cae la saliva de la boca, y al cabo de unos pasos el dolor es demasiado fuerte hasta para una mente tan fuerte como la tuya, y pierdes el conocimiento.

Parpadeas. Tienes delante un vaso de agua. Estás sentado a una mesa, tu cabeza se puede mover, tus músculos funcionan, tu brazo izquierdo no reacciona, pero el derecho se alza lentamente, tus dedos rodean el vaso. Te tiembla el brazo. Bebes y miras al hombre. Está sentado en el otro extremo de la mesa, con las manos sobre el tablero, mientras te observa y espera.

El vaso está vacío y lo colocas otra vez sobre la mesa.

—Estamos solos —dice el hombre.

—Mi hijo regresará.

—No lo creo. Tu hijo no vendrá, como tampoco vendrá el mío. Ahora somos dos padres sin hijos.

Por un instante estás seguro de que el hombre ha secuestrado a Darian, lo crees capaz. Pero entonces te viene a la memoria la manera en que Darian te habló y se marchó.

«Después de que, el muy idiota, vaciara el cargador disparando contra el hotel.»

—Tenemos mucho tiempo —dice el hombre.

—No lo creo. En cuanto mi cuerpo vuelva a funcionar, me largo de aquí.

El hombre niega con la cabeza.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntas.

—Quiere decir que no te largarás de aquí. Morirás aquí. Éste es tu fin.

—¡¿Qué?!

—Ya me has oído.

Él sonríe. No es una sonrisa cruel, ni arrogante, es amable.

Crees sentir que el tiempo te echa su aliento en la nuca. Aunque se trata solamente del viento del verano, que se cuela por las ventanas rotas. Por supuesto que el hombre que está delante de ti es un comediante. Así que ríes y le dices exactamente eso.

—¿Qué eres? ¿Un comediante?

—Me conoces, sabes quién soy.

Pegas un puñetazo encima de la mesa, el vaso salta en el aire, rueda por el tablero y se hace añicos en el suelo. Tu voz no es más que un gruñido.

Ragnar Desche empieza a despertar lentamente.

—Tú, pedazo de mierda, ¿qué te has pensado? ¿Qué estás haciendo tú aquí? ¿Crees que puedes arrastrarme por todo este lugar, sentarme en esta mesa y contarme que voy a morir aquí? A mí nadie me amenaza. Nadie, ¡¿está claro?!

—No te he amenazado.

—¡¿Qué?!

—Nadie te está amenazando, son los hechos.

Tu mano busca, te la llevas a las caderas, tu arma no está en el cinturón.

El hombre coge tu automática de una de las sillas. Se inclina hacia delante y la empuja hasta el centro de la mesa.

La mesa tiene una longitud de cinco metros. Si te levantas ahora, tendrías tu arma en dos segundos, y acabaría todo para el comediante. Pero ¿qué pasa si sólo quiere ponerte en evidencia? ¿Qué pasa si le ha sacado el cargador? Podría ser muy embarazoso.

—El arma está cargada.

Ese hombre no sólo te pone nervioso, también te lee el pensamiento.

—¿Y qué me impide cogerla? —le preguntas.

—Tus piernas. Todavía tienes que esperar un poco para que te funcionen de nuevo.

—¿Y quién dice que no están funcionando ya?

—Si funcionaran, ya haría rato que hubieses intentado coger tu pistola.

Tiene razón, y detestas que la tenga.

—¿Y qué pasaría después?

—En cuanto tengas el arma, te mataré.

Lo miras con expresión de incredulidad.

—¿Con qué?

Él se mira las manos.

Tú miras sus manos.

Están sobre el tablero de la mesa.

Te ríes.

—¿A qué viene eso? ¿Eso es todo lo que tienes que ofrecer? ¡¿Tus malditas manos?! ¿Tienes acaso una idea de quién está sentado delante de ti?

Necesitarás algo más que esas dos manos si pretendes acabar conmigo.

Él no reacciona. Tú continúas. Tu juego es siempre el mismo. Irritas a tus enemigos, ves cuán lejos puedes llegar con ellos.

—¿Crees que la mesa saldrá volando si levantas las manos de ella?

El hombre reflexiona antes de decir: —Si las levanto, te matarán. —Entonces sonríe, y añade—: Así son estas manos.

A eso no hay nada más que decir. Sientes un temblor en tus piernas.

«¡Despertad, maldita sea, despertad de una vez!»

Y aunque no quieres hacerlo, tienes que preguntárselo.

—¿Quién eres tú?