NEIL

También a ti te tendremos que dejar ir ahora. Fuiste nuestro invitado, uno muy especial, robado de otra historia, lanzado en medio de este caos. Sin ti todo hubiera transcurrido de otro modo, sin nosotros nadie sabría cuánto has cambiado. Te hemos visto crecer y ahora ya es el momento de decirte adiós. El principio es como el final. Estás sentado en el coche, y una vez más estás en camino. Tu madre duerme durante todo el viaje, como si supiera exactamente a lo que tendrá que enfrentarse y necesitará fuerzas para ello.

Desde el principio no te creyó ni una palabra, cuando, sin venir a cuento, le dijiste que querías viajar al campo con ella. Y ahora estáis aquí.

Tú conduces, ella duerme, y el paisaje pasa de largo.

Tres horas después os detenéis en una calle lateral cercana a la Schlesisches Tor y coméis en un restaurante indio. Habláis de todo, pero no sobre lo que está sucediendo.

El edificio es antiguo, y están rehabilitando la fachada. Tu madre te sigue escaleras arriba. Sólo en una ocasión te agarra del brazo. Esperas. No es que le falte el aliento, está pensando.

—Podemos seguir —dice ella.

Seguís.

En la puerta no hay ninguna placa con el nombre, la madera en torno a la cerradura está arañada, y el marco de la boca del buzón está abollado.

—Todo es exactamente tal y como me lo había imaginado —dice tu madre.

—¿Todo bien? —preguntas.

Ella asiente.

Tocas el timbre.

Esperáis.

Se oyen pasos.

La puerta se abre.

Tú te das la vuelta y corres escaleras abajo.

—Richard… —le oyes decir a tu madre.

—Ah, Kristin —le oyes decir a tu padre, que no está ni sorprendido ni decepcionado, lo dice como alguien que lleva ocho años cargando con un arcón lleno de pensamientos y ahora, por fin, puede dejarlo en el suelo.

Los dejas solos.

Delante del edificio, tus ojos parpadean al sol, como si acabaras de despertarte. Estás en Friedrichshain, todo Berlín está a tus pies, y no sabes qué hacer. Cuando estuviste aquí la última vez, Stinke se cruzó en tu camino.

Parece que ha pasado una década, es como ayer, pero sólo hace cuatro días.

Nessi ha dejado una huella profunda en tu memoria.

«Como si siempre hubiera estado ahí y yo no lo hubiese notado.»

La noche anterior intentaste dos veces localizarlas, pero tenían el móvil apagado. Quién sabe, tal vez lo hubiesen tirado, habría sido lo mejor.

También esperaste que hubieran sido lo suficientemente inteligentes como para deshacerse del coche.

Caminas en dirección a la Alexanderplatz, te compras un helado y miras los escaparates. Te mezclas con la gente y esperas la llamada de tu madre. ¿Qué decisión tomarán tus padres? ¿Volverán a vivir juntos o no? No quieres pensar en ello, tú has hecho lo que has podido.

Las dos horas se convierten en tres, y entonces suena tu teléfono. Pero no es tu madre. En la pantalla ves tu viejo número de móvil. Con cautela, aceptas la llamada.

—¿Neil?

—Sí.

—Soy yo, Nessi.

Te detienes, alguna gente choca contigo, pero te quedas ahí.

—¿Hola? ¿Me oyes?

—Te oigo.

—Yo… Yo sólo quería decirte que ya estamos de regreso.

—Bien, eso es bueno. ¿Estáis bien?

—Nosotras… Bueno, sólo quería preguntarte si tú… Si puedes… ¿Estarás ahí?

Guardas silencio, sabes a lo que se refiere, pocas palabras pueden significar mucho a veces. «Si estarás ahí.» Y por un momento estás seguro de que aquella mañana, cuando le acariciaste la mano al despedirte, ella te leyó el pensamiento. «Quédate aquí y yo cuidaré de ti y del niño, si a cambio tú salvas mi alma.» Tu alma todavía desea ser salvada. Ahora sólo tienes que estar ahí.

—Estaré —dices.

—Gracias. Eso es…

Ella guarda silencio, oyes un ruido, entonces Stinke se pone al teléfono y dice: —Vaya mierda, ahora está lloriqueando de nuevo. Espero que le hayas dicho algo bonito, ¿o no?

—Le he dicho algo bonito.

—Tienes suerte, de lo contrario tendrías que vértelas conmigo.

—Jamás haría eso.

—Me alegro de que lo hayamos aclarado.

Ríes, estás en el centro de Berlín, en una acera, y te pones a reír. La gente te mira con hosquedad, te evitan como a un leproso, un apestado.

Sientes como si tu vida acabara de comenzar, y quien no ríe es porque no sabe lo que es. Guardas el móvil y miras al cielo, y creces unos diez centímetros. Jamás te has sentido tan bien siendo un apestado.