Y entonces todo ha acabado, los disparos de la planta baja cesan, pero tú sigues en la tumbona. El sol ha dado la vuelta a la esquina y cubre tus piernas como una manta de luz. Sientes como si te cargaran las baterías.
Crees oír a lo lejos la voz de tu padre. Él habla contigo, y aunque no entiendes ni una sola palabra, es una sensación agradable sentirlo allí. Te pones a la escucha, sientes la vibración de unos pasos que se acercan por la terraza.
«Si aparece le preguntaré si me perdona.»
—¿Taja?
No puedes responder, estás allí tumbada y no puedes ni siquiera abrir los ojos. No puedes quedarte dormida ahora, así que levanta la vista.
Levantas la vista.
Nessi está en el marco de la puerta, con una mano tapándose la boca, a causa del susto, la otra cerrada en un puño, un puño que no sabe qué hacer.
«Típico de Nessi», piensas, e intentas esbozar una sonrisa. Nada te funciona, tu boca está demasiado cansada para una sonrisa. Nessi sale a la terraza, y se mueve tan rápidamente que, aunque hace un instante estaba junto a la puerta, ahora está agachada junto a ti. No hay ningún espacio intermedio. Suspiras y suenas como una niña pequeña que acaba de despertar.
—Estoy bien —dices, y no ves lo que Nessi ve: el oscuro charco que se va extendiendo bajo tu tumbona y que la madera seca se traga.
—Estás sangrando.
—Estoy bien, Nessi, me siento… bien.
—No puedes sentirte bien. Has perdido muchísima sangre. —Te coloca una mano sobre la frente. Está entumecida y húmeda. Estás en estado de shock. Tu cuerpo se viene abajo poco a poco, todo tu sistema se despide. Nessi te coge el brazo.
—Tienes que levantarte, te llevaremos a un hospital.
—¡Nessi, no!
Tu voz tiene una firmeza que hace que Nessi retroceda, asustada.
—Me quedaré aquí.
—Pero…
—No hay peros que valgan. Me quedaré. Todo está bien… De verdad.
—Pero, bonita…
Nessi empieza a llorar. Te resulta difícil mantenerla enfocada. Tus ojos tiemblan como los reflejos de la luz en el agua, a veces luminosos, a veces oscuros; podrías quedarte dormida, con el sol cubriéndote lentamente, con Nessi a tu lado. Sus lágrimas te sientan bien. «Guarda luto por mí.» Quieres decirle que acerque una silla y que…
—Taja, ¿me oyes?
Ella te sacude por el hombro, tu cabeza se cae hacia un lado, tu mejilla roza su mano.
«Paz.»
—¿… exactamente te ha dado?
—¿Qué?
Nessi pasa la mano por tu herida, tú sueltas un grito, Nessi retira la mano como si se la hubiese quemado, tiene los dedos rojos. Os miráis, y de repente aparece una claridad en tus ojos que hace que Nessi deje de llorar al instante.
—No puedo dejarte aquí abandonada, Taja, por favor, no puedo.
—Nessi, iré a la cárcel, ya lo sabes.
—Pero si nadie sabe que tú…
—Iré a la cárcel lo sepa alguien o no. Mi padre está muerto, y yo iré a la cárcel. ¿Te lo imaginas? ¿Yo en la cárcel?
—Eres menor de edad.
—Mi tío se ocupará de que me castiguen. O él mismo me matará. Así que prefiero quedarme aquí.
—Pero…
—Todo está bien, de verdad. Estoy feliz de poder estar aquí.
—Pero te estás desangrando.
—Es sólo un rasguño, Nessi. Parece peor de lo que es, te lo juro.
Nessi sabe que mientes, tú sabes que mientes. Pero lo necesitáis, de lo contrario jamás os separaréis. Y es preciso separarse. Muy preciso.
—Y llámalo, prométemelo.
Nessi sabe de inmediato a quién te refieres, y te lo promete.
—Y diles a las chicas que las quiero y que lo siento. No olvides que os quiero mucho a todas.
Nessi te acaricia la cabeza, se agacha a tu lado y os apoyáis la una contra la otra, frente con frente. Es una sensación de calidez, de seguridad, y sería bonito que Nessi se quedara todo el tiempo así a tu lado, porque así podrías soportarlo todo: el frío, el calor, la soledad. Entonces pierdes el conocimiento por un instante, emerges de nuevo, sedienta y cansada, el sol hormiguea en tu muslo y se te quiere subir al regazo como un perrito nervioso, tú te incorporas, pues te encantaría beber agua del fiordo.
«Sólo un trago.»
—Dame un beso de despedida —dices.
Nessi te besa, su aliento en tu boca; es un beso largo y cálido.
«Añoranza, me muero de añoranza», piensas, y oyes la voz de tu padre desde muy lejos, diciéndote: «Si hay algo que quieras mucho, no debes entregarlo, porque, sea lo que sea, tu corazón lo echará de menos.» No tenía razón. Tú lo escuchaste y quisiste retenerlo, y el caos se desató. Él lo entendió todo mal. Se trata de amor cuando se deja ir aquello que queremos.
—Sería agradable que hubiera otro par de sillas —dice una voz a tu izquierda, y entonces ves a Stinke sentada en el suelo, diciendo que su culito respingón no va a soportarlo mucho tiempo.
—Quien no busca no encuentra —dice Schnappi desde la puerta de la terraza.
Trae bajo el brazo tres sillas y te hace un guiño. En un instante, tus amigas están sentadas a tu lado, con las piernas extendidas, suspirando, porque la vista es muy bonita, y tú ya no te asombras de que no haya espacios intermedios, estás contenta de que tus amigas compartan contigo este lugar. Reina el silencio, nadie habla de culpas, no hay pasado, sólo cuatro amigas, aquí y ahora. Todo es como debió ser siempre. Y a veces oyes a tu padre hablar desde lejos, a veces oyes el suave rodar de unas ruedas, cuando tu madre da la siguiente vuelta, empujando el cochecito por la terraza durante la noche, aunque ahora es de día. El sol te hace bien, y tus amigas están a tu lado, y así puede seguir siendo todo. Tal vez alguien traiga té y galletitas, tampoco estarían nada mal un par de mantas para los días de frío, lo cierto es que te quedarías aquí para siempre, contemplando el fiordo, y no habría mejor vida que ésta.