TAJA

Estás de pie en medio del pasillo, mientras que las chicas continúan corriendo. Ellas no lo notan, miran dentro de las habitaciones y se van alejando cada vez más de ti. Es el fin de las dulces amigas. Tu mayor temor se ha hecho realidad. Ya no eres parte de ellas. Ya no eres parte de nada.

Aunque en los últimos días hayas hecho como si todo fuera como antes, has vivido únicamente del recuerdo de una Taja que perteneció a ese grupo.

«Había una vez cinco chicas y yo era una de ellas.»

La vergüenza te desborda, y probablemente te echarías a llorar de nuevo si no sintieras ese dolor. La bala ha penetrado algunos centímetros por encima de tu pelvis. Te ha acertado cuando entrabas corriendo por la puerta principal. Primero fue sólo un desgarrón, te tambaleaste y diste con el hombro contra una de las columnas, pero luego vino el dolor. Te llevaste la mano a la cadera, y viste sangre en tus dedos. Tus amigas no deben enterarse, no quieres sus cuidados ni su compasión. «Es sólo un rasguño», te mientes a ti misma, mientras la herida late como la luz de un estroboscopio, agitada y nerviosa.

Y a veces estás ahí y a veces no estás.

Tus amigas no han notado nada, ni siquiera Nessi, que se entera de todo; tienen el miedo metido hasta los huesos, en cualquier momento pueden entrar Darian y tu tío, en cualquier momento puede llegar la hora, y entonces ya no servirá de nada que Stinke haya atrancado las dos puertas, porque si tu tío viene, ya nada en este mundo os puede salvar. Por eso habéis corrido por el hotel, buscando un sitio donde esconderos. Seguiste a tus amigas durante un rato, como si un escondite pudiera salvarte. Cuando os visteis ante un callejón sin salida, os disteis la vuelta y las seguiste hasta la entrada, pero entonces te paraste. Sencillamente no querías seguir y te separaste de tus amigas.

Desde que entraste en el hotel sólo tienes un objetivo.

La escalera gime a cada paso. Evitas los huecos que hay en el suelo y te sostienes con la mano derecha en la pared, pero no te atreves a quitar la otra mano de la herida. Tus labios se mueven, y murmuras tu mantra.

«Una casa entre las rocas. Agua por debajo de mí, y sobre mí, el cielo.»

En la primera planta escoges el mejor cuarto, el que da al fiordo.

También aquí ha desaparecido el cristal del ventanal de la terraza, y sólo una esquirla cuelga del marco como una coma. Tu padre te contó que el cristal de las ventanas y las puertas eran Jugendstil. Arrancas la esquirla del marco y la sostienes en la mano, hacia el sol, a contraluz. Brilla con un suave color naranja.

«Aquí nací yo», piensas, y sales al exterior.

La terraza tiene dos metros de ancho y le da la vuelta a toda la casa. Te gustaría recorrerla a todo lo largo, pero el suelo se ha hundido al cabo de pocos metros, y la pared que da al exterior se ha derrumbado, llevándose consigo la terraza y su barandilla. Cuando te estaban saliendo los dientes, tu madre te daba la vuelta en el cochecito a toda la terraza, porque era la única forma de tranquilizarte. Y eso noche tras noche. Dieciséis vueltas a la terraza deben de haber sido su récord. Tú no podrás dar ni una sola vuelta, estás atrapada.

«Una casa entre las rocas.»

Estás temblando de frío, aunque el sudor perla tu frente y el aire es cálido. La luz del sol reposa sobre el fiordo como una piel de celofán. La niebla ha desaparecido, y en la otra orilla ves las montañas y una carretera por la que avanzan lentamente dos coches. Te inclinas hacia delante, la barandilla cruje y se dobla ligeramente hacia fuera. Ahí está la playa de guijarros con el embarcadero techado. Todo es como tu padre te lo describió.

Miras hacia abajo. El acantilado es alto, muy alto. Una gota de sudor se desprende de tu nariz. Stinke diría ahora: «Es lo suficientemente alto.» Te preguntas cómo sería caer ahí abajo y golpearte. El trozo de cristal se te cae de la mano y desaparece en las profundidades. No, no estás pensando en morir, pero tampoco estás pensando en vivir. Quieres quedarte en ese estado intermedio. Con tu dolor, tu culpa y tu sufrimiento. Te lo mereces, mereces sentirte tan sucia.

Si tu madre estuviera aquí, te entendería, y entendería tu soledad. Lo crees, te aferras a ello. Tu madre comprendería que la hayas despertado de nuevo a la vida durante un par de días. Durante dos días has estado viajando hacia ella.

Detrás de ti, apoyadas contra la pared, hay seis tumbonas, están deterioradas, como la fachada, y han adoptado el mismo color gris. Mientras viajabas en pos de tu madre, en tu delirio, las tumbonas eran de color verde y cedían suavemente bajo tu peso. Abres una, y ésta se desmonta bajo tus manos. Coges la tumbona que está detrás. Cruje y se tambalea cuando te sientas y estiras las piernas. La tela aguanta, te apoyas completamente, es la mayor sensación de relajación que has tenido desde hace mucho tiempo.

Mejor que cualquier droga, mejor que cualquier mano que te acaricie. Miras el fiordo. Es como llegar a casa.

«Debajo de mí, el agua; encima de mí, el cielo.»