Después de dejar a las chicas durmiendo, miraste hacia lo alto del acantilado y sólo ves rocas, algunos arbustos, pero ningún hotel. Sigues la carretera, alcanzas la cima y no das crédito a lo que ven tus ojos. Allí donde las chicas verán dos horas más tarde ruinas y caos, tú ves algo muy diferente.
«¿Qué es esto?»
Te recuerda un hotel de playa que viste hace muchos años en Montenegro. La casa podría ser de la época colonial, pero no encaja aquí.
Ahora entiendes por qué aquel hombre con el perro se rió antes. ¿Quién se toma el trabajo de subir a este acantilado para ver una ruina como ésta?
Las habitaciones están destrozadas, hay grietas en los techos y agujeros en las paredes, los suelos están cubiertos de basura. Pero puedes ver que son suelos de calidad. Tablones que resisten los elementos, no se han torcido ni doblado. El salón de la entrada está embaldosado y tiene cuatro columnas, una ancha escalinata conduce a la planta de arriba, le falta el pasamanos aquí y allá, y parece como si los escalones fueran a ceder bajo el menor peso.
Caminas con cautela y subes a la primera planta. Habitaciones vacías, y en los baños han arrancado los sanitarios y la grifería. Tú pasas el dedo por el empapelado, como si buscaras el pulso. En la segunda planta alzas la cabeza y miras al cielo. Ya no hay techo, las vigas están al desnudo, las ramas secas de un abeto cuelgan dentro y te recuerdan los tristes árboles de Navidad a principios de febrero en los bordes de las calles.
Mientras bajabas te imaginaste a los muchos huéspedes que habrían bajado y subido por esas escaleras. Te imaginaste lo que pensaban, cómo verían el futuro desde este lugar. Cada casa tiene su alma. Y el alma del hotel no ha desaparecido. Sigue respirando, y vive oculta en las paredes. Y aunque aún no has podido encontrarle el pulso, sabes que está ahí.
De vuelta en la planta baja, al final del pasillo encuentras una puerta cerrada. Está trabada, la madera debe de haberse hinchado. La empujas con el hombro y la puerta se abre de golpe.
La cocina es imponente y está casi intacta. Hay una mesa con sillas, y en el suelo restos de cristal y piedras, un calendario de 1997, con la foto de dos gatitos. En el fregadero hay un esqueleto de paloma, debió de haber entrado por la ventana y seguramente fue demasiado estúpida para encontrar la salida. Un antiguo reloj de estación ferroviaria cuelga en un lado de la pared, le falta el minutero. «¿Quién robaría un minutero?», te preguntas, y abres los armarios. Platos, tazas, copas. Encuentras latas caducadas hace diez años. La cocina es una cápsula del tiempo. Vas hasta la puerta y la cierras de nuevo, la cápsula ha quedado sellada, sólo a través de las ventanas rotas entra el presente y te echa su aliento en el rostro. Te sientas y colocas las manos sobre el tablero de la mesa. El polvo y la suciedad no te estorban. Estás muy quieto, sólo escuchas los sonidos de la casa, esperando tomarle el pulso.
Parece que han pasado minutos, pero has estado sentado allí dos horas, y seguirías sentado más tiempo probablemente si no oyeras ahora unas voces.
«Ellas han encontrado la casa», piensas, y no te mueves.
Es como una pieza de teatro transmitida por la radio. Oyes a las chicas discutir. Luego se hace el silencio. Un hombre habla. Habla con dureza, con furia. Te gusta el sonido. Entiendes cada palabra, y poco a poco, se van estableciendo las relaciones.
«El asesino de mi hijo está delante de la casa.»
No te mueves. La chica que se llama Taja se confiesa. Y tú escuchas y no te mueves, con ambas manos sobre el tablero de la mesa, los ojos fijos en la puerta cerrada. Pacientemente.
Puedes imaginarte quedándote aquí para siempre. Empezarías por la planta baja, devolviéndole la vida al hotel paso a paso, eliminando la basura, techando el edificio, sacando de las ruinas su antiguo esplendor. Cuando estuviste en la primera planta saliste a la terraza. Delante de ti estaba el fiordo, y debajo las rocas. El fin de la civilización no podría ser más hermoso.
«Un lugar para quedarse.»
Los disparos hacen que te estremezcas. No oyes gritos. Nada. Sólo tres disparos secos y luego silencio. Sigues esperando, con las manos sobre el tablero de la mesa, en silencio, muy quieto. Miras hacia la puerta, que se abre de golpe para dejar paso a las chicas. La puerta golpea contra la pared, rebota, la frágil asiática la sostiene con una mano. Te miran asustadas. Dices:
—Podéis entrar tranquilamente.
Ellas no se mueven, han contado con todo, pero no contigo. La pelirroja frunce el ceño y dice:
—¡¿Nos hemos equivocado?!
Te miras el pecho, vuelves a mirar a las chicas.
—Mi hijo me regaló esta camiseta. Pensó que nunca me la iba a poner, pero se equivocó. Sentaos.
La asiática niega con la cabeza. Es lo último que quiere hacer. Tendrás que ser más convincente. Diles la verdad, transmíteles la sensación de que han llegado.
—Aquí estaréis seguras.
No hay reacción. No cifran muchas esperanzas en la seguridad que les promete un extraño que está sentado en una casa en ruinas y lleva puesta una camiseta estúpida.
—¿Cuál de vosotras es Taja?
Por fin reaccionan, se miran, se dan la vuelta. La chica del cabello dorado dice:
—¿Dónde está Taja?