DARIAN

Las chicas han desaparecido dentro de la casa, y no le has acertado a ninguna. Tres disparos y, joder, no has acertado a ninguna. Te pasas el arma de una mano a la otra, y mueves los dedos agarrotados. Tenías el cuerpo demasiado rígido. Hubieras deseado tener la flexibilidad de un gato, pero eras como un trozo inerte de madera, sin ninguna agilidad.

Vas hasta donde está tu padre, que yace en el suelo, inmóvil. No puedes ver si respira o no. La sangre tiene un brillo opaco en el sitio donde el tubo le pegó, en plena cabeza. Apartas el tubo y te agachas. Pretendes preguntarle si te oye, dónde le duele y qué debes hacer. De esas tres preguntas saldrá una simple corroboración. Y ésta te asusta tanto como la verdad que has oído por boca de Taja.

—Has matado a mi mejor amigo.

Tu voz suena estridente. Es la adrenalina, el eco de los disparos, y, sobre todo, la decepcionante sensación de haber fracasado. «Ya está dicho.»

Estás sobreexcitado y cambias el arma de mano, a la de disparar. Tienes a tu padre tumbado delante de ti, podría estar muerto, podría estar vivo, pero sea como sea, tus pensamientos han salido por tu boca sin filtrar y ahora esperas que la realidad a tu alrededor se quiebre con una explosión. Por supuesto que no sucede nada, de modo que sigues hablando: —Me has mentido porque pretendías educarme. Lo sé. Tanner me lo dijo, me lo dijo todo.

Es una nueva sensación, estás agachado delante de tu padre, dices lo que piensas, y no pasa nada. Te cagas en el hielo que está debajo de ti, que debe romperse, te cagas en tu padre, porque debe estar muerto. «Muerto», piensas, y sientes alivio, un alivio que no has sentido jamás. Como después de un orgasmo, como un trago de agua después de una semana de sed.

«Muerto.» Tu padre ha fracasado, se ha dejado derrotar por una chica. Y te ha mentido. Eso pesa, eso tiene su peso. Querías reservártelo para ti, y ahora ya está dicho. Eres una nenaza.

—Él era mi mejor amigo.

Observas el arma en tu mano y mueves el seguro hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo. Qué fácil sería ahora meterle una bala a tu padre. Entonces sí que todo habría acabado. Ya no volverías a ser tú, él ya no volvería a ser él.

«Si él está muerto, yo vivo.»

Luego tirarías el arma al fiordo, te echarías a tu padre al hombro y regresarías al cementerio. Lo meterías en la fosa abierta y también meterías allí a Tanner y a Leo. Te aliviaría cubrir de nuevo la fosa tú solo, poner de nuevo las palas en el cobertizo y luego irte hasta el coche. Tal vez regresarías a Berlín, o tal vez te perderías en algún bosque noruego, convirtiéndote en un mito.

«Todo es posible.»

Apartas los ojos del arma y miras a tu padre. Tiene los ojos abiertos, la voz ronca.

—¿Qué…? ¿Qué ha pasado?

—Tú mataste a Mirko.

—Joder, Darian, ¿qué ha pasado aquí?

—Stinke te ha derribado de un golpe.

Él no se mueve, sólo sus ojos, su boca.

—¡¿Qué?!

—Te pegó con un tubo. Ese que está ahí. No la viste venir.

Él parpadea, se pasa la lengua por los labios, entorna los ojos, pretende echar un vistazo a su alrededor, pero no puede mover la cabeza; le tiembla la mano derecha, pretende cerrarla, pero desiste.

—Y tú mataste a Mirko. Tanner me lo contó. Mataste de un disparo a mi mejor amigo.

Tu padre tose, toma aire, su mirada acusa el dolor, él no quiere oír eso, pero no tiene opción, está desamparado.

—¿Por qué me mentiste? ¿Por qué dijiste que habían sido las chicas?

—Porque encajaba en la historia.

—¿Encajaba en la historia? ¿Qué quiere decir eso?

—Tienes que aprender a encauzar tu rabia. Te he trazado un rumbo.

Además, ese Mirko era un cagón. Me ofendió. Por lo visto Tanner no te contó eso. Tu amigo nos estuvo tomando el pelo a todos. Tú habrías hecho lo mismo si…

—¡No puedes matar a mi mejor amigo así, sin más! —lo interrumpes.

Interrumpes al hombre al que nadie interrumpe, y añades en voz baja—: Eso no puede ser.

—Claro que puede ser. Soy tu padre. Puedo hacer cualquier cosa. ¿¡Es que has olvidado quién soy!? ¿Qué te pasa? ¿Es que estás empezando a lloriquear? ¿Dónde están tus huevos? ¿Eres un castrado? Tú has matado a un chico y no pudiste ni mirarlo a la cara. Reflexiona sobre eso. Piénsalo, maldita sea, y abre los ojos y mírame. ¿Qué pasa? ¿Te tiembla la mano? ¿Es que quieres vengarte ahora de mí y meterme una bala en la cabeza?

Tú sólo lo miras, tu mano deja de temblar, mueves el seguro de la pistola hacia arriba y hacia abajo, arriba y abajo. Y entonces piensas en Leo, y piensas en Tanner. Piensas en cómo el arma se disparó en tu mano, cuando el chico enloqueció. Tres disparos y dos muertos.

«Porque lo estropeé.»

—Ayúdame a levantarme, no siento las piernas.

—Quiero una disculpa.

—¡¿Qué?!

—Quiero que te disculpes conmigo.

—Darian, deja ya esa chorrada, la cabeza me va a reventar y no puedo mover mis jodidos brazos ni mis jodidas piernas. ¡Ayúdame a levantarme!

—Discúlpate.

Tu padre te clava la vista, su mano izquierda se aferra a la tierra, no puede hacer nada más. Su voz es el siseo de una serpiente.

—Tú, mamón de mierda, que te quede claro, no tengo ningún motivo para disculparme, yo…

Enmudece, los ojos se le salen de las órbitas, se pone pálido, luego vuelve la cabeza hacia un lado y vomita. Da pena. Ya nada le funciona. Stinke le ha pegado con ganas, ni siquiera puede limpiarse el vómito de la barbilla.

Su cabeza gira rápidamente, escupe perdigones de saliva al aire.

—¡Ayúdame, Darian! Te lo diré otra vez, ayúdame, pedazo de hijo de puta con musculitos. ¡AYÚDAME A LEVANTARME, SOY TU PADRE!

Sabes que si pudiera te zarandearía ahora mismo. «Pero no puede.»

Impasible, estás agachado junto a él, y no hay ningún motivo para retroceder ni un milímetro. Está muy débil. Te llevas la mano al pecho, te la pones sobre el corazón, ahora sí que tienes ganas de llorar desconsoladamente, porque acabas de comprender, y esa comprensión está llena de emociones, y te entristece. Crees entender a tu padre por última vez.

—Creo que no tienes corazón —dices—. Por eso no sientes nada, por eso puedes ser como eres. Se olvidaron de darte un corazón.

Tu padre ríe.

—Deja ya de decir sandeces. Todos tenemos corazón. Sin corazón nadie podría vivir. Tal vez debería enviarte de vuelta al instituto, idiota.

Es una risotada falsa, ni siquiera se refleja en sus ojos. Los dedos de su mano derecha se mueven un par de centímetros en dirección a ti, el brazo inerte los frena. No apartas la mirada de tu padre.

—Darian, ayúdame a levantarme, estoy aquí, tumbado en mi propio vómito, ¿es que no lo ves? Ayúdame a levantarme y larguémonos de aquí.

—No pienso hacerlo.

—¡¿Qué?!

—He dicho que no pienso hacerlo.

—¿Qué quiere decir con que no piensas hacerlo? Nadie quiere que pienses nada.

En eso tiene razón, y eso duele, pero tiene razón. Así que hazlo rápido y sin rodeos. Dilo.

—Tú ya no eres mi padre.