Sientes como si te movieras bajo el agua, con esos lentos movimientos del nadador que tanto detestaste siempre, porque apenas te permitían avanzar. Nadar nunca fue tu pasión, es algo más bien para jubilados con dolores de espalda o para gente a la que les gusta mearse en el agua en secreto. Ayer eras un cohete, y hoy podría ganarte en una carrera hasta una mariposa con mochila. Y aunque sientes que no avanzas, sorprendentemente no eres la que va última, lo cual no se debe ni por asomo a tus largas piernas.
Nessi te empuja desde atrás. Tiene la mano apoyada en tu espalda, pero no por eso el hotel se aproxima más rápidamente.
—¡Corre, Schnappi! ¡Joder, corre!
Ella te empuja, tú tropiezas y casi te caes, y entonces, tus piernas vuelven a ser tus piernas, el tiempo se compadece, y todo sucede de un modo vertiginoso. Stinke desaparece dentro de la casa, y cuando Taja se dispone a atravesar la puerta torcida de dos hojas, oyes el primer disparo. Tu espalda, de golpe, arde, y te detienes abruptamente, casi te caes.
Luego el segundo, el tercer disparo.
Te das la vuelta.
Nessi ya no está detrás de ti, nadie está detrás de ti. Miras al suelo.
Nessi yace allí, y su hombro izquierdo es sólo unos jirones de carne, ves el brillo de los huesos, la sangre mana y mana, formando un charco alrededor de tu amiga. No puedes apartar los ojos de ese brillo, y sientes el calor de tu espalda y que algo te corre por el brazo. No quieres mirar, pero miras, y en tu brazo hay un jirón de piel, justo donde acaba la manga de tu camiseta.
Levantas la vista. Darian te ha apuntado con el arma y tú sabes que eso no ha sido todo. «Ese cabrón me va a volar ahora la tapa de los sesos, y yo estoy aquí de pie, sin poder hacer nada. Pero ¿qué final estúpido es éste?»
Darian aprieta el gatillo, el disparo te golpea en el estómago, con un calor abrasador, y Nessi te dice:
—¿Todo bien?
Parpadeas, estás en el vestíbulo del hotel, y todo está envuelto en una especie de bruma; el aire a vuestro alrededor centellea a causa de las partículas de polvo que habéis levantado al correr. Te miras la barriga. Una franja de sol se ha clavado en tu estómago, calentándolo. Stinke cierra de golpe la otra hoja de la puerta, el sol se ha quedado fuera, viene hacia vosotras y quiere saber si has visto algún espíritu o qué. Coges a Nessi por los hombros y le das la vuelta.
—¿Qué pasa contigo? —pregunta Nessi.
La abrazas, la aprietas contra ti.
—Pequeña, ¿qué tienes?
—Dejad ya de decir memeces —dice Stinke—. Ese cabronazo casi nos pilla. No podemos quedarnos aquí, esperando el próximo autobús. Tal vez haya una salida trasera.
—No.
Os dais la vuelta. Taja está sentada al pie de una amplia escalera que conduce hasta la primera planta y que parece como si alguien la hubiera estado destrozando durante doce años con un martillo neumático. Taja se abraza, como si sintiera un frío de muerte, y se mece ligeramente hacia delante y hacia atrás.
—La casa fue construida justo sobre el acantilado —dice—. No hay salida trasera.
La miráis fijamente; tu fuga mental ha quedado olvidada, ahora sólo tienes delante a Taja, que está pálida, con un aspecto penoso, y la ves meciéndose ahí, y por ese instante quedan olvidados también Darian y su padre. Estás a punto de pedirle que deje de mecerse, pues es algo inquietante, es como si se hubiera roto todo su equilibrio interior. Nessi formula la pregunta que os asalta a todas.
—Pero ¿por qué, Taja?
No se refiere a lo del padre de Taja ni a todo lo que pasó entre ellos. Eso a vosotras os interesa una mierda, para ser sinceras, eso es asunto de Taja.
—Pensé que podíamos empezar de nuevo —responde ella—. Pensé que podía funcionar.
Ahora vosotras podríais animarla y decirle que todo está perdonado y que conseguiréis empezar de nuevo. Podríais, pero no lo hacéis, porque sería mentira. Las heridas están demasiado frescas. Sientes cómo la tensión aumenta. En cualquier momento Stinke puede echársele encima a Taja. Haz algo.
—Tenemos que escondernos —dices rápidamente—. Este hotel es enorme, y si vienen a buscarnos podríamos encontrar un modo de escabullirnos.
No es que el plan sea muy brillante que digamos, pero es mejor que nada. Tú haces lo mismo que Taja cuando se le ocurrió la idea de subir por la carretera que va hasta el acantilado: corres delante, y tus amigas te siguen, también Taja. «Gracias a Dios también Taja», piensas, y enfilas el pasillo a la izquierda, pasando delante de habitaciones llenas de escombros y basura.
Finalmente, el tronco del abeto os corta el paso, la pared de alrededor se ha venido abajo, y no podéis vadear los escombros.
Os dais la vuelta y llegáis de nuevo al salón de la entrada. No sabéis con certeza lo que estáis buscando. ¿Una puerta sobre la que haya un cartel anunciando una salida de emergencia? ¿Un agujero en un sótano en el que podáis ocultaros? Sabes que jamás te ocultarás en un sótano.
«Primero me muero.»
Hay un cuarto que antes debió de ser la biblioteca. Estanterías combadas, libros manchados por todas partes, una chimenea en la que hay una silla destrozada, el grafiti de un pirata enorme que cruza una pared como un cuadro al óleo. La habitación da al fiordo. Salís a la terraza y os quedáis junto a la barandilla. La caída es muy escarpada. No, eso no es una salida de emergencia.
Continuáis corriendo.
Un baño, una habitación muy pequeña, una sala de baile, una habitación grande, más escombros. Se lo han llevado todo. Hay cables que cuelgan del techo, cortinas hechas jirones, más grafitis. Al final del pasillo veis una puerta cerrada. Es la primera que veis cerrada. Todas las demás puertas faltan o cuelgan torcidas en sus marcos. Empujáis la puerta para abrirla. Es el cuarto más apartado. El último. Ya no podéis seguir. Una imponente cocina se abre ante vosotras, está intacta. Es cierto que hay unas grietas en el techo, y en la esquina de una pared se ha formado una capa de moho, también algunas ventanas han sido apedreadas pero, por lo demás, la cocina parece intacta: dos cocinas, un fregadero de cerámica, tan grande como una bañera, sartenes y ollas colgando de las paredes, y en medio una maciza mesa con doce sillas. En el extremo de esa mesa está sentado un hombre, con las manos sobre el tablero, como si quisiera impedir que la mesa saliera flotando. No estás segura de si se trata de uno de esos lapsos tuyos, una de tus alucinaciones. Tal vez de un momento a otro tu padre entre por la puerta y pregunte quién quiere pizza.
—Podéis entrar tranquilamente —dice el hombre.
Parece como si hubiera estado esperándoos. Es extraño. No sonríe, no hace absolutamente nada, sólo os observa, con las manos sobre el tablero de la mesa, sin trucos. Sientes que ya no puedes respirar. Los ojos del hombre están como apagados. «Fríos —piensas—, jodidamente fríos.» Estáis todas agolpadas en el marco de la puerta, y miráis y miráis. Entonces Stinke dice lo que todas estáis pensando.
—¡¿Nos hemos equivocado?!