No es uno de tus momentos más heroicos. Mira a tus amigas, aún no saben cuál es la sorpresa que les aguarda, pero pueden oler que algo podrido se cierne en el aire, lo perciben en cada fibra de sus cuerpos, como si esa descomposición tuviera alas y cayera sobre ellas desde diez mil metros de altura.
¿Pensaste de verdad que no iba a salir a flote? Como mínimo, cuando estuvisteis delante del hotel en ruinas, debiste comprender lo tambaleantes que son las piernas sobre las que se sostiene la realidad.
Claro que te sorprendiste.
Pensaste que el hotel todavía tendría el aspecto de las fotos. Pero ¿por qué el tiempo iba a mostrarse generoso con un sitio que está vacío desde hace doce años? El tiempo no se muestra generoso con nadie. Aunque lo conviertas en tu dios, él se ríe de ti. Como ahora. ¿Lo oyes? Su risa suena como una tormenta, y esa tormenta llegó exactamente hace un año, con una refrescante lluvia de verano cayendo sobre Berlín. Los truenos te mantuvieron durante un tiempo en vela, como si el tiempo supiera muy bien lo que querías.
Reuniste todo tu valor y bajaste para beber un vaso de agua. Pensaste que de paso podrías echar un vistazo a lo que estaba haciendo tu padre.
Había noches en que se quedaba en su buhardilla hasta altas horas de la madrugada, trabajando en algún nuevo jingle. Y había noches en que tenía visita.
Sabías que esa noche estaba solo.
Por eso fuiste arriba y miraste en el dormitorio. Él estaba tumbado de costado, respirando relajadamente. A veces pegaba una sacudida, cuando, fuera, algún trueno hacía temblar el cielo. Tú oías la lluvia caer sobre el suelo de tablones y cerraste la claraboya. Estabas en su habitación, habías dado el primer paso. Vacilaste unos minutos y te quedaste contemplándolo, escuchando su respiración, antes de tumbarte a su lado, como solías hacer antes, cuando eras pequeña. A los diez supiste que aquello había acabado.
«Ya no soy una niña», dijiste. Y esta noche tampoco eres ya una niña, pero quieres estar junto a tu padre. Por un rato, a resguardo. Tal vez tuviera algo que ver con el hecho de que Kai te había dejado y ahora estaba con Jenni; tal vez te sintieras sola y sólo querías escuchar que todo estaba bien. Aunque tal vez eso también sea una mentira.
Te tumbaste detrás de tu padre, y te sentiste bien. Calidez. Él sintió tu presencia, porque se volvió y te miró sorprendido. Pero antes de que pudiera decir nada, lo rodeaste con tus brazos y lo apretaste contra tu cuerpo, como si estuvieras perdida y él fuera tu salvación. Tu corazón latía desaforadamente al hacerlo, confuso, y tu pierna se deslizó entre las de él. Sólo entonces tu padre empezó a comprender, poco a poco, que ya no eras su niña pequeña.
Quiso apartarte, retrocedió verdaderamente asustado, y eso fue demasiado para ti, eso no podía ser, él no podía apartarte de un empujón, por eso lo agarraste por los hombros, tu respiración en su cuello. Sentiste su erección, y fue a la vez chocantemente hermoso y agradable, porque una erección quería decir algo, significaba que estaba excitado, significaba que lo excitabas.
Él te echó de la cama. Estaba asustado, se libró de tu abrazo y te echó de la cama. Se cubrió las piernas con la manta, mientras que tú, perpleja, te quedaste sentada en el suelo, en camiseta y con unas bragas negras que habías escogido especialmente para esa noche. La planificación lo es todo. Y sólo quien se arma de valor alcanza su objetivo.
—Tú… ¿Eres tú?
Tu padre intentó reír.
—¿Qué te pensaste? —preguntaste, y te acariciaste el culo, pensando en su erección, al tiempo que te preguntabas si todavía la tendría. Hasta entonces sólo te habías acostado con Kai y siempre tenías que darte prisa, porque su erección llegaba y se iba como si cada dos minutos dudara de si quería tener sexo o no.
—¿Tienes miedo por la tormenta? —preguntó tu padre en un falso tono desenfadado, y tú viste en sus ojos que había querido decir otra cosa. Algo así como: «¿Estás loca? ¡¿Cómo has podido hacer eso?! ¡Yo soy tu padre!»
Pero él no lo dijo, y eso te insufló valor.
—Una pesadilla —respondiste, y te levantaste. Te diste la vuelta y le mostraste tu culo, y le preguntaste si había algún moratón, y al hacerlo lo observaste de reojo. Él no miró, se quedó con los ojos fijos en la manta y dijo que no, que no había ningún moratón, y que si te apetecía un poco de leche caliente con miel.
Y así acabó la noche, con vosotros dos en la cocina, cada uno con una taza de leche caliente y miel en la mano, con unas velas, mientras una tormenta de verano hacía de las suyas afuera, y vosotros, dentro, hablabais de música.
Y durante dos días reinó la paz.
Durante dos días él te estuvo observando de soslayo.
Al tercer día te plantaste de nuevo, en plena noche, delante de su cama.
—¿Papá?
—Sí.
No estaba durmiendo. Debió de oírte cuando entraste. Tal vez te estuviera esperando. Te gustaba esa idea. Estaba de espaldas a ti.
—¿Puedo tumbarme a tu lado?
—Taja, esto no puede ser.
—Me siento muy sola.
—Pequeña, esto…
Entonces empezaste a llorar. Era un llanto auténtico, ni por un segundo fue fingido. No sabes cómo manejar el rechazo. Te quedaste de pie al borde de la cama, llorando, y extendiste una mano hacia él. «Ayúdame.» Él se dio la vuelta. Te temblaba la mano. Vuestros dedos se tocaron. Él te atrajo hacia la cama y te sostuvo entre sus brazos, del mismo modo que solía sostener en sus brazos, seis años antes, a su pequeña hija. Estabas de espaldas a él, y él te sostenía con firmeza. Era bonito, pero no era lo que tú querías. «Más.»
Lentamente, empezaste a frotar tu culo contra su entrepierna. Él se echó hacia atrás, intentando ocultar su erección, pero tú agarraste sus brazos y él no pudo alejarse más. «Quédate.» Lo oíste suspirar, su respiración en tu nuca, el olor a hierba y a un poco de vodka. «Mío», pensaste, mientras tu culo se frotaba contra él, y entonces le cogiste la mano sudada y te metiste el dedo pulgar en la boca. Así de sencillo fue todo.
No era amor, no era pasión, era puro poder. Y por supuesto que queremos oír que fue la desesperación lo que te arrastró a eso. La soledad, el maltrato, la violencia. Danos algo para que podamos entenderte y perdonarte. Pero no hay nada. Sólo vemos una chica de quince años que ha querido saborear su poder y cuyo único pretexto es que su novio la ha dejado. Nada más.
Tú lo has querido. Has crecido con eso. Con cada ocasión se incrementa tu valor, mientras que los intentos de resistencia de tu padre se hacen cada vez más débiles. Cuando te metiste en la ducha con él, cuando le pusiste la mano sobre los pantalones por la mañana, en la cocina. Discretamente, siempre discretamente. Nunca cuando había visitas, nunca cuando estaba componiendo. Todavía podías ser la hija que vivía su vida y no se interponía en la de su padre; pero también podías ser aquella guarrilla que lo seducía y que se sentía triunfante al hacerlo.
Cuando alguna que otra mujer se quedaba a pasar la noche, le preguntabas por la mañana si había estado bien. Él se ruborizaba, intentaba justificarse, pero tú lo dejabas con la palabra en la boca. Te divertía, habías asumido el papel de tu madre, pero sin pensarlo. Y tal vez en algún momento te hubieras hastiado, y la costumbre se hubiera perdido y habrías dejado ir a tu padre, como a un chico que ya no te interesa. Sin embargo, las cosas no llegaron a ese punto, porque tu padre empezó a alejarse.
No podía más, no quería más.
Había pasado medio año. Nadie sospechaba nada, tampoco tus amigas tenían ni la más remota idea. En la casa sólo vivíais tú y tu padre, encerrados en un capullo. Tu padre sabía que no estaba bien. Decía que no quería mostrarse como un pequeño burgués con prejuicios, pero que aquello no podía seguir. Tú conocías tus armas y las usaste. Te pareces tan jodidamente a tu madre, por eso tocaste todas las teclas. Vestidos y peinados. Y en Navidades te cortaste el pelo, ya que tu madre, en su boda, llevaba un corte a lo chico. Te convertiste en su segunda Majgull, y tu padre sería un mentiroso si hubiera afirmado que no le gustaba.
Pero no duró mucho tiempo. Hasta el verano estuvo evitándote, pero entonces se vino abajo del todo, tomó más drogas, bebía vodka desde el desayuno y planteó la posibilidad de que fueráis a ver a un psicólogo. Se volvió paranoico a causa de la culpa. No quería quedarse contigo a solas en casa, en una misma habitación, se avergonzaba y decía que se metería él mismo en la cárcel, voluntariamente, si era preciso.
Y en eso llegó aquel miércoles.
Por la noche no había dormido, había estado trabajando en unas canciones y se había puesto hasta las cejas de anfetaminas, porque temía que lo sorprendieras mientras dormía. Por la mañana apareció en tu cuarto y se quedó allí, mirándote, sin más. Te despertaste asustada cuando él se tumbó a tu lado. Habíais cambiado los papeles, él ya no podía estar sin ti, y por mucho que se resistiera, no lo conseguía. Entonces lo dijo. Dijo: «Me rindo.»
Él, ahora, eras tú, y quiso que lo abrazaras. Lo abrazaste hasta que se quedó dormido, y entonces te levantaste y te duchaste. Algo no iba bien, tu victoria tenía cierto regusto a vacío, había algo, definitivamente, que no iba bien.
Cuando saliste del baño, él ya no estaba en tu cama. Te sentiste aliviada. Tuviste la sensación de que acababas de despertar de un sueño.
Entonces lo oíste hablando por teléfono, abajo. Su voz sonaba como si en cualquier momento pudiera echarse a reír a carcajadas. Tú te acurrucaste detrás de la escalera y escuchaste.
—Tal vez una semana, tal vez más tiempo. Unas vacaciones me harán bien. Diana siempre ha querido ir a la Côte d’Azur. No, sin Taja. ¿Qué te piensas? Ella se las arregla sola. Ya sabes cómo son los chicos.
Tu padre puso fin a la conversación, y tú bajaste las escaleras. Él estaba en la cocina bebiendo zumo de naranja. Estabas furiosa, increíblemente furiosa, y quisiste saber qué se traía entre manos. Él rió.
—¿No te lo he contado?
Te había tomado el pelo y ni siquiera lo ocultaba. Su desamparo parecía haberse esfumado de golpe, otra vez tenía el control sobre sí mismo. Una fría y distanciada indiferencia te miraba desde sus ojos. Tu padre dijo:
—Necesitamos una pausa.
—Yo no necesito ninguna pausa.
—Mala suerte.
Y de repente apareció otra vez esa risa.
Pasó por tu lado, fue hasta el salón y se dejó caer en el sofá. Puso los pies sobre la mesilla, cogió el mando a distancia y empezó a hacer zapping.
Fuera lo que fuese lo que le hubiera devuelto el equilibrio, era algo que te enviaba de nuevo al principio de todo. No podías probar suerte, nadie te había dado una carta para jugar allí, todo era falso, y hasta tu voz daba pena.
—No puedes dejarme aquí sola.
Eras otra vez su hija. Él se incorporó y se lió un porro, sin mirarte, encendió el mechero, dio una calada, suspiró, todavía sin dignarse a mirarte y dijo:
—Ya eres una niña grande. Invita a tus amigas. Haz una fiesta.
—Oskar, no puedes huir de mí, así sin más.
—No me llames Oskar.
—Es tu nombre.
Por fin te miró.
—Eres una guarra. Como tu madre. ¿Lo sabías?
Pensaste que habías oído mal. Podía insultarte cuanto quisiera, pero no insultar a tu madre.
—Mamá no era ninguna guarra.
—Tenía aventuras con otros, así que era una guarra.
—¡¿Que hacía qué?!
—¿Crees que soy tan mal conductor como para perder el control de un coche y caer en una cuneta? Tu madre se rompió la crisma porque quería abandonarme. ¿Lo has entendido? Quería abandonarnos a ti y a mí. Y Dios la castigó por eso. Si es que existe un Dios, en este caso hizo bien.
—¿De qué estás hablando?
—De que era una guarra, Taja. Que se te meta bien en la cabeza. Y no tienes que saber nada más. Lo llevas en la sangre.
—¡Mientes! ¡Eres un mentiroso de mierda!
—Cree lo que te dé la gana. Debí verlo desde el primer día. Tu madre siempre hizo lo que quiso.
—Por lo menos no se dejó follar por su padre.
Él guardó silencio y miró fijamente el televisor, con los ojos muy abiertos. Ya no respiraba, lo habías pillado, él había querido ocultártelo, y su voz sonó embotada:
—Tú no eres mejor que tu madre, así que desaparece. Ya no puedo verte ni en pintura.
Y tú desapareciste, desapareciste en lo más hondo de ti misma, y rodeaste la mesa, y te plantaste delante de él, de modo que ya no podía ver el televisor. No se atrevió a alzar la vista, su mirada estaba fija en tu entrepierna, porque tu entrepierna estaba a la altura de sus ojos. Ya no pensaba en sexo, ya no pensaba en nada. Entonces abriste las piernas y te sentaste sobre sus muslos.
—¡Mierda, lárgate!
Pero no se resistió de verdad. Sus manos encontraron tus caderas, pero se sentía débil, estaba colocado y no consiguió bajarte de encima de él.
—Taja, ¿a qué viene esto? ¡Esfúmate!
Entonces tú cogiste uno de los cojines y lo oprimiste contra su cara.
Querías asustarlo, querías que le entrara miedo de verdad y entendiera el daño que eso te haría. Él se volvió como loco y empezó a pegarte. Era ridículo. Te habías peleado con algunas chicas que eran más fuertes. Intentó apartarte de él, empujando tu barriga. Y entonces te enfureciste de verdad.
¿Qué estaba haciendo? Tú sólo querías asustarlo, ¿por qué se ponía así? Su puño derecho te acertó en la cara, el mando a distancia te arañó la frente. Te dolió, la sangre se te metió en el ojo, sentías un dolor muy agudo. Le gritaste que se tranquilizara.
—¡JODER, TRANQUILÍZATE!
Ni siquiera lo pensó, era un amasijo de pánico, e intentó levantarse.
Pero tú te sentaste con todo tu peso sobre el cojín. No supiste hacer otra cosa, no te merecías eso, ese pánico, esos golpes, esa maldita injusticia. Habías hecho tanto por él, hasta te habías cortado el pelo, y siempre habías estado a su disposición, le regalaste tu amor, y ahora él te abandonaba, como a otra de tantas.
Y ahora pretendía irse al puto sur de Francia.
Y sin ti.
Al final su pierna izquierda pataleó una única vez, y se quedó sentado, quieto, con la cabeza hacia atrás, sin pánico, muy tranquilo. Pero tú no podías aflojar la presión, se había atascado el interruptor de la presión, no podías soltarlo, sencillamente, y seguiste apretando el cojín contra su cara, un minuto más, y otro. En algún momento tu cuerpo cedió y caíste exhausta encima de tu padre, pegaste tu frente contra la suya. Sólo el cojín os separaba.
Durante todo un día. Durante todo un día no retiraste el cojín. Lo observabas, eras como una gata que se deslizaba por la casa, y quitaste las baterías de sus teléfonos. El silencio era importante. Bebiste todo lo que encontraste, y no dejabas de observar a tu padre allí sentado, con el cojín sobre su cara.
El segundo día retiraste el cojín. Él tenía un aspecto apacible. Lo sentaste bien, tenía los ojos abiertos y no querías que estuviera mirando todo el tiempo al techo. Buscaste en su mirada, y sentiste como si pudiera verte, como si pudiera entenderte. No querías cerrarle los ojos. Era hora de poner fin a todo, de separarse de verdad. Pero tú no querías que acabara. Tu padre estaba sentado en el sofá, del mismo modo que se sentaba siempre, con el mando a distancia en la mano. Sólo que ahora su mirada pasaba de largo de ti, estaba perdida.
Al tercer día sacaste las drogas de la maleta de metal. Ellas te hicieron la situación más soportable, pero también provocaron que no soportarás más ver a tu padre. Después de arrastrarlo hasta el sótano, pasó un siglo a cámara lenta. Viviste de dormir y de tomar heroína, el sofá era tu casa, y los días eran como juegos de luces sobre las paredes. Y así te encontraron tus amigas.
Ellas se asustaron, se compadecieron, y aunque te juraste que se lo contarías todo, al final no pudiste hacerlo. Te hubieran odiado, jamás se habrían mostrado contigo como hasta ahora. Nada de admiración, nada de amor, nada.
Te hubieran llamado «follapadres», y no querías arriesgarte a que eso sucediera.
Las mentiras salieron de tus labios como nuevas verdades. Y así fue como te ganaste a tus amigas para tu causa. Tú eras la víctima, y ellas querían salvarte, tú te dejaste salvar y te creaste una nueva realidad.
Stinke encajaba perfectamente en todo. Conocías las teclas que tenías que pulsar, podías prever sus reacciones. Por eso le mostraste las drogas en el escondrijo de tu padre. Pretendías desaparecer con tus amigas, pero, bajo ningún concepto, debía parecer que el plan fuera tuyo. Eso hubiera llamado demasiado la atención, hubiera sido un error. Tu meta era tu sueño, tu meta era Ulvtannen. Estabas segura de que si empezabas todo desde el principio, lejos de Berlín, bien lejos, todos te olvidarían, y entonces tu alma tendría una oportunidad de empezar de nuevo y todo te sería perdonado. Además, así, cuando acabase el instituto, podríais seguir juntas. Todo lado oscuro tiene su espacio de luz. Tú y tus amigas. Nada os retenía verdaderamente en Berlín.
En algún lugar de Oslo o de Bergen encontraríais a un traficante que pagaría un buen dinero por las drogas de tu tío. Lo que Darian conseguía con sus rondas por los clubes nocturnos, vosotras lo resolveríais en un pispás. Y luego estaba el hotel de la playa, en el que podríais vivir. Pertenecía a la familia, y tú eras tu familia. Creías firmemente que Noruega te recibiría con los brazos abiertos. Y cuando el dinero empezase a escasear, pensabas trabajar en la hidroeléctrica, como tu padre, como tu madre. Querías cultivar algo y convertirte en una noruega de pura cepa. Y estabas segura, además, de que a tus amigas les encantaría. Tendríais siempre la casa llena, seríais inseparables y ésa sería vuestra nueva vida.
Eso era todo lo que querías.
Tu primer error fue no contárselo, no decirles de quién eran las drogas.
Tu segundo error fue pensar que sabías cómo actuaría Stinke. ¿Cómo pudiste ser tan estúpida? Stinke es impredecible. Ella cogió las drogas y se las ofreció a tu primo. Eso jamás hubieras podido preverlo. Jamás. Y cuanto peor se ponía la situación, tanto más te aferrabas a tu mentira. Y perdisteis a Rute.
No es, en realidad, uno de tus momentos más heroicos. Nos has mentido. Y para proteger tu alma oscura, has llenado de suciedad nuestras almas. Y nosotros te creímos, ingenuos como somos, caímos en la trampa de creer lo de la llamada desde Noruega, te aceptamos lo de la discusión con tu padre, la historia de que tu abuela había muerto y que te había dejado un hotel en herencia, y también creímos que tu padre era un miserable, un mentiroso que te había ocultado la existencia de tu madre durante catorce años, te creímos todo eso, porque tienes dieciséis años, y eres un cielo y estabas en apuros; ¿quién no hubiera caído en la trampa? Con nosotros podías haberlo hecho, en definitiva nosotros somos meros espectadores, pero el que hayas mentido a tus amigas, que les hayas hecho creer que tu madre estaba viva todavía… Quién sabe si ellas te lo perdonarán alguna vez.
Una única verdad nos dijiste, sin embargo. Fue tu sentimiento de culpabilidad el que te arrojó a las drogas. No podías dormir, te reconcomías por dentro, y buscaste una salida de emergencia. Tu culpa sí que era auténtica. Tu padre jamás debió morir. Y tú lo sientes. Y sabes que ya no puedes volver atrás. Es la única verdad que nos has dicho.
Les cuentas a tus amigas cada detalle porque esperas que ellas te entiendan. Durante esos minutos, tu tío deja de existir. Estáis sólo tú y tus amigas. Tras la última frase se instala el silencio, un verdadero silencio. Tu tío baja el arma y te suelta. Quieres darte la vuelta y gritarle. Y del mismo modo que no creíste a tu padre cuando te dijo que tu madre era una guarra, tampoco crees que tu tío la matara. Es un mundo de mentiras, y en ese momento tú eres el centro de ese mundo. Pero en eso Stinke da un paso adelante. Claro, tenía que ser Stinke. La guerrera. Es a su veredicto al que más temes. Su veredicto. Su rabia. Ella da un paso adelante y te pega. Con la mano abierta, te cruza la cara. Una vez. Luego otra. Y tú le sigues ofreciendo el rostro. A tu Stinke, que tiene los ojos llenos de lágrimas, a tu querida Stinke, a la que has traicionado. Cuando ella levanta la mano por tercera vez, tus amigas la retienen. Stinke resopla y maldice.
—¿Y qué hay de Rute, pedazo de mierda? ¡Nuestra Rute ha muerto porque tú no fuiste capaz de no bajarte las bragas!
Stinke intenta liberarse.
—¡Maldita sea, soltadme! ¡Nos ha mentido, y voy a acabar con esa guarra! ¡Soltadme de una vez!
—Soltadla —dice tu tío, y guarda el arma—. Tiene derecho a estar furiosa.
Schnappi y Nessi sueltan a Stinke de mala gana. Vuestras miradas se encuentran. No te defenderás, da igual lo que pase, Stinke puede hacer contigo lo que le apetezca: por Rute, por toda la mierda que has organizado.
Stinke pasa por tu lado, en dirección a la montaña de basura, y coge un tubo del tamaño de un brazo. Lo sostiene en la mano como una espada, suelta un gruñido y echa a correr hacia donde estás tú. Tú no habías contado con eso. No tienes tiempo para reaccionar. Te quedas allí de pie, y cierras los ojos.
«Esto ha sido todo.»