RAGNAR

—¿Quién dice que a mi hermano se le paró el corazón?

Schnappi te mira como si fueras un idiota de remate. Has de admitir que admiras su insolencia, pero eso no te impediría darle una bofetada.

—Taja, por supuesto —responde ella—. ¿Quién iba a ser? Ella estaba allí cuando sucedió.

—¿Es así?

Tú te concentras de nuevo en Taja. Te dominas, has estado dominándote todo el tiempo. Quisieras agarrar a ese pedazo de mierda y estrangularlo hasta que la delicadeza y la inocencia desaparezcan de su rostro y la verdad se trasluzca tras él.

—¿Y qué pasó después de que metieras a Oskar en el congelador y te atiborraras de drogas? —le preguntas—. ¿Pensaste que podías desaparecer con mi mercancía y venir a visitar a tu madre? ¿Era ése el plan? Si ése era el plan, entonces permíteme que te repita la pregunta: ¿qué se te ha perdido aquí?

—Yo… Yo pensé que mi madre vivía en el hotel. No sabía que…

Taja alza los hombros, mira hacia la ruina, vuelve a mirarte y, por unos segundos, te entran dudas, por unos segundos aceptas su ingenuidad y crees en su inocencia. Te transmite la cálida sensación de que te engañas, que te equivocas, que estás cometiendo un error. ¿Cómo iba a saber ella que eres de esas personas que no cometen errores?

—No sabía lo que había sucedido aquí —dice.

—Ahora lo sabes. En fin, ¿qué opinas? ¿Debo llevarte hasta donde está tu madre?

Taja te mira, no hay ninguna otra reacción, la ingenuidad ha desaparecido de su mirada. Ella niega con la cabeza, no quiere.

—¿Qué tal si les cuentas a tus amigas por qué no quieres?

Taja empieza a llorar sin hacer ruido. Unos hilos invisibles salen de ella y pretenden enlazar tu corazón. Se parece tanto a Majgull que se te hace un nudo en la garganta. Tienes que apartar la vista, y les dices a las chicas: —No tenéis ni idea de lo que está sucediendo aquí, ¿verdad? Vosotras sois las buenas amigas, las que lo hacéis todo juntas porque os conocéis desde hace una eternidad. Leales hasta el final. Una para todas y todas para una.

Niegas con la cabeza, no lo puedes creer.

—Me habéis causado ya tantos problemas, tantos… pero, al mismo tiempo, sois tan estúpidas que deberían prohibiros salir a la calle. ¿Sabéis por qué vuestra Taja, ahora, de repente, no quiere ver a su madre? Porque su madre…

Taja te interrumpe, acentuando cada sílaba.

—Mi madre no está muerta.

—¿Quién lo dice?

—Oskar. Él… Él me estuvo mintiendo todos estos años. Mi madre no debía verme. Él… Él me secuestró. Mi madre no está muerta, jamás tuvo un accidente.

Te acercas mucho a ella, como si quisieras besarla. Ella puede ver a través de ti. «Tendrás que prestarme atención», piensas, y hueles su aliento.

Se parecen tanto, madre e hija. El tenue aroma de la madre, sándalo y naranja. En todos estos años, mantuviste conscientemente la distancia con Taja, porque ese parecido acababa contigo. «¿Qué pasaría si supieran igual?

¿Qué pasaría si su lengua tuviera el mismo sabor?» Ya es hora de que te enfrentes a los hechos.

—¿Quieres saber por qué yo sé mejor que cualquier persona que tu madre está muerta?

Taja frunce el ceño y asiente. Quiere saberlo de verdad, y levanta el mentón, en un gesto desafiante. Tu mirada. Su mirada. Entonces ella pregunta: —¿Por qué?

—Porque fui yo quien la mató hace catorce años.

Hemos vuelto al año 1995, es el final de aquel silencio entre Majgull y tú. Te ha dejado un mensaje en el contestador. Quiere que tú captes su mentira, y por eso, quiere encontrarse contigo en el hotel Plaza de Oslo.

«¿Qué mentira?» Esa pregunta no te deja en paz.

Ese mismo día vuelas a Noruega. Nadie sabe nada del asunto. Sólo Majgull y tú. Tu nerviosismo es como una borrachera controlada. Eres el hijo de tu padre, claro, y no has perdido el control, pero en lo más hondo de ti predomina desde hace mucho tiempo un grave desequilibrio. Sin esa mujer sólo estás presente a medias, eres feliz a medias, estás satisfecho a medias.

Con ella todo es pleno, perfecto. Ella te hace soñar, ella te hace añorar. Tu matrimonio, en comparación, no tiene valor alguno, y tu hijo es sólo como una pieza del equipaje, que uno puede llevarse u olvidar.

Tras tu llegada al hotel Plaza te fuiste a nadar a la piscina hasta quedar exhausto. Estuviste en la sauna e hiciste que te dieran un masaje. Eso hizo que te concentraras en tu cuerpo, y de ese modo tu mente quedó silenciada por un rato. Cuando saliste de la ducha, sonó tu móvil. Estabas preparado para todo: problemas con la empresa, Tanner, confundido, queriendo saber dónde te habías metido, o tu mujer, que ya no tenía interés alguno en esperarte durante un día. Todo era posible, pero no habías contado con tu hermano. Estaba deshecho en lágrimas y no sabía qué hacer.

—Respira hondo —le dijiste.

La situación parecía irreal. Hacía un momento estabas en Berlín, y de repente estás vestido con una toalla, en una habitación del hotel Plaza de Oslo, hablando con tu hermano, con el que hablaste por última vez en Navidad, y quien no puede saber lo cerca que estás de él.

—Ella ama a otro —dijo Oskar.

—¿Quién?

—Majgull, por supuesto. ¿De quién iba a estar hablando?

—Oh.

—Lo sabía, Ragnar, lo estuve intuyendo durante algún tiempo, pero hoy me lo ha confesado. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué debo hacer? Yo la quiero, ¿qué voy a hacer ahora?

—Lo primero es tranquilizarte.

—Quiere que me encuentre con ese hombre hoy.

—¡¿Qué?!

—Ella… Ella dice que quiere aclararlo todo, que ella…

Tu hermano respira con dificultad, inspira hondo.

—¿Qué debo hacer, Ragnar?

—¿Dónde estás ahora?

—Camino como un loco a lo largo de la terraza, y estoy a punto de arrojarme al fiordo. Ya es la cuarta vuelta, he dado cuatro veces la vuelta a este maldito hotel y ya tengo agujetas.

—Detente.

—No puedo.

—¡Oskar, detente!

—De acuerdo. Ya me he parado. ¿Y ahora qué?

—¿Dónde está Majgull?

—Está cambiando a Taja, quiere que nos vayamos ahora mismo. Ha quedado con ese cabrón en Oslo. Quiere que… Quiere que vayamos todos.

Como una familia. ¿No es una aberración? Me gustaría que estuvieras aquí.

No sé si yo solo podré aguantar esto. Quiere llevar a la pequeña. Dice que no va a salir de la casa sin Taja. ¿Qué pasará si me deja?

—No va a dejarte.

—Ragnar, tengo mucho miedo.

Un sonido estridente resuena en tus oídos y te dice que desaparezcas lo antes posible de Oslo. «Lárgate, esto es demasiado para ti, márchate.» Pero Ragnar Desche no huye. Eso es una ley.

—¿No podrías hablar con ella?

—¿Qué?

—Por favor, Ragnar, ¿no podrías hablar con ella? Tú le caes bien, tal vez puedas hacer que ponga los pies otra vez en la tierra.

Tuviste intenciones de preguntarle qué rayos tenías tú que ver con eso, precisamente tú, pero eso habría sido mera hipocresía. Negaste con la cabeza.

Ni pensar en hablar con Majgull. La viste delante de ti. La viste acercándose al teléfono y preguntándote por qué te inmiscuías. La ves pasándole el auricular a tu hermano y diciendo: «Mi amante quiere hablar contigo.»

Piensas en que no volverás a verla a ella ni a tu hermano, y en que te mueres de vergüenza. Entonces tuviste muy claro que habría que sacrificar a alguien.

Majgull u Oskar.

—Oskar, yo ahora no puedo hablar con ella. Estoy aquí trabajando, la sala de conferencias está a tope, y la gente me espera. Intenta calmar a Majgull, y dile que no irás con ella.

—Pero es que quiero ir.

—¿Qué? ¿Por qué quieres ir?

—Quiero verle. Quiero saber qué clase de gilipollas se atreve a romper mi familia.

—Oskar, déjalo.

—No entiendes cómo son las cosas. Tienes una buena vida en Berlín, y tu mujer te quiere…

—Majgull también te quiere —lo interrumpes, y sientes que una acidez te sube desde el estómago. Hasta esas simples palabras te causan dolor.

Majgull te pertenecía.

—Me está llamando, tengo que irme —dijo Oskar.

—Espera.

—Gracias por escucharme. Te llamaré en cuanto haya visto a ese cabrón. No quiero perderla, Ragnar, haré todo lo posible por no perderla.

Y tras esas palabras tu hermano colgó.

Quisiste llamar a Majgull y preguntarle cuál era su juego. Pero, en lugar de ello, miraste tu móvil como si fuese un oráculo y buscaste el último mensaje de Majgull que tenías grabado. Nueve horas antes aún no tenías ni idea de cuál era la mentira de la que ella hablaba, pero ahora empezabas a comprenderlo. Majgull quería ofrecerse a ti, quería poner a Oskar ante los hechos, y renunciar a su familia por ti. Oskar debía verte, hablarte, y todo se aclararía. Su distancia, su interés por ti, aparentemente sólo sexual, había sido una mentira. Ella pretendía dejar a su familia, y que tú dejaras a la tuya. No sabías si eso te alegraba o te daba miedo.

Era importante ponerse en acción, no podías quedarte allí sentado, a la espera de que los acontecimientos te superasen. Así que alquilaste un coche y condujiste en dirección al norte. Seis horas de viaje, ¿y luego? No sabías lo que pasaría luego. Resultaría difícil explicarle a Oskar que habías subido de inmediato a un avión para ir a resolver su problema con Majgull. Hasta una persona tan crédula como Oskar te habría descubierto la mentira.

«¿Y ahora qué hago aquí?»

Seis horas es mucho tiempo para forjar un plan. Tu móvil estuvo todo el tiempo sobre el asiento del copiloto. Tal vez ella llamase, tal vez lo cancelara todo. Sin embargo, todo podría ser muy sencillo. Podrías tomar el siguiente avión con rumbo a Berlín. Su nombre podría desaparecer de tu memoria, su número de tu móvil. Pero algo tiraba de ti, esa hambre desmedida. Deseabas a esa mujer. Maldita sea, la deseabas.

Dos coches en camino, dos planetas que no deben tocarse jamás.

Oskar conducía, Taja dormía en el asiento trasero, Majgull no decía palabra. Si lo hubieras visto, hubieras notado el dolor en el rostro de tu hermano pequeño, quién sabe si al verlo no te hubieras dado la vuelta al momento. En cambio, el rostro de Majgull no te hubiera revelado nada. Ella estaba apoyada contra la puerta del copiloto, como si quisiera mantener la distancia con Oskar.

Tu hermano sabía que estaba a punto de perder a su mujer, lo sabía y se dominaba. Quién sabe lo diferentes que hubieran sido las cosas si Taja no hubiera estado acostada en el asiento trasero. Oskar no quería hacer ninguna escena delante de su hija. Quería mirar a los ojos a su rival y luego decidir cómo seguiría la cosa. Tú y él siempre os habíais parecido. En las situaciones de crisis habíais esperado siempre al último momento para decidir cómo reaccionar. Tu hermano y tú.

Y tal vez hasta os cruzarais en el camino, y de ese modo cada cual habría llegado a su destino. Tú, a Ulvtannen; ella, a Oslo. Tú, a los peldaños del hotel de la playa; ella, al vestíbulo del hotel Plaza. Tal vez se habría esfumado toda esa energía oscura, pero tú sabes que eso no sucedió.

No llevabas ni dos horas en la carretera cuando no aguantaste más, cogiste el móvil y marcaste su número. Tenías que averiguar si estaban de camino. Ni por un momento pensaste en llamar a Oskar. Lo que te importaba era hablar con Majgull.

Ella respondió a la segunda llamada. Sus palabras fueron cálidas, te sonrió a través del teléfono.

—En cuatro horas llegaremos a Oslo —dijo ella en inglés—. Me alegro mucho —dijo, y lo repitió—. I am happy, I am so happy.

Y entonces oíste a Oskar decir en alemán:

—Pásamelo.

Y a Majgull diciendo:

—No pienso hacerlo.

Y oíste a Oskar maldecir y exigir que le diera el teléfono.

Y a Majgull diciendo que prestara atención a la carretera.

—¡DAME ESE TELÉFONO O TE METO UNA HOSTIA!

—¡TÚ NO VAS A PEGARME! ¡TÚ NO!

Oskar jamás había tenido la intención de pegarle, te lo juró más tarde, dijo que sólo la había amenazado porque quería que le entregara ese maldito teléfono. Ella ignoró su amenaza, así que él tiró de su mano. No pudo coger el teléfono y le agarró la muñeca. Ella tiró, el coche empezó a zarandearse, Oskar conducía a mucha velocidad. Cuando un coche empieza a pegar bandazos a ciento treinta kilómetros por hora se necesita mucho control para mantenerse en el carril. Y Oskar perdió el control. Su mano derecha estaba sobre la muñeca de Majgull. Quería aquel maldito teléfono costase lo que costase. Majgull dio otro tirón y trató de liberarse. Por suerte no venía ningún coche en dirección contraria.

El coche saltó al otro carril, volvió al suyo, se apartó de la carretera, cayó en una fosa, salió disparado por el talud y dio dos volteretas, antes de caer de costado.

A través del teléfono, oíste el grito de tu hermano, el chirrido de los neumáticos, el golpe seco y sordo, cuando el coche se volcó. Luego, de repente, reinó el silencio, y en medio del silencio apareció el llanto tenue de una niña.

Hasta el día de hoy no has entendido tu reacción. Abriste la ventana y arrojaste el teléfono. A través del espejo retrovisor, lo viste rebotar dos veces sobre el asfalto, antes de deshacerse en pedazos. Sólo en ese instante frenaste y te arrimaste al borde de la carretera. Te temblaban los brazos, el corazón te palpitaba a ritmo irregular. Estabas sentado en el coche y repasaste una y otra vez en tu mente, una y otra vez, cada segundo transcurrido. Al cabo de quince minutos le diste la vuelta al coche y pusiste de nuevo rumbo a Oslo.

Te fuiste directamente al aeropuerto y no tuviste que esperar ni una hora para que saliera un avión en dirección a Berlín. Poco antes de las ocho, bajaste de un coche delante de tu casa y llegaste a tiempo para leerle a tu hijo un cuento, mientras en un hotel de Oslo una toalla húmeda colgaba de una percha y se secaba.

Nadie te preguntó dónde habías estado.

Nadie pensó que te habías marchado.

La llamada llegó poco antes de medianoche. Oskar llamaba desde el hospital de Laerdal. Tenía una herida en la cabeza, pero a la pequeña Taja no le había sucedido nada, no se había llevado ni un rasguño. Era un milagro.

Los médicos habían atiborrado a tu histérico hermano de tranquilizantes, de modo que sólo decía cosas incoherentes, pero el sentido de lo que decía se fue filtrando, ese sentido llegó hasta ti y de ese modo te enteraste de que, al volcarse el coche, Majgull se había roto el cuello. Y una y otra vez Oskar dijo que debía haberte escuchado, que todo hubiera sido distinto si te hubiera escuchado.

Y de ese modo acaba esta breve historia de Ragnar, que destruyó al amor de su vida con una sola llamada telefónica. Y nos la reservaremos para nosotros, porque esa historia no le incumbe a nadie más.

La frase «Porque fui yo quien la mató hace catorce años» es más que suficiente como declaración.

No es necesario que haya más verdad.