NESSI

La casa ya no es una casa. Es un perro atropellado que yace al borde de la carretera sin poder moverse. El techo ha sido arrancado de cuajo, y las vigas desnudas recuerdan el costillar de una ballena que viste una vez en el Museo de Ciencias Naturales. A un lado hay un abeto derribado hace mucho tiempo, lo retoños se han abierto paso a duras penas entre los escombros y estiran sus delgadas ramas hacia el cielo. Las ventanas están rotas, el muro tiene un aspecto quebradizo, y hasta los grafitis están deteriorados, así como el revoque antes azul de la fachada, que ahora ha cobrado una tonalidad gris mugrienta. A la derecha de vosotras se apila la basura de un vertedero público. Ves lavabos, colchones, tendederos, sillas. Hay una pirámide de sacos de basura negros e hinchados, y entre ellos centellea una bolsa de color amarillo chillón de Ikea, de la que salen unos cables. Duele mirar hacia allí demasiado tiempo. Es como si alguien hubiese abierto un cadáver y hubiera olvidado suturarlo.

—Pellízcame —dice Stinke.

—Mierda, esto tiene un aspecto de mierda —dice Schnappi.

—Taja, ¿qué es esto? —preguntas.

—Yo… Yo no sé.

—Debemos de estar en el sitio equivocado —dice Schnappi con determinación y mirando a su alrededor—. Taja, éste no es el sitio, ¿verdad?

Taja no responde, sólo contempla la ruina.

—No lo entiendo. Nosotros…

Ella se acerca un poco más.

—Estamos en el sitio correcto.

—¿Estás segura?

Taja señala hacia un montón de piedras.

—Ahí está el viejo pozo del que os hablé, y allí, al otro lado, donde la verja está rota, estaba la casita del perro. Y donde está ahora toda esa basura estuvo el aparcamiento. Lo sé por las fotos. También el árbol, que fue un abeto enorme. Y justo por aquí corría una valla. ¿Lo veis? Pero… No lo entiendo.

El tronco del abeto caído ha aplastado un cuarto del edificio del hotel, y su copa ha hecho que se venga abajo el techo. Estás segura de que si la naturaleza pudiera asesinar conscientemente, ése sería el resultado.

—¿Y dónde está tu madre? —pregunta Stinke.

—No lo sé.

—Aquí no está viviendo, eso seguro, vamos —dice Schnappi.

—¿Qué crees tú? ¿Quién podría saber dónde está tu madre?

—No tengo ni idea, Stinke —responde Taja, irritada—. No conozco a nadie aquí.

—Pero si tú…

—¿Es que estás sorda? —la interrumpe Stinke—. Si Taja dice que no lo sabe es porque no lo sabe.

Te vuelves hacia Taja.

—Tal vez debamos preguntar ahí abajo, en el pueblo. Seguramente todos se conocen.

—Sí, claro, tal vez —admite Taja, y por un momento la situación se distiende, y tú te alegras de haber abierto la boca.

Tu estómago ya no necesita más tensión, ya lleva un buen tiempo retorciéndose, y ahora necesitas muchas cosas —una ducha, por ejemplo, con desayuno incluido—, pero eso de vomitar como una estúpida embarazada no forma parte de lo que quieres.

«Probablemente todo se aclare —piensas—, tal vez la madre de Taja viva en una de esas casas elegantes que están junto a la orilla, y se está riendo a carcajadas de que hayamos subido hasta esta ruina.»

Durante un tiempo seguís mirando la ruina, entonces Schnappi se da la vuelta.

—Vamos, quien quiera café que…

Ella enmudece, se queda como petrificada. Tú sientes un cosquilleo en la espalda, justo debajo de tu omóplato izquierdo. No quieres darte la vuelta.

«No, no quiero.»

Si pudieras detener ese momento y contemplarlo desde fuera, verías la escena surrealista en la que estás. El sol se ríe a carcajadas de vosotras, la niebla sobre el fiordo se ha disipado, el aire matutino es claro y refrescante.

Es un magnífico día de verano en Noruega, los pájaros cantan, estás ante las ruinas de una casa, unas ruinas horribles, pero todo está bien, porque todo parece estar en armonía, y si todo está en armonía, la vida se torna más fácil.

«Todavía no quiero.»

En contra de tu voluntad, te vuelves, y miras la oscuridad de ese rostro.