«Chaval, escúchame…»
Te despiertas asustado y tratas de respirar. Sientes como si te quitaran un peso de encima. El cinturón de seguridad te corta las costillas, lo sueltas y miras a tu alrededor, examinas tu entorno, y respiras aliviado. Tus manos están cerradas en dos puños, las abres y te preguntas cuánto tiempo llevas allí sentado. A la luz amarilla de la gasolinera tus dedos parecen rojos. Están helados y sucios, tienes tierra bajo las uñas. Sientes como punzadas cuando la sangre empieza a circular de nuevo. El resto de tu cuerpo se despierta con retraso. Una rigidez muy molesta te sube de los pies a la cabeza, como si estuvieras en el agua. Te tocas la rodilla, está seca. Observas tus manos. Están sucias. Cierras los ojos de nuevo e intentas que desaparezca todo a tu alrededor. Tus brazos se tensan, estás en un sótano y levantas pesos. Por unos segundos.
«Tu padre pretende educarte…»
Las últimas palabras de Tanner no te dejan en paz. La idea de que tu padre quiera educarte todavía. La idea de que Tanner te haya dicho la verdad.
«Está haciendo lo que tiene que hacer.. »
Te asustas, te habías adormecido de nuevo. El sótano desaparece, la voz de Tanner enmudece, y vuestro coche está todavía en la gasolinera, con la luz opaca rodeada de bichos, y tu padre es una silueta llamando a una puerta junto a la tienda cerrada de la gasolinera. Se ha puesto su chaqueta, es otra vez el hombre de negocios.
El edificio parece estar muerto desde hace una década. Se ha inclinado un poco hacia un lado, y hasta los marcos de las ventanas parecen torcidos.
En otra vida hubieras estado haciendo tonterías por allí, sacando fotos: Darian apoyado en la casa. Pero en esta vida miras fijamente la fachada y te imaginas que todo se incendia.
En la planta de arriba está encendido un televisor, la planta baja está a oscuras. Una bombilla de bajo consumo se enciende. Cómo detestas esa luz sin vida. Una sombra pasa junto a la ventana. Ves claramente que uno de esos viejos se mueve por la casa, murmurando y protestando, caminando con sus pantuflas, y baja, con la escopeta en el brazo y la boca llena de rabia. «Pero tú no conoces a mi padre.» Nadie conoce a tu padre. Quién sabe si tu padre se conoce a sí mismo después de esta noche.
No es la primera vez que te preguntas quién serías ahora si tu madre te hubiera llevado con ella a España. Probablemente dirigirías en Madrid alguna de sus boutiques y te pasearías del brazo de una chica.
«Probablemente sería maricón.»
Eres quien eres porque tu padre te ha convertido en lo que eres.
«¿Soy lo que soy porque mi padre me ha convertido en lo que soy?»
No estás seguro de qué pensar. Tal vez te guste tanto estar con tu madre este verano que no regreses. Todo es posible.
La puerta de la casa se abre. La mujer lleva un chaleco de lana y, en lugar de una escopeta, tiene una taza en la mano. Por un instante parece como si le ofreciera un té a tu padre. Esperas un arranque de ira, el reloj marca las seis de la mañana pero la mujer, en cambio, ríe. Ragnar Desche y su carisma, su simpatía. Tu padre abre la cartera, la mujer hace un gesto de rechazo y bebe de la taza. Se da cuenta de tu presencia en el coche, pero tú miras en otra dirección.
La noche se deshilacha en sus bordes, y un gris turbio se va fundiendo con lo negro, mientras la carretera sigue siendo una cinta sin color que conduce a través de toda Noruega hasta Ulvtannen. Sabes de vuestro objetivo sólo por algunas historias, pues tu padre nunca te habló de su pueblo de origen, el encargado de eso era tu tío. Desearías que él hubiese cerrado el pico.
Cuando Oskar dejó Noruega con Taja y se fue a vivir a Berlín, tú tenías cuatro años, y tu tío te habló del hotel de la playa que tenía vistas al fiordo, te habló de la gente del pueblo vecino y de sus características, pero lo que más te impresionó fue el nombre del acantilado y por qué lo llamaron así.
Ulvtannen significa «Diente de lobo».
Invierno tras invierno, se supone, se reunía en aquel acantilado una manada de lobos. Por entonces todo el lugar estaba cubierto de abetos. Y un verano llegó allí tu tatarabuelo con sus cuatro hermanos. Ellos talaron todos los abetos y construyeron una casa enorme para su familia, y de esa casa saldría luego un hotel de playa. Sólo quedó allí un abeto del norte, y se convirtió en el árbol de la familia. Por entonces, todos pensaron que los lobos no volverían, pero en invierno aparecieron puntualmente cada noche de luna llena y se quedaban mirando la casa. La manada de lobos no se dejaba espantar ni con ruidos ni con disparos. Sólo desaparecía cuando llegaba la luna menguante. Y desde entonces cada nueva generación había tolerado a la manada de lobos durante los meses del invierno, y observaba cómo yacían pacientemente en la nieve o rodeaban la casa o se frotaban contra la verja, dejando allí mechones de su pelaje. En cuanto el invierno pasaba, los niños recogían los mechones de pelo y los lanzaban al fuego, a fin de mantener alejados a los hambrientos lobos.
Tú desearías que tu tío jamás te hubiera contado esa historia, porque, debido a la atención que él te prestaba, se te hizo alguien más cercano que tu propio padre. Sin el interés de tu tío jamás hubieras cobrado conciencia de la distancia que mediaba entre tú y tu progenitor.
Entonces la añoranza se instaló en ti. La añoranza por un padre que hablase contigo, que se interesase por ti, y al mismo tiempo era la añoranza de Ulvtannen, un lugar situado en el fin del mundo. Y aunque tú apenas compartiste cosas con Taja, ambos teníais el mismo anhelo, deseabais pasar el invierno en el hotel: delante de una gran chimenea, con flores de hielo en las ventanas y una manada de lobos delante de la puerta que se pasaban el tiempo aullando y gimoteando. ¿Cómo ibas a saber que Taja compartía más cosas contigo, aparte de esa añoranza? Añorabais tanto a vuestros padres que os habéis perdido a vosotros mismos.
Un coche pasa junto a la gasolinera y te saca de tus pensamientos. Por un instante hubieses jurado que era el Range Rover, pero es una idea tonta. El coche de Oskar estaba a unos seiscientos kilómetros de distancia, frente a un área de descanso, y allí se quedaría hasta que tu padre se ocupara de él.
«Mi padre.»
Miras hacia la casa. Tu padre le pone en la mano a la mujer un par de billetes. La mujer entra de nuevo en la casa y cierra la puerta. Tu padre regresa al coche y abre la tapa del depósito. Oyes cómo la gasolina va llenando el depósito. Tres minutos después sigues sentado en el coche, y tu padre está a unos metros de un grifo de agua y se lava la cara y las manos. Ha colgado su chaqueta en la punta de un arbolillo, que se inclina por el peso.
«Así me siento yo exactamente», piensas, y quisieras correr hacia abajo, arrancar el coche y largarte de allí sin más.
«Como si pudieras.»
Después de que tu padre ha cerrado el grifo, se sacude las manos, se baja de nuevo las mangas de su jersey y se pone la chaqueta. Es la tranquilidad en persona. Cuando sube al coche, hueles el agua en su piel. Un agua oxidada y fría. Y también hueles a tu padre. Esa familiar mezcla de sudor y energía. No lo miras. Tu resolución es firme. Él jamás va a saber lo que Tanner te ha dicho. Porque si lo sabe, tendrías que reaccionar, y si lo haces, todo tu mundo se pondría patas arriba, y todo sería diferente, y tú no estás seguro de que puedas soportarlo.
Lleváis horas sin hablar, por lo menos desde que apareció aquello blanco en la carretera y tú pensaste que era nieve sucia. Tu padre levantó el pie del acelerador y, a la luz de los faros, visteis las bolsas reventadas centellear. Tu padre vaciló un instante, luego pisó de nuevo el acelerador y continuó.
En el espejo retrovisor pudiste ver que la heroína flotaba en el aire, como niebla.
Tu padre no gastó una palabra en eso. No te preguntó lo que pensabas, y por primera vez te agradó su desinterés. La visión de la heroína te había llenado de tranquilidad. Como si fuera lo correcto que tu padre también tuviera un fracaso. «Satisfacción» era la palabra.
En las horas siguientes te quedaste dormido en varias ocasiones, porque no había nada que decir. Ahora estáis a setenta kilómetros de vuestro objetivo, en una gasolinera cerrada. La mañana ya muestra sus grises, y el silencio se ha acomodado en el asiento trasero y no piensa abandonaros.
—Tú también deberías lavarte —dice tu padre, y arranca el coche, pero no pone la marcha, como si fuera a darte la oportunidad de que saltaras. Tú ni te mueves. Miras hacia delante, todavía tienes las manos sucias, y no hay motivo para salir del coche.
Tu padre pone la marcha y salís de la gasolinera.
Quince minutos después.
—¿Y bien?
Él hace una pausa, y esa pausa es como un espacio sin aire en el que estás de repente, y no sabes qué hacer, cómo continuar. Todo en ti se encoge, no quieres preguntar, pero preguntas.
—¿Y bien, qué?
—¿Qué has sentido?
Miras tus manos, que son otra vez dos puños. Sucede de forma automática. Es como si tus manos quisieran quitarte la respuesta.
—Estuvo bien.
—¿Bien?
—Fue…
El oxígeno se convierte en plomo en tus pulmones, buscas la palabra adecuada, una palabra de hombres. Y sabes que sólo puedes decir algo equivocado. Y dices:
—¿… un alivio?
Tu padre no reacciona. Por un instante estás seguro de que no le has respondido, de que la palabra se quedó en las circunvoluciones de tu cerebro, entonces tu padre dice:
—Dame la pistola.
Él alarga su mano derecha. Tú dudas. ¿Cómo puedes dudar? Su mano queda colgada en el aire, espera. Cuando tu padre habla de nuevo, te estremeces.
—Eres el responsable de la muerte de dos personas importantes. Leo siempre te cuidó, te enseñó a boxear y estuvo a tu lado cuando la loca de tu madre se tiraba a las calles por las noches. Y Tanner era tu padrino. Él lo hubiera hecho todo por ti…
Él enmudece. Los dos sabéis lo que iba a decir, pero las palabras se quedan colgadas, como un suave sonido en el aire. Tu padre cambia de tema, no hay tiempo ahora para los sonidos suaves.
—Dame la pistola.
Sacas el arma, le pones a tu padre la culata en la palma de su mano. Él tiene razón. No te mereces esa pistola. Tu padre la sopesa, como si quisiera saber si ha perdido su peso. No te mira, al hacerlo, ni una sola vez, mira hacia la carretera y, de repente, el cañón del arma está apoyado contra tu sien, empujando tu cabeza hacia un lado, de modo que tú también tienes que mirar hacia delante.
Sientes un calambre, una rigidez.
—¿Cómo pudiste?
En verdad no es una pregunta, es una afirmación, pero tú, idiota, intentas defenderte.
—Yo… Yo lo siento. El chico hizo…
—No fue culpa de ese chico.
El sudor cubre tu pecho y tienes la sensación de que ese mismo sudor te sale por la nuca, aunque eso es poco probable, debe de ser tu alma que se va.
—¿Por qué tuvo que morir? —se te escapa, y te das cuenta de que estás poniendo en entredicho a tu padre. Como si dijeras: «¿Qué estoy haciendo yo aquí?» La presión en tu sien aumenta, y tú resistes a ella, no puedes mostrar debilidad.
—Eso fue un castigo —dice tu padre.
—Pero pensé que él no tenía culpa.
—¿Y quién te ha dicho que fue él el castigado?
Entiendes, quieres bajar la cabeza, pero sientes vergüenza y mantienes la cabeza en alto.
—Jamás te lo perdonaré —dice tu padre—. Jamás.
Entiendes. Tu padre aprieta el gatillo. Una vez, dos veces. Cada movimiento del gatillo es como una descarga de corriente que entra por un lado de tu cerebro y sale disparado por el otro. Piensas en Mirko, piensas en tu madre, piensas en Gina y en Nadine, y piensas que jamás decidirás cuál de las dos es la chica adecuada para ti. Lo piensas todo simultáneamente y permaneces sentado tranquilo, a la espera. Tu padre quita el arma de tu sien.
Una huella se te ha quedado marcada.
—Puedes agradecerme que no me haya olvidado de poner el seguro.
—Gracias —dices en voz baja.
Tu padre te devuelve la pistola. «Se ha acabado», piensas, y entonces él te mira, sus dos manos están apoyadas sobre el volante, la carretera ya no le interesa, te está mirando a ti, y sólo hay rabia en sus ojos, y en ese momento eres consciente de que te desprecia, de que tu propio padre te desprecia profunda e íntimamente. Quieres justificarte, quieres reaccionar ante su mirada, pero él vuelve a mirar hacia delante como si nada hubiese pasado, aunque ahora la pistola está en tu mano. Todo sucede muy rápidamente, como lo de Timo, que se quedó colgado hace dos años por el LSD, y terminó en un manicomio, durante unos meses, y luego os contó que el mundo era como un tocadiscos que gira demasiado rápido. Y tú necesitas algo para bajar de ahí. Moderar el ritmo. Hacer una pausa. Un poco de hachís estaría bien.
Sólo dos caladas, para relajarte. Tu padre no piensa concederte una pausa. Te dice:
—Por lo menos has comprendido lo que significa ser un hombre.
Conoces el alivio. Conoces la soledad. ¿Lo has mirado a los ojos?
Reaccionas demasiado rápido.
—Por supuesto.
Tú padre se ríe, y su risa es como el ladrido de un perro, ese ladrido que a veces se oye de madrugada en la ciudad, breve y seco. Y entonces sientes su mano en tu rodilla, la presiona.
—Éste es mi chico, un jodido asesino a sueldo, frío como un témpano, pero no puede ni mirar a sus víctimas a los ojos.
Eso es tan espantosamente íntimo que la carne se te pone de gallina.
«¿Cómo puede conocerme tan bien?»
Tu padre baja la ventanilla y escupe fuera, escupe su rabia y su cercanía a ti. Miras tu rodilla, su mano ha desaparecido, y no entiendes lo que sucede dentro de ti. El amor y el odio entran en una pugna violenta, y también estás lleno de orgullo. Has estado cerca de tu padre, él te ha tocado. Sé sincero, ¿no es eso triste? ¿Muy triste? El hombre que te educa como si entrenara a un maldito pitbull. El hombre que te hace matar y no se cansa de conducir a cien kilómetros por hora en dirección al caos. Ese hombre también te hizo orgulloso.
Desayunáis en un café que un taxista os ha recomendado.
Vik va despertando lentamente. Oskar había trabajado allí, en la hidroeléctrica. Allí conoció a Majgull, durante el turno de noche. «Amor a primera vista», así lo llamó él. Le hablas a tu padre de ello y le preguntas si sabe algo más de esa historia. Tu padre no responde y continuáis comiendo en silencio.
Te pone nervioso que no os deis prisa. No tienes ni idea de por qué tu padre se toma tanto tiempo. Es un poco como si ya no se comportase de una manera lógica. Tú habías tenido ya en Berlín esa sospecha, cuando estuvisteis en el Teufelsberg y él esparció las cenizas de Oskar. También Tanner debió de pensarlo. Y ahora esta lentitud. Desde que estáis en la carretera, no conduce por encima del límite de velocidad, se come su tortilla a cámara lenta y parece tener una calma infinita. Tú, sin embargo, te sientes como si estuvieras sentado sobre un montón de bolas chinas ardiendo.
Y a tu padre eso no se le escapa.
—Tenemos todo el tiempo del mundo. Esas chicas no se van a escapar, nos esperarán. Termínate tu café, luego seguiremos viaje.
Tú podrías preguntar por qué está tan seguro, pero oyes en tu mente la voz de Tanner: «Cuando no entiendas algo, intenta entenderlo. La respuesta vendrá por sí sola.» Bebes tu café y deseas que la seguridad de tu padre sea contagiosa. Tienes una mala sensación, Noruega no te gusta, Noruega fue, hasta este día, el recuerdo de tu tío, o sea, únicamente Ulvtannen. No quieres quitarle la magia a ese recuerdo y afilarlo con la realidad. Debe seguir siendo un recuerdo. Echas de menos Berlín, porque Berlín es realidad, un lugar seguro, tu lugar, el sitio que conoces y controlas. Son tantas las cosas que han cambiado en tu vida. Y ahora la muerte viaja contigo. Se esconde en los rabillos de tus ojos, y en las sombras que te rodean y acompañan cada uno de tus pensamientos. Has notado el cambio. Pregúntale a tu padre, él sabrá lo que te está sucediendo. Él es el responsable de que tengas un nuevo acompañante. La muerte se ha comido tu inocencia. Y a partir de ahora cada momento de tu vida lo sentirás como si corrieras por un lago congelado, y te dirás: «Pronto se partirá el hielo; pronto llegará la hora, pronto.» Y tú seguirás corriendo y corriendo, porque sería un error detenerse. En cuanto te detengas, todo habrá acabado.
Tu padre comparte esa sensación contigo. En su caso es una cuesta muy pronunciada por la que él cae sin parar. Tú, en cambio, corres sobre el hielo.