TAJA

Debajo de ti, agua, por encima de ti, el cielo, y tú estás sentada en la hierba, con los pies colgando sobre la ladera, pero nada es como había sido en tu sueño: el día no es gris, no nieva y las paredes del valle parecen, a la luz del sol matutino, como plata líquida, y ya no recuerdan esos dibujos de tinta japoneses.

Son las nueve de la mañana, y tus amigas duermen todavía en el coche.

Tú te has despertado hace media hora y has mirado hacia fuera. Y allí estaba, allí estaba todo. El suelo y el cielo, las rocas y el fiordo.

«El hogar, la patria.»

A tu derecha, el acantilado se eleva hacia lo alto, y a veinte metros a tu izquierda ves el estrecho sendero cubierto de hierbas que conduce hasta la playa de piedra. Allí, en la playa, hay un embarcadero techado, con los tablones pintados de verde, la pintura se ha descolorido en el borde inferior.

La sombra de un asta de bandera traza una nítida línea a través de la fachada. Estás allí sentada, muy quieta, observas esa línea y esperas a que siga desplazándose. Los rayos de sol son incansables, abren agujeros en la alfombra gris de la niebla, de modo que atraviesa la superficie del agua. Un grito muy agudo te provoca un sobresalto. Por unos segundos resuena por encima del fiordo, y luego vuelve a reinar el silencio. Miras las nubes. Tal vez sea un ave de rapiña, tal vez una gaviota.

«O mi padre, que me está llamando.»

Alzas la nariz. Desde que estás ahí sentada, las lágrimas no quieren dejar de correr. Lágrimas por tu padre, lágrimas por Rute y, en especial, lágrimas por ti. Es tan melodramático y patético que te provoca dolor en la nuca. Pero las lágrimas ayudan, alivian la presión que pesa sobre ti como una mano enorme que pretende hacerte más pequeña.

—¡Qué increíble!

Te enjugas rápidamente las lágrimas. Schnappi se detiene a tu lado y mira el fiordo.

—¡Esto es de puro cuento de hadas!

La puerta del copiloto se abre. Stinke parpadea con desconfianza, examinando el lugar, luego apoya los pies sobre el tablero de mandos y se pone los botines. Ella es a la única a la que temes.

Nessi y Schnappi son ideales escuchando, siempre comprensivas y llenas de amor. Stinke es crítica, sólo ve el lado oscuro, pero es justa, y eso es algo que estimas mucho de ella. Justa y peligrosa. Cuando ve una mentira, le clava los dientes y la despedaza. Lo cual no le impide mentir como una loca.

Tú la quieres y la odias por eso. Entre vosotras siempre hay una distancia.

Como si no debierais acercaros demasiado. Y por cómo salta fuera del coche y se pasa las dos manos, furiosa, por el pelo, como si se estuviera lavando la cabeza, te recuerda una guerrera salida de una película de vikingos. Después de estirarse, dice: —Oye, tía, necesito un café con urgencia. Café y pan.

—Primero mira esto —dice Schnappi—, es increíble.

—Sí, sí… Ahora mismo.

Stinke se baja los pantalones y se agacha entre los matorrales.

Bosteza, te hace un guiño y dice:

—Bueno, ¿qué? ¿Eres una mirona?

—Te ves fatal.

—Mírate tú al espejo, pareces un queso camembert.

—Estás realmente pálida —dice Schnappi, y señala su peinado—.

¿Cómo me veo yo?

Tú le haces señas para que se acerque, Schnappi se inclina hacia delante y tú le arreglas el pelo, colocándoselo detrás de la oreja. Después de eso, su aspecto es pasable.

Stinke chasquea los dedos.

—Eh, ¿acaso alguna de vosotras podría…?

Metes la mano en su chaqueta y le alcanzas a Schnappi un paquete de pañuelos de papel, y ésta se los lanza a Stinke. Un minuto más tarde, Stinke se os une y dice: —Qué lago tan extraño.

Schnappi frunce el ceño.

—Tía, eso no es un lago, es un fiordo.

Stinke le da un empujoncito con el culo.

—¿Ah, sí?

—¿Dónde piensas que estamos?

—En el país donde se puede vacilar a las vietnamitas bajitas. ¿Puede ser?

Schnappi le devuelve el golpe.

—¿Alguna vez te has caído a un fiordo?

—¿Alguna vez has tenido el pelo más desastroso de todos los tiempos?

—Vamos, sentaos y cerrad el pico —las interrumpes. Y tus amigas te obedecen y se sientan, dejan colgando las piernas hacia abajo y guardan silencio. Dos minutos enteros.

—¿Y el café?

Suspiras. Una gaviota aterriza en el asta de la bandera. Stinke bosteza y pregunta quién quiere un cigarrillo. Schnappi echa la cabeza hacia atrás y escupe hacia el fiordo. La saliva describe un arco.

—Eso ha estado bien.

—Sí, y la mitad me ha caído en la cara.

Stinke se frota el rostro con la camiseta. Miras entre tus piernas y hacia abajo.

—¿Qué creéis? Si saltamos hacia ahí abajo, ¿nos moriremos?

Tus amigas también miran hacia abajo, Stinke extiende la mano hacia delante y deja caer el pañuelo usado. Lo veis volar hacia abajo, describiendo curvas y lazos, y luego aterriza en el agua como un pájaro que escora.

—No, de eso no muere nadie —dice Stinke. Cuando llegas ahí abajo, haces «plaf» y te pones a nadar. Pero ¿dónde estamos en realidad?

«En un sueño», querrías responderle, pero sabes lo estúpido que sonaría eso. Además, tus amigas no saben nada de tu sueño. Para ellas tu añoranza es tan ajena como tú misma, que te has vuelto ajena para ellas desde hace un tiempo.

—Nessi sabrá dónde estamos —dices, y te levantas.

Claro que no podéis esperar a que Nessi se despierte. Pero mientras estáis de pie al lado del coche, discutiendo sobre quién tiene que despertarla, Nessi se incorpora.

—Habláis tan alto que me despertaría aunque estuviera en coma.

—Y bien, ¿has dormido suficiente? —pregunta Stinke.

—No. ¿Cómo va la cosa?

—¿Qué cosa?

—Hemos llegado…

—¿Adónde hemos llegado, Nessi?

Ella frunce el ceño.

—Pues, a ese sitio, Ulvtannen.

Nessi se inclina hacia adelante por la ventanilla y mira a su alrededor, también vosotras miráis a vuestro alrededor. No hay mucho que ver, una elevación que apunta hacia el fiordo, y al lado rocas y un acantilado.

—¿Dónde está ese pueblucho? —pregunta Stinke.

—Pregunta mejor dónde está el hotel —dice Schnappi.

Ellas te miran. Tú no tienes respuesta. Estar aquí es como si hubieras encontrado algo y lo hubieras perdido de nuevo inmediatamente. De la euforia a la depresión en dos segundos. Adondequiera que mires, aquí no hubo jamás un hotel, y el embarcadero techado de ahí abajo, en la playa, no cuenta.

—Tal vez el navegador esté flipando —dice Schnappi.

—¿Por qué iba a estar flipando el navegador? —pregunta Nessi.

—Déjame ver.

Nessi se baja y Schnappi sube al coche. Nessi respira hondo y dice que el aire es magnífico, una pasada. Se estira como ha hecho Stinke antes. Nessi es la única que no tiene problemas con su pelo. Parece un ángel planchado.

La mano de Schnappi sale por la ventana. Hace un gesto con los dedos.

—¿Las llaves?

—Están puestas —dice Nessi.

—Aquí no hay nada.

Schnappi busca en el suelo, bajo el asiento. Nada.

Nessi rebusca en los bolsilllos de su vaquero.

—No lo entiendo. Te aseguro que no las quité. Y no han podido salir volando durante el viaje.

—Eso no puede ser.

—Vaya, Schnappi, ¿de verdad que no?

—Tías, la llave no puede desaparecer así como así —di ce Stinke, y saca a Schnappi del coche, para ponerse a buscar dentro.

—¿Esto es una película de terror? —pregunta Schnappi—. ¿Alguna de vosotras se volverá loca ahora y esperará a que caiga la noche?

Os miráis desconcertadas.

Tú miras hacia la carretera que conduce hacia el pueblo. Luego miras hacia la que sube serpenteando entre las rocas hasta el acantilado.

—¿Qué hay ahí arriba?

—No tengo ni idea. He hecho caso al navegador, por eso estamos aquí.

—Pues echemos un vistazo —decides, y encabezas la marcha.

La euforia aparece de nuevo, y borra el mal humor de un manotazo.

Sabes que estás en el lugar correcto. Puedes sentirlo. Y tienes que demostrárselo a tus amigas para que todo salga bien.

—¿Y qué pasa con la llave? —te grita Stinke a tus espaldas.

Te das la vuelta y le extiendes una mano.

—Ya la encontraremos. Ven.

La carretera, después de la primera curva, os lleva hacia una segunda curva. Al cabo de cincuenta metros, veis la cima ante vosotras, el cielo alrededor parece haber sido cortado por un cuchillo romo. Te alegra estar en movimiento. Durante los últimos días has estado o tumbada en cama o sentada en un coche. Stinke, en cambio, no para de quejarse, y al cabo de pocos metros parece faltarle el aliento. Piensa que ya no podrá continuar, que ya nada le funciona y que pronto tendrá que escupir los pulmones si no camináis más despacio.

—Necesito un café, tengo que cargar pilas.

Schnappi se le engancha del brazo, Nessi hace lo mismo por el otro lado. Le sirven de apoyo a Stinke como si fuera una abuelita que ha olvidado su bastón. Te colocas detrás de Stinke, plantas las manos en su culo y empiezas a empujarla. Stinke chilla y echa a correr. La seguís, y podríais ser cuatro chicas que os habéis escapado de un campamento de vacaciones. Y así llegáis a la cima y os detenéis, como si hubieseis chocado con una pared de cristal. El acantilado está delante de vosotras: —No puede ser verdad…

—Pero…

No sale nada más de ti.

Nessi se lleva la mano a la boca, como si quisiera retener las palabras.

Schnappi ya no tiene palabras.

Estáis ahí, y no creéis lo que estáis viendo.