EL VIAJERO

Al cabo de media hora, ves algo blanco en la carretera y frenas. Te detienes dos metros por delante y bajas. Es una zapatilla deportiva. La coges y miras a tu alrededor. De lejos se aproximan unos faros. Estás allí. Esperas.

Las luces se acercan y se convierten en cuatro motocicletas. No levantan el pie del acelerador, y pasan a toda velocidad a un metro escaso de ti. Uno de los moteros te hace un gesto con el dedo, pero un instante después ya se han marchado. Estás ahí todavía, sosteniendo la zapatilla en la mano. Cada fibra de tu cuerpo está ardiendo. No puedes moverte. Notas las marcas de la frenada en el asfalto. Un coche estuvo a punto de volcar aquí y se detuvo en el arcén.

Justo ahí.

Miras hacia la derecha, te duele cada centímetro, pero tú te sales de la carretera y examinas los matorrales. Hay huellas de zapatos en la tierra húmeda. Un poco más allá hay una roca. Algo te impide ir hasta allí. Pero vas. Hay sangre en la tierra, sangre en la piedra. Ahí estuvo sentado alguien.

Deberías regresar a la carretera. Das la vuelta a la roca, y allí yace tu hijo, con la cara contra la tierra húmeda. Tiene los brazos doblados en ángulo, muy pegados al cuerpo, las manos están clavadas en la tierra, al lado de la cabeza, como si quisiera agarrarse. Junto a sus caderas ves las marcas profundas de unas rodillas. Quien estuviera sentado encima de tu hijo, intentaba impedirle que se moviera.

Le das la vuelta. Tiene los ojos abiertos, están llenos de suciedad. Le quitas el barro con cuidado, con tu pulgar, y le cierras los ojos. Y lo contemplas. Lo contemplas. Te sientas en el suelo y le quitas la zapatilla.

Haces un lazo, no te sale bien. Lo haces de nuevo y entonces terminas de quitarle el barro de la cara. Le metes la mano en la boca y sacas la tierra que hay dentro. Le acaricias los labios. Ahora ya está limpio.

Esperas.

No miras al cielo, no murmuras ninguna oración. Eres un hombre que tiene a su lado a su hijo muerto, no sucede nada más en este mundo. Ninguna catástrofe se va a desatar por eso, nadie se prenderá fuego, ninguna estrella del pop escribirá una canción.

En el maletero del Range Rover encuentras una manta. Envuelves a Marten en ella y lo cargas hasta el coche. Después de acostarlo en el asiento trasero, te quitas la camisa y se la metes debajo de la cabeza, a modo de almohada. Debe estar cómodo, será su último viaje. Cierras la puerta y te detienes al lado del coche, llevas una camiseta de tu hijo. Te la prestó y te animó a que la llevaras durante todo un día. Y hoy es ese día. Una cruz blanca en un círculo negro. Como en las papeletas electorales. Y encima hay unos caracteres. «Voto nulo.» Te ves un poco tonto. Como alguien que es lo que nunca ha querido ser.

Subes de nuevo al coche y pretendes arrancar, pero te empieza ese temblor. Primero en la mandíbula, los dientes te castañetean, luego el temblor se desplaza hacia abajo, y en unos pocos segundos tu cuerpo se sacude de tal modo que tienes que agarrarte al volante.

Los testículos se te encogen, como si pretendieran ocultarse en tu bajo vientre, tus intestinos desean vaciarse, pero los controlas, te controlas, el coche se sacude, el temblor se vuelve un huracán que pasa por tu vida como un bólido y arrastra todo lo que no está bien sujeto. También a tu hijo.

Unos minutos después estás empapado en sudor, pero tranquilo. Los cristales de las ventanas están cubiertos de vaho por dentro, tienes la espalda empapada en sudor, y el coche está detenido. Con cuidado, separas los dedos del volante y alargas la mano hasta la llave del encendido. La calma continúa.

Arrancas, pones la marcha. El coche empieza a moverse. Bajas la ventanilla y el viento refresca el sudor de tu cara.

Con un breve movimiento, el monstruo se desprende de las profundidades y emerge. El Viajero está de nuevo en camino.