RAGNAR

La primera bala alcanzó a Leo en la parte de atrás de la cabeza, un agujero sanguinolento brilla en el lugar donde antes estaba su ojo izquierdo.

Leo yace apoyado en la puerta del conductor, con la cara destrozada contra el cristal, el otro ojo está abierto de par en par y mira fijamente al asfalto. Una mano reposa sobre el volante, como si lo tuviera todo aún bajo control. Ves las cicatrices en torno a sus nudillos, la otra mano reposa sobre la rodilla, con la palma hacia arriba. Jamás habías visto a Leo tan inmóvil. Nada de temblores nerviosos, nada. La segunda bala ha abierto un agujero limpio en el parabrisas.

La tercera bala alcanzó a Tanner en el costado. Le aplastó dos costillas y le arrancó un trozo del tamaño de la cabeza de un clavo en un lado del corazón, antes de hacerse añicos en el alvéolo pulmonar izquierdo. La cabeza de Tanner ha caído hacia atrás, respira agitadamente y mira fijamente al techo. Su mano derecha está aferrada a la manilla de la puerta, y los huesos de los dedos resaltan por su palidez. El olor a meados impregna el aire como un perfume derramado.

Oyes pasos, tu hijo sale corriendo del coche, con la cara llena de sangre y la maldita pistola en la mano. Te ve de pie junto a la puerta del conductor, mira al chico que yace a tus pies. Lo abofeteas, una a la izquierda, otra a la derecha, coges a tu hijo por la oreja, lo arrastras alrededor del coche y le enseñas a Leo.

—¿Ves esto, gilipollas? ¡¿Lo ves?!

Tu hijo jadea, tu hijo asiente. El arma se le cae de las manos, jamás debiste permitir que se la quedara. Todo esto ha sucedido porque él se ha dejado sorprender.

«Todo esto.»

Lo sueltas y regresas a donde está el chico, que no se ha movido del sitio. Yace con los brazos sobre la cabeza, tumbado sobre el asfalto, temblando.

«Vaya mierda», piensas, y te quitas la chaqueta. La doblas y la pones sobre el asiento trasero. Luego te arremangas y te dispones a sacar a Tanner del coche. Él sigue aferrado a la manilla de la puerta. Le dices que la suelte, pero Tanner no reacciona. Das unos golpecitos en el cristal.

Tanner no te mira. Los ojos le brillan. Esperas un par de segundos y lo intentas de nuevo. Tanner ha aflojado el agarre, la puerta salta hacia fuera.

Tiene las pupilas muy dilatadas, y éstas se mueven, intentan mirarte fijamente, pero su cabeza se mantiene rígida. Te inclinas para meterte en su campo visual. Él suspira, te mira. Una lágrima se desprende de su ojo izquierdo y rueda por la mejilla. El ruido cavernoso de sus pulmones te pone la carne de gallina.

—Vaya mierda —dice Tanner, y tose una bocanada de sangre.

—Tranquilo —le dices, y lo agarras por debajo de los brazos, lo alzas con cuidado y lo sacas del coche—. Tranquilo, Tanner, ya te tengo.

—¿Qué puedo hacer?

Tu hijo está ahí otra vez. Por lo menos tiene valor para dar la cara. Se ha limpiado la sangre del rostro.

Le dices lo que tiene que hacer.

—Y limpia el asiento y la ventana.

Ayudas a Tanner a llegar hasta la cuneta, a unos diez metros de distancia hay una roca. Sientas a Tanner en el suelo, con sumo cuidado, de modo que pueda sentarse con la espalda apoyada en la piedra. Nadie puede verle desde la carretera. Tú te sientas a su lado y le limpias la saliva del mentón. El suelo está blando y húmedo. Todo se ha desquiciado. Ojalá estuvierais ahora en Berlín, en el teatro, charlando en una cena, en la cama.

—Ya no llueve —dice Tanner.

Sientes una quemazón en los ojos y le aprietas la mano.

«Es cierto, ya no llueve.»

—Típico de Noruega —dice Tanner, bajito—, aquella vez. .

—Lo sé, debí llevarte a la boda.

—… todo hubiera ido mejor.

—¿Qué?

Tanner está en otra parte con sus pensamientos, su mirada busca el asfalto y el coche, sabe por qué está allí sentado.

—¿Y Leo?

—Está muerto —le dices.

Tanner suspira de nuevo, se le cierran los ojos, el ruido de sus pulmones disminuye.

—Pobre Leo —dice Tanner después de una larga pausa—. Pobre Leo, pobre.

Oyes cómo se cierra el maletero. Los pasos de tu hijo.

—… aquí —dice Tanner.

—¿Qué?

—Tráeme a Darian.

Vacilas, pero te levantas y llamas a tu hijo. Los dejas a los dos solos, regresas al coche y te agachas junto al chico, que no se ha movido ni un centímetro de donde estaba. Tiene los brazos alrededor de la cabeza, con la rodilla pegada al pecho. No te oye cuando pronuncias su nombre. Observas su cuerpo, que tiembla y se sacude, le falta una zapatilla, sus vaqueros están mojados en la entrepierna. El chico ofrece una imagen lamentable y tú piensas: «Es el hijo de alguien.» Y luego: «¡Todos somos hijos de alguien, idiota!»

Pasa un minuto, otro.

Oyes a Tanner, su voz está muy distante.

«Despedida.»

Tus pensamientos se te escapan mientras observas la espalda del chico.

Ya no estás en el sur de Noruega, agachado al borde de la carretera, estás en un cementerio de Berlín-Charlottenburg, llovizna, y Tanner no tiene el pulmón destrozado, habla contigo y tiene que repetir tres veces sus palabras para que puedas oír realmente su voz.

—¡Ragnar, ya es suficiente!

Retrocedes. Un hombre yace retorcido en el suelo, ante ti, sin moverse, sólo su espalda es como una burbuja que sube y baja. Tú escupes y te das la vuelta. Es la primavera de 1993, y estás en el entierro de Flipper, tu hijo tiene nueve meses, Oskar se ha casado hace un año y Majgull está grabada en tu cabeza como una sanguijuela que poco a poco te va sorbiendo los sesos.

Tanner te alcanza un cigarrillo. Te tiembla la mano. Le das las gracias y aceptas el fuego que te ofrece. El entierro ha terminado, y todavía no sabes por qué todo eso te afecta tanto. El último año ha sido perfecto, aunque tú jamás tuviste la sensación de estar realmente presente. Una mujer, un niño y tú, que no encajabas del todo en la ecuación.

Y ahora ese entierro.

Tanner se tomó la muerte de Flipper con serenidad, aunque era muy buen amigo suyo. Sabías que Flipper, en los últimos años, se había especializado como correo de piedras preciosas. A nadie le sorprendió realmente cuando os llegó la noticia, hacía cinco días, de que Flipper había muerto por una sobredosis en un hotel de Ginebra. Sabéis que fue un asesinato. El cargamento de piedras preciosas ya no estaba en su equipaje, pero nadie habló de ello. En vuestro oficio siempre hay riesgos.

Mucha gente asiste al entierro para tratarse de alguien al que todos consideran un yonqui y sin un hogar en ninguna parte. Todo el que hubiera tenido que ver alguna vez con Flipper en esa ciudad fue a su entierro. No es el luto lo que los reúne, todos ellos pueden sacar provecho de su muerte y andan en busca de nuevos contactos. El negocio es el negocio.

Es una reunión en la que lo que importa son los beneficios. Una reunión de hombres de negocios. Hasta hacía cinco minutos, uno de esos hombres de negocios se encontraba de pie a tu lado, y había dicho que a Flipper no le ha sentado nada mal haber consumido todas esas drogas.

—Parece una jodida momia, se podría ganar dinero exhibiéndolo.

Entonces le pediste al hombre de negocios que fuera contigo a un lado.

Y ahora él yace en el suelo, lo has machacado a golpes, hasta que ya no se puede sostener en pie. Salvo Tanner, nadie se interpone. Te duele el puño, pero no te arrepientes ni por un segundo de haber perdido el control. Te ha sentado bien. Tanner está totalmente desconcertado, y no entiende lo que acaba de pasar. Por lo menos eso piensas tú.

—¿Qué pasa contigo? —quiere saber tu mentor.

—Nada.

—Conociste a Flipper sólo un día, ¿qué pasa contigo?

La respuesta pesa en tu boca. La escupes.

—¿De verdad se llama Flipper?

Tanner suelta una risotada triste.

—No, se llama Felipe. Odiaba ese nombre, y ya desde la guardería se hacía llamar Flipper.

—¿En la guardería? ¿Hacía tanto tiempo que os conocíais?

—Éramos vecinos, y uno se conoce en esos casos. Pero no se trata de eso, así que deja de evitarme. ¿Cuál es tu problema?

Tú aprietas el puño, que te duele, e intentas mostrarte tan sobrio como te sea posible.

—Él fue como un padre para mí.

—¡¿Qué?!

—Sé que suena estúpido, pero así lo sentía yo. Como jamás sentí a mi padre. Una vez, en Nochevieja, cuando estaba fatal, me limpió hasta los vómitos de la cara. Se ocupó de mí. Como un padre. No como tú, que eres un amigo, y no como alguien cualquiera. ¿Lo entiendes?

—Joder, Ragnar, sólo lo viste un día.

—Lo sé, eso es lo extraño. Algo pasó ese día.

—Que pasó en tu casa esa noche que usó tu cuarto de baño… ¿Hay algo más que yo no sepa?

—Flipper me enseñó un rumbo.

Tanner ríe.

—Chaval, tú encontraste tu rumbo. Él sólo te dio unas drogas para que las entregaras. Y tú las entregaste. No pasó nada más.

—Él sabía lo que hacía.

—Flipper sabía demasiadas cosas, por eso ahora está en ese maldito agujero.

—Hay algo en todo ello.

Tanner te mira con ojos inquisitivos.

—¿No te irá a dar ahora un ataque de nervios?

—No digas chorradas.

—Flipper no era más que un tipo simpático, eso es todo.

—Sí, pero sin él nadie nos hubiera conocido. ¿Crees que eso fue casualidad?

—Sabes lo que pienso de la casualidad.

Sonríes. Sabes cuál es la respuesta, pero quieres oírla de nuevo. Tanner te hace ese favor.

—La casualidad es la hermana del destino. Y el destino es un tipo con sífilis y una polla de acero que te mete en el culo en cuanto miras para otro lado.

—Lo recordaré.

—Siempre dices eso.

Miráis hacia el hombre de negocios que está más allá. Se ha llevado las manos al estómago y se apoya en otros dos. No mira hacia donde estáis vosotros.

—Puedes alegrarte de no haberle roto un par de costillas.

—¿Has oído lo que dijo?

—Estaba a tu lado.

Tanner espera, hace tres años que te conoce, pero sabe cuándo tiene que esperar y cuándo tiene que hablar.

Miras a los asistentes al entierro, que ya caminan rumbo a sus coches.

Se intercambian tarjetas, se pone fin a las conversaciones, se estrechan manos.

La vida continúa. Tu entierro será exactamente así. Puro negocio.

Mientras contemplas la procesión de los dolientes, cobras conciencia de lo que acaba de suceder. Tu frustración tiene ya un año. La has ido fermentando, y mientras tanto has buscado una válvula de escape. En realidad no se trataba de Flipper ni de tu padre. Tanner había hecho bien en no creerte. Aquello no ha sido más que una coartada para tranquilizar tus pensamientos.

«Abre los ojos. Tu problema está en otra parte», y Tanner espera que puedas comprenderlo.

—¿Tanner?

—Te escucho.

—Tengo que llamarla.

—Mierda.

No es necesario que os digáis nada más.

Dos días después la llamas. Dos días es lo que necesitas para aclararte y saber realmente lo que estás haciendo. Después de haber estado haciendo jogging por el bosque, a lo largo de diez kilómetros, después de tomar una ducha fría y de que tu cuerpo se hubiese asentado algo, después de que tu mente pudo trabajar otra vez como es debido, te sientes capaz y marcas su número.

Ella responde a la cuarta llamada. Sabías que estaba allí. Cualquier otra cosa no hubiera sido aceptable. Tu voz suena extraña incluso para ti mismo cuando dices: — It’s me.

Ella ahoga una exclamación.

Toma aire.

No sucede nada más.

Sientes cómo te tiembla la mandíbula, y te pones a escuchar los ruidos de fondo.

Nada. Como si ella estuviera en una campana de cristal, y tú fueras su único vínculo con el mundo. Por fin ella dice algo.

I know.

Como si todo en ti floreciera. «Sabía que yo la llamaría.»

Como si todo un mundo se abriera, un mundo que antes había permanecido oculto. Sabes que es una tontería, sabes que es cursi, e irracional. Pero es justo así como es. Tienes veintiocho años, y es así.

I need to see you.

Where?

Can you get away?

I can.

Le mencionas el nombre de un hotel en Amsterdam. Amsterdam es la primera ciudad que te viene a la mente. Podría haber sido también Estambul o Skopje. No se te ocurrió ninguna ciudad en Noruega. Su reacción es como ese corte primero que hace un cirujano, sin vacilación.

See you there.

Ella cuelga. Miras tu móvil. La llamada ha durado veintidós segundos.

Ni más ni menos.

Ese mismo día te marchas a Amsterdam y la esperas. Le dejas en la recepción tu número de móvil y deambulas sin rumbo por la ciudad. Por la noche cenas en el bar del hotel y lees.

Ella llega al tercer día, poco antes de medianoche. Levantas los ojos de tu libro y allí está. No sabes cuánto tiempo lleva allí de pie. No trae equipaje, sólo un bolso de mano colgado del hombro.

Acercas una banqueta del bar hacia ti. Se te acerca y se sienta. No os tocáis, sólo os miráis, y entonces ella te pregunta en alemán cuántos cafés te has tomado. Te encanta que hable alemán contigo. Hay un atractivo especial, desde el primer momento, en el hecho de que cambiéis de idioma a vuestro antojo. Como si tuvierais una conexión muy privada que va más allá de los continentes. Miras al mostrador. Hay cuatro tazas de café vacías, pero no puedes recordar haberlas tomado.

—Más de cuatro —dices.

Ella mira el libro.

—¿Qué tal está ese libro?

Tú lo apartas.

—Como todos los libros.

Ella sonríe. Hace como si leyera el título. Su voz suena como si te fuera a preguntar la hora.

—Estoy embarazada.

Y añade:

—De seis meses.

Y a ti no se te ocurre otra cosa que responder: —Me alegro.

Ella ríe, de repente, como si acabara de acordarse de que está permitido reír.

—Estoy aquí de verdad.

—Sí, estás aquí de verdad.

Suena absurdo, todo entre vosotros suena absurdo. El hecho de que ahora hable en alemán contigo, que estéis juntos, hombro con hombro, en el bar de un hotel en Amsterdam, que el camarero haya dejado allí las tazas de café vacías. Y, en especial, que no os toquéis. Especialmente eso.

—Ven —le dices.

Dejáis el bar y pasáis junto al vestíbulo. Entráis en el ascensor y os quedáis allí de pie, uno al lado del otro, con familiaridad y extrañeza a la vez.

El ascensor se pone en movimiento, el suelo se estremece y no sucede nada más. En la quinta planta, abres la puerta de tu suite y la dejas pasar delante. Su olor flota en el aire, sándalo y naranja. Respiras hondo antes de seguirla.

A la mañana siguiente, ella viaja de regreso a Noruega. No habla en ningún momento de amor. No habla en ningún momento del futuro. Tu hermano no debe enterarse, es lo único que dice, una sola vez. No quiere que la saques de Noruega y te la lleves a Berlín, todo debe quedar como está. Y tú la crees, y ni por un segundo ves que miente. «Las cosas son como son», piensas. En otra época te hubieran dicho que eras un payaso, un imbécil.

Majgull vuelve cuatro veces a Holanda, tú la esperas en el hotel, le abres la puerta de la suite, y la dejas pasar delante. No sabes lo que le cuenta a Oskar sobre ese tiempo que está fuera, pero a ti, en realidad, no te interesa.

No te cuestionas vuestra manera de actuar. Cuando su embarazo llega a los nueve meses, os encontráis en un hotel en Bergen, que sólo está a tres horas de Ulvtannen. Está nerviosa, pronto llegará el momento y va a ser una niña.

Ella te dice su nombre. «Taja.» Os amáis con mucho cuidado. Seis días después te llama Oskar.

Estás en Múnich, oyes su voz nerviosa, la voz de tu hermano, y te preguntas otra vez cómo vas a salir de todo este lío.

—¡Una hija, tengo una hija!

Tú ríes con él, quiere saber cuándo vas a ir. Mascullas que tienes mucho trabajo, y preguntas si puedes felicitar a Majgull. Oskar camina a través del hotel, o no, más bien corre, oyes sus pasos resonando en la escalera.

—Hasta pronto, hermanito —se despide.

—Hasta pronto, papá —dices.

Los pasos se alejan, suena un grifo.

—¿Majgull?

—Hola.

Silencio.

—¿Estás bien?

—Estupendamente.

Silencio.

—Mucha suerte.

—Gracias.

Ella respira en tu oído y tú no te atreves a decir nada equivocado. Te quedas allí sentado y tienes una erección. Pasa otro minuto de silencio y tú cuelgas sin decir palabra.

Pasas dos años sin que habléis. Dos largos y miserables años en los que no llamas, en los que te vas endureciendo cada vez más y más por dentro, como un diamante en el interior de la tierra, como un muerto que no puede desprenderse de la vida. Tanner es el único que lo sabe. A él le parece que una vez ya fue un error.

—Deja a esa mujer —dice—. Tienes un hijo del que debes ocuparte, y tu trabajo exige absoluta atención. No puede haber más escapadas.

Escuchas a Tanner.

Y luego, tras esos dos años, llega un breve mensaje a tu móvil. Son las tres de la madrugada y te menciona un hotel en Oslo. Quiere que tú veas su mentira. Quiere que la veas como realmente es. No tienes ni idea de lo que está hablando. Un tonto siempre será un tonto, y ese tonto tiene que ir a ver a Majgull. Sin que Tanner lo sepa. No quieres discutir, y discutiréis si se lo cuentas. Vuelas ese mismo día. «I need to see you. » No puedes sospechar que ella no tiene intenciones de acudir sola.

—¿Papá?

Tu hijo está delante de ti, y volvemos a estar en el ahora, se te han cortado los pensamientos. El rostro de tu hijo está lleno de lágrimas. No sabes cuánto tiempo ha transcurrido. En tu boca hay un sabor extraño que te hace pensar en Majgull, es un sabor dulce y acre a la vez, el sabor de la pérdida. El chico yace todavía en el asfalto. Su espalda baja y sube. Tú sigues agachado junto a él, como una fiera que cuida de su presa. Han pasado pocos minutos.

Levantas la vista hacia tu hijo, ves sus lágrimas y piensas que está llorando por Tanner. No estás concentrado. Cada vez que te acuerdas de Majgull, pierdes el contacto con la realidad. Como ahora, cuando interpretas mal las lágrimas de tu hijo. Es imperdonable. Si estuvieras centrado en este momento, podrías salvar tu vida. Pero no has prestado atención, y ese descuido tendrás que pagarlo más tarde.

—Yo…

—No digas nada —lo interrumpes, y te levantas.

Tu hijo guarda silencio, y tú regresas con Tanner. Su torso ha resbalado hacia un lado. Lo enderezas de nuevo, le alisas el pelo. Casi tiene la cara blanca. El ruido de sus pulmones suena húmedo. No va a durar mucho más.

—Sostenme.

Te sientas a su lado, respiras hondo, acoges a Tanner en tus brazos. La única luz proviene de los faros del coche, que está a diez metros, en la carretera. Sólo entonces te das cuenta de que el motor ha estado encendido todo el tiempo. Ha pasado la tormenta. No hay estrellas, no hay tráfico.

Dondequiera que esté Dios ahora, es mejor que se quede allí. Tanner tiembla de frío en tus brazos. Algo húmedo te corre por la mano, no te mueves, lo sostienes y no te mueves. Le das calor.

—¿Ragnar?

—¿Sí?

—¡¿Ragnar?!

—Te escucho.

—Déjame…

Esperas.

—… déjam…

Esperas.

—… por favor.

—Claro, amigo mío, claro.

Tanner cierra los ojos, apoya su cabeza contra tu hombro, le besas la frente y le pones suavemente la mano en la boca. Sus fosas nasales se abren más, y tú se las cierras con el índice y el pulgar, Tanner se apretuja contra ti, como si quisiera fundirse contigo. Un minuto, dos. El estertor se acalla. La boca de Tanner se mueve una última vez, como si besara tu mano. El temblor disminuye, y entonces Tanner yace en tus brazos, inmóvil como la noche, en ese maldito día. Ya no hay dolor.

Te desprendes del abrazo y te levantas. Tu cuerpo vibra como si estuviera bajo una descarga eléctrica. Te inclinas hacia delante y vuelves a tomar a Tanner en tus brazos. Él es más bajo y pesado que tú. Lo cargas y lo llevas hasta el coche. Tu hijo está sentado sobre el capó. Él te entiende sin que medie palabra y abre el maletero. Acuestas a Tanner junto a Leo.

—¿Dónde está tu arma? —le preguntas a tu hijo.

Él se palpa la chaqueta. Ves que está en un estado de shock, y está bien que sea así. Debería seguir viviendo en estado de shock durante todo un siglo, porque por su culpa han muerto dos hombres.

—Lleva al chico detrás de esa roca.