Para entenderte necesitamos una historia de tu vida de la que tú no estás orgulloso. Tu padre no sabe nada de eso, y tu madre hubiera corrido a avisar a la policía si se hubiera enterado.
Es tu historia más privada.
Había una vez un niño que no se defendía. Y ese niño eras tú. Durante años mantuviste la boca cerrada. Un psicólogo hubiera determinado que te faltaba un padre que te cubriera las espaldas. Un amiguete te habría dicho que tú eras un flojo y un inútil. Y hubo un chico que adoraba que mantuvieras la boca cerrada y que no te defendieras. Te zurraba cada vez que tenía ganas. En el instituto, y después de las clases. Nadie hacía nada. Te metía la lengua en el oído y te llamaba «marica». Se comía tu merienda, te vertía refresco en la mochila y te tiraba bolas de papel. A veces algunos amigos intentaban ayudarte, a veces venía un profesor y se interponía. Pero cualquier ayuda lo empeoraba todo. Aquel chico te robó la bicicleta y la vendió. Te ponía zancadillas en la piscina, y una vez te rompiste el brazo en dos partes al caer, y tu madre se preguntó cómo podías ser tan torpe.
En un libro, finalmente, leíste algo acerca de la transmigración de las almas, y te preguntaste cómo sería todo si ese chico fuera tu archienemigo llegado desde otra vida anterior. ¿Podía ser que vuestros destinos estuvieran entrelazados? ¿Era él tu flagelo y tú, su víctima? La idea de que pudieran estar en juego conceptos metafísicos te daba valor. Cualquier cosa era mejor que la realidad. Cualquier magia tiene su contramagia. El año en que cumpliste los catorce, tu archienemigo hizo algo inesperado. Golpeó a otro chico. Y eso te confundió. Pensaste que él era tu enemigo, un enemigo propio, personal, y quisiste saber por qué había hecho aquello. Él no entendió de qué hablabas, y te dio una bofetada. Pero tú no desististe, corriste tras él por el patio y lo seguiste hasta el lavabo de los chicos. Él quería fumarse un pitillo con tranquilidad, y tú necesitabas una respuesta. Volvió a pegarte un par de veces más, en el estómago, y te preguntó si te bastaba con esa respuesta.
Caíste al suelo, deslizándote por la pared. Él te preguntó si era eso lo que querías. Dijo que a partir de ese momento le pertenecías sólo a él, para siempre, por toda la eternidad, y que esperaría a que tuvieras una novia para follársela, y tú tendrías que mirar.
Él tenía tu edad, era diez centímetros más pequeño que tú. Y ésa fue la última vez que te pegó.
Cuando se inclinó sobre ti, lo agarraste por los hombros. Era como si quisieras abrazarlo, y él se sorprendió. No necesitaste nada más. Le golpeaste la cara con la tuya. Una y otra vez, sin soltarlo. Él no encontraba dónde agarrarse, sus deportivas resbalaban en las baldosas, mientras intentaba apartarse de ti, pero tú no cediste, se te rompió incluso la nariz, pero no cediste ni un centímetro, y cuando por fin lo soltaste, ya no tenía ganas de luchar. Él cayó sobre ti. Y así os quedasteis.
Desde ese día ya no perteneces a nadie, eres dueño de ti, y has encontrado la contramagia: orgullo y violencia. Contra él jamás tuviste que volver a usarla, bastó con una vez.
Pero ahora estás sentado en un coche en marcha, con cuatro desconocidos, y tu cráneo está a punto de estallar, y ese paquete de músculos mueve un arma delante de tus narices, pega su cuerpo al tuyo y apenas te deja aire para respirar. Todo sucede demasiado rápido para ti. Tú sólo ibas a la gasolinera para comprar helado para el postre, hacía poco estabas ligando con una chica de pelo negro que conocía casi todos los grupos de música que te gustan. Hasta ese momento tu vida era una excitante serie de acontecimientos. Y todo eso se resquebrajó sin motivo, de golpe, y se convirtió en esta situación actual de la que aparentemente no hay salida. Tú lloriqueas; tú temeroso; tú que haces acopio de fuerzas para poder decir:
—Por favor, dejadme marchar.
Suena como si un enano estuviera sentado en tu boca y hablase en tu nombre. Deseas aclararte la garganta, pero la sangre de la nariz no para de brotar y corre por el esófago abajo. Tragas y quieres escupir, pero no te atreves, no te atreves, no eres más que un montón de mierda dentro de un coche que vuela a través de la noche y va en busca de un hotel de playa en Noruega.
«¡Conmigo, mierda, conmigo!»
Sabes que no puede ser. «No puede ser», quieres decir en voz alta, pero entonces el paquete de músculos se inclina hacia delante y te susurra al oído como si hubiese leído tus pensamientos.
—Di una palabra más, una sola…
Tu cerebro registra la amenaza, tu cerebro se desconecta y erige una barrera mental, pero lo que tu cerebro también hace es filtrar las palabras, y tu cuerpo se encoge y se tensa. Vuelves a tener doce años, y trece, y luego catorce, y las amenazas resuenan en tu cabeza y te obligan a cerrar los ojos.
«Nunca más.» Cuando los abres de nuevo, la lluvia se acalla.
Al cabo de un segundo todo es silencio en el coche, sólo se oye el rodar de los neumáticos. Todos miran sorprendidos hacia arriba, como si el techo del vehículo fuera el único responsable de aquel silencio.
Todos lo hacen, menos tú. Porque ése es el momento en el que reaccionas. Tus brazos se alzan, y empujas al paquete de músculos contra la ventanilla, su cara golpea contra el cristal, un ruido seco, y tú le gritas, le gritas en la cara y sientes bajo tus dedos la tersa y afeitada piel de su cráneo, pero no tienes ni idea de qué palabras salen de tu boca. Aprietas y gritas, y entonces se oyen los disparos, unodostres, y el coche empieza a dar volteretas y frena con violencia, de modo que caéis hacia delante y luego sois lanzados de nuevo hacia atrás. Pero eso a ti no te preocupa. La magia es tu magia, y te resistes, tú quieres justicia y no enemigos que se te queden pegados a la nuca para toda la vida. Con una vez basta. Con una vez es más que suficiente.
«Nunca más, nunca más.»
El coche se ha detenido, oyes una respiración pesada, sientes el viento que entra en el coche, húmedo y cálido, y entonces oyes un gimoteo. El musculitos que estaba a tu lado ha desaparecido, la puerta está abierta de par en par.
«Libertad.»
Bajas del vehículo, te tiemblan las piernas, el coche se ha detenido en medio de la carretera, los faros abren dos brechas en la oscuridad, el asfalto está humeante y brilla como la piel de un reptil.
Lo registras todo, tus sentidos están totalmente alertas y sensibles. Los hombres del coche se mueven. Oyes unos gemidos y unos juramentos, y sabes que tienes que desaparecer cuanto antes.
«Hazlo ya.»
El musculitos te atiza en el costado, te golpeas contra la puerta abierta, retrocedes, te quedas sin aire. Intentas agarrarte al marco de la puerta, pero la puerta toma impulso y se cierra. Sueltas el marco en el último instante y la puerta no te pilla los dedos por unos milímetros. El musculitos vuelve a agarrarte por la nuca y tira de ti hacia él, te empuja la cabeza hacia abajo, como si fueras un perro desobediente. Ves sus deportivas, levantas el pie y le clavas los tacones en los dedos de los pies. Él grita, retrocede, pero sin soltarte, luego resbala sobre el asfalto mojado. Caéis los dos contra el coche y aterrizáis en el pavimento. Estás debajo del paquete de músculos, su cara es una luna furiosa, la sangre le sale por la nariz y gotea sobre ti. Apartas la cabeza, tu rodilla se alza y se clava en sus testículos. Él se retuerce y se aparta de encima de ti. Empiezas a arrastrarte debajo del coche.
Pretendes levantarte al otro lado y correr, correr más rápido que nunca.
Ya la mitad de tu cuerpo ha desaparecido casi bajo el coche cuando él te coge por el tobillo. Lanzas una patada, le golpeas los dedos, pierdes una zapatilla, le pegas con el pie desnudo y él te suelta. Ahora ya estás completamente bajo el coche, te deslizas y llegas al otro lado. Sales, pero allí te espera el hombre del traje. Está agachado delante de ti, como alguien que lleva un rato esperando y observa al animal que ha caído en su trampa. No lleva arma, no se aproxima, no tiene que tocarte, él es el arma.
—¿Cómo has podido hacer eso? —le oyes decir.
Y entonces desistes. Te llevas las manos a la cabeza y desistes. Es suficiente.