Está empapado a causa de la lluvia y tiembla, sangra por la boca y cada dos segundos toma aire entre jadeos, como si no hubiera suficiente oxígeno dentro del coche. Es mayor que tú, más alto, uno de esos larguiruchos con el pelo por los hombros y que le caen bien a todo el mundo. Escriben poemas, oyen a Damien Rice y todas las tías los adoran, porque son muy románticos.
Tú debes de pesar el doble que él. Los músculos contra la razón. Lo coges por la nuca y lo sacudes. Él empieza a gimotear. «Ya está bien así.» Ahora sabe quién manda. Apesta. El interior del coche se llena de su olor, y te recuerda aquella noche, hace tres días, cuando te pillaron en la calle y Mirko salió huyendo. Así mismo olías tú aquella noche, y ni siquiera después de darte una ducha desapareció el olor, seguía pegado a tus manos.
Tú no quieres pensar en Mirko, pero tus pensamientos hacen lo que les da la gana. Intentas imaginarte que una de las chicas dirige un arma hacia su cabeza y luego: «¡Pam!» La imagen no quiere cobrar nitidez, como si intentara negar la realidad, pero tú averiguarás qué pasó exactamente. En detalle. ¿Qué chica le disparó? Y lo que pensó al hacerlo. Y percibirás ese mismo olor en su piel.
Las puertas se abren. Tu padre y Tanner suben. Tu padre se sienta junto al chico. Hasta ahora han estado registrando el Range Rover, y se han subido al coche con las manos vacías. Su pesada respiración llena el interior del vehículo. Tanner abre un poco la ventana para que se vaya el hedor. Leo arranca y pone la calefacción. Tu padre le pregunta al chico cómo se llama. Él se lo dice.
—Bien, Marten, quiero que ahora me escuches muy bien. Tengo que saber qué tienes que ver tú con esas chicas.
El chico se lo cuenta, tartamudeante y nervioso. Como él había pensado, las chicas tenían problemas con el coche. Le cuenta que tomaron café juntos y que luego ellas desaparecieron en el baño, y que al momento siguiente le robaron el coche de su padre. Y le cuenta que él salió corriendo.
—Pero ellas se habían marchado.
Tú asientes. La historia tiene sentido, y les pega a esas guarras, pero a tu padre eso no le basta. Él tiene otra pregunta.
—¿Y cómo es que estabas sentado en el Range Rover?
El joven le cuenta que estaba lloviendo, y que la puerta del conductor estaba abierta. Así que pensó que podía subir.
—Ellas me habían dejado las llaves.
Eso no debería haberlo dicho. Suena tan barato, es tan pobre como historia, que te entran ganas de romperle los dientes. Tu padre le pregunta a Tanner que qué le parece, y Tanner dice que le suena todo muy estúpido.
«Pues ya somos dos», piensas, y dices:
—¿Y qué pasa si éste sólo nos está montando un numerito y está conchabado con ellas?
Tanner ya había insinuado en Berlín que era probable que esas chicas contaran con la ayuda de alguien. Por lo que se veía, Neil Exner no era el único que estaba de su parte. Tú apoyaste esa idea.
Tu padre te mira con expresión de reconocimiento. Está bien que de vez en cuando aportes tu granito de arena.
—Tal vez su misión era deshacerse del Range Rover —dices.
El chico se encoge unos veinte centímetros. Tu padre le pregunta si sabe adónde pensaban viajar las chicas. El chico no reacciona. Ha entornado los ojos, y seguro que desea que el día comience de nuevo y despertar en su cama. Tú lo coges de nuevo por la nuca. Él se sobresalta y gimotea. Los mocos se le salen por la nariz. Tanner y Leo se dan la vuelta por primera vez.
Creen que esto está durando demasiado. Tu padre repite la pregunta.
—¿Adónde pensaban ir?
—Hacia el norte… Creo que… ellas… querían ir a un hotel de playa… En un fiordo…
Estás impresionado. Es un misterio para ti cómo sabía tu padre adónde se dirigían las chicas. Lo admiras tanto que casi te duele.
—Ella lo ha heredado —añade el chico.
—¿Quién lo ha heredado? —pregunta tu padre.
—Taja, ella heredó el hotel.
Leo silba entre los dientes, y tú no tienes ni idea de por qué lo hace. Tu padre mira un momento por la ventana hacia la lluvia, antes de dirigirse de nuevo al joven.
—¿Qué coche llevan?
—Un 807.
—¡¿Un qué?! —decís todos al unísono.
—Un Peugeot —responde el chico—. Un Peugeot 807.
Leo se da la vuelta y quiere saber de qué color es el coche.
—Es rojo.
—¡Mierda!
Leo pega dos golpes en el volante.
—¡Mierda, mierda, mierda!
No sabéis lo que pasa. Pero Leo se tranquiliza y dice: —El cacharro de antes, el que nos cegó con los faros, ¿os acordáis? Rojo, esa chatarra era roja. Estoy seguro de que eran ellas.
Tanner mira su reloj.
—Tienen a lo sumo una ventaja de veinte minutos, las alcanzaremos.
Tu padre no dice nada. En la semioscuridad del coche ves cómo se seca la lluvia de la cara, como si ahora le molestase. Él no tiene prisa, nadie se le escapa. Te mira.
—Darian, enséñale tu arma.
Tú sacas la Five-Seven de tu chaqueta. Cuando se la quitaste a Exner y sentiste la culata en tu mano, supiste enseguida que era un arma de lujo. Una pistola de fabricación belga de primera división, ligera y elegante. La conoces de las revistas de armas. Material usado por la OTAN. Veinte cartuchos en el cargador. Tus chicos en Berlín se van a cagar en los pantalones cuando se la enseñes. Sabes que Neil Exner se la quitó a las chicas, y te preguntas si es la misma arma con la que mataron a Mirko.
El chico mira fijamente, con los ojos desorbitados, la Five-Seven, que ahora reposa sobre tu rodilla. Sientes un temblor a tu lado, va y viene, por oleadas, y te parece sorprendentemente excitante. Si lo que acabas de descubrir es tu lado homosexual, estás en un apuro.
Tu padre le explica al chico las reglas.
—Darian se va a ocupar de ti a partir de ahora, Marten, ¿lo entiendes?
El chico no entiende, pero así y todo asiente.
—Para nosotros.
El chico deja de asentir. Ahora sí que ha entendido. Tú sonríes.
Leo pone la marcha, retrocede un poco y gira. Dejáis atrás el área de descanso y estáis de nuevo en la ruta 41. Transcurren veinte minutos en silencio, entonces el chico se atreve a romperlo: —Por favor, dejadme marchar.
Nadie reacciona, eso ya no es vuestro problema. Eres tú quien tiene que ocuparse, así que pegas tu boca a la oreja del chico y le dices en un susurro: —Di una palabra más, una sola, y te vuelo la cabeza. Me da igual si tienes que ver con esas guarras o no. Yo me ocuparé de ti, y si yo me ocupo de ti, me perteneces hasta el final de tus putos días. Eres mi responsabilidad, ¿lo entiendes?
Los ojos del chico se han cerrado de nuevo. Te ha entendido.
«Bien. Sin reglas nada funciona», piensas. Sería interesante oír cuáles serían tus pensamientos si supieras el grave error que acabas de cometer.
Porque el miedo no siempre es miedo. Hay también un miedo que infunde valor.