MARTEN

—Conducen un Range Rover.

—¿Qué modelo?

—Adivina.

—¿El Vogue?

—Mejor aun.

—¿No será el Autobiography?

—¡Bingo!

—¡No me lo puedo creer!

—Es increíble, ¿verdad?

—Hazle una foto.

—Ya sabes cómo es.

—No me refiero al coche, Marten, sino a tu chica.

—Se llama Taja y no es mi chica. Es una entre cuatro más.

—¿Cómo pueden cuatro chicas conseguir un coche como ése?

—Ni idea.

—O son ricas o lo han robado.

—Nadie roba un coche así.

—Tienes razón. ¿Dónde están ahora?

—En el lavabo. Primero pensé que estaban aquí por lo del festival, pero pretenden seguir hacia más al norte. Taja es medio alemana y medio noruega.

Ha heredado un hotel de playa de su abuela. Con vistas a un fiordo.

—Si quieres, pasamos un día y las visitamos.

—Eso suena bien.

—¿Y?

—¿Y, qué?

—¿Ya le diste tu número?

—Claro que no, ¿cómo se te ocurre?

Te imaginas la cara de satisfacción que está poniendo tu padre. Cuanto mejor os conocéis, más va dejando de ser tu padre y se va convirtiendo en un amigo. Durante tu infancia fue un extraño que pasaba por casa los fines de semana y hacía como si le divirtiera jugar contigo durante un par de horas.

Pero luego fuiste creciendo, y llegó la pubertad, y tu padre se mostró como un hombre comprensivo, lo cual era embarazoso porque él no tenía ni idea acerca de tu vida. Pero el verdadero cambio tuvo lugar en los últimos dos años. Desde entonces os habéis acercado mucho, lo cual no le gusta nada a tu madre. Y luego este regalo.

Te propuso ir juntos a Noruega por tu cumpleaños. Se había comprado un coche nuevo y quería que lo probaráis juntos. «Juntos.» Sería vuestro primer gran viaje. Y ahora él es tu copiloto, hace chistes contigo sobre las chicas y sobre la vida, y te trata como a un adulto. Tú habías contado con todo, pero no con ese cambio.

—¿Estás seguro de que es un Autobiography?

—Claro, lo estoy viendo por la ventana.

Tu padre silba entre dientes.

—¿De qué color es?

—Gris metálico.

—Típico.

Oyes un timbre por el móvil, tu padre dice que tiene que abrir el horno, que no te olvides del postre y que les des saludos a las chicas.

—Hasta ahora.

Tu padre alquiló para vosotros un apartamento en las afueras de Kristiansand, pues quería mantenerse al margen de la vorágine del festival.

Tú hubieras preferido estar en el mismo centro, pero no se lo dijiste. Es vuestra segunda semana en Noruega, y el festival empieza mañana. Tu padre sólo sacó entradas para ti. La música no le va, y no piensa estar todo el tiempo a tu lado como un perro guardián. Le parece que necesitas libertad, así que te la da. A tu madre le daría algo si lo supiera. Para ella no serás adulto hasta que hayas acabado la carrera y te vea empujando un cochecito de niño por el barrio.

Sé sincero, te sientes como si toda tu vida hubiera empezado en el momento en que el trasbordador atracó en Kristiansand. La gente aquí es amable, todos parecen divertirse, y aunque está lloviendo, no ves caras malhumoradas. Tu padre es quien ha hecho posible todo eso. Es un enigma para ti cómo tu madre no supo entenderse con él.

«Tal vez fuera al revés», piensas, pero en eso dos mujeres preguntan si hay sitio en tu mesa. Tú señalas las sillas de los dos roqueros, y las mujeres toman asiento. Miras hacia los baños, y luego vuelves a mirar afuera, hacia la lluvia. El reflejo en el cristal te devuelve la sonrisa, eres transparente como un espíritu. Los rasgos de tu padre, el pelo oscuro de tu madre. Te haces un guiño a ti mismo, sacas tu móvil y ya te dispones a revisar tu buzón de voz.

Cuando ves salir a las chicas en fila de detrás del Range Rover. Las cuatro.

Llevan mochilas y maletas, y te recuerdan aquel tiempo en que deambulabas por el barrio con tus amigos, jugando a indios y vaqueros. «¿Qué hacen?», te preguntas cuando se detienen junto al coche de tu padre, abren el maletero y arrojan dentro sus mochilas y maletas. Luego suben al vehículo.

Por un momento de embotamiento permaneces sentado, inmóvil, y no crees que eso esté pasando. El coche arranca, pega un salto hacia delante y luego retrocede un tramo, antes de que el motor se ahogue. Un tráiler pasa lentamente junto al área de descanso y tapa por unos segundos el coche de tu padre. Te pones de pie, coges tu chaqueta y te palpas en busca de la llave.

«Gracias a Dios», piensas, y la sacas. No es tu llave. De ésta cuelga un círculo de cuero, con un monograma: «O. D.» Miras de nuevo hacia fuera. El coche de tu padre ha dado un giro y, de repente, te sacudes la parálisis del cuerpo.

Sales corriendo de la cafetería, chocas con unos fumadores, los empujas a un lado, y resbalas sobre el bordillo, sientes la lluvia y avanzas a trompicones por la calle, te detienes y…

Se han marchado.

Punto.

Se han marchado de verdad.

Ni siquiera ves las luces traseras.

No ves nada.

Miras a tu alrededor. Uno de los fumadores te hace un gesto grosero con el dedo, y otro dice: «Fucking German.» Miras hacia la salida de coches y no lo puedes creer todavía. El temblor te empieza por las manos, va bajando, y cuando tienes la sensación de que todo tu cuerpo es un escalofrío, sacas el móvil del bolsillo de la chaqueta y llamas a tu padre.

«Me va a matar, no volverá a hablar conmigo jamás, él…»

—Dímelo otra vez.

Le repites lo que ha sucedido. Estás de pie bajo la lluvia, y eres el idiota al que cuatro chicas le han robado el coche nuevo de tu padre. Nadie va a escribir un poema sobre eso, no vale ni para un relato corto, y si alguna vez se viera una cosa así en el cine, puedes apostar que un par de personas se largarían de la sala.

—¿Y qué pasa con el Range Rover?

—Está todavía ahí.

Le das la vuelta al coche, miras el número de la matrícula y compruebas que el coche ha pasado la ITV hace poco, como si eso significara algo. Desde el lado del conductor intentas echar un vistazo dentro del vehículo, mientras tu padre te da instrucciones.

No debes moverte del lugar, él va a coger un taxi y estará en diez minutos contigo.

—La puerta está abierta —lo interrumpes.

—¿Qué?

—La puerta del conductor está abierta.

Te inclinas hacia el coche, miras tu mano izquierda, en la que todavía reposa la llave. «O. D.»

—Creo que me han dejado la llave del Range Rover con toda intención.

—Eso no tiene sentido —dice tu padre.

—Tal vez el coche sí que sea robado —le dices, y te sientas dentro, a resguardo de la lluvia, lejos de la realidad desnuda, la de ser un absoluto fracasado. La puerta se cierra con un suave clic. La luz interior se atenúa, como si en cualquier momento fuera a empezar la proyección de una película.

«¿Y qué pasa si ésta no es la llave?»

Arrancas el coche, el motor se enciende al momento, y por un instante te imaginas que viajas hasta vuestro apartotel, tocas el claxon y tu padre sale.

Tú bajas del Range Rover, mientras tu viejo se queda sin habla, pues ahora puede ver con claridad que se trata de verdad de un Autobiography.

—Marten, ¿estás todavía ahí?

Pegas un brinco. «¿Qué estoy haciendo aquí?» Apagas el motor. Tienes a tu padre al móvil, pero lo habías olvidado completamente.

—Sí, estoy aquí —le respondes, y ya te dispones a bajar cuando unas luces te ciegan. Vienen directamente hacia ti. Reprimes una risotada. Qué sencillo. No ha sido más que una broma. Las chicas han vuelto. Y se lo dices a tu padre: —Han vuelto. Te llamo enseguida.

Apagas el móvil. Están delante del morro del Range Rover. Todo es como antes, morro contra morro. Te cubres los ojos de la luz de los faros y te preguntas qué te van a contar ahora, pero entonces alguien golpea en el cristal de la ventanilla. Te sobresaltas de nuevo, a decir verdad, ya va siendo hora de que te tranquilices. Miras a través de los cristales tintados, pero sólo ves unas siluetas, así que bajas la ventanilla. El rumor de la lluvia inunda el interior del coche, unas salpicaduras aterrizan en tu cara, y un hombre te mira con cara de pocos amigos. Lleva traje, y debajo un jersey de cuello alto.

Su boca es una línea muy fina, la lluvia baja como regueros brillantes por su cara y se acumula en su barbilla. Puedes darte cuenta de que tú eres lo último que esperaba encontrar en aquel coche.

—¿Quién eres tú?

—Nadie —se te escapa, y de inmediato quieres explicarle por qué estás allí sentado y contarle la estupidez que te ha pasado, pues tal vez se trate del verdadero propietario del Autobiography, y tú, por supuesto, no quieres interponerte en su camino, pero entonces la puerta se abre de golpe y, a partir de ese momento, todo sucede de una manera vertiginosa. Sales volando bajo la lluvia y aterrizas en el asfalto. Oyes un juramento. Y entonces aparece un segundo hombre que se planta delante de ti. Lleva una camisa blanca, empapada, de modo que puedes verle claramente los pelos del pecho a través de la tela. Él te alza del suelo y te incrusta contra el Range Rover. Te golpea contra el coche una vez, dos veces. Y como si eso no bastara, recibes una hostia. Tu cabeza vuela hacia un lado, te retumban los oídos, sientes el sabor de la sangre y pareces una marioneta a la que le han cortado los hilos. Un brazo te mantiene contra el coche.

Pausa. Los dos hombres hablan entre ellos, como si tú no estuvieras allí, sus voces son un murmullo. El hombre del traje se planta de nuevo delante de ti. Su boca se mueve, pero tú no oyes nada.

Tu cabeza está llena de agua. Toses. El hombre te agarra por el cuello, y tú ves el arma en su mano, el hombre se alza, tu espalda se desliza hacia abajo, emitiendo como un chirrido, a lo largo de la puerta trasera del Range Rover. Se oye un clic. Un viento silbante se te cuela en la cabeza y te desatasca los oídos.

—¿Dónde están?

—Yo… Yo no lo sé, ellas…

—¿¡Dónde están esas jodidas chicas!?

—Ellas… me… me robaron el coche… de mi padre… y…

El hombre te golpea. Sientes como si su puño te atravesara el estómago y te aplastara la columna vertebral. Te conviertes en una boca, una boca que se abre y se cierra, y que espera que alguien la llene de aire. Tienes los pulmones secos, tu conciencia desaparece.