El tío tiene el pelo negro, a la altura de los hombros, parece que lleve un casco y brilla debido a la lluvia como si se lo hubiera aceitado. Debe de estar completamente empapado, pero no parece importarle el tiempo, pues sonríe hacia vuestro coche como si estuviera en la playa, comprando un helado en un kiosco. Las personas que están siempre alegres te resultan sospechosas.
Como si la comida de su restaurante favorito siempre supiera bien. Eso es imposible. Hay días buenos y días malos. Ese tipo, probablemente, jamás se ha despertado y se ha enfrentado a un día malo.
—He visto que venís de Alemania. ¿Tenéis algún problema?
—¿Qué?
—Vuestro intermitente de emergencia está encendido, y pensé que teníais problemas con el coche.
—Apaga el intermitente —dices, y te inclinas hacia delante para verlo más de cerca. Es mayor que vosotras, pero sólo unos pocos años. Te gustan sus ojos. No hay recelo, son unos ojos honestos. Nessi apaga los intermitentes. Él no sabe a quién debe mirar, y se vuelve otra vez a Nessi, porque ella está sentada delante de sus narices.
—¿Y bien? —pregunta.
—Nosotras…
—El motor se ahoga una y otra vez —dices, interrumpiendo a Nessi, antes de que tu amiga le cuente toda su vida. Tus amigas te miran como si te hubieses meado dentro del coche. Tú las ignoras y le regalas al tipo una sonrisa gratis. El tipo te devuelve la sonrisa, qué otra cosa iba a hacer.
—Abrid el capó —dice.
Nessi alza los brazos como si quisiera rendirse, y dice que no tiene ni idea de cómo se hace. Él mete la mano por la ventanilla, palpa debajo del volante y acciona una palanca. Se oye un clic. Va hacia la parte delantera para abrir el capó.
Cuando ha desaparecido de vuestro campo visual, Taja te dice entre dientes: —¿Y esto a qué viene?
—Es simpático que alguien nos ayude.
—¿Estás loca? Ese tipo está calado hasta los huesos por nuestra culpa, no le vaciles.
—¿Y quién dice que le estoy vacilando?
El chaval saca la cabeza de detrás del capó y grita: —¡Arrancad!
Nessi arranca el motor, que, por supuesto, se enciende sin problemas.
El capó baja haciendo un ruido, y él aparece de nuevo junto a la ventanilla del conductor con cara satisfecha.
—He tirado un poco de los cables, eso siempre ayuda, sólo debéis procurar no arrancarlos.
Vosotras asentís como si fuera una máxima de vida. Mejor que tus amigas no tengan ni idea de lo que está pasando en ese momento por tu cabeza, de lo contrario se acabaría ese gesto de asentimiento. Le extiendes la mano al hombre.
—Isabell —dices.
—Marten —dice él.
Tiene la mano cálida y firme. Presentas a tus amigas, y al final le dices que él es vuestro salvador y que por eso queréis invitarlo a un café, porque, por lo visto, esa lluvia no parece que vaya a acabar nunca y es una estupidez quedarse sentadas en el coche mientras el agua golpea el techo. Marten sonríe de nuevo. No estás segura de si está flirteando o es un poco cortito.
—Bueno, no es necesario que me invitéis a un café —dice él.
—Claro que lo es —dice Taja, y se vuelve hacia sus amigas.
Nadie le dice que no a Taja.
—Bien, si tiene que ser —cede él, y le guiña un ojo a Taja.
«Sí, definitivamente es cortito de entendederas», piensas, y eres la primera en bajar.
El área de descanso está repleta, oyes el murmullo y el ruido de las sillas al moverse, el entrechocar de los platos, las risas; y por si fuera poco, de fondo hay una música machacona de una máquina con éxitos de los años ochenta y, como siempre, un par de borrachos cantan al unísono. Os apretujáis junto a dos roqueros en una mesa, os hacen sitio sin rechistar.
Consigues coger la silla que está al lado de Marten. Os sentáis y miráis la mesa, cubierta de botellas de cerveza vacías; dentro flotan las colillas de los cigarrillos, entre las botellas hay un cenicero limpio.
Los dos roqueros os explican, en un inglés chapurreado, que son de Suecia y que hace dos días que están esperando a unos amigos. Como estáis tan apretados, uno de ellos le ofrece a Schnappi que se siente en sus piernas.
Schnappi da las gracias y dice que ya ha estado sentada en un váter. Los roqueros ríen. Una camarera se acerca con una bolsa de basura de color verde que sostiene al borde de la mesa. Los roqueros ya conocen el procedimiento, así que hacen un gesto con el brazo y todas las botellas caen tintineando dentro de la bolsa. Sólo queda el cenicero limpio.
—¡Guay! —exclama uno de los roqueros.
—¡Guay! —exclama el otro.
Cuando vosotras queréis pedir, la camarera niega con la cabeza y se va con la bolsa de basura hacia la siguiente mesa.
—Autoservicio —dice uno de los roqueros.
—Autoservicio… esto —dice el otro, y se agarra los testículos.
Marten está temblando de frío a causa de la lluvia y quiere tomar un té, pero vosotras necesitáis café. Vas con Taja a buscar las bebidas. Y cuando ya estáis en la cola, ella te pregunta: —¿Desde cuándo te llamas Isabell?
—Es sólo para despistar, él no tiene por qué saber cómo me llamo realmente.
—¿Me dices ahora qué está pasando aquí?
—Es un plan secreto.
—Stinke, deja ya esa mierda. ¿Por qué estamos tomando este té?
Tú miras hacia la mesa, miras nuevamente a Taja y le preguntas: —¿Hemos encontrado el transmisor?
—Claro que no lo hemos encontrado…
Taja enmudece. Su rostro se ilumina como un anuncio de neón. Y aunque Taja todavía se tambalea un poco, ya puede hacer cálculos y sumar uno más uno.
—Eres una chica mala, muy mala —dice.
—Lo sé, por eso somos tan buenas amigas.
Marten os cuenta que acaba de cumplir los dieciocho hace dos semanas y que su padre le ha regalado un viaje a Noruega por su cumpleaños.
Incluidas las entradas para el festival de música. Está alojado con su padre a un par de kilómetros de allí, en un apartotel, y que ha venido hasta la gasolinera para conseguir un postre para la cena.
—Entonces, ése de ahí fuera no es tu coche, ¿no? —le preguntas.
—No, es de mi padre.
Marten ríe.
—Me alegra que me lo deje conducir. El coche no tiene ni mil kilómetros recorridos.
Miráis hacia fuera. Los coches están aparcados con los morros frente a frente, como dos perros que se olfatean. Si vuestro coche es un bulldog, el coche del padre de Marten es un collie.
—Un coche elegante —dice Schnappi.
—Es un Peugeot, mi padre adora los coches franceses. Antes tuvo un Nissan.
Entonces se da cuenta de que os aburrís y cambia de tema. Pregunta a qué conciertos pensáis asistir.
—Al de Chris Cornell —dices tú, rápidamente, y Nessi suelta una carcajada.
Marten dice que nunca ha podido digerir del todo que Soundgarden se disolviera. Vosotras no tenéis ni idea de quién está hablando, pero vuestras cabezas se iluminan, y decís que es una absoluta mierda que Soundgarden se disolviera, sí, señor.
—Y Michael Jackson también está muerto —dice Schnappi.
Vosotras la miráis. Todas. Y entonces Schnappi se pone a mascullar algo, insegura: —Está muerto, ¿no?
—¿Y eso qué tiene que ver con Chris Cornell? —le preguntas.
—Se refiere a Billie Jean —dice Marten, acudiendo en su auxilio—.
Cornell hizo una versión de Billie Jean, y es tal vez la peor versión de todos los tiempos. Te refieres a eso, ¿no?
—Es justamente a lo que me refiero —miente Schnappi, al tiempo que os sonríe, y añade que tal vez por eso no es de extrañar que el pobre Michael Jackson tomara una sobredosis, al ver que cualquiera podía hacer una versión de sus canciones. Y como nadie dice nada, Schnappi levanta su café y exclama: —¡Por Michael!
Brindáis por Michael Jackson. Los dos roqueros murmuran algo con la boca en sus botellas de cerveza y ni siquiera piensan en unirse al brindis.
Marten no ceja, probablemente se le estén agotando los temas de conversación, así que quiere saber a quién más queréis ver aparte de Chris Cornell. Y como ninguna de vosotras sabe quién más toca en el festival, Schnappi no puede quedarse callada y dice que vosotras no habéis venido por los conciertos. Ser sinceros da mejores resultados, la mentira tiene las piernas cortas.
—¡Joder, Schnappi! —resopláis todas.
—No las escuches —dice Schnappi, y tira del brazo de Marten para que sólo la mire a ella—. En cuanto se hace de noche, mis amigas ya no coordinan. En realidad, estamos aquí en una misión secreta. Taja ha heredado un hotel de playa de su abuela, y queremos ir allí. Está situado muy al norte.
Es un hotel con vistas a un fiordo. De vez en cuando hay que salir de Berlín, ¿no te parece?
Tienes unas ganas enormes de plantarle una hostia a Schnappi. Taja mira hacia fuera y ve el Peugeot, mientras Nessi se mantiene otra vez al margen y le echa a su café un tercer azucarillo.
—No te pongas tanto azúcar, o se te caerán los dientes —dices.
—Sencillamente, necesito algo dulce —dice Nessi, y remueve esa papilla azucarada. Marten os dice que jamás ha estado en Berlín.
Probablemente venga de algún pueblo y sólo sepa de vacas y espantapájaros, así que le contáis cosas de la capital, de vuestro instituto, y de cómo os conocisteis. En esa historia, Berlín se convierte en un lugar de maravillas, vuestro instituto es un agujero y vosotras unas heroínas. Es como si contarais la historia de cuatro chicas que alguna vez existieron, pero que ya no existirán más. Y evitáis mencionar a Rute, ni una sola palabra.
—La siguiente ronda la pago yo —dice Marten, y se pone de pie.
Cuando está lo suficientemente lejos como para que no pueda oír, los dos roqueros se inclinan hacia delante en gesto confidencial y dicen que tienen entradas para Ozzy Osbourne, y mucho sitio en su tienda de campaña.
Y puesto que no queréis ir con ellos a ninguna parte, y como tampoco necesitáis entradas, deciden que continuarán viaje para ir en busca de sus colegas. Se meten las botellas de cerveza medio llenas en los bolsillos de las chaquetas, os estrechan la mano y prometen que os volvereis a ver en Suecia.
Luego abandonan la cafetería del área de descanso y se marchan.
—¿Qué estamos haciendo aquí en realidad? —pregunta Nessi.
—Luego te lo digo —replicas tú.
Schnappi intenta descifrar la carta.
—Es muy mono —dice, y arroja la carta sobre la mesa, al tiempo que mira hacia donde está Marten—. Mono, pero no es mi tipo. Es más bien para ti. Te gustan los tipos que parecen actores.
—No es cierto —se defiende Taja.
—Nico se parecía a Johnny Depp. Y Kalle era una copia de Ethan Hawke. ¿Y qué hay de Kai, que te dejó por esa estúpida rubia, Jenni?
—Se parecía al enano de «Perdidos». Te refieres a Charlie —dices.
—¡No se parecía!
Marten llega con tés y cafés, también trae una gran ración de patatas fritas y la coloca en el centro de la mesa. Nessi hace una mueca, ella prefiere seguir con el dulce. Marten saca, como por arte de magia, un Mars y dice que es para Nessi. Poco falta para que Nessi se le arroje al cuello para abrazarlo.
Y Schnappi, por supuesto, tiene que meter baza:
—¿Sabes a quién me recuerdas?
—¿A quién?
—A Jake Gyllenhaal.
—¿El de Donnie Darko?
—El mismo.
Taja mira al techo y le muestra un dedo a Schnappi. Marten se ríe. Tú abres de un mordisco una bolsita de ketchup. Las patatas están demasiado saladas, el café está casi frío, pero no importa, porque ése es el único y breve instante en que podéis relajaros. Taja ha apoyado la barbilla en ambas manos y ha puesto su mirada de flirteo. De vez en cuando Marten le da una patata, y cuando ella no está prestando atención, él le roza el pie. Schnappi le habla del puesto de las pizzas de la Stuttgartplatz, como si en Berlín sólo hubiera un único kiosco de pizzas. Os dais todavía diez minutos, diez minutos de diversión está bien. Os enteráis de lo que Marten pretende estudiar, y también de que ha crecido con la música. Pero mientras habla sólo tiene ojos para Taja, que también ha crecido en un entorno musical, ¡qué casualidad! «Si se descuidan, antes del amanecer, los dos estarían concibiendo un pequeño Mozart», piensas, aunque no dices nada, porque te alegra que Taja esté ahora en el centro del escenario, pues si alguien necesita atención es ella. Se ha pasado la mayor parte del viaje durmiendo, y se siente muy débil a causa de los medicamentos.
«¿Qué diría Marten si supiera lo que hemos pasado en los últimos días?», te preguntas, mientras él garabatea su número de móvil en un ticket de caja y se lo pasa a Taja.
—A lo mejor te llamo —dice Taja. Y Marten se pone rojo y decide que ya han transcurrido los diez minutos. Como de pasada, dices: —Tengo que ir al baño.
Taja dice que va contigo, y mira de reojo a Schnappi, que primero frunce el ceño, pero luego se agarra el pelo y dice que parece un caniche mojado, y que va a ver si puede arreglar ese desastre. Sólo Nessi permanece aferrada a su coma diabético mirando su café, hasta que tú extiendes una garra por debajo de la mesa y le clavas las uñas en el muslo.
—O vamos todas o no va ninguna —dices.
Nessi suelta un gemido y se levanta.
—Yo os guardo el sitio —promete Marten.
Camináis a lo largo de la cafetería, recorréis el pasillo que lleva hacia los baños, y pasáis de largo por delante de ellos.
—Hemos pasado por delante de los baños —constata Nessi, y se detiene.
—Sigue andando —dice Taja.
—Pero…
Le rodeas las caderas con tu brazo y la empujas hacia delante. Salís fuera, al viento y la lluvia, pasáis apretadas junto a los fumadores, que se apartan de mala gana. Y una vez más, Schnappi no puede mantener el pico cerrado.
—¿Alguna de vosotras me puede explicar lo que está pasando? Ese tipo no es un problema, ¿por qué huimos?
—¿Qué te parece esto: porque no hemos encontrado el transmisor? —le dice Taja.
Llegáis a la parte delantera del área de descanso. Cuando estáis a la altura del Range Rover, tus amigas se detienen detrás del vehículo. Tú te agachas y miras con cautela por encima del capó. El jaleo en la cafetería permanece invariable. Ves a Marten sentado a la mesa, tiene el móvil pegado al oído, mira a su alrededor, mira hacia los baños. «Ya puedes buscarnos cuanto quieras», piensas, y te agachas otra vez detrás del coche.
—Yo ya no entiendo nada —dice Nessi.
—¡Cógela! —dices, y le lanzas la llave.
Nessi la atrapa y se mira la mano.
—Ésta no es…
—… nuestra llave —dices, completando la frase—. No lo es.