Este día ha exigido mucho de ti. Ya no eres joven, y deberías estar sentado en tu casa del Wannsee, disfrutando de la tarde y olvidándote del día de ahí fuera. No debiste hacer ese viaje de Berlín a Hamburgo y luego de vuelta, para luego subir al Teufelsberg y que una avispa te pusiera de los nervios. No debiste ver, asombrado, cómo Ragnar bajaba la cabeza y lloraba.
Te alegras de que ni Leo ni David estuviesen allí.
Nadie debería ver a Ragnar de ese modo.
Habéis regresado de Hamburgo hace una media hora y estáis los tres ahora en el Teufelsberg. Darian sostiene la urna, Ragnar mira la ciudad de Berlín, como si nunca la hubiera visto. La torre de televisión es una línea muy esbelta. Oskar está muerto.
—Vamos a hacerlo de una vez —dice Ragnar.
Darian le entrega la urna a su padre. Durante los siguientes minutos observáis cómo las cenizas caen entre los dedos de Ragnar y el viento las esparce. Luego él cierra la urna, se la entrega a Darian y se agacha para limpiarse la mano sucia en la hierba.
—Darian, ve tú delante.
El chico te mira sorprendido, antes de darse la vuelta con la urna en la mano. Esperas a que ya no os vea para situarte al lado de Ragnar y echarle el brazo por encima del hombro. Él se pone tieso, se pone de inmediato a la defensiva, contiene el aliento. Rigidez. Sientes que respira con cautela, cómo va soltando la tensión y se apoya en ti. Calma. Miráis sobre Berlín. «Nuestra ciudad», piensas, y te imaginas que se trata de Múnich o de Hamburgo. No, tiene que ser Berlín. Una sola alma, un solo pulso.
Ragnar Desche se convirtió en lo que es porque supo escucharte. Tú fuiste su maestro, él todavía te mira con reverencia y te respeta. Muchos piensan que tú eres su mano derecha, pero eres su mano y su hombro a la vez. Vuestra familia es una familia de hombres. Las mujeres nunca fueron importantes, ellas son algo que está en un sitio intermedio y que es inevitable.
Como una salida del sol o un día bueno después de muchos días malos. Tú siempre tuviste dificultades con las mujeres, pero no vamos a hacer aquí un recuento de tu vida, no tenemos tiempo para eso. Sólo te acompañaremos durante unas horas hasta que te despidas de esta historia. Como un cansado apretón de manos después de una larga noche, o como las vibraciones de un hacha que ha quedado clavada en la madera. Pero antes vas a hablar con Ragnar y con su hijo, de lo contrario no podríamos dejarte ir.
—Ragnar, deberíamos dejar las cosas como están.
—¿De qué estás hablando?
—He tenido tiempo para pensar mucho sobre el asunto. No podemos perseguir a esas chicas.
—Claro que podemos. ¿Es que dudas de mí?
—Yo no he dicho eso. Sólo pienso que el tiempo está de nuestro lado.
Ellas no pueden desaparecer para siempre. Piénsalo de nuevo. ¿Qué tenemos aquí? ¿Por qué mejor no mantenemos la mente despejada y esperamos a ver si…?
—Yo no voy a esperar. Mi mente nunca estuvo tan despejada, no te lo puedes ni imaginar. Esa guarra mató a mi hermano. Por eso estamos aquí. Es un asunto privado y hay que ponerle fin. ¿Cómo puedes dudar ante una cosa así, una hija que mata a su padre?
Ragnar sabe que para eso sólo hay una respuesta. Tú levantas el brazo de su hombro y buscas las palabras adecuadas.
—¿Cuál es realmente tu problema? —pregunta él.
—Nosotros somos el problema. El hecho de que nos inmiscuyamos.
Deja que otros hagan el trabajo. Tenemos ciertas reglas, y una de esas reglas dice que nunca intervendremos personalmente. Tienes a Johannes Melben en Oslo, él podría…
—Olvida las reglas —lo interrumpe Ragnar—. Cuando digo que es un asunto personal, es porque lo es. Bruno y Oswald fracasaron. Fuimos en coche hasta Hamburgo y fracasamos. Tanner, no estamos en la guardería. O tomamos las riendas de este problema o damos media vuelta con el rabo entre las piernas. ¿Acaso te parezco alguien que se va con el rabo entre las piernas? ¿Qué me enseñaste? ¿Qué me inculcaste en todos estos años?
—Que nunca debes perder de vista el tiempo.
—Yo veo mi objetivo. Y quiero conseguirlo. ¿Cómo puedes cuestionarte mis planes ni por un momento?
—Lo siento.
—Pues sí, deberías sentirlo.
No os miráis, pero tú tienes que preguntarlo.
—¿Qué le hizo ella a Oskar?
—Lo ahogó con un cojín. Discutieron y ella lo asfixió con un cojín. Y él estaba tan colocado que probablemente ni siquiera se dio cuenta.
Sientes un apretón frío alrededor del pecho.
—¿Ella lo asfixió? No lo entiendo. ¿Cómo pudo hacerlo?
—Pues ésa será justamente la pregunta que le haré cuando la hayamos encontrado.
Es el ritmo lo que cuenta. La lentitud es para los perdedores. El que tiene tiempo es porque no lo tiene, miente. Quien se mantiene en movimiento, controla el mundo. Pero ¿qué es lo que se siente cuando todas las enseñanzas se vuelven contra uno? Te sientes traicionado por ti mismo.
Como si el ímpetu y la disposición a correr riesgos se apagasen, los elementos que han mantenido funcionando tu motor hasta ahora. También podrías decir que te has vuelto más viejo. Más viejo, más sabio y más débil.
Has decidido que te quedan dos años más. Después de ese tiempo, quieres dejarte sorprender por el vuelo de las aves migratorias, y mantener la mente despejada durante tus paseos. Quieres ser tan lento que las noches no acaben nunca.
Estáis en un aeropuerto privado en las afueras de Potsdam. Habéis dejado el coche y bajado. En ese momento suena la llamada de David. Y aunque sabes lo que ha hecho Taja, confías hasta el último segundo que no tengáis que volar hasta Noruega. Pero tus esperanzas se desvanecen en la nada cuando oyes a David decir: —En la taquilla había una bolsa deportiva, pero dentro sólo había libros.
Miras a Ragnar. Podrías guardar silencio. La situación es lo suficientemente grave. «Puede enterarse más tarde», piensas, y te preguntas cuándo habrá de ser ese «más tarde». No cometas ningún error ahora, pásale el móvil. Hazlo.
—¿Ragnar?
Él alza las cejas en un gesto inquisitivo.
—La mercancía no está en la taquilla.
Ragnar coge el teléfono, se lo pega al oído, escucha brevemente y sólo formula una pregunta: —¿De qué color es la bolsa?
Después de haber colgado, te devuelve el móvil.
—¿Piensas que Neil Exner nos ha tomado el pelo?
Ragnar niega con la cabeza.
—Hasta ahora hemos sido demasiado ingenuos en toda esta historia.
Esas chicas sólo usaron a Exner para ganar tiempo. ¿Todavía opinas que no debemos ir en su caza?
Tú le das la única respuesta que es aceptable.
—Yo estoy contigo plenamente, ya lo sabes.
Ragnar sonríe de repente y te da un golpecito en el brazo con el puño, te dice que no esperaba otra cosa de ti. No te dice que has eludido su pregunta.
Tomas Zenna ha puesto a vuestra disposición su avioneta. Es uno de vuestros clientes más importantes. Exportación de armas, importación de drogas. Ha bastado una llamada. El piloto os saluda palmeándoos las manos.
Treinta y cinco minutos después aterrizáis en un pequeño aeródromo cerca de Amli. El aeródromo está junto a la ruta 41, que os llevará hasta abajo, hacia el sur.
Hace bochorno, el verano aquí huele distinto. Un olor más intenso, más pesado. Es la primera vez que estás en Noruega. En aquella ocasión, Ragnar viajó solo para la boda de Oskar, porque necesitaba tomarse un descanso.
Eres consciente de que todo hubiera sido diferente si hubieseis viajado juntos.
Un coche de alquiler os espera en la pista con el motor en marcha. En el maletero hay una bolsa. Zenna lo ha preparado todo. Os armáis, no sabéis lo que os espera, no sabéis con quién colaboran las chicas o si actúan por su cuenta. Leo vacila por un momento y es el único que se pone uno de los chalecos antibalas.
—Más vale prevenir que curar —dice.
Subís al coche.
Darian hizo que Fabrizio le explicara cómo funciona el programa del GPS y ha estado verificando durante todo el vuelo en su portátil el lugar donde se encontraban las chicas. Son poco más de las nueve. Ellas han dejado el trasbordador hace una hora, pero todavía están en Kristiansand. Estáis a unos cien kilómetros de distancia.
Los horarios se mantienen. Vuestro vuelo de regreso está previsto para la una. Ragnar no tiene intenciones de regresar a Berlín sin Taja, pero no ha dicho qué va a pasar con las demás chicas.
Ragnar y Darian van sentados detrás, Leo conduce. Si Ragnar tiene razón y las chicas quieren ir realmente a Ulvtannen, no pueden hacer otra cosa que pasar por vuestro lado. Estáis en su ruta. Va siendo hora de poner fin aquí a esta historia, para luego no tener que hablar de ella nunca más.
Pongamos las cartas sobre la mesa. La incertidumbre te corroe desde que habéis hablado en la oficina: no te crees a Ragnar, o mejor dicho, no quieres creerle, porque conoces a Taja desde que era una cría y ella no es capaz de hacer algo así. Sin embargo, por otro lado, ¿por qué iba a mentirte Ragnar? Esas dudas te inquietan. Ves lo que está pasando aquí. Un hombre y su orgullo herido.
Tu misión es estar a su lado y salvar lo que se pueda salvar. Una chica muerta ya es demasiado. Y tú, maldita sea, quieres averiguar lo que Ragnar te está ocultando. No le ves racionalidad a sus actos. Y aunque te pronunciaste a favor, el viaje a Hamburgo ya fue ir demasiado lejos. Y ahora esto. Un portero puede abandonar su portería por un momento, pero debería saber hasta dónde puede llegar dentro del campo. Mantente listo. Tú tienes una misión importante en esta historia, una misión que has de cumplir, de lo contrario todo se saldría de quicio y tú no quieres cargar con ello en tu conciencia.
Darian dice que el Range Rover acaba de salir de Kristiansand y se encuentra en la 41, pero al cabo de diecisiete kilómetros se ha detenido de nuevo. Vosotros mismos vivís en carne propia la razón por la que las chicas se han detenido, cuando, a la altura de Søre Herefoss, la lluvia cae sobre vosotros con una fuerza brutal. Parece como si de repente estuvierais avanzando a través de una pared de agua.
Leo enciende los faros antiniebla y se inclina un poco hacia delante para ver mejor. La carretera es una explosión de reflejos de luz, y la lluvia tamborilea sordamente sobre el techo del coche, como si quisiera acallar no sólo cada palabra, sino cada uno de vuestros pensamientos. Leo no quita el pie del acelerador. Te alegra no ir sentado detrás del volante. El asfalto mojado te pone nervioso.
Treinta y nueve minutos después.
—¿Cómo pinta la cosa?
Tú miras hacia atrás. Ragnar no se refiere a la carretera o al estado del tiempo, se ha inclinado hacia Darian y los dos miran ahora el monitor del portátil. Sus caras están iluminadas por una luz mate.
—No se mueven.
—¿Cuánto falta todavía?
Darian alza la vista.
—Tienen que estar delante de nosotros.
Miráis hacia delante, el asfalto arroja vapores por el calor acumulado, no veis lo que hay a diez metros, y cuando intentáis mirar fijamente hacia la oscuridad para distinguir algo, aparece ante vosotros una nube de luz centelleante que se va haciendo cada vez más y más grande.
—Una gasolinera —dice Leo.
—Sí, a doscientos metros —dice Darian.
Un coche avanza hacia vosotros, las largas se encienden como una llama y os ciegan tanto que por unos segundos Leo conduce sin ver nada. El vehículo pasa a toda velocidad a vuestro lado.
—¡Vaya hijo de puta!
Leo suelta una buena sarta de improperios, pone el intermitente y entra en la gasolinera, que parece un mercadillo. La gente baila bajo la lluvia, debajo de un voladizo alguien ha instalado una parrilla y vende salchichas.
Hay cuatro furgonetas VW de colores en fila, y sus puertas laterales están abiertas a pesar de la lluvia, podéis oír la música que sale de su interior. Unos adolescentes se os cruzan en la entrada de coches, sostienen una lona de plástico sobre sus cabezas, parecen una tienda de campaña ambulante.
También hay caras cansadas que miran fijamente desde los coches aparcados, como si alguien los tuviera prisioneros. Un perro le ladra a un charco, y entonces un relámpago atraviesa el cielo, se oye el trueno y la lluvia se acalla, pero luego su golpeteo supera cualquier otro ruido.
Leo avanza muy lentamente. La gasolinera y el área de descanso pasan de largo, como la vana añoranza de un hippie que sigue soñando con los años sesenta. Los fumadores que están de pie bajo la marquesina se retiran al unísono cuando una ráfaga de viento dirige el viento en su dirección. Todo aquí te recuerda el decorado de una película, un decorado que pronto será demolido. Los titilantes tubos de neón sobre la entrada del área de descanso te ponen nervioso. Estás tenso, te tiembla el pulgar izquierdo. Te dices que es el clima, y buscas el Range Rover. También el aparcamiento que está detrás del área de descanso está repleto. Leo comprueba que ahí delante está la salida hacia la autovía.
—Hemos pasado por su lado —anuncia Darian.
Leo frena, mira por el retrovisor y gira. Nadie le dice nada a Darian, no es culpa suya. El GPS reacciona con retraso. Os concentráis. En algún lugar tienen que estar. El brazo de Darian sale disparado hacia delante.
—¡Ahí están!
Cuando descubres el coche, bien oculto junto a un tráiler, no te asombra que no lo hayáis visto. Leo hace un giro y frena justo delante del coche de Oskar. Ya no hay posibilidad de que escapen. Se ha acabado. Finito.
En el coche que está delante de vosotros no sucede nada. Los cristales oscuros están como muertos. Esperas que las puertas se abran de golpe y que las chicas salgan corriendo. Lo deseas.
«¿A qué esperan?»
—No veo nada —dice Leo, y apaga el motor.
Además de la lluvia y el movimiento de los limpiaparabrisas sólo se oye vuestra respiración y el zumbido sordo del portátil, entonces se oye un suave clic y el zumbido se acalla. Darian lo ha cerrado.
—Quedaos en el coche —dice Ragnar.
Tú no quieres dejarle ir solo, así que bajas también.
—Para ser un anciano eres asombrosamente rápido —te dice Ragnar.
—¿A quién le llamas «anciano»?
La lluvia os escupe en la cara, sois adrenalina pura.
—Yo arreglaré esto —dice Ragnar, y saca su arma.
Miras hacia el área de descanso. Nadie os presta atención. Ragnar camina hacia el Range Rover y se detiene junto a la puerta del conductor. Da unos golpecitos en la ventanilla y espera. Sabes que va a abrir la puerta de golpe en cualquier momento. Estás preparado para todo. Eso piensas. Sí, de verdad lo piensas.