Si no fuera por el viento, podrías estar en cualquier parte. En tu casa, en el balcón, con los pies sobre la barandilla, o a orillas del Lietzensee, con las manos metidas entre la tupida hierba y el olor de la ciudad en la nariz.
«En cualquier parte, pero no aquí.»
El viento lo barre todo. Es salobre e intenso. Tú abres los ojos y estás muy lejos de Berlín. Tus manos se aferran a la barandilla de la cubierta, y debajo de ti espumea el mar del Norte; sobre tu cabeza, las gaviotas revolotean como pensamientos en fuga. Desearías poder cogerlas y meterlas en tu cabeza. Tal vez de ese modo todo estaría en orden y vosotras todavía seríais cinco.
Aspiras el viento, sientes cómo te llega hasta la punta de los dedos de los pies, y lo sientes especialmente en la espalda. De niña, solías dormir siempre boca abajo, pues pensabas que tus omóplatos eran el nacimiento de unas alas y necesitarían mucho espacio si deseaban desplegarse durante la noche. Si ahora tuvieras alas y el tiempo fuera un paisaje, volarías hacia atrás e irías a salvar a Rute.
Y entonces ella estaría de nuevo a vuestro lado, todo sería como antes.
Unos pasos se acercan, y por un momento es como si Rute se te acercara en cubierta y te rodeara las caderas con un brazo. Sonríes, y si tu sonrisa tuviera un sabor, sería salobre e intenso, como el del viento. No tienes que mirar para saber quién está a tu lado.
—Oye, yo podría ser un loco que viene a lanzarte por la borda.
—Ningún loco huele tan bien.
Stinke se apoya en ti, miráis el agua y os sentís perdidas y vacías. Un murmullo de voces os rodea, música, mujeres que ríen, niños que gritan, el vocerío de unos borrachos y, una y otra vez, los graznidos de las gaviotas, que jamás se acercan y jamás desaparecen.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntas.
—No tengo ni idea, pero lo conseguiremos. Si nos mantenemos unidas, podremos conseguirlo todo. No te rompas la cabeza.
Ella no sabe cuánto te gustaría poder romperte la cabeza. Pero ahí dentro no hay nada preocupante. Todos los pensamientos han echado a volar o están varados, ya nada tiene sentido.
—Sencillamente ya no sé qué es todo esto, y tengo miedo, mucho miedo.
Y al decir esto último, no sabes si sientes miedo por ti o por tus amigas.
Un miedo es como el otro. El día no tiene fin, y eso te da miedo. No sabes lo que pasará cuando lleguéis a vuestro destino, y eso te da miedo. Es la triste comprensión de que ya nada será como antes, de que ya no hay vuelta atrás.
—¿Ya no podremos volver atrás, verdad?
Stinke se aprieta más contra ti, y eso también es una respuesta. Y así os quedáis, mirando por encima del agua, como si todavía fuera martes y estuvierais de nuevo en el cine, como si de inmediato fuera a pasar algo y la película os fuera a llevar de viaje. Pero la película sigue siendo el monótono golpeteo del agua, y no sucede nada más. Ya ni siquiera podéis llorar. Y el día todavía no acabará, se aferrará a cada segundo, como un alpinista muy cansado que sabe muy bien que si afloja el agarre aunque sea un momento, se despeñará y nadie podrá salvarlo. Así os sentís: tensas, concentradas en no perderos. Por eso os aferráis la una a la otra, en la cubierta, respirando la tristeza.
En realidad, teníais intenciones de viajar con el trasbordador de Kiel a Oslo, pero entonces Schnappi, poco antes de llegar a Kiel, le contó al cajero de una gasolinera vuestro plan, y éste os dijo que no encontraríais sitio en el barco, porque los billetes se agotaban con semanas de antelación. Entonces el hombre os sugirió que continuarais viajando hasta Hirtshals, y que allí tomarais el barco hasta Kristiansand. En Hirtshals apenas había gente.
—¿Y dónde está Hirtshals? —quiso saber Schnappi.
Lo comprobasteis en el mapa. Hirtshals está situada en el extremo norte de Dinamarca, y justo enfrente se encuentra la ciudad portuaria noruega de Kristiansand. Es un atajo, pues con el trasbordador que parte de Kiel hubieseis necesitado diecinueve horas para llegar a Oslo, mientras que el viaje desde Hirtshals hasta Kristiansand, atravesando el Skagerrak, sólo dura unas cuatro horas. Además, Kristiansand está más cerca de vuestro objetivo.
Y de ese modo el asunto quedó decidido.
Al cabo de tres horas habíais atravesado Dinamarca y llegasteis a una Hirtshals totalmente atestada de gente. El hombre de la gasolinera había olvidado deciros que cada año, por esas fechas, se celebraba un gran festival de música pop en Kristiansand, al que acudían más de doscientos mil visitantes. Stinke le dedicó una sarta de improperios al tipo, mientras que, según Taja, no podía sucederos nada mejor.
—Mirad a vuestro alrededor, no llamamos la atención.
Y así fue. Nadie os pidió papeles, estabais sentadas en vuestro imponente Range Rover, como unas cuatro chicas más a las que les gustaba la música pop y que querían bailar en primera fila. Al cabo de una hora de espera, pudisteis subir al trasbordador.
Una vez que hayáis cruzado hasta Kristiansand sólo necesitaréis programar el navegador para que os guíe hasta Ulvtannen, tras ocho horas y media de viaje. El plan es muy simple. Queréis sorprender a la madre de Taja y luego instalaros en el hotel de la playa. Dos plantas, habitaciones con vistas al fiordo, una vida en libertad. Y a pesar de que Taja sólo conoce el hotel por fotos, lo ha descrito tan vívidamente que lo podéis ver ante vuestros ojos.
Stinke te acaricia el vientre.
—Tendrás a tu hijo justo donde nació Taja. Eso es genial.
—Mejor no me lo imagino.
—Aire fresco y todo eso.
—Stinke, cierra el pico de una vez.
Escupís al agua y esperáis a que Noruega se aproxime. Todavía no sabes si te quedarás con tu hijo.
Te ves una mañana, sentada para el desayuno, mirando a tus amigas y diciéndoles de pronto lo que has decidido. Una mañana.
Una italiana muy excitada se planta junto a vosotras y os dice en inglés lo bueno que es que vosotras también estéis allí, que ella acude todos los años al festival, y que sólo no había podido asistir el año pasado, porque no vendieron suficientes entradas, pero eso había sido el año pasado, y que éste sería un desfase, ¿o no? Luego os rodea un grupo de chavales belgas que os preguntan qué pensáis de Volbeat, y como no tenéis ni idea de quién es Volbeat, ellos os cuelgan el cartelito de lesbianas. Stinke ríe y te pregunta si quieres que te dé un beso con lengua. Tú te ruborizas y dices: —Mejor que no.
Los belgas continúan su camino. Stinke te dice que eres una monja. Tú le das un intenso beso en la boca y le dices que preste más atención a lo que desea. Una mujer increíblemente flaca, con una cesta llena de bocadillos de pescado, hace su ronda. Cuando os oye hablar en alemán, dice que es de Leipzig, sajona de pura cepa, que trabaja para pagarse los estudios y que va al festival de Qart para vender camisetas.
—Primero bocadillos de pescado, luego camisetas. Y si queréis, os hago un buen precio. Mi tío imprime las camisetas en su casa, en el sótano. Ahí detrás está su coche. Tengo de todo, hasta salsa y guarnición. Y si queréis, también puedo conseguiros dos entradas para el próximo viernes, si es que queréis ver a Chris Cornell. Pero, en fin, ¿quién no quiere verlo? Ja, ja, ja, ja, ja.
Un cuarto de hora después, le habéis comprado a la mujer dos bocadillos de pescado y ella, por fin, os deja en paz.
—¿Quién es Chris Cornell? —preguntas tú.
—Mejor me dices quién se va a comer estos bocadillos.
Los panes están muy blandos, una mayonesa blanquecina se derrama por los costados, como si los panes tuvieran un ataque de pánico y estuvieran sudando su alma.
—No me extraña que esté tan flaca —dices, y preferirías arrojar el bocadillo por la borda. Pero como jamás pudiste hacer una cosa así, se lo regalas a una mujer con cuatro niños que te mira como si le estuvieras entregando un pañal lleno de caca. De todos modos, la mujer coge el bocadillo y lo guarda en el cochecito. Stinke ya está hasta las narices de la gente que os aborda sólo porque estáis en cubierta. Avanzáis entre la muchedumbre y regresáis al aparcamiento. Taja duerme en el asiento trasero.
Schnappi está sentada en el lado del copiloto, jugando con el móvil de Nessi.
Ha puesto los pies sobre el salpicadero, y las uñas de sus pies, pintadas de negro, son pequeñas como guisantes y se mueven al ritmo de la música. La radio escupe uno de esos éxitos del verano.
—¿No habrás llamado a nadie, verdad? —le pregunta Stinke.
Schnappi entorna los ojos.
—¿Cómo iba a hacer eso? No me sé ningún número de memoria. ¿Por qué tuvimos que darle a ese tío todos los móviles? Y mi pistola, por si fuera poco. Me la había ganado. Pero, de verdad…
—Schnappi, la pistola era más grande que tu cabeza, apenas podías sostenerla con la mano.
—Claro que podía sostenerla. ¿Acaso tengo manos de niña?
Ella os muestra sus manos de niña.
—¿Sabéis cuántos idiotas me han preguntado en las últimas dos horas si toco en algún grupo? Uno hasta pensó que yo era Björk. ¿No es una estupidez? ¿Es que de verdad soy tan bajita? Es triste, la verdad. Una chica sin pistola está totalmente perdida en este mundo.
Te alegra que Schnappi haya entregado el arma. Insististe en ello, y Taja también estuvo a favor. No debíais ir armadas. Y lo de los móviles era algo sensato, porque el tío de Taja pudo seguiros el rastro. Además, Neil no parecía un farsante. En reciprocidad, os dejó su propio móvil, con las instrucciones de que lo usarais únicamente en caso de emergencia, que él os llamaría en cuanto se aclarase todo. También os dejó el número de su nuevo móvil de tarjeta y recalcó que de verdad tenía que tratarse de una emergencia para que lo llamarais.
Había algo en Neil muy agradable. No puedes explicarlo de otro modo.
Era como si supiera lo que hiciera, sin entenderlo del todo.
«¿Así como nosotras?»
«Sí, como nosotras.»
—Bueno, no vayas a romperle el móvil ahora —le dices a Schnappi.
Ésta te ignora y sigue estudiando el menú.
—Esto es una chatarra cara. Tiene tanta capacidad de almacenamiento como mi uña. ¿Queréis ver la libreta de direcciones? Todas son tías. Ahí están Gabi, y Uschi, y Franka, y Klara. Vamos a ver, ¿a quién se le ocurre llamarse Franka?
—A Franka Potente —dices.
—Nunca he oído ese nombre —miente Schnappi, y sigue leyendo nombres—: tenemos también dos Clarissas, una Debo, una Mascha y tres Nicoles. Apenas hay ningún tío. O no tiene ningún amigo o nunca los llama.
—¿Tiene música? —pregunta Stinke.
—Ni una sola canción.
Y entonces, sencillamente, lo tienes que preguntar:
—¿Conoces a Chris Cornell?
—Ni idea —dice Schnappi.
Bostezáis y miráis al agua, y veis la costa de Noruega, que se va agrandando y agrandando. Schnappi aparta el móvil y pregunta cuánto más va a durar el viaje.
—Tengo un hambre descomunal.
—Por ahí delante hay una chica vendiendo bocadillos de pescado —le dices.
—Sólo porque tenga los ojos achinados no tengo que comer pescado todos los días.
Miras a Schnappi sorprendida.
—Vaya, creía que tenías los ojos achinados precisamente porque comías pescado todos los días.
Stinke suelta una carcajada. Taja, desde el asiento trasero, dice con voz cansada que ella también lo había pensado. Es tu primer chiste desde la muerte de Rute. Es como llegar a casa y ver que todos los muebles están en su sitio y que en la cocina te espera la comida, aunque te duela, porque faltan las paredes y el suelo esté agujereado. «¿Cómo puedo hacer chistes ahora que Rute ya no está con nosotras? Debería guardar un año de luto, vestirme de negro y no decir una palabra más.» Y mientras piensas eso, cobras conciencia de que eso es lo último que Rute hubiera deseado. El luto.
Schnappi os muestra un dedo y se pone a trastear la radio, hasta que encuentra la emisora adecuada. La pone a todo volumen.
—¡¿A ver quién se ríe ahora, eh?! —os grita, mientras un conjunto de cuerdas llena el coche con su cantinela y un par de chicos del coche vecino os abuchean.
Estáis junto a un kiosco y coméis patatas fritas con unas extrañas hamburguesas, que saben a carne y a pescado al mismo tiempo. El kiosco está lleno, y hay mucho ruido. El trasbordador ha atracado hace media hora, y aun así no creéis que estéis en Noruega.
Las nubes se agolpan en el cielo, la oscuridad ya cubre parte del cielo, como si el día se hubiese agotado y se echase una manta sobre la cabeza. Y así, exactamente, te sientes tú. La última noche se te ha metido hasta el tuétano, y el recuerdo de aquella mañana en Hamburgo es como la hoja de una cuchilla que se te mete debajo de la piel. No piensas ni en la criatura que llevas dentro. Habrá tiempo para eso, eso es para después. «Hay cosas peores que traer a un niño al mundo en Noruega», piensas, y te preguntas si en Noruega se podrá abortar. Jamás quisiste tener un hijo por una estupidez. Tu hijo debía ser fruto del amor. Sea lo que sea que está creciendo ahora en tu barriga, no hubo amor en aquellos cinco minutos.
Tus amigas esperan a que decidas si continuáis viaje o si hacéis una pausa. Una pausa no estaría nada mal, pero no quieres quedarte por ahí, al borde de una carretera, invitando a la policía a que os dé el alto. Sólo tendrían que preguntarte por el carné de conducir, y eso sería todo. Prefieres mantenerte en movimiento. Os quedan todavía exactamente ocho horas y cuarenta y dos minutos para llegar a Ulvtannen, y tú quieres salir de eso, después puedes estar durmiendo tres días seguidos. Prometido.
—Sigamos —dices.
Son poco más de las nueve cuando por fin partís. Habéis tenido tiempo para comprar algunas bebidas y cosas de picar, habéis ido al baño rápidamente y ahora estáis de camino. El navegador te fue guiando fuera de Kristiansand y doblaste en la E18 hacia la ruta 41 en dirección al norte. El cielo está totalmente vacío de estrellas, el aire es agobiante y bochornoso.
Lleváis ya veinte minutos en la carretera y habéis cruzado un puente cuando la lluvia os sorprende. En este caso, «lluvia» no es la palabra correcta. En Alemania llueve, en Noruega se abren los cielos. El viento aumenta, y, sin previo aviso, las nubes se abren y la carretera desaparece tras una cortina de agua. Después del primer torrente, te mantienes en la vía durante un minuto, antes de arrimarte a la derecha. Los limpiaparabrisas no bastan. La lluvia martillea contra el coche, y suena como si cada gota dejara una abolladura en la carrocería.
Tenéis la sensación de estar atrapadas en una lata de aluminio. Stinke golpea contra el techo desde su asiento, como si con ello pudiera parar la lluvia.
—¡Mierda, qué ruido!
—Mirad ahí delante, hay una luz.
Taja se inclina hacia delante por tu lado y te señala, como si tú no supieras lo que es delante y detrás. De verdad hay una luz. Tú arrancas de nuevo. El coche se mueve hacia delante como un caracol escorado. La luz se torna más clara y va agrandándose, y al final se ve que es una gasolinera con un área de descanso.
Por supuesto que todas las plazas de aparcamiento techadas están ocupadas, así que pasas al lado de la gasolinera y te colocas junto a un tráiler, pegada a la parte delantera del área de descanso. A través de la lluvia puedes distinguir las siluetas de las personas sentadas a las mesas. El local está repleto. ¡Cuánto no darías ahora por ser una de ellas!
—Mejor enciende los intermitentes —dice Schnappi—, de lo contrario alguien puede darnos por detrás.
Tú miras por el retrovisor. La carretera está inundada, lo inunda todo, la gasolinera te recuerda a una luz opaca que parpadea bajo las ráfagas de la tormenta como un alga marina bajo el agua. Schnappi tiene razón. Estáis a un metro de la carretera. Sería divertido que un coche os embistiera ahora. Pones los intermitentes.
—¿Qué es eso? —pregunta Stinke, irritada.
El tictac de los intermitentes la saca de quicio. Stinke quiere que los apagues, pero Taja dice que hay que velar por la seguridad.
Un par de personas pasan por vuestro lado. Se mueven como sonámbulas hacia la entrada del local del área de descanso. Las mujeres llevan bikinis y bailan bajo la lluvia. Es verano en Noruega. Un hombre ha abierto un paraguas de color rosa y os hace una estúpida señal de la paz. Te alegras mucho de estar en el coche.
—¿Y cuánto tiempo vamos a estar aquí? —pregunta Schnappi.
Ninguna de vosotras responde, miráis fijamente la lluvia, los intermitentes siguen haciendo tictac y vosotras no sabéis qué es peor: si el golpetear de la lluvia o ese ruidito. Pero entonces, desde el asiento trasero, os llega un nuevo ruido, y las cuatro empezáis a chillar como locas.
—¡cerrad el pico! —grita Stinke, y saca el móvil de Neil de su vaquero.
Neil ha configurado el sonido a todo volumen, para que vosotras no perdáis ninguna llamada suya.
Stinke aprieta la tecla de aceptar llamada y se lleva el teléfono al oído.
—¡¿Qué?! ¿Hola? Habla más alto, que aquí está cayendo un aguacero.
Stinke escucha, luego aparta de nuevo el móvil y mira a Schnappi.
—Neil intentó hace dos horas localizarnos, pero la tía a la que le gusta el pescado estuvo jugueteando con el teléfono.
—Sólo me conecté un momento a internet —se defiende Schnappi.
Tú no lo puedes creer.
—¿Qué buscabas en internet?
—Pues, ver mis correos.
—¡Schnappi, estamos huyendo! ¡¿Y tú te dedicas a revisar tus correos?!
—Bueno, alguna de nosotras debe permanecer con los pies en la tierra, ¿no?
—No me lo puedo creer.
Taja quiere saber qué ha dicho Neil. Stinke responde:
—Tenemos que deshacernos del coche.
—¡¿Qué?!
Lo decís todas al unísono, sois como uno de esos coros griegos que anuncian el hundimiento de Oriente.
Stinke os explica que Neil se ha encontrado con el tío de Taja y que le ha entregado la llave de la taquilla. Taja no da crédito a lo que está oyendo.
—¿Y por qué ha hecho eso?
—Porque está loco —dice Schnappi, satisfecha de sí misma—. Lo he dicho todo el tiempo. Primero nos quita los móviles, luego mi pistola, y ahora le entrega al tío de Taja la llave de la taquilla donde está la droga. Ese tío está como una cabra.
—No está como una cabra —dices—. Apuesto a que pretendía protegernos.
—Pretendiera lo que pretendiese Neil —dice Stinke—, él cree que nuestro coche tiene incorporado un transmisor.
—Pero esto no es una película de James Bond —dice Schnappi.
—Tampoco es un coche de juguete —responde Stinke—. Si fuera mi coche, también le habría puesto una alarma y un transmisor.
Todas miráis a vuestro alrededor dentro del coche.
—Si el coche tiene un transmisor, lo encontraremos —afirma Taja, y abre la guantera. Hay allí unas gafas de sol, una bolsa de caramelos y un par de papelitos arrugados.
—Dame un caramelo —dice Schnappi.
Taja le pasa la bolsa.
—¿Cómo creéis que será ese chisme? —preguntas.
—Seguro que tiene un botón rojo que parpadea —dice Taja.
—Y seguro que está oculto bajo uno de los asientos —dice Stinke.
Miráis debajo de los asientos, os estiráis, pero nada tiene pinta de ser un transmisor. Miráis hacia atrás. Taja lo dice.
—Deberíamos examinar el maletero.
Schnappi sacude enérgicamente la cabeza.
—No quiero salir bajo la lluvia.
—¿Eso qué quiere decir? —pregunta Stinke—. ¿Es que eres de azúcar o qué?
—¿Ves mis pelos?
—Claro que los veo.
—Pues cuando se mojan, parezco un caniche escaldado.
Taja toma una decisión tajante.
—Pues salimos todas o ninguna.
Bajáis todas a la vez y al cabo de unos segundos estáis empapadas.
Abrís el maletero y os veis frente a vuestro equipaje. Os duele esa visión, porque entre vuestras cosas está todavía la bolsa de Rute. Nadie ha dicho «sus cosas», ya que sabéis que ella no volverá nunca más, es lo que os pasa por las cabezas, y tú te sientes de inmediato una estúpida por pensar tal cosa.
Antes de haber emprendido aquel viaje y antes de que Stinke tuviera la maldita idea de visitar a Neil en Hamburgo, cada una de vosotras hizo una breve incursión en vuestras casas. Eran las seis de la mañana, y la primera fue Schnappi, que no quiso despertar a sus padres. Les dejó una nota diciendo que pasaría la semana en casa de Taja. Hizo la maleta y salió. Luego pasaron por la tuya, y tú también dejaste sólo una nota. Hiciste la maleta y saliste. La madre de Rute estaba sentada más derecha que una vela en la cama, cuando Rute intentó deslizarse dentro de la casa. Y ella sí que no pudo escaparse tan fácilmente. Fue interrogada durante quince minutos y, entre lágrimas, confesó que estaba por los suelos, porque Eric había roto con ella. Rute puede hacer esas cosas. Su madre la abrazó y le dijo que ella siempre estaría a su lado. Y por supuesto que entendía que quisierais estar juntas, y ya que el instituto había acabado, a Rute le sentaría bien estar una semana en casa de Taja para que se olvidara del tal Eric. Entonces preparó la maleta y se marchó.
Stinke fue la que batió el récord. Su tía dormía, su hermano estaba totalmente fumado delante del televisor de la mesa del desayuno, y le preguntó si también quería fumar un poco. Pero Stinke ya estaba otra vez sentada en el coche antes de que su hermano pudiera acabar la frase. Y ahora estáis ahí, bajo una lluvia torrencial, delante de cinco maletas y tres mochilas, y Taja dice: —Hay que sacarlo todo.
Colocáis el equipaje en el suelo, bajo la lluvia. Revolvéis el cajón de los primeros auxilios y una caja de cartón llena de cachivaches. Nada. Abrís todas las puertas, sacudís una manta, os inclináis dentro del coche y miráis de nuevo bajo los asientos. En el caso de que haya un transmisor, lo cierto es que se ha escondido muy bien para que nadie lo encuentre. La lluvia os va calando hasta la raja del culo.
Nada de nada. Volvéis a guardar vuestras cosas, y tú te planteas si no deberías cambiarte de ropa. Cada vez que te mueves, hueles el miedo que se te sale por cada poro de la piel, cuando recuerdas a aquellos dos armarios que aparecieron delante de vosotras en Hamburgo, ante vuestra mesa. Ves todavía cómo uno de ellos agarra a Rute, cómo os persiguen, cómo…
Stinke chasquea los dedos delante de tus narices.
—Nessi, ¿a qué esperas? Hemos acabado.
Subís de nuevo al coche, cerráis las puertas de golpe y os libráis de la lluvia.
—Joder, ésta ha sido la acción más estúpida que he hecho nunca —dice Schnappi, y estornuda. Stinke le acaricia la cabeza y le dice que el nuevo peinado le queda bien. Has olvidado sacar algo seco de la bolsa, tu camiseta se ha vuelto casi transparente a causa de la lluvia. Taja pone al máximo la calefacción. Tenéis un aspecto lamentable y os sentís frustradas. Si a alguna de vosotras se le hubiese ocurrido levantar la alfombrilla del maletero y mirar debajo de la rueda de repuesto, habríais descubierto la cajita con la bombilla verde y parpadeante, y os hubieseis salvado.
En eso Taja señala con el mentón hacia delante.
—Todavía no hemos mirado bajo el capó.
Miráis el capó. La lluvia impacta sobre la pintura como los petardos en Nochevieja. Tú estás tan mojada que ya no te importa. Así que te bajas de nuevo e intentas abrir el capó. Nada. Los intermitentes de emergencia te hacen aparecer y desaparecer, aparecer y desaparecer. Casi te partes los dedos, pero el capó no quiere abrirse. Subes al coche de nuevo.
—¿Te has mojado? —te pregunta Schnappi.
Taja opina que en algún sitio debe haber una palanca que abra el capó.
Ahora te gustaría tener a mano una de esas toallas enormes y mullidas. Taja mete la mano entre tus piernas buscando la susodicha palanca. Pretendes preguntarle si no puede hacerlo más suave, cuando el interior del coche se ve inundado de luz y vosotras entornáis los ojos, obnubiladas.
—Viene un coche —dice Stinke.
—Ya nos ha visto —dices tú.
El coche se detiene justo delante de vosotras, sus faros se mantienen encendidos, de modo que no podéis ver nada dentro. Nada delante de vosotras, nada a vuestro lado, y por mucho que miráis lo único que veis es el sol. Te gustaría bajarte y echar a correr. «Peligro», piensas, pero no puedes reaccionar, porque todo es como en uno de esos sueños donde te pasan cosas que uno en la vida puede evitar con facilidad, pero que en el sueño son incontenibles.
—Tenemos que salir —dices, pero en eso todas pegáis un salto, porque a unos centímetros de tu oído izquierdo alguien golpea el cristal de la ventanilla.