Después de haber borrado del mapa un pueblo entero, el país casi se vuelve loco. Fuiste el reportaje titular del semanario Der Spiegel, la revista Stern encargó a un equipo de psicólogos que trazaran un perfil del asesino, mientras que Fokus sacaba un reportaje especial sobre los muertos de Fennried. El tabloide Bild escribió en su portada: «¡Y nadie escapó!» Y el BZ salió a la carga de inmediato: «Bienvenidos al matadero llamado Alemania.»
Todos pensaban que la cosa continuaría de ese modo. Tú eras el terror, eras un flagelo. Nadie podía sospechar que te estabas aproximando al final de tu viaje.
La cacería se intensificó. La prensa no daba tregua, y apenas había un periódico que no lanzara alguna nueva teoría. La población reaccionó, los políticos sacaron sus conclusiones. La brigada especial fue reorganizada y ampliada a ciento cincuenta policías, después de que en el Bundestag empezaran a apremiar para que se intensificara tu búsqueda. El nuevo equipo intentó establecer una relación entre los asesinatos de la A4 y los del motel con los de Fennried. Pero ¿cuál era exactamente esa relación? Jamás se había invertido tanto dinero ni se había visto tal despliegue de personal en una acción policial. Todo en vano. Tu manera de matar parecía arbitraria, no había ningún vínculo entre los muertos.
Tampoco el perfil sirvió de ayuda. No sabían en qué categoría ponerte: no eras un asesino en serie, no eras un genocida, tampoco te encajaba el papel de loco que de pronto empieza a matar. Tú eras algo situado en medio de todo eso, una creación singular del infierno que mataba aparentemente sin motivo. Una periodista dijo en televisión que tu forma de matar era cada vez más sanguinaria porque lo que a ti te interesaba era el reto. Para ti es un enigma cómo a alguien se le puede ocurrir una idea tan enrevesada. Quitarles la vida a otros seres humanos no es un concurso, a fin de cuentas.
1995. 1997. 2003.
Ellos decían que los intervalos se acortarían, no que se alargarían.
Decían que podía seguirse un patrón, pero que no conseguían verlo. Tenían algunos puntos de partida: sabían que no te bastaba con un solo muerto, que buscabas lugares solitarios y que, por lo visto, actuabas sin motivo alguno. Y sabían otra cosa: sabían que cuando el Viajero mataba, lo hacía de forma eficiente, pero que jamás morían niños y jamás usaba un arma. Pero ¿eso qué dice de ti? ¿Que tienes un corazón tierno? ¿Que te gustan los niños? ¿Que les temes a las armas?
La verdad es que, en el fondo, sabían tan poco de ti que no tenías necesidad de preocuparte. A pesar del ADN y de las huellas dactilares. Ellos sólo tenían a los muertos, y esos muertos no les revelaban nada. Cada semana que pasaba, cada mes, crecía la desesperación. Sabían, ciertamente, de lo que eras capaz, pero no conocían nada de tu presente ni de tu pasado, no tenían ni idea del chico que habías ahogado en una piscina, del mismo modo que no tenían ni idea de por dónde buscarte.
Cuando tu hijo cumplió los siete años, te llamó un día por la mañana al trabajo y te preguntó qué cosas te daban miedo. Se había roto la muñeca y por la noche había soñado con cangrejos enormes que querían cortarle el brazo. Por unos segundos te quedaste sin habla, porque, para ser sincero, no se te ocurrió nada que pudiera darte miedo realmente. Hasta que, desde un sitio muy distante, una voz llegó hasta ti. Era la voz de tu abuela, que había huido de Rusia con su familia después de la primera guerra mundial. Tú adorabas a esa mujer, que te abastecía a ti y a tu hermana de cómics y os permitía dormir en su jardín durante las noches de verano, u os contaba cuentos muy peculiares antes de iros a dormir, cuentos que ella había oído de niña y que no podían encontrarse en ningún libro. Tu hermana quería oír aventuras con caballos y princesas, pero a ti los cuentos no te bastaban y te tomabas esas historias al pie de la letra. En algún momento empezaste a buscar ángeles caídos entre los troncos podridos de algún árbol, u ojos llorosos de brujas bajo las piedras del río, y cuando el campanario de la iglesia tocaba las siete, cruzabas los dedos para que tu corazón no se convirtiera en piedra. Uno de esos cuentos te conmovió de una forma muy especial.
Era la historia de la profundidad y la oscuridad.
En cada profundidad habita un monstruo que sólo está hecho de dientes y que devora todas las almas que se le acercan. Tanto pecadores como santos, nadie está exento. Ese monstruo puede sobrevivir en el hielo, puede dormir en un volcán, es indestructible. Y cada vez que emerge de sus profundidades, transforma la luz en oscuridad. No tiene alma, y por eso no conoce el remordimiento. Jamás se muestra furioso. Y quien no conoce la culpa, quien jamás siente rabia y devora cualquier alma que se le acerca, a ése no se le puede detener. Él es como la profundidad que se traga la luz. Y siempre habrá una profundidad, y ninguna luz del mundo es lo suficientemente fuerte para llegar hasta el rincón más oscuro. Ese monstruo tiene su hogar en cualquier parte.
Y luego, en cada oscuridad habita un demonio que nació sin corazón y devora corazones, a fin de aplacar su hambre insaciable. Ese demonio se esconde en la sombra, puedes encontrarlo en las comisuras de un niño cruel, y aunque cierres los ojos a causa del miedo, él puede estar acechando tras tus párpados, extendiendo sus dedos hacia tu corazón. Siempre hay un rincón donde puede esconderse. Siempre habrá un lugar para la oscuridad. Por eso el demonio es igual que el monstruo. En cualquier sitio que el monstruo convierta la luz en oscuridad, aparece el demonio, hambriento, como si se hubiese abierto una puerta. Y dondequiera que aparece el demonio, él deja una profundidad insondable, y de ese modo surge otro hogar para el monstruo.
El monstruo y el demonio son hermanos, pero jamás se han encontrado.
Desde hace una eternidad intentan reunirse, porque sólo cuando consigan reunirse encontrarán la paz. Y en verdad que la anhelan, mucho. Están hartos de sus crueldades, porque cada corazón devorado y cada alma tragada dejan un sonido hueco en ellos, como una piedra que cae en un pozo, y luego no sucede nada. Pero el pozo se llena, sin que nadie se dé cuenta.
De modo que el monstruo busca al demonio, y el demonio busca al monstruo.
Y así rezaba el final del cuento, un cuento que nunca entendiste, sobre todo no podías entender que tu abuela jamás te contara si los dos hermanos se encontraban o no. En eso ella era sincera: no lo sabía. Y por eso le hacías repetir el cuento una y otra vez desde el principio, con la esperanza de que en algún momento apareciera un final sensato. Porque ya entonces sabías que las historias crecen a medida que se cuentan. Y quizá algún día la historia tendría otro final. Algún día. Pero no, nada sucedió. De modo que decidiste que era hora de tomar las riendas de aquella historia en tu mano. Tenías siete años y saliste en busca de esos dos hermanos.
Muchos te consideraban un chico temeroso, cuando te veían a la orilla del lago, en un embarcadero, mirando fijamente el agua oscura. Se equivocaban. Tú no sentías miedo, sólo curiosidad. Buscabas al monstruo, pero el monstruo no se dejaba ver. Aunque te arrojaras al agua y te sumergieras hasta el fondo, nada te salía al paso en esas profundidades, y eso no tenía sentido para ti.
¿Por qué iba a mentirte la abuela?
Y del mismo modo que creías que en cada profundidad se escondía un monstruo, estabas seguro de que el demonio te esperaba, hambriento, en esa oscuridad. La oscuridad era más fácil de explorar. No tenías que saltar a ningún pozo, no era necesario entrar en una cueva ni escuchar la propia respiración. La oscuridad no es como la profundidad, es mucho más fácil de encontrar. Pero también la oscuridad te decepcionó, y el demonio seguía sin querer mostrarse. Ni en las habitaciones con las cortinas corridas ni en los sótanos abandonados, ni detrás de las palmas de tus manos, que te apretabas contra los ojos hasta que unas luces explotaban delante de ellos. Intentaste traer al demonio con tu corazón como cebo, pero no vino.
Durante cinco años enteros buscaste a esos hermanos. Era un juego, pero también algo serio, y el tiempo pasaba. ¿Cómo ibas a saber que habías estado buscando en el sitio equivocado? Cumpliste los doce, luego los trece, y empezaste a olvidar el cuento; y, como si la profundidad sólo hubiera estado esperando ese momento, ella se te mostró de manera inesperada, cuando arrastraste contigo a otro niño hasta el fondo de una piscina. Entonces entendiste de qué trataba realmente aquel cuento. Abriste los ojos de par en par y miraste hacia la profundidad. Y ella, la profundidad, te devolvió la mirada, y comprendiste dónde se escondía el monstruo.
Cinco días después de la muerte de Robbie, dos días después de Navidad, viajaste en autobús a casa de tu abuela. Querías contarle que habías descubierto el secreto y que ahora sabías quién era el monstruo y por qué no te asustaban ni la profundidad ni la oscuridad. Lo habías entendido. Tenías la boca llena de palabras.
«Soy yo —quisiste decir—, abuela, mírame, yo soy el monstruo y ahora sólo debo prestar atención, y así encontraré a mi hermano en la oscuridad.»
Con esa idea te bajaste del autobús y caminaste por la calle bajo la fuerte nevada. Ya ibas a llamar a la puerta de tu abuela, pero vacilaste. Hasta el día de hoy no has podido explicarte lo que te hizo dudar. Tal vez fuera el miedo. Para alguien que no conoce el miedo debe de ser extraño encontrarse con ese sentimiento la primera vez. Pero probablemente fuera tu buen juicio.
Cobraste conciencia de que sería un grave error contarle a tu abuela tu descubrimiento. A ella, a tus padres, o a cualquiera. Nadie te hubiera entendido.
Desististe de llamar, cruzaste la calle y esperaste al siguiente autobús.
Una tranquilizadora sensación de comprensión te colmaba. Como si Dios se encontrara con su rostro en un charco en un día de perros, y viera que todavía era Dios, y asintiera satisfecho. Esa comprensión te sentó bien. En alguna parte, ahí fuera, te esperaba tu hermano, y sólo dependía de ti encontrarlo.
Es agosto.
Es el año 2006.
Es de noche.
Desde primera hora de la tarde estás en Brunswick, visitando a un viejo amigo. Vais al cine, luego coméis en un restaurante, antes de que tú emprendas el viaje de regreso a Hannover. Poco antes de que cojas la autovía, oyes un ruido extraño en la caja del motor. El coche pierde velocidad poco a poco y se detiene finalmente.
Tú, ni por un segundo, piensas en matar, piensas en tu piso.
Los del auxilio en carretera te prometen que llegarán donde estás en una hora, pero llegan a los treinta minutos. Entre tanto, tú has estado buscando el problema. No eres uno de esos idiotas sin idea de nada que sólo saben conducir y repostar. Los coches te interesan. Le dices al técnico cuál podría ser el problema. Él mira bajo el capó, mide la carga de la batería y te da la razón. El generador está probablemente en otro sitio. La grúa llega un cuarto de hora después. Le das al técnico la dirección de tu taller y diez euros, y luego subes a un taxi.
Empieza a llover. El día está gris desde por la mañana, y ahora darías lo que fuera por un baño caliente. La estación parece abandonada, falta poco para las once, y si tienes suerte estarás en Hannover antes de la una. Te alegrará llegar a tu piso, tomar una taza de té y ver quizá todavía las noticias del último telediario, si es que no se te cierran los ojos después del baño.
Pero el tren interurbano se te va delante de las narices.
Te quedas en el andén y ves cómo se alejan las luces. El próximo tren con dirección a Hannover no llegará hasta dentro de cincuenta y cinco minutos. Estás cansado, e intentas imaginarte el tiempo que pasarás esperando, leyendo una revista en el banco de algún parque. No te gusta nada lo que imaginas. Te quedas de pie delante del horario de los trenes. En siete minutos parte un tren con rumbo a Berlín. Sin pensártelo mucho, cambias de andén. Eres consciente de que al día siguiente tienes que participar en una conferencia. Tampoco te gusta la idea.
El tren se detiene soltando un largo suspiro. Gente que se baja, gente que sube, tú eres de esos últimos. Todavía no has pensado en matar, pero te has olvidado de tu piso. Como si ese piso jamás hubiese existido.
Estás de camino, viajando de nuevo.
El tren tiene en la parte delantera seis vagones de segunda clase, al fondo está el restaurante y un vagón de primera clase en la cola. Subes en un vagón de delante. Sólo hay otros cinco pasajeros en tu vagón. Es un día entre semana, la gente está cansada, es el último tren a Berlín.
Diez minutos después de que el tren parta viene el revisor y tú compras un billete. Después de que el revisor haya salido del vagón, tú cierras los ojos y te concentras, como si tuvieras que almacenar tus pensamientos para los tiempos de vacas flacas, cuando los pensamientos sean escasos. Una mujer pasa dos veces por tu lado en dirección al lavabo. Oyes el roce de sus pantalones ajustados. Su perfume sigue adherido al aire durante un par de minutos después. Un hombre tose, luego se oye un crepitar, y anuncian algo por el altavoz. El tren no puede parar hoy en Spandau, debido a unas labores de reparación en las vías. Alguien suelta un improperio, y luego vuelve a reinar el silencio. Tú respiras hondo, abres los ojos y te levantas.
Un tren, ocho vagones, cincuenta y seis pasajeros, un revisor, un conductor y un técnico de los Ferrocarriles Alemanes. En tu vagón viajan la mujer con la vejiga floja y otros tres hombres. Mantienen la distancia entre sí, nadie busca voluntariamente, tan tarde en la noche, la compañía de un extraño. La mujer ni siquiera se despierta. Uno de los hombres levanta la vista brevemente y cierra los ojos de nuevo cuando tú pasas por su lado. Le coges la chaqueta y lo asfixias. A los otros dos hombres les rompes el cuello.
Te detienes detrás de sus asientos y les coges las cabezas. Un tirón y todo ha acabado. Te deja perplejo, una y otra vez, lo fácil que puede ser. Fácil y silencioso.
El segundo vagón te cuesta algún esfuerzo. A una pareja la dejas dormir. Un hombre lee y levanta la vista brevemente, tú le haces un gesto con la cabeza y él vuelve a prestar atención a su libro. Pasas a su lado y lo estrangulas con tu cinturón. La que más tiempo te lleva es una mujer que se ha tumbado sobre dos asientos. Cuando tu mano se cierra alrededor de su cuello, ella te mira asustada. Durante dos minutos se te queda mirando, mientras sus ojos se van saliendo de las órbitas y sus pies se quedan tiesos, después de haber estado golpeando el asiento. Luego regresas a donde está la pareja. No piensas dejar a nadie. Algo es diferente. Algo no encaja.
En el tercer vagón viajan nueve pasajeros. Necesitas un cuarto de hora.
Después, tienes la camisa sudada y la chaqueta se te pega a la espalda. En el cuarto vagón surge un problema. Un hombre está hablando por teléfono en el momento en que tú te sientas a su lado. Él te mira sorprendido y pregunta qué pasa. Tú le quitas el móvil de la mano, como si le quitaras un juguete a un niño desobediente, y lo golpeas.
—Pero ¿qué hace?
No has visto a la mujer. Pasaste junto a su asiento y no la viste.
Seguramente estaría durmiendo. Es bajita, tiene rizos, labios pequeños.
Pensaste que era una chaqueta olvidada sobre el asiento. Cuando te levantas, ella ve la sangre en tu cara.
—Necesitamos un médico —dices—, de lo contrario este hombre se va a desangrar.
—Oh, santo cielo.
La mujer se acerca por el pasillo. Lleva unos salvapies en los pies y los zapatos en una mano, con la otra, se tapa la boca. Te recuerda a tu madre y su mirada asustada cuando se enteró de que Robbie estaba muerto. Los ojos de la mujer son distintos, son como luces curiosas. Ella se inclina hacia delante y mira al hombre muerto. Tú la coges por la nuca y la atraes con fuerza hacia ti, la mujer cae sobre el hombre. Sus zapatos golpean en el suelo. Antes de que pueda gritar, le oprimes la cara contra el asiento.
El vagón número cinco llevaba seis pasajeros. No dejas a nadie.
El sexto vagón llevaba cuatro. Tampoco dejas a nadie allí.
En el último vagón de segunda clase hay un hombre sentado a una mesa. Tiene un libro delante de él y lee pasando la yema del dedo por las líneas. Tomas asiento a su lado para tomarte un descanso.
—¿Quién está ahí?
Tú no respondes, sólo lo observas, lo observas. Ves tu reflejo en los cristales de sus gafas oscuras y te preguntas qué color tendrán sus ojos muertos.
—Sé que hay alguien ahí.
—Aquí no hay nadie —dices.
—¿Se supone que eso es un chiste?
—No, realmente no.
El ciego cierra el libro y se inclina hacia delante. Extiende un brazo como si quisiera agarrarte. Sus dedos se mueven como hojas al viento. Tú entrecruzas tus dedos con los suyos. Intimidad. Él pretende retirar el brazo, pero tú lo retienes.
—Por favor —dice el ciego.
Tú sueltas su mano y le quitas las gafas. Ves sus ojos muertos. Azules.
No tienen profundidad, no tienen oscuridad. Son ojos embotados, azules, con nada detrás. «Conque así son», piensas, te levantas y vas hasta el coche restaurante.
Cuando el tren, poco después de medianoche, entra en la estación berlinesa del Zoologischer Garten y se detiene con una última sacudida, se abre una sola puerta en el último vagón, el de primera clase, y un hombre baja. No lleva equipaje ni nadie lo espera. El hombre baja las escaleras y sale de la estación. Se ha lavado las manos y la cara en el tren. Una mancha de color rosa está todavía húmeda en su camisa, los nudillos de su mano derecha están hinchados. El hombre ni se entera de lo que pasa luego en el andén: puesto que nadie se bajaba, la gente en el andén empezó a impacientarse, e intentó mirar dentro del tren a través de las ventanillas, subió tras una breve vacilación, y encontró a los pasajeros muertos, y a un ciego en uno de los vagones, con las manos sobre la mesa, mientras todavía preguntaba si había alguien allí.
Una de las cámaras de vigilancia del andén te ha grabado. Eres una mancha borrosa que avanza hacia la escalera. La policía ha intentado agrandar la imagen, pero ha fracasado. No obstante, mostraron la grabación en la televisión. Tú no levantaste la vista ni una sola vez, tus movimientos son rápidos. Una sombra que se mueve a través de la luz. Más de cincuenta personas le contaron a la policía por teléfono que sabían exactamente quién era la persona que se veía en la imagen. Interrogaron a los sospechosos durante la semana siguiente: todos tenían coartada.
La segunda grabación no llegó a las cadenas de televisión. Una cámara situada en la entrada de la estación te captó y filmó de espaldas, en el momento en que arrojabas algo a la papelera al pasar. Encontraron las gafas oscuras pertenecientes al ciego, y en las gafas encontraron tus huellas. Ahora la policía sabía con certeza que el Viajero había vuelto a salir de viaje y se encontraba en Berlín. No sabían lo decepcionado que estabas de ti mismo.
Durante once años habías estado saliendo una y otra vez de las profundidades, abriendo las puertas a la oscuridad, pero nada había sucedido. Tal vez tu abuela se equivocó y no existe ningún demonio. Tal vez únicamente existas tú, que estás en una búsqueda eterna, solo y abandonado.
No puedes encontrar nada si no hay nada que encontrar. Da igual adónde te lleve tu viaje. Ésa es una idea que da miedo.
Ese día, en Berlín, te sentiste por primera vez cansado de ti mismo.
Delante de la estación te diste la vuelta y miraste hacia atrás, como alguien que pretende cerciorarse de que la puerta que está a sus espaldas se ha cerrado. Lo que quedaba atrás era un tren fantasma con cincuenta y siete muertos, y tú no habías pensado en matar ni una sola vez.