RAGNAR

Estás en el Heiligengeistfeld, y el cielo es de un azul cristalino que recuerda los ojos de un inocente recién nacido. Tú te pones las gafas de sol.

Vuestro coche está aparcado a treinta metros de la Puerta Millern, en zona prohibida. Esperáis a que Tanner baje y os confirme las coordenadas.

Están preparando la Hummelfest, ya están listos los kioscos y una buena parte de las atracciones para la afluencia de visitantes que debe batir el récord del año pasado. Quedan tres días para la inauguración, y en este momento no hay nada que te interese menos.

—Algo en esto me huele mal —dice Leo.

Han transcurrido dos horas y media desde que salisteis de Berlín. Estáis tan cerca de las chicas que ellas ya tendrían que sentir vuestro aliento, pero Leo tiene razón, algo huele mal allí. Tanner llega y os dice: —No hay ningún error, Fabrizio ha verificado tres veces las coordenadas.

Los cuatro os ponéis en movimiento al unísono. Sois una maquinaria bien engrasada que avanza sobre ocho piernas, evitáis una de las grúas, pasáis por el tobogán de aguas bravas y os detenéis delante de la noria.

Miráis hacia arriba. Las cabinas más altas se mecen al viento.

—No pueden estar ahí arriba —dice tu hijo.

Un técnico os explicará que todavía nadie puede subir a la noria.

Tanner le pone unos billetes en la mano. Las cabinas empiezan a moverse y pasan lentamente por vuestro lado. Leo las examina una por una. En la cabina número veintiséis, encuentra una bolsa de plástico en el asiento. El técnico se pone nervioso.

—¿Es una bomba o algo así?

Nadie le responde. Tanner abre la bolsa, echa un vistazo dentro, vosotros os miráis y miráis de nuevo la bolsa. Cuatro teléfonos móviles os devuelven la mirada y uno de ellos empieza a iluminarse. Se oyen los primeros acordes de una canción, y tú aprietas la tecla de aceptar llamada.

—Tenemos que hablar —dice una voz.

Te subes las gafas de sol a la frente y miras a tu alrededor. Oyes tu respiración y examinas el lugar.

«¿Dónde está?»

Sabes que debe estar teniendo contacto visual. La voz te dice cuál será el punto de encuentro y luego se corta. Dejas caer de nuevo el móvil en la bolsa de plástico. Tienes un humor de perros.

Es viernes por la tarde, y en Hamburgo nadie trabaja a esas horas. Toda Alemania se apunta al fin de semana y se ríe en la cara de la crisis económica mundial. El paseo está repleto. Paseantes, gente que hace jogging, madres con cochecitos y un montón de locos con perros que sonríen a otros locos con perros. Ha escogido bien el lugar. Está apoyado en el pretil y os da la espalda, como si no tuviera ningún problema en su vida. No te engaña. Te colocas a la izquierda, Tanner se coloca a su derecha, Leo espera en el coche y tu hijo mantiene la distancia, sin perder de vista nada.

—Aquí estamos.

Él primero te mira a ti, luego a Tanner, y más tarde su mirada vuelve a ti. Ahora sabe quién lleva la voz cantante. Estimas que debe tener unos veinticinco años. Lleva el pelo largo y cuidado. Puedes ver en su frente una película de sudor. Un aroma a perfume caro emana de él. Sea quien sea, nunca lo has visto antes.

—Deja los codos sobre la barandilla —le dices— y abre las piernas.

Le tiembla el párpado izquierdo.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Porque yo no hablo con nadie que tiene una pistola en la cintura del pantalón y cree que yo no me doy cuenta.

Ahora él podría echar a correr, podría intentar sacar el arma. Sus codos se quedan apoyados en la barandilla y abre ligeramente las piernas. Tu hijo da un paso adelante y lo cachea, saca la pistola, te la enseña, tú asientes, y tu hijo la guarda en su chaqueta, antes de dar de nuevo un paso atrás.

—Bien —dices, y te apoyas de nuevo en el pretil—, ya está hecho.

¿Quién eres tú?

—Neil.

—¿Neil qué?

—Neil Exner.

—Oh, mierda —dice Tanner desde el otro lado.

No muestras ninguna excitación y examinas el rostro de Neil en busca de parecidos.

«¿El nieto del Káiser? Pero ¿qué es esto?»

Tú estuviste en el bautizo de ese chico, jamás lo hubieses reconocido. La última vez que él se cruzó en tu camino tenía nueve años y estaba montando en bicicleta mientras tú charlabas con su abuelo.

«¡Qué pequeño es el mundo!»

Estás seguro de que esto no es una casualidad. Hay un montón de Exner en Alemania, pero cruzarse justamente con uno en el Alster, después de que tu hermano ha sido asesinado y a ti te han robado cinco kilos de heroína, eso no tiene nada que ver con el azar, detrás se oculta algún plan. De repente todo cobra sentido. Las chicas son sólo un instrumento. Ahora todo encaja. A ello se añade el nerviosismo de tu hermano en los últimos meses, como si algo lo estuviera persiguiendo, como si tuviera un gran peso encima.

Todo encaja. Pero ¿de qué se trata? ¿Y por qué la familia Exner quiere joderte?

«Eso, ¿por qué?»

¡Qué poco profesional es esto! ¿Es que hay algo que no has entendido?

Ritchie Exner se está muriendo de cáncer, su hermano loco, Ruprecht, ha desaparecido y el Káiser está en su tumba y desde hace once años no planea nada nuevo.

Y aquí tenemos ahora al pequeño Exner.

Pregúntale.

—¿Qué tiene que ver tu familia con todo esto?

—Nada.

—Te lo preguntaré otra vez: ¿qué tiene que ver tu familia con todo esto?

—Mi familia no tiene nada que ver con esto, ¡¿de acuerdo?!

Tal vez sea ese «¿de acuerdo?», o tal vez sea la manera de responderte: pero te hormiguean los dedos por las ganas de aplastarle la cabeza contra la piedra del pretil.

—¿Sabe tu padre algo de esto?

—He hablado con él esta mañana, pero, como ya te he dicho, mi familia no tiene nada que ver.

—Entonces, ¿todo es una casualidad?

—Eso parece.

Tú miras la barca que pasa lentamente por delante, observas una gaviota que gira con parsimonia a la luz del sol, como una moneda lanzada al aire que se resiste a la ley de la gravedad. Estás contento de vivir en Berlín.

—¿Sabes lo que pienso de las casualidades?

Escupes. Escupes a Hamburgo y escupes ese día.

—Pues no mucho más que ese escupitajo. Así que empieza desde el principio y convénceme de que tu familia no tiene nada que ver con este asunto.

Él te cuenta que hacía tres días estaba en Berlín. Y que allí conoció a una chica. Stinke. Que pasaron la noche juntos y que hoy por la mañana ella lo ha buscado en Hamburgo, porque ella y sus amigas necesitan dinero.

—¿Y tú les diste el dinero?

—Ellas no saben quién soy ni quién es mi familia —dice él, evitando tu pregunta—. Tampoco saben que estoy hablando con vosotros.

—¿Y tú les diste dinero?

—Un poco.

—¿Te contaron ellas lo que hicieron?

Él asiente.

—Entonces sabes un montón de cosas, las suficientes como para que finjamos que esto es una casualidad. ¿No te parece? ¿Sabes también lo que les va a pasar a esas chicas si yo las encuentro?

—Por eso estoy aquí.

Él carraspea, y coge aire como si tuviera que tomar impulso.

—Os quiero proponer un negocio. Yo sé dónde están las drogas, todo el paquete.

Esperas a ver si te dice algo más, pero él guarda silencio. Espera tu pregunta.

—¿Y qué quieres a cambio?

—A las chicas.

Estás confundido.

—Nosotros no tenemos a esas chicas.

—Eso ya lo sé. Lo que quiero es que las dejéis marchar. Vosotros recibís de vuelta vuestra mercancía, y eso ha sido todo.

Tanner ríe, su risa asusta a Neil Exner, que por un momento se estremece. Mira a Tanner. Éste niega con la cabeza, como si Exner hubiera cometido un grave error, y camina hacia donde está tu hijo. Ahora Neil Exner es todo tuyo.

—Mi hermano está muerto —le dices.

—Lo siento, pero pienso…

—No tienes que pensar nada. Te he dicho que mi hermano está muerto.

Y después de esa frase viene un punto. Y tras el punto tú ya no tienes nada más que decir. No espero ninguna compasión de tu parte. Da las gracias a tu abuelo por estar vivo todavía. ¿Crees que toda esa gente que está paseando alrededor de nosotros me impedirían arrancarte el corazón? ¿Qué es lo que no te funciona bien? ¡¿Te reúnes conmigo y traes una pistola?! ¡¿Se te ha ido la olla?! ¿De dónde sacaste esa arma?

—Me la dieron las chicas.

—¿Y cómo cinco adolescentes de Berlín consiguen una pistola que usa una unidad especial francesa destinada a combatir el terrorismo?

Está más que claro que él no tiene ni idea.

—Si llegase a averiguar que tu familia tiene algo que ver con este problema, entonces te aconsejaría que tu clan se esconda bien, como ha hecho tu tío Ruprecht, que desaparezca sin dejar rastro. Te lo preguntaré por última vez: ¿crees de verdad que ha sido casualidad lo que nos ha traído hasta el Alster?

—Tal vez haya sido el destino.

Tú te le ríes en la cara.

—Pequeño, el destino es un tipo con sífilis y una polla de hierro que te folla por el culo en cuanto te pones a mirar en la dirección equivocada. ¿Crees que alguna vez yo le daría la espalda al destino?

—No realmente.

—Entonces olvida el destino. Estamos aquí porque sentimos algo…

Demasiado, diría yo… Yo siento algo por mi hermano, y tú sientes algo por esas chicas que no conoces…

De repente te refrenas y comprendes lo que estás haciendo allí. No quieres contarle a ese chico nada acerca de tu rabia ni de tu sensación de impotencia. Mantente frío.

—¿Fue idea tuya lo de los móviles? —preguntas.

Él asiente y dice que un GPS ya no es un invento raro, y vosotros pudisteis seguirles la pista a las chicas hasta aquel café.

—¿Y lo de la noria? ¿Lo montaste todo para que ellas ganaran un poco más de tiempo?

—Quiero protegerlas, quiero…

—¿De quién quieres protegerlas?

Te ríes de él.

—¿De mí?

Le das unos golpecitos con el dedo en el pecho, como si fuera totalmente absurdo proteger a nadie de ti. Él asiente con la cabeza, se refiere a ti, y tú gritas hacia atrás por encima del hombro: —Eh, ¿habéis oído eso, chicos? Quiere proteger a esas chicas de mí.

Tanner y tu hijo no se ríen. Neil Exner muestra una sonrisa cansada, sabe que le estás vacilando, y puesto que lo sabe, tú le devuelves la sonrisa por un segundo, casi a modo de disculpa, antes de hundirle el puño en el estómago, tan profundamente que puedes palpar sus entrañas y sentir cómo se redistribuyen ahí dentro bajo la presión. Exner intenta tomar aire, da un paso hacia un lado y queda colgado por encima de la barandilla. Un hilo de saliva sale de su boca y va a parar al agua. Sostienes al chico, haces que se ponga en pie, te pegas a él. Todo ha sido tan rápido que ninguno de los transeúntes se ha dado cuenta de nada. Sois dos amigos sosteniendo una conversación íntima.

—¿Dónde está la mercancía?

—Yo…

Exner tose.

—… necesito una promesa…

—No hay promesas. Simplemente, confía en el destino.

Tú lo empujas un poco más contra el murete del pretil, de modo que él puede ver su reflejo en el agua.

—¿Dónde está la maldita mercancía?

Él levanta la mano en gesto apaciguador, ya tiene suficiente. Un pato se acerca nadando, gira en círculo y se aleja de nuevo. Neil Exner saca una llave de su pantalón y te la entrega.

—Está en una taquilla de la estación de metro de Kaiserdamm. Está en…

—Sé dónde está.

Tú guardas la llave y sueltas a Neil Exner. Él se limpia la saliva del mentón, respira hondo, llevándose una mano al estómago y otra al pecho.

Está blanco como un papel.

—¿Ragnar?

Tú te das la vuelta. Tanner te alcanza su móvil.

—Es David, sabe dónde están las chicas.

Tú sonríes y miras a Exner.

—¿Sorprendido? ¿Pensaste realmente que íbamos a perderlas sólo porque tú te llevaste sus móviles? El GPS ya no es un invento raro, ¿sabes?

Tú extiendes la mano, tu hijo te alcanza la bolsa de plástico con los teléfonos, y tú se la estampas a Exner contra el pecho.

—Hubiera bastado con quitarles la batería.

—Si les hubiera quitado las baterías, ahora no estaríamos aquí.

—Chico listo.

—Ya no soy ningún chico.

—Si no eres un chico, entonces deberías dejar de comportarte como tal y dejar tranquilas a esas chicas. Todo esto se ha acabado para ti aquí. ¿Lo has pillado? Bien. Y saluda a tu padre de mi parte cuando lo visites la próxima vez.

Pretendes darte la vuelta, pero la mano de Exner te agarra el codo, tu hijo pretende interponerse, pero tú lo frenas con un gesto de la cabeza. Exner dice: —Por favor, ya tenéis lo que queríais, y una de las chicas está muerta, eso debería bastar.

En ese momento reconoces en sus ojos al Káiser. El Káiser de aquellos días en los que estaba débil. Ya tienes suficiente.

—¿Crees realmente que esa mercancía es mi mayor problema? Quiero decir, ¿parezco alguien que viaje desde Berlín hasta Hamburgo por unos putos kilos de heroína? ¿Acaso tengo aspecto de camello? ¡¿Me tienes por un idiota, eh?!

—No, pero…

—Te dejo ir únicamente por tu abuelo, que hace mucho tiempo fue amigo mío, pero no te aproveches más de eso.

—¡Pero ellas no hicieron nada!

—¿Puedes oírte? ¿Puedes oír esos lloriqueos? ¿Es que ellas te dijeron que no habían hecho nada? ¿Te contaron que a mi hermano se le paró el corazón o que tuvo un derrame cerebral? Dime una cosa, ¿qué edad tienes en realidad como para tomarte en serio lo que te dicen unas chicas de dieciséis años, sólo porque son simpáticas y vulnerables?

Exner no te mira. Has dado en un punto débil. Ese tipo no está pensando con la cabeza, está pensando con sus sentimientos.

—Mírame.

Él te mira.

—¿Pondrías las manos en el fuego por esas chicas?

—Yo…

Vacila, quiere conservar su mano.

—Yo no lo sé —dice, terminando la frase.

—Si no estás seguro de por qué estás poniendo tu vida en juego aquí, es mejor que te mantengas fuera. ¿Es que no aprendiste nada de tu abuelo? Sólo aquellos que no tienen nada que ofrecer mendigan. Y ahora mírate. Estás mendigando. Se acabó. Vete a casa.

Él baja la mirada. Es cierto, se ha acabado.

Pero tú aún no has acabado con él.

—Oye, chaval, sé sincero, ¿no lo notas ya?

Neil frunce el ceño, no sabe de qué estás hablando.

Tú te inclinas hacia delante, de modo que tus labios casi rozan su oreja.

—No te des la vuelta ahora, Neil Exner, porque el destino, justo ahora, te está dando por el culo.

Con esas palabras lo dejas allí y regresas al coche.

Leo te sostiene la puerta, tú te sientas, Leo cierra la puerta y rodea el coche. Tanner te pasa el móvil y te dice que David ha encontrado el código de acceso para el GPS del Range Rover en el escritorio de Oskar. Hablas al móvil.

—David, ¿dónde están?

—Junto al mar del Norte, más exactamente, en Skagerrak, un tramo del mar del Norte entre…

Tú lo interrumpes, impaciente.

—Sé dónde está la maldita Skagerrak. ¿Desde cuándo están en el agua?

—Desde hace aproximadamente media hora.

—¿En qué dirección?

—Es el trasbordador que va a Kristiansand.

Tú cierras el móvil y se lo entregas a Tanner, que te pregunta si tienes idea de hacia dónde se dirigen las chicas. Tú asientes. Lo que no sabes es lo que se les ha perdido allí, pero está más que claro cuál es su destino.

«Back to the roots», piensas, «De vuelta a las raíces», y reflexionas cuál va a ser tu siguiente paso. En ese sentido, te pareces a Neil Exner. Contemplas cada acción como una partida de ajedrez, miras con anticipación y calculas las jugadas de tu oponente, antes de empezar a arrinconarlo. Todos los estrategas lo hacen así, pero no todos tienen a la muerte de su lado.

—Regresamos a Berlín —dices.

Leo arranca el coche. Tanner pregunta qué vais a hacer con Neil Exner.

Tú miras hacia la orilla. El nieto del Káiser ha desaparecido.

—Déjalo que se marche. Ése ya no nos causará más problemas.

Leo pone la marcha. Tu hijo te alcanza una botella de agua mineral, bebes y le pides a Tanner que ponga música. Tu hijo te pregunta si puede quedarse la pistola. Tú le preguntas si sabe qué arma es. Lo sabe. Puede decirte quién la ha fabricado en Bélgica, qué peso tiene con o sin cargador, y cuáles son sus ventajas. Sólo debe prestar atención a sus puntos débiles. Se lo dices. Son los mismos puntos débiles que tiene tu hijo. Esa arma le pega muy bien. Por un momento cierras los ojos. Berlín te espera. Es preciso despedir a tu hermano, y después ya no habrá ninguna otra dilación: se levantará la veda.