DARIAN

Cuatro palabras pueden significar muchas cosas. Más que hablar sin parar, más que un libro entero. Sobre todo si esas cuatro palabras salen de boca de tu padre.

—Ocúpate tú de eso.

Ha hecho que Tanner te acompañe. Habéis subido a un coche y viajado a Frohnau y habéis aparcado en el garaje vacío. Cerraste la puerta a vuestras espaldas, y luego entrasteis juntos en la casa. Ahora estás de pie en la puerta del sótano.

La luz tiene un resplandor azulado, el de la piscina, y refracta en las baldosas como los pensamientos de unas almas inquietas. Mirko yace junto al borde, dándote la espalda, como si se hubiese dado la vuelta para que tú no tuvieras que verlo.

«Como si no quisiera darme la cara.»

Tanner te pregunta cuánto tiempo vas a quedarte en el marco de la puerta.

—Es tu trabajo, no el mío, así que manos a la obra y piensa después.

Entras en el sótano y te esfuerzas para no fijarte en Mirko. Tu tío está sentado en uno de esos sillones de cuero, como si durmiera, pero tú sabes que es sólo una ilusión. Nadie duerme tan quieto, nadie está rodeado de ese vacío mientras duerme.

Lleváis a Oskar arriba. Tanner extiende una manta sobre el suelo del salón. Envolvéis a Oskar con ella y lo lleváis al garaje. Es como en una película de gánsters barata. Se abre el maletero, metéis a Oskar, entráis de nuevo en la casa y bajáis al sótano. Ahora sí que no podrás evitarlo.

Mira a Mirko. Mira lo que le han hecho.

Un halo negro rodea su cabeza, las moscas revolotean zumbando alrededor de su cara y le caminan por la frente, otra desaparece dentro de su boca y no vuelve a aparecer. El charco de sangre recuerda un círculo de jarabe de arce seco, una película opaca se ha formado sobre la piel. Mirko mira más allá del agua. Sólo ves su ojo izquierdo. Sabes que lo correcto sería que te inclinaras ahora sobre él y le cerraras el ojo, pero no consigues hacerlo.

Por un momento te imaginas que eres tú el que yace allí. Las moscas, el silencio. Atrapado para siempre en ese instante.

—¿Sabes de quién es la culpa de esto, verdad? —pregunta Tanner.

—Lo sé —respondes, y sientes de inmediato cómo te llenas de ira, y esa ira es un buen sucedáneo de la tristeza. No puedes saber, por supuesto, que esto es una nueva enseñanza de tu padre. Te hace creer lo que él quiere hacerte creer. Te atiborra de mentiras y fomenta tu ira. Él es como todos los padres, quiere ver a sus hijos crecer y desarrollarse, y quiere mantener abierta la posibilidad de cortar ese crecimiento si su hijo se convierte en una amenaza. Tu padre quiere llevarte hasta tus límites, y tú eres un perro obediente que sólo confía en la mano de su amo, en nadie más. Si ahora Tanner te contara que tu padre le disparó a Mirko una bala en la cabeza por las mentiras y, especialmente, por la arrogancia que mostró ante él, no le creerías ni una palabra.

Pero cuestionar a tu padre no es una opción.

Las chicas tuvieron la culpa.

De lo de Oskar, de lo de Mirko.

Tu padre te ha contado que encontraron a Mirko delante de la piscina.

¿Venganza por el fracaso del trato? ¿Venganza por tu fracaso?

Quién sabe. «Todavía el cuerpo estaba caliente», dijo tu padre. Y ahora yace ahí, frío. Y tú no cuestionas nada.

—¿Estás listo?

Intentas levantar la cabeza de Mirko, que está pegada; la superficie del charco de sangre empieza a agrietarse, y la boca de tu amigo está abierta de par en par, mientras un líquido sale a través de ella; una mosca sale y camina por encima del labio inferior, luego levanta el vuelo. Reprimes una arcada y dejas caer la cabeza.

—Cógelo por los brazos.

Le coges los brazos y no entiendes cómo Tanner puede estar tan tranquilo. Él agarra las piernas de Mirko y dice: —Puedes tirar tranquilamente, ya no siente nada.

Tú tiras de los brazos. La cabeza de Mirko se desprende del suelo con un chasquido y cae hacia atrás. Lamentas no haberle cerrado los ojos. Mirko te está viendo al revés. ¿Qué verá?

«Nada, absolutamente nada.»

Sí, pero ¿qué pasa si está viendo algo?

«A mí. A su mejor amigo. Al amigo que lo ha metido en esto.»

Apartas la vista de Mirko y miras a Tanner. Una mirada vacía. Una mirada perdida.

—¿Todo bien?

Tú quieres asentir, pero no puedes. En tu fuero interno estás llorando desconsoladamente, por tu amigo, porque en realidad querías mucho a ese yugoslavo y todavía no puedes entender lo que ha sucedido aquí. Él era para ti como un hermano pequeño. Él lo hacía todo por ti.

—Todo perfecto —dices, y reprimes las lágrimas con un parpadeo, y entonces lleváis el cadáver arriba, lo envolvéis en una manta y lo metéis en el maletero, junto al de Oskar.

Después de que hayáis dejado la autopista a la altura de Oranienburg y de haber recorrido el centro de la ciudad, os detenéis en el Lehnitzsee. El crematorio, desde fuera, parece viejo y deteriorado, pero Tanner opina que eso es sólo la fachada, que dentro todo es alta tecnología. Hace diez años las instalaciones fueron privatizadas, y tu padre participó en la remodelación.

Opinaba que un crematorio era una buena inversión.

Hay un hombre delante de la entrada, con un mono azul y fumando.

Tanner hace señas con las luces del coche, dos veces, y el hombre abre el portón. Lo seguís a paso de marcha, aparcáis debajo de un imponente plátano y os quedáis sentados en el coche, mientras el hombre desaparece dentro del crematorio. Tanner baja la ventanilla del conductor y ajusta el espejo retrovisor para no perder de vista la entrada. Tienes las manos húmedas y te las secas en el pantalón del chándal. Esperáis unos diez minutos sin decir palabra, y entonces el hombre sale.

—Ahí está —dice Tanner, y pone el retrovisor en su posición original.

Bajáis, estrecháis la mano del hombre. Tanner le entrega un sobre. El hombre no lo cuenta, se guarda el sobre y dice: —Bueno, hagámoslo.

El maletero se abre sin hacer ruido. Tanner observa, mientras vosotros sacáis primero el cadáver de Mirko y luego el de Oskar y los lleváis al crematorio. Allí están listos dos bastos ataúdes de madera. El hombre mira su reloj.

—El horno está caliente. Por mí, ya podemos hacerlo.

—¿Los dos al mismo tiempo? —preguntas.

—Los dos al mismo tiempo —responde el hombre.

Pensaste que sería una incineración más digna. Pensaste que estarías al lado, viendo cómo tu tío era pasto de las llamas, y luego tu amigo.

El hombre os aparta de los ataúdes y os conduce a través de un pasillo.

—No necesitamos las cenizas del chico —dice Tanner.

Tú no lo contradices. Entráis en una habitación de techo bajo en la que hay una mesa con dos monitores y un teclado. El hombre señala el monitor de la derecha. Ves cómo los dos ataúdes se ponen en movimiento y entran en el horno. El hombre mira otra vez su reloj.

—Si mando los restos al molino, acabaremos esto en una hora y media.

¿Está bien así?

—Muy bien —dice Tanner—. Esperaremos fuera.

Y esperáis fuera.

Dos horas más tarde entráis en el restaurante de la Olivaerplatz, uno de los preferidos de tu padre. Has pasado aquí cada cumpleaños y cada Navidad. Los cocineros te conocen por tu nombre de pila, y el dueño quiere liarte con su hija desde hace una eternidad.

Tu padre está sentado con Leo junto a la ventana y tiene la mano sobre la carta, su pulgar golpetea el papel. Aunque nadie puede verlo, tu padre está bajo los efectos de un shock. Cuanto más tranquilo parece, tanto más tenso está.

Os sentáis. Él pregunta si todo ha ido bien. Tanner abre la carta y no responde. Comprendes entonces que la pregunta va dirigida a ti. Era tu misión la de ocuparte de los cuerpos.

—Sin problemas —respondes, y piensas en la urna que está en el asiento trasero del coche.

«Mi tío. Muerto. Mi mejor amigo. Muerto.»

Quisieras decirlo en voz alta, quisieras preguntar cómo pudo pasar algo así, aunque ya conoces la respuesta, así que mejor mantienes la boca cerrada.

Puede que seas cualquier cosa. Pero ser tonto y miedoso no forma parte de tu repertorio. Cuando le preguntaste a Tanner, durante el viaje de regreso, a qué molino se refería el hombre del crematorio, él rió y te pidió que fueras madurando de una vez.

—Tu padre no quiere que pienses de un modo tan simple —dijo Tanner, y te dio una palmada en el pecho—. Deberías pensar en algo más que en tus músculos. Si no entiendes algo, intenta entenderlo. La respuesta te llegará por sí sola.

Miraste entonces la urna que estaba en tu regazo y te sentiste como un niño. Tanner te dejó colgado durante cinco minutos y luego dijo: —En una cremación, no siempre se quema todo. Los mil grados de temperatura no son una garantía. Y puedes imaginarte que la gente no quiere ver restos de huesos o dientes cuando esparce las cenizas de sus familiares.

Por eso los restos son enviados al molino de huesos.

Claro que te lo habías imaginado, pero no sabes mantener la boca cerrada. Tanner tiene razón, tienes que madurar.

Repásalo todo, y entonces podrás ahorrarte todas esas preguntas que no te dejan en paz: «¿Qué ha pasado con Mirko? ¿Sencillamente ha desaparecido? ¿Qué dirá su madre? ¿Y qué les voy a decir a mis chavales?»

Eres como alguien asomado a una ventana, viendo llover, pero que tiene que decir en voz alta que llueve. La muerte es algo obvio, así que aprende a vivir con esas cosas obvias, porque la muerte es ahora parte de tu vida.

—La urna estaba caliente todavía —se te escapa.

Los hombres te miran. Otra vez tienes los ojos húmedos. Diecisiete años, un chico entre hombres. Tu padre te pasa una carta. La coges, la abres.

La carta está llena de símbolos que no tienen sentido. Encuéntrales un sentido, dales uno. Tanner acude en tu auxilio, te da un golpecito en la oreja y dice: —Por lo menos no secaron a Oskar en un congelador, de lo contrario se te hubieran congelado los huevos durante el viaje.

Los hombres ríen. Tú ríes con ellos. Es obvio.

Estáis en los entrantes cuando David aparece en el restaurante y pone patas arriba todos los planes del día. Esa noche tu padre no irá al teatro, Tanner decepcionará a su chica y suspenderá la cena prevista, Leo se sentará otra vez detrás del volante y tú tendrás que pasar sin tu entrenamiento.

David os cuenta que la familia Lasser ha llamado.

—Bruno está en coma, lo ha atropellado un camión. No saben exactamente qué sucedió. Pero no acaba aquí la cosa. Oswald se desangró delante del café, y una de las chicas murió allí.

—¿Qué chica? —pregunta Tanner.

—La pequeña, a la que Darian le dio la paliza.

Tu sueltas un siseo entre dientes. Ellos te miran, es mejor que no reacciones ahora de la manera equivocada, mantente tranquilo, quieren que seas un tipo guay, así que te comportas como tal y haces la pregunta correcta.

—¿Y qué hay de las otras?

David abre las manos.

—Desaparecieron.

Tu padre se limpia la boca con la servilleta de hilo y aparta el plato. Ya nadie se interesa por Oswald y Bruno. Ambos eran soldados y, por lo tanto, sustituibles. Y lo mismo vale para la chica. Ella debía saberlo, se lo habían advertido. Tu padre bebe un sorbo de su vino blanco y mira hacia fuera.

Nadie habla, nadie se mueve, los camareros mantienen la distancia.

Finalmente tu padre se vuelve hacia Tanner y le pregunta qué opina. Tanner no vacila ni un instante.

—No podemos dejar pasar ésta.

Tu padre le hace señas al camarero para que traiga la cuenta, y luego os mira a todos, uno a uno.

—Leo, tú conducirás. Tanner, dile a la familia Lasser que se mantengan al margen del asunto, es un problema nuestro. David, a ti no te necesitamos.

Te quedarás en Berlín y te ocuparás de la casa de Oskar. Todas las huellas deben desaparecer, límpialo bien todo y encuentra ese maldito código del Range Rover. Dile a Fabrizio que mantenga una línea telefónica abierta para nosotros y que localice los móviles de las chicas cada cinco minutos. Quiero saber si se mueven un centímetro del lugar donde están.

Tu padre mira brevemente su reloj.

—Nos vamos en media hora. ¿Alguna pregunta?

No tenéis preguntas.

—Bien. En cuanto las encontremos, regresaremos a casa y esparciremos las cenizas de Oskar. Y tú, Darian…

Por fin te mira. «Por fin.» No se ha olvidado de ti.

—… tú vas a demostrarme que eres algo más que mi hijo.

Él no aparta la vista de ti, ahora ya no es tu padre, es tu jefe. Tú guardas silencio, el jefe no espera respuesta.