—Soy yo.
—Pensé que vendrías a Berlín.
—Ya estuve allí.
—¿Cómo? ¿Estuviste aquí?
—Hace tres días, pero no me gustó el ambiente y por eso me marché.
—Dime, ¡¿estás loco?! ¿Vienes a Berlín y ni siquiera puedes hacerle una visita a tu padre?
—Ya te he dicho…
—Eso no es una disculpa, Neil. Yo me estoy muriendo, y tú tuviste un mal día, ¿es eso lo que me quieres decir?
—Lo siento.
—Chaval, de verdad que a veces pareces un tarado.
—Ya te dije que lo siento.
—¿Tu medio hermano lo sabe?
—Él no sabe nada, tampoco lo vi.
—Bien. ¿Qué te preocupa?
—Nada.
—Venga, hombre, te conozco, y sé cómo eres. No me estás llamando para decirme lo idiota que eres. ¿Qué pasa?
—¿Te dice algo el nombre de Ragnar Desche?
—¡¿Qué tienes tú que ver con Desche?!
—Oye, tranquilízate.
—¡Quiero saber qué tienes tú que ver con Desche!
—Nada. Yo… En fin, una amiga tiene un problema con él, y pensé que tal vez el nombre te dijera algo.
—Mantente alejado de él.
—¿Quién es?
—Neil, quiero que te mantengas alejado de él, prométemelo.
—Te lo prometo.
—Bien.
—Entonces ¿qué?
—Tu abuelo y Ragnar Desche trabajaron juntos. De eso hace quince años. En general, se trataba de mercancías que no podían pasar por la aduana. Desche era el supervisor de la logística, así lo llamaban. Se decía que uno podía confiarle su alma, que él te la congelaría y al cabo de una década te la devolvería intacta. No había nada que él no pudiera suministrar o almacenar. Ni siquiera los cadáveres eran un problema para él.
—¿También drogas?
—Claro que había drogas también. ¿Qué pasa contigo? ¿Es que naciste ayer? Armas, antigüedades, dinero e informaciones, todo eso son mercancías, como las drogas o las personas. De lo único que Desche se ha mantenido alejado es del tráfico de personas, eso habla en su favor. Cualquier cosa que hubiera que guardar o transportar, Desche se ocupaba. ¿Te haces una idea ahora?
—Me la hago.
—Neil, ¿quién es esa amiga tuya?
—Es una conocida.
—Pues deshazte de ella.
—¿Qué?
—He dicho que te deshagas de ella. Si ella tiene un problema con Desche, nadie la puede ayudar. ¿Qué ha hecho?
—Ha cogido algo que no es suyo.
—¿Y qué es ese algo?
—Cinco kilos de heroína.
—…
—Ritchie, ¿sigues ahí?
—Claro que sigo aquí. No lo entiendo. ¡¿De dónde sacas a esos débiles mentales?! Pensé que tenías tu vida controlada. ¿Es que tu madre no te enseña nada? ¿Acaso quieres ser como yo? No es nada divertido ser como yo, eso deberías haberlo aprendido.
—¿Qué voy a hacer ahora?
—Saca las narices de todo ese asunto. Nadie le coge a Ragnar Desche algo que es suyo y sale ileso. Nadie. ¿Lo entiendes?
—Entiendo.
—¿Sabe tu madre algo de esto?
—No, claro que no.
—Salúdala de mi parte.
—¿No quieres hablar con ella? Ella está…
—Estoy muy cansado.
—Estarás cansado, pero conmigo sí que puedes hablar.
—Es distinto.
—Ritchie, yo soy tu hijo y…
—Ya sé que eres mi hijo, me lo restriegas todo el tiempo por las narices.
—Pero ella…
—No quiero que me oiga así. Me da igual lo que pienses, pero tu madre debe mantenerme en su recuerdo tal y como yo era. ¿Es tan difícil de entender? De ese modo la protejo.
—¿Y qué pasa si no quiere que la protejan?
—No conoces a tu madre. Además, eso es un asunto entre ella y yo, primero tendrás que convertirte en un adulto y hacer tus propias mierdas para que puedas revolver la mía. Y ahora colguemos, que, si no, me pongo sentimental.
Cuelga, antes de que tú puedas decir otra palabra. Estás delante del teléfono y una vez más no sabes qué pensar de tu padre. Él jamás asumió ese papel, siempre ha seguido siendo Ritchie. Hace ocho años le diagnosticaron un cáncer, y desde hace ocho años se esconde en Berlín. No quiere ver a tu madre y sólo permite visitas a tu medio hermano y a ti. Ritchie está muy flaco, está enfermo y el pelo se le ha caído a causa de la quimioterapia pero, como por arte de magia, sigue aferrado a la vida. Un muerto viviente, que no permite a nadie a su lado.
—Vaya, ya estás despierto.
Tu madre está detrás de ti, con los ojos cansados, los gestos cansados. El año pasado cumplió sesenta, y tú estás seguro de que Ritchie no la reconocería. Un cansancio permanente parece rodearla. A veces ese manto se levanta cuando tu madre se rodea de gente, pero en cuanto vuelve a estar sola, toda su fuerza se desvanece y el cansancio se apodera de ella nuevamente.
—Fue una noche larga —dices.
—Ya lo veo. ¿Has desayunado ya?
La besas en la mejilla y vas con ella hasta la cocina, para acompañarla mientras desayuna. No puedes desaparecer ahora así como así. Has ocupado el lugar de tu padre, y eso conlleva responsabilidades. Las chicas tendrán que esperar.
Le llevas café a tu madre, le alcanzas el correo y la escuchas.
Ella te acepta como eres, y eso tiene su precio. Desde que acabaste el instituto, no ganas mucho más dinero del que gastas, ves películas y te reúnes con amigos. Nueve años de pausa. Para ti es un enigma cómo ha podido pasar tan rápido el tiempo. Tenías planes de estudiar, quisiste abrir un club con un amiguete, lo intentaste incluso como programador. Pero todos tus planes se han quedado en eso, en planes. A veces te preguntas si todo sería diferente si tu padre no se hubiera marchado de Hamburgo. No eres un perdedor, sencillamente, estás satisfecho con ese estilo de vida: el mundo no espera nada de ti, y tú no esperas nada del mundo. Tu madre cree que encontrarás tu camino. Pero ¿qué pasa si no hay camino? ¿Qué pasa si hace tiempo que ya has llegado? El hijo de una rica heredera y de un truhán enfermo de cáncer. Finito.
La oscuridad atrae a la oscuridad. Tal vez por eso formes parte de esta historia, quién sabe. Las raíces van a lo hondo. La familia de tu padre fue durante tres décadas gente muy importante en el ambiente criminal de Hamburgo. El nombre de Exner era conocido por todos, y todo empezó con tu abuelo Maximilian, también conocido como el Abuelo Maxe, y más conocido aún como el Káiser. Él fundó un imperio. A finales de los años sesenta, financiaba en el Reeperbahn cualquier club nocturno en ascenso, e impuso su idea de que en los extremos de la mal afamada Herbertstrasse se pusieran carteles que prohibían el paso a la calle de las putas a las menores de edad y a las mujeres. «El Káiser mantiene limpia Hamburgo», ése era el lema. No sólo se embolsaba los rescates, a cambio de los cuales prometía seguridad, sino que controlaba también la prostitución y hacía que las putas se hicieran una revisión médica con regularidad. Hasta el reparto de las obras en construcción estaba en sus manos. A principios de los años setenta fue él quien puso las primeras máquinas de juego en los bares, especuló con terrenos y amplió su imperio con la venta de coches robados. En todas esas décadas, mantuvo las manos fuera del negocio de las drogas y las armas. De su primer matrimonio tuvo dos hijos, Ruprecht y Ritchie. Ritchie nunca tuvo la ambición de ser el heredero del Káiser. Se le daban bien los pequeños tratos, cuando había que llevar un coche de un punto a otro, pero cuando se trataba de lo duro, cuando alguien se había olvidado de pagar y por eso había que partirle un brazo, para eso Ruprecht era el hombre adecuado. Ruprecht era dos años mayor que Ritchie, y sabía lo que hacía. Para él sólo existía el imperio del Káiser, el resto eran cagadas de moscas.
¿Quién sabe dónde estaría tu padre ahora si no hubiera conocido a tu madre? Tal vez hubiera pasado, como Ruprecht, cinco años en la cárcel, o se hubiera tenido que esconder en un pueblo de montaña italiano, como tu tío Fredo. A finales de los noventa, tu padre se apartó de la familia y, tras la muerte del Abuelo Maxe, renunció a su herencia. Tal vez el dinero lo sedujo, pues tu madre tenía la nobleza en la sangre, poseía una mansión en el Alster y no tenía que preocuparse por cómo iban las acciones. Pero tal vez tu madre le enseñara otra vía para disfrutar de la vida. Sea lo que fuere, ahora tu padre está enfermo y solo en Berlín, y teme mirar a su gran amor a los ojos. No, la verdad es que no tienes ningún interés en ser como tu padre.
—Tal vez deberías ir hasta allí —dices.
Tu madre mantiene la mano en la taza, aunque está vacía. Tú te inclinas hacia delante y vuelves a servirle café. En cualquier momento tu madre va a decir: «Sí, tal vez.» Vuestras conversaciones se parecen a partidas de ajedrez.
Las aberturas son siempre iguales.
—Sí, tal vez —responde tu madre, pero no lo cree. Te mira con ojos escrutadores.
—¿Cómo está él?
—Como siempre. Ni mejor ni peor.
—¿Piensas que la última sesión de quimioterapia le ha afectado?
«Pregúntale tú misma», quisieras responderle, pero te encoges de hombros. Hay días en que sientes ganas de sentar a tu madre en el coche y llevártela a Berlín. Llamar a la puerta de Ritchie y largarte en cuanto él la abra, para dejarlos a los dos solos. Si tuvieras el valor, si tu madre no fuera a oponerse, si el sol un día saliera por el oeste y tu valor echara a correr y venciera a la cobardía. Entonces tú haces el siguiente movimiento, dices: —Deberías odiarlo por esconderse.
—Él no se esconde.
—Claro que se esconde. Es como un lobo herido que se lame las heridas.
—¡Mamá, han pasado ocho años!
—Lo sé.
—¿Por qué os torturáis de ese modo?
Ella sonríe, tú odias esa sonrisa, que te desarma, que te convierte en el hijo pequeño que no entiende nada del mundo.
—Espera, cuando hayas encontrado a la mujer ideal, pensarás de un modo muy distinto acerca de tu padre.
—Eso dices siempre.
—Y tú todavía no has encontrado a esa mujer.
Ha acabado vuestra pequeña disputa. Tablas. Cualquier otra frase daría lugar a ataques innecesarios, y tú no quieres obligar a tu madre a hacer tal cosa. Ella debe estar en paz. Le dices que tienes que salir. Ella no te pregunta adónde, porque sabe que vas a regresar. Rodeas la mesa y la besas en la mejilla. La mujer más triste de todo Hamburgo y su hijo.
Al cabo de diez minutos ya has salido del banco. Pediste que te dieran un sobre, y en ese sobre hay seis mil euros. La suma tiene que ser correcta, porque vas a pedir a cambio mucho más. Apenas conoces a esas chicas, y no crees que vuelvas a ver ese dinero. Si la suma no es la justa, ellas nunca aceptarán tu trato, y ahora necesitas un trato. Sabes que tu padre te tildaría de loco por esto. «Pero yo hago lo que tengo que hacer», piensas, y de pronto sientes ganas de llamar a Stinke, pero ella se te adelanta.
—Hola —dices—. Iba justamente a…
—Oye, ¿te has chivado? —lo interrumpe ella.
—¿Qué?
La voz de ella es estridente:
—Han aparecido aquí dos tipos, después de que tú desaparecieras, ¿nos vendiste? ¡¿Eh?!
—Tranquilízate, yo no he…
—¡no me mientas!
—Stinke, no te estoy mintiendo. ¿Qué ha ocurrido?
La voz se le rompe.
—Rute está… Nuestra Rute está…
Se corta. Miras tu móvil y no sabes cómo debes reaccionar. Vuelve a sonar. Oyes llorar a Stinke, oyes sus sollozos.
—Stinke, habla conmigo. ¿Qué ha ocurrido?
—Rute… Ellos han… Rute está muerta…
—¡¿Qué?!
—Nuestra Rute está muerta.
Tragas saliva, entornas los ojos, los abres de nuevo.
—¿Dónde estáis?
Stinke adopta un tono arrogante.
—Sí, a ti te lo voy a decir…
—Stinke, de verdad que no tengo ni idea de lo que ha ocurrido.
Una de las chicas dice algo al fondo, Stinke le responde, tus pensamientos dan vueltas. «¿Cómo es posible que una de esas chicas esté muerta? Sólo las he dejado solas una hora. Si me hubiera quedado allí, entonces…»
—¿Estáis todavía en ese café? —preguntas.
—Ese café está ahora lleno de polis, allí…
Ella enmudece, respira hondo, sencillamente, quiere saberlo y lo pregunta:
—¿No te chivaste? ¿No nos has denunciado?
—Te lo juro.
—Porque si lo has hecho, entonces…
—¡Te lo juro, Stinke!
Silencio. Voces en el fondo. Silencio.
—¿Dónde estás exactamente?
Le dices en qué cruce estás. Ella cuelga y tú miras el sobre que hay en tu mano, y te preguntas por enésima vez por qué haces todo esto. Sin embargo, la respuesta es evidente. Sólo tienes que llegar a ella.
Ellas necesitan sólo diez minutos, no buscan aparcamiento. El Range Rover se detiene en doble fila. La ventanilla del copiloto se baja, y tú ves a Stinke. Tiene los ojos enrojecidos, y la boca tan desencajada que parece que se va a derretir. Espera que tú vayas hacia donde está ella. Las chicas no quieren correr ningún riesgo, el motor sigue encendido, pueden desaparecer en cualquier momento, así que mueve el culo y hazlo de una vez. Vamos.
Te detienes junto al coche y dices que lo sientes.
—¿Cómo nos han encontrado? —quiere saber Stinke—. ¿Tienes idea de cómo han podido encontrarnos?
La anarquía ha desaparecido de su voz. «Era tan fuerte y viva», piensas, y tienes intenciones de disculparte por algo de lo que no tienes culpa alguna.
Di algo sensato, anímala, infúndele valor.
—No lo sé —dices, aunque tienes una idea de lo que pudo pasar. Hoy en día ya nadie puede esconderse de verdad, y tampoco sirve de mucha ayuda que ellas hayan robado ese coche. El Estado policial que todo lo controla es un chiste, ya que cualquier persona privada, con ayuda de un buen ordenador y unas pocas relaciones, puede acceder a informaciones que deberían estar guardadas bajo llave. «Además, chicas, os habéis metido con Ragnar Desche», quisieras decirles, pues seguro que un tipo como Desche dispone de algo más que un ordenador para seguirles el rastro a esas chicas.
O como bien dijo tu padre: «Nadie puede cogerle algo a Ragnar Desche y salir ileso.»
—¿Qué pasó exactamente?
Stinke te cuenta lo de los dos tipos que aparecieron en el café. Te cuenta que Rute la salvó, y al decirlo las lágrimas le ruedan por las mejillas, y tú tienes que controlarte para no abrazarla a través de la ventanilla.
—Rute estaba a menos de cinco metros detrás de mí, ¿entiendes?, ya habíamos acabado, pero cuando yo… cuando yo me di la vuelta, ¿sabes?, ella ya no estaba, ¿sabes?, no estaba, yacía en el suelo, y ese… ese maldito cabrón estaba sobre ella y le…
Nessi se le acerca desde el asiento del conductor, atrae a Stinke hacia ella y la abraza. Tú estás ahí, el sol te golpea en la nuca, tú estás simplemente ahí y sientes la mirada de Nessi, mientras ella te mira por encima del hombro de Stinke. «Yo no he tenido nada que ver con eso», quieres asegurarle, y le dices: —He hablado con mi padre.
Stinke se separa de Nessi. Schnappi y Taja se inclinan hacia delante. Te miran. Cuatro chicas de dieciséis años que, en su duelo, parecen tener seis.
«Unas niñas —piensas—, mierda, todavía son unas niñas.»
—Mi padre sabe quién es Ragnar Desche. Y me ha advertido. Me ha dicho que nadie le coge algo a Ragnar Desche.
—¿Es como la mafia? —pregunta Schnappi.
—Mi tío no es de la mafia —dice Taja.
—No lo sé. No sé quién es —mientes—, pero creo que puedo ayudaros.
Tengo aquí seis mil euros, con ellos podéis arreglároslas durante un tiempo, y cuando regreséis, el asunto ya estará arreglado.
—¿Y cómo se arreglará el asunto? —quiere saber Nessi.
—Dejadme eso a mí.
Ellas vacilan, te clavan la vista, hace rato han comprendido que hay un inconveniente. Siempre hay un inconveniente para todo. Stinke dice cuál es.
—¿Y qué quieres a cambio?
—La llave.
—¡¿Qué?!
—Quiero la llave de esa taquilla.
—¡¿Por seis de los grandes?!
Stinke ríe, te gusta verla reír, aunque no sea una risa auténtica.
«Mejor que nada», piensas.
—Esas drogas valen veinte veces más —dice ella, y tú lo sabes.
—Lo sé, pero no se trata de eso.
—¿De qué se trata entonces?
Hablas tranquilamente, tienes que convencerlas con tu tranquilidad, porque si te descubren, aunque sea por espacio de un segundo, se largarán.
—Seamos sinceros. ¿Qué otra opción tenéis? Os daré un montón de dinero en efectivo. ¿Qué podéis hacer vosotras con las drogas? Estáis huyendo, y las drogas están en Berlín. Eso no encaja, ¿o es que tenéis planes de regresar a Berlín?
Stinke evita tu pregunta.
—¿Y tú? ¿Qué pretendes hacer tú con las drogas?
—Hacer negocio.
—Pero tú no eres un traficante.
—Claro que no soy un traficante, pero sé hacer negocios.
Stinke sube la ventanilla sin previo aviso, y ésta se cierra con un ligero chasquido. Tu rostro se refleja en el cristal tintado. Por un momento no te reconoces. Pareces decidido, pareces alguien que quiere algo.
«Si Ritchie pudiera verme ahora.»
Cuando la ventanilla baja de nuevo, miras a Nessi a los ojos, y es un poco como si Stinke no estuviera sentada a su lado. Otra vez sientes ese tirón en el pecho. Desearías poder besar a esa chica. Como en la novela donde el tipo hace que el tiempo se detenga para poder hacer lo que quiera. Te bastaría un solo beso, no la tocarías más. Detengámonos por un segundo. Estamos un poco confundidos. Aquí hay algo que no cuadra. ¿Te pones romántico mientras esas chicas lloran a su amiga muerta?
—¿Qué miras con esa cara de estúpido? —pregunta Stinke.
—Nada.
—Está flirteando —dice Nessi.
—No estoy flirteando —dices demasiado rápido, y bajas la mirada—.
¿Os habéis decidido?
Sí, lo han decidido.
—Si regresamos y has vendido esa porquería, queremos un treinta por ciento.
—De acuerdo.
Stinke parece haberse quedado pasmada.
—¡¿Cómo que de acuerdo?! ¿Es que no vas a regatear?
—No me gusta regatear.
—Tío, vaya hombre de negocios que eres, estás loco.
—Lo sé.
Entonces ella extendió su mano.
—Dame el dinero.
—Primero la llave.
Ella te entrega la llave, tú la guardas, pero no les das el dinero.
—Neil, por favor, no nos putees.
—Hay algo más —afirmas, y abres la puerta trasera. Te sientas dentro del coche, y lo haces con tal naturalidad que ninguna de las chicas tiene tiempo para reaccionar. La puerta se abre, la puerta se cierra. Schnappi te hace sitio en un gesto automático. Hueles la piel del coche, hueles a las chicas, su dulzor, su sudor y su tristeza, sobre todo esta última es como una caverna con paredes de terciopelo, y con poco aire para respirar.
—Es mejor que bajes —dice Schnappi.
—Yo sólo quiero haceros…
No puedes seguir, porque sientes que algo duro presiona tus costillas.
Miras hacia abajo y ves la mano de Schnappi, y en ella, la culata negra de una pistola automática, y al final un cañón, que es lo que oprime tus costillas, como si hubiera allí una entrada secreta a tus entrañas.
Exactamente siete minutos después bajas del coche y te quedas de pie al lado del copiloto. Aún no estás dispuesto a marcharte. Quieres preguntarles a las chicas hacia dónde piensan ir, y si os volveréis a ver alguna vez. Pero no lo haces. Sería como infligirse heridas uno mismo. Ellas jamás te lo contarían y tú te sentirías ofendido.
Así que ahórratelo y márchate.
Ya te dispones a darte la vuelta cuando Nessi se inclina por el lado de Stinke y te extiende la mano. Tus dedos entre los suyos. Vuelves a tener dieciséis y tu corazón bombea y bombea, tratando de absorber ese momento.
Quieres ofrecerle a Nessi una nueva vida, quieres decirle: «Quédate aquí, y yo me ocuparé de ti y del niño, si tú, a cambio, salvas mi alma.» Vuestros dedos se separan, Nessi se retira y pone la marcha. No hay nada más que decir, ni una última mirada, nada. El coche pasa por tu lado como una barca que se aleja de la orilla, y tú te quedas allí, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, con la esperanza de que esta vez sabes lo que haces.
«Uno tiene que saberlo.»
Mírate, eres un héroe que tiene que sostenerse los pantalones, porque si no se le caen. Aunque la adorada Five-Seven Tactical de Bruno está hecha, en buena parte, de material sintético, pesa, junto con el cargador, unos ochocientos gramos. Cualquiera que se meta ese peso en la parte trasera del pantalón debería llevar un cinturón, de lo contrario recuerda a un triste gánster que va a tener su primer día en la calle.
¿Crees en serio que podrías levantar esa arma y disparar? ¿Por Rute?
¿Por una chica que has visto hoy por primera vez? ¿O por Nessi?
«Tal vez.»
Ves el coche alejarse y te lo quedas mirando, mientras, poco a poco, vas cobrando una vaga noción de por qué estás haciendo todo eso.
«¿Porque es lo correcto?»
Tal vez.