Están de pie delante del escaparate y se preguntan qué no encaja con los colores, o si se debe a sus ojos. En la tienda todo parecía muy distinto. La camisa de Oswald es demasiado rosa, y la camiseta de Bruno es demasiado azul. Parecen unos helados caseros con patas.
—Parezco un maldito pitufo —dice Bruno.
— Shit —dice Oswald.
El día había empezado bien. Iban a un Starbucks, pero a Bruno se le antojó detenerse delante de ese escaparate.
—Bajo la luz inapropiada nada parece realmente bueno —dijo.
— Shit —repitió Oswald.
Mientras Bruno se cambia en el baño, Oswald pide café, agua mineral y pastel de chocolate. Y mientras Oswald se cambia, Bruno encuentra un sitio fuera y remueve la crema de leche de su café, intentando, al mismo tiempo, meterse un cigarrillo en la boca. Desde que ha dejado de fumar, se siente terriblemente sano. El aire fresco no le va nada, y la compañía no podría ser peor. Aunque todos afirman que se extinguieron en los años noventa, alrededor de ellos lo que hay, principalmente, son yuppies: mujeres idiotas con relucientes blusitas de poliéster, que fingen ser diez años más jóvenes; tipos de pelos revueltos y eterna mirada de estudiantes, que ganan al mes sumas de cinco cifras y se mueven como si se acabaran de levantar de la cama. Todo cambia. Ahora los yuppies intentan pasar inadvertidos. Han dejado de exhibir su riqueza, porque también los yuppies conocen la soledad, así que fingen ser jóvenes, ser desenvueltos y estar perdidos. Bruno se pregunta a quién quieren engañar. No pueden cambiar su comportamiento: hacen ruido con sus móviles o se sientan delante de sus MacBooks, cambiando cada treinta segundos la posición del monitor porque el sol es demasiado intenso. Bruno se siente reafirmado. Cuando la luz no es la adecuada, nada funciona. Oswald sale al exterior, lleva su ropa de antes y dice que se siente otra vez él.
—Tú lo has dicho —dice Bruno.
Beben su café, se comen sus pasteles de chocolate y estiran las piernas.
No pueden saber que dentro de cuatro minutos recibirán una llamada de Tanner. Ni siquiera pueden sospechar que toda luz puede transformarse de repente en oscuridad.
A Bruno le toca conducir hoy, Oswald se encargará del resto: ventilación, música, las bebidas y el picoteo. Cuando Bruno es el copiloto, casi siempre oyen Steppenwolf y hace calor en el coche. A Oswald le va más el aire fresco y la música de Ghinzu, y una cerveza helada en la mano. Ahora están oyendo Mine, y hasta Bruno no tiene más remedio que sonreír. Son muy parecidos en muchas cosas. No tienen conciencia, creen que la brutalidad es una especialidad deportiva refinada y jamás dudan el uno del otro. Y los dos están estudiando inglés.
— Man, I love that sound.
— It is strange, but strange is good.
— It makes my nerves tingle.
— That’s very nicely said.
— Thank you.
Durante cuatro años, Oswald intentó entrar en los Bomberos, pero suspendió todos los tests psicológicos. Durante un tiempo se ganó la pasta como guardaespaldas, hasta que un día la familia Lasser se fijó en él. Los pequeños encargos se fueron sucediendo, y pronto la envergadura de éstos alcanzó tal punto que Oswald ya no pudo satisfacerlos todos. Fue entonces cuando Bruno entró en escena.
Bruno sirvió tres años en la Legión Extranjera francesa, y alcanzó el grado de oficial. Le gustaba el trabajo, pero no se las arreglaba con los nuevos reclutas. En general, eran oriundos de Rumanía o de Rusia, gente que se le atravesaba por su mera mentalidad. Por eso Bruno regresó a Alemania, donde conoció a Oswald, en una fiesta ofrecida por la familia Lasser. Después de eso, se unieron, y desde entonces realizan todos los trabajos juntos, son los mercenarios de la calle. Su mayor sueño es ser contratados como auténticos mercenarios por la Aegis Defence Services. Y para aprobar el test de admisión, pulen su inglés y visitan cursos de idiomas en internet.
— There is this new restaurant, where you pick everything you want to be fried and then you put it in a little bowl and the chef fries it and a waiter brings it to your table so you can eat it with rice.
— What are you talking about?
— I’m hungry, that’s what I am talking about.
— You had a brownie.
— I know.
— Guess what.
— What?
— I’m hungry, too.
— What are you thinking about?
— How about a nice steak with fries and Kräuterbutter?
— Man, shut up, my juices are flowing.
— Yeah, mine, too.
Bruno aparca el coche detrás de un Range Rover, ambos bajan y se ponen sus gafas de sol. Mucha gente los toma por hermanos: la misma complexión, los mismos gestos. Pero eso es lo que sucede cuando dos personas trabajan juntas durante mucho tiempo: se borran las diferencias, uno acaba siendo el reflejo del otro, y también las costumbres empiezan a encajar, como calcadas sobre papel transparente. Bruno lo llama «asimilación característica». Oswald todavía no sabe qué pensar de esa definición.
El café tiene doce mesas al aire libre, distribuidas bajo un castaño de amplio follaje. Todas las mesas están ocupadas. Un día sin lluvia en Hamburgo significa calles llenas, y quien no está en la calle se va a dar un paseo a orillas del Alster o se sienta en la terraza de un café.
—Ahí están.
Oswald señala una de las mesas. No hay forma de pasar por alto a las chicas. Bruno se relame los labios. Las chicas son un caso para él. A Oswald le van más las maduras, las que ya no tienen nada que perder.
—Voy a tomar mi postre —dice Bruno, y pasa como una ola oscura a través de las mesas. Se detiene junto a la vuestra y se quita las gafas de sol.
Las chicas levantan la vista al unísono y ven a un hombre calvo de unos treinta y cinco años, con chaqueta de cuero, perilla, nariz partida en dos, ojos cansados.
—Chicas, nos envía Ragnar Desche.
Al mismo tiempo, Oswald se ha situado al otro lado de la mesa y observa cómo la pequeña del pelo rojo agarra un tenedor. «Haz otro movimiento y te parto la muñeca», piensa Oswald. Sabe muy bien en qué punto tiene que golpear. Conoce el ruido que provocará la fractura. Y para ser sincero, en su fuero interno espera que la chica haga ese falso movimiento. Y como si la pelirroja pudiera oír sus pensamientos, levanta la vista y mira al calvo de unos treinta y cinco años, con su camiseta roja y su pantalón de lino beige, recién afeitado, con un tatuaje en el cuello y un lunar en la comisura de los labios. El hombre no sonríe, y la pelirroja aparta de nuevo la mirada.
«Tienes suerte», piensa Oswald, y oye que Bruno dice:
—Chicas, nos envía Ragnar Desche.
—¿Y?
Bruno cree haber oído mal. Aquella bocazas le recuerda a esa actriz de la película Kill Bill. No recuerda su nombre. Algo de Lucy. Su pelo es como tinta negra. A él le gusta como pronuncia ese «¿Y?». Se la imagina diciendo: «¡Fóllame!» o «¡Sí, acaba conmigo!». Bruno señala con el pulgar por encima de su hombro.
—Nuestro coche está ahí detrás. Tenemos que hablar.
—Nuestro coche también está ahí detrás —dice Lucy—, pero nosotras no hablamos con vosotros.
—¿Conque ésas tenemos?
—Sí.
—Oswald.
—Sí, Bruno.
—Coge a la rubia.
Y entonces Oswald coge a la rubia.
La rubia es la mejor elección. Abatida y con un ojo morado, es la víctima ideal. Oswald le agarra el pelo con la diestra. Al segundo siguiente, la rubia está de puntillas, y él le rodea el cuello con el brazo. Es tan fácil como cerrar una cremallera.
—Oiga, ¿qué está haciendo? —pregunta la mujer de la mesa vecina.
—Policía Criminal —dice Bruno, sonriendo, y le muestra el hueco que hay entre sus colmillos, y también abre su chaqueta de cuero, mostrando la culata de la pistola. La mujer mira rápidamente hacia otra parte.
—Vosotros no sois polis —dice la pelirroja.
Bruno se encoge de hombros.
—Y vosotras tampoco sois unas buenas chicas que andáis de paseo con el coche de papá, ¿me equivoco?
—¡Suéltame, gilipollas! —dice entre dientes la rubia, intentado liberarse. Oswald tensa el antebrazo y le aprieta el cuello, la chica jadea, desiste y alza las manos. Entonces Oswald afloja la presa, Bruno carraspea y dice: —Voy a repetirlo sólo una vez. Nuestro coche está ahí detrás, y tenemos que hablar.
Ahora las chicas obedecen, se ponen de pie. «Sí que son buenas chicas», piensa Bruno, y le hace un guiño a Oswald. Oswald se lo devuelve, y su boca se convierte en una «O» y él aparta a la rubia de un empujón, como si la chica quemara.
—¡¿Qué?!
Oswald lamenta haber apartado la vista un segundo de la pelirroja. Se mira hacia abajo. Tiene un tenedor clavado en la parte interior del muslo. En realidad, es algo tonto. Un tenedor es un tenedor. Oswald ha tenido cosas peores clavadas en el brazo y en la espalda. Cuchillos, destornilladores, navajas, e incluso, en una ocasión, el palo de una escoba. Un tenedor no es más que un tenedor. Pero Oswald detesta que lo sorprendan, y sabe muy bien lo que va a ocurrir ahora. Después de sacarse el tenedor, cogerá a la pelirroja y luego la soltará de nuevo, cuando ella le pida clemencia, lloriqueando.
—¡Guarra!
Oswald se saca el tenedor del muslo y tiene intenciones de agarrar a la pelirroja, pero entonces algo caliente empieza a correrle por la pierna. «Me he meado», piensa, asustado. La pernera derecha del pantalón tiene un tinte oscuro desde el muslo hasta los zapatos.
«Esto no son meados, es…»
La sangre mana con su color rojo brillante de la herida, salpicando la mesa. Oswald deja caer el tenedor y aprieta la mano contra la pierna. Sus pensamientos se reducen a una frase, una frase que recorre su mente en un vaivén de pánico y que, al parecer, no tiene fin: «La cría me ha alcanzado la arteria la cría me ha alcanzado la arteria la, maldita cría, me ha alcanzado la arteria la cría me ha la cría me ha la, maldita cría, me ha alcanzado la arteria.»
Bruno necesita un instante para entender lo que está pasando. Ve la cara sorprendida de Oswald y luego la sangre, la ve salpicar la mesa, la ve teñir el pantalón, cuando Oswald saca el tenedor. Las chicas retroceden, una silla se cae, alguien grita. Oswald se tambalea hacia atrás, una mano apretada contra el muslo, la cara descompuesta en una mueca, y sólo entonces Bruno es capaz de reaccionar. Primero allí.
Eso lo retrasa unos cinco segundos.
Cinco segundos que Bruno no tiene.
Lucy está tan cerca, que él puede oler su respiración. No sabe que ella puede ser muy rápida. Con el codo izquierdo nota que su arma ha desaparecido de la sobaquera. «¿Cómo lo ha hecho?» El cañón de la pistola se clava en su barriga, y automáticamente sus músculos se tensan, como si los músculos del abdomen pudieran parar una bala. Y aunque Bruno sabe con certeza que el seguro sigue puesto, no tiene ninguna garantía de eso.
—Si vosotros sois polis —dice Lucy—, yo soy Bruce Lee.
Dos de las chicas rodean la mesa corriendo, y pasan junto a Bruno, sólo Lucy se queda cerca de él, de modo que sus senos turgentes le provocan una reacción en sus testículos. «Ella es muy bajita —piensa él—, ¿cómo puede ser tan rápida?» Bruno no se mueve. Nunca le ha pasado algo así.
—Cierra los ojos —le dice Lucy.
Bruno cierra los ojos, huele su cálido aliento de chicle y no puede hacer nada contra la excitación. Quisiera decirle a la pequeña que ella le pone tan cachondo que no tiene ni palabras, pero entonces el cañón del arma desaparece de su barriga. Bruno abre los ojos y ve a Lucy corriendo detrás de sus amigas. Ignora a Oswald, ignora a la gente que le grita y se aparta. Sólo ve los cabellos de Lucy ondeando al viento, saca del bolsillo de su chaqueta un puño americano y lo acaricia con los dedos de la mano derecha, antes de iniciar la persecución.
La pérdida de sangre hace que Oswald se sienta un poco ido. No es la primera vez que pierde sangre. En una ocasión, Bruno tardó una hora en encontrarlo, después de que un grupo de albaneses le diera una buena.
Oswald estaba entre unos arbustos, presionando con ambas manos el corte que tenía en el cuello. Primero la cabeza se aligera, se empieza a sentir un frío en las manos y los pies, un frío que va subiendo hasta el corazón, mientras que, a su alrededor, el final empieza a abrirse como un telón y la oscuridad fluye, sumiéndolo todo en una calma asfixiante. Oswald sabe que sería prudente dejar que la pelirroja se largue, sacarse el cinturón y hacerse un torniquete en la pierna. Pero también sabe que tiene un trabajo que hacer aquí, así que pasa al ataque, coge a la pelirroja por el brazo y tira de ella. La chica se cae. Oswald no puede reprimir la risotada, tiene tal fijación con la pelirroja que no cuenta ni por un segundo con la presencia de la rubia. Ésta se arroja sobre él como una furia, le clava las uñas en la cara, le raja la comisura de los labios, se aferra a sus ojos; luego la rubia lo deja por espacio de un segundo y él piensa que le ha llegado su turno. «¡Ahora me toca a mí!» Nunca podrá entender cómo pudo equivocarse tanto. La rubia le golpea con ambos puños en el estómago, sacándole todo el aire, y Oswald cae de rodillas, chocando contra el duro suelo.
—¡Corre! —oye gritar a la rubia.
—Pero…
—¡Stinke, corre!
Oswald sabe que tiene que ver con la pérdida de sangre, no puede explicarse la situación de otro modo. Tiene que ser eso. Él no es ningún inútil, él es un hombre, y la rubia es sólo una chica, y está allí como si fuera una guerrera. «Judo o kárate —piensa—, estos malditos críos lo aprenden hoy todo muy rápido.» Oswald cierra los ojos, baja la cabeza y se queda en esa posición. Sabe el aspecto lamentable que ofrece. El gran Oswald se muestra débil y está de rodillas. Pero también es un hijo de perra que sabe apretar los botones adecuados. La rubia se aparta de él, y cae en el truco más antiguo de este mundo. Sabe luchar, pero nadie le ha enseñado las reglas.
«Cuando hieras a alguien, asegúrate de que no podrá levantarse más.»
La rubia se da la vuelta.
Oswald oye el roce de su falda y se levanta.
Bruno se siente viejo, las tres chicas que corren delante de él son rápidas, especialmente Lucy, que parece un cohete enloquecido. Bruno encoge la cabeza, es sólo músculos y respiración. Hoy puede pasar cualquier cosa, sin duda, pero aún tiene que llegar el día en que una chica lo deje así, colgado.
Al cabo de quinientos metros, alcanza a la pequeña que estaba sentada al lado de Lucy. La chica chilla cuando lo ve a su misma altura. El brazo izquierdo de Bruno sale disparado y golpea a la chica en el pecho, y ésta se cae por encima del banco de un parque y cae en la hierba. Bruno sigue corriendo.
Delante de él está ahora la chica que estaba sentada a la derecha de la pelirroja. Bruno sabe que ésa es la hija de Oskar Desche. Uno de esos bellezones que ya de adolescentes dejan sin aliento a cualquier hombre: piernas largas y una cara para soñar con ella, y luego ese extraño peinado que a él le gustaría cogerle para atraer su cabeza hacia él. Bruno no consigue recordar su nombre, nunca se le ha dado bien recordar nombres, de eso se encarga normalmente Oswald. Tanner le ha enviado una foto de las chicas al móvil. Y aunque les insistió en que no le hicieran nada a la hija de Desche, las reglas en este momento no tienen vigor. Además, Tanner no tiene por qué enterarse nunca. Bruno le pone una zancadilla a la chica y la saca de la carrera.
Ella cae, como si le hubieran hecho falta. Bruno ya se ocupará de ella más tarde, pero ahora continúa corriendo y va sintiéndose mejor.
«Lucy, voy a por ti.»
Su pelo es como una bandera, su culo es una manzana. Bruno se imagina poniendo ambas manos sobre ese culo, automáticamente corre más rápido. Lucy avanza hacia el cruce. Sólo se da cuenta de su error cuando ha llegado a la isleta. Los coches se han puesto en movimiento, no puede seguir, no puede retroceder.
Bruno espera a que se abra un claro en el tráfico y salta hacia el otro lado. Ella le da la espalda. La isleta tiene tres metros de ancho. Están solos.
—Sorpresa —dice Bruno.
Ella se da la vuelta. Sus ojos centellean. Lleva en la mano la Five-Seven Tactical de Bruno. Bruno respeta y teme esa arma. No es sólo que se pueda poner en automático y que tenga un cargador con veinte cartuchos, sino que es capaz de pulverizar la mayoría de los chalecos antibalas como si fueran de cartón; además, tiene un retroceso mínimo, parecido a una caricia. Hay pocas cosas en este mundo a las que Bruno tema realmente. Y una de ésas es su querida Five-Seven, cuyo cañón apunta tembloroso en ese instante contra su pecho. Bruno dice: —Baja el arma.
Ahora el brazo de Lucy tiembla, tiene que ayudarse con la otra mano para sostener el arma. Bruno ve una lágrima rodando por su mejilla y desearía podérsela enjugar. Sabe que no va a disparar. Sabe qué personas son capaces de hacerlo y qué personas no. Si ella fuera capaz, no estaría allí de pie, de ese modo. Él no es ningún idiota. Conoce a los cobardes, a los dudosos, a los asesinos. Y ella no es una asesina. Ella es una guarrilla. Y él la ha escogido. Ahora ella le pertenece. Y eso es, justamente, lo que le dice.
—Ahora me perteneces.
Ella baja el arma. El semáforo cambia. Los coches se detienen. Bruno siente las miradas de los conductores. Lucy ha bajado la cabeza.
—Mírame.
Ella alza la cabeza y lo mira.
—Y ahora camina hacia mí.
Y del mismo modo que Bruno reconoce a los asesinos a sueldo, reconoce a alguien que se ha venido abajo. Ella se acerca, cinco pasos, está delante de él. Cerca, tan cerca que casi se tocan. Bruno siente lo excitado que está.
—Ven, apóyate en mí. Se ha acabado.
Ella se apoya en él. Es tan bajita que siente su aliento debajo de su corazón. El semáforo cambia. Los coches se mueven. Un conductor no puede apartar la vista de ellos. Los demás coches tocan el claxon. El coche que ha reducido acelera. Bruno le acaricia su maravilloso pelo negro. Su puño americano destella. La cabeza de ella huele a arena caliente. Él sabe que tendrá que hacerle daño, pero también sabe que mantendrá el dolor dentro de ciertos límites.
—Buena chica.
La mano derecha de la chica se apoya sobre el pecho de él, y él arroja su aliento sobre los dedos de ella. La chica alza la mirada y muestra una sonrisa, y esa sonrisa no tiene sentido, porque ella está mirando a otro sitio, detrás de él. Bruno vuelve la cabeza para ver lo que ella está viendo, y siente la presión de los dedos de ella. El golpe le llega tan de sorpresa que Bruno no entiende cómo ha sido posible. «¿Cómo he podido equivocarme así?» Todo estaba en sus ojos, ella estaba rota, perdida, y todo era una mentira. Su pie izquierdo queda apoyado en el bordillo, el derecho toma impulso hacia atrás, sus dedos, los de él, se deslizan de sus cabellos y, por una fracción de segundo, los dos se miran. Pero entonces una furgoneta alcanza a Bruno, y éste es arrastrado por la isleta, hacia los coches que avanzan en la dirección contraria.
Oswald lo tiene más fácil que Bruno, pues él no tiene que seguir corriendo. La rubia ni siquiera sabe que él está detrás de ella. Ella, con su falda demasiado larga, no es demasiado rápida, y probablemente piensa que él sigue en la acera, de rodillas, desangrándose.
«Chavala, no tienes ni idea de quién soy yo», piensa Oswald, y vuelve a agarrarla por el pelo. Por un momento la rubia pierde el equilibrio, su boca se cierra en una «O» de asombro, sus piernas vuelan hacia delante. Oswald la atrae hacia sí, siente el calor de su cuerpo y es entonces cuando se da cuenta de que algo ha cambiado.
«Me congelo. Tengo que hacerlo rápido, antes de que…»
La rubia grita, la rubia patalea, Oswald pierde el equilibrio y cae. El golpe lo sacude, sus dientes entrechocan, provocándole dolor, se muerde la punta de la lengua. La chica estira las manos hacia atrás, le tira de las orejas.
Oswald pierde el control. Dolor y rabia, rabia y dolor. Aprieta y oye unos huesos que se rompen, aprieta y oye cómo las piernas de ella se arrastran por el suelo, desplaza su peso y rueda hacia la rubia, como si estuviera en una cama y se diera la vuelta, mientras alguien le aporrea la espalda, mientras alguien tira de sus brazos. Entonces cubre a la chica con su peso y empieza a absorberle el calor de su cuerpo, hasta que los dos quedan inmóviles sobre un charco de sangre y ya no hay nada entre ellos que los diferencie.
Ni luz, ni fuerza, ni calor.
Oswald no se enterará de cómo ruedan por encima de la chica. No se enterará de que la pelirroja le escupirá, lo pateará y le gritará insultos, ni de que los clientes del café apartarán a la pelirroja. No se enterará de nada.
Ahora él forma parte de un presente que continúa existiendo sin él.
Oswald nunca se enterará de que a la rubia la llamaban Rute, que tenía un hambre de vida enorme y hubiera dado cualquier cosa por dejar su huella en el mundo. Tampoco se enterará de que dos agentes de policía, ese mismo día, llamarán a la puerta de los padres de la chica en el barrio de Westend, en Berlín, y que la madre se vendrá abajo y que tendrá que sostenerse en su marido. Él no estará allí cuando los padres lleguen a Hamburgo para identificar a su hija en el depósito de cadáveres. Y tampoco sabrá nunca lo que se siente al morir a los dieciséis años de un modo tan absurdo, y perder a tus amigas y, así y todo, ser una heroína, porque esa chica ha conseguido pararle lo pies a un tipo como Oswald. Para siempre. Por toda la eternidad.