¿Quién podía contar con que te veríamos de nuevo? Seamos sinceros: nadie. Pero ahí estás otra vez, tres días después, con el corazón roto. Estás sentado, muerto de cansancio, en el banco de un parque, a orillas del Alster, contemplando el sol, cómo se eleva lentamente sobre la ciudad de Hamburgo, lo mismo que si hubiera estado toda la noche sumergido en un baño de oro.
Son las ocho y media de la mañana de un viernes, y te alegraría poder estar tumbado en tu cama. La noche fue dura: un concierto, después una fiesta, y al final, terminaste en casa de una chica con la que compartiste un taxi, Tina o Gina o algo así. Las mujeres no son tu problema, si tú fueras el último hombre que quedara sobre la tierra, no te quejarías. Tuviste tu primera relación sexual cuando cumpliste los catorce años, después de que la hermana de tu mejor amigo te llevara aparte y te dijera que tenía que mostrarte algo. Ella fue la primera que dejó ese agujero que hay en ti. Tal vez sea un virus, pero tal vez pese sobre ti una maldición; lo cierto es que desde ese día estás sumido en la incansable búsqueda del gran amor. No sabes si esa añoranza crece con la edad, pero si es así, puedes entender por qué la gente se corta las venas o ve todo el día comedias románticas. Ese agujero en tu corazón no te deja en paz. Da igual que despiertes junto a centenares de mujeres, nunca es la verdadera, le falta alma. Esa alma. Y a veces es preciso viajar trescientos kilómetros para averiguar que esa alma no podrás encontrarla en Berlín.
Esta mañana te despertaste asustado a eso de las seis, empapado en sudor, con el corazón latiéndote a toda velocidad y la boca reseca. Siempre te ha resultado difícil dormir en casas ajenas. Tina o Gina, o como se llamase, no se despertó cuando tú abandonaste su cama y te deslizaste hacia el pasillo.
Dos de las puertas de las habitaciones estaban cerradas, pero la tercera estaba abierta. Un hombre estaba acostado, atravesado en la cama, y roncaba con la boca abierta; frente a él había una mujer sentada junto a la ventana, mirando los grises del amanecer. Llevaba únicamente una camiseta y fumaba un cigarrillo. No notó tu presencia. De la cocina salió un san bernardo y te miró como si lo hubieses desatendido a lo largo de muchos años. Se detuvo delante de ti, resoplando y bloqueándote el paso. Tú lo apartaste hacia un lado y cerraste la puerta de la calle a tus espaldas.
La fiesta se había celebrado en Eimsbüttel, pero no recuerdas nada de Altona; de todos modos, los carteles de las calles no engañan. Durante un rato caminaste por el barrio, excitado, sin parar. La noche se te había metido hasta los huesos, y sentías cada paso como si te movieras entre gelatina. En la panadería te compraste un café y un cruasán; te sentaste en una caja de electricidad y observaste la ciudad mientras despertaba. A veces esos momentos de extremo cansancio son como una droga. Te sientes parte del lugar, como si la gente a tu alrededor fueran extras, y los edificios, las fachadas y el clima fueran el decorado perfecto para otro día más en tu vida.
Y a todo ello se añadía la banda sonora: pasos en la acera, puertas de edificios que se cerraban, el seco aleteo de las palomas, que revolotearon llenas de pánico cuando un perro empezó a perseguirlas. Una sonrisa se dibujó en tus labios, y no había ni un solo pensamiento de futuro en tu cabeza.
Cuando estabas a punto de entrar en la estación que está junto a la Sternschanze, sonó tu móvil. Tuviste que pegártelo bien a la oreja, ya que en ese momento pasaba un coche por delante. Pero luego reconociste su voz y soltaste una carcajada.
—No te rías —dijo ella, y también se echó a reír.
Preguntó si habías sobrevivido a Berlín, y tú le respondiste que tu corazón todavía funcionaba. Entonces ella quiso saber dónde podía encontrarte. Simplemente eso. No había nada más que decir.
Desde entonces han transcurrido dos horas, y tú estás sentado en el banco de ese parque, contemplando la salida del sol, la orilla opuesta, siendo testigo de cómo la luz rompe en la cúpula de la mezquita. Pasan jadeando algunas personas que hacen jogging, y a lo lejos resuena la sirena de un coche de bomberos; y entonces te viene una idea tan clara y pura que casi te echas a llorar: «Si ahora mismo me disuelvo en la nada, convirtiéndome en parte de la atmósfera, tendría un buen final.»
Realmente estás muy cansado.
Un claxon te provoca un sobresalto. Te habías quedado dormido, como esos ancianos que se pasan todo el día en el banco de un parque y luego regresan a casa, al anochecer, con los hombros llenos de cagadas de pájaros.
El coche está al borde de la calle, los cristales teñidos son impenetrables, y el cielo se refleja en ellos con el filo de un cuchillo. Te frotas los ojos, y cuando miras de nuevo, la ventanilla del copiloto baja, el cielo desaparece y ahí está ella.
—¿Has tenido que esperar mucho?
—Un par de minutos.
—¿Nos invitas a desayunar?
—¿Nos?
Ella no responde. La ventanilla sube de nuevo, las puertas del coche se abren y cinco chicas bajan de él.
Tenéis una mesa situada bajo las amplias ramas de un castaño, y las chicas comen como si hubieran ayunado durante toda una semana. Stinke está sentada frente a ti, con el pelo recogido en una trenza, y con un morado que le brilla bajo un ojo. Se ve cansada, todas parecen cansadas. A la chica que está al lado de Stinke, Rute, le ha tocado la peor parte. Alguien la ha golpeado con mucha violencia. Ella es la única que lleva una falda larga, pues tiene la rodilla tan hinchada que no le entra en ningún vaquero. La otra chica, la que está a la derecha de Stinke, está pálida y agotada. Su corte de pelo a lo chico deja al desnudo su largo cuello. Jamás has visto un cuello tan delicado, un cuello que pide a gritos que lo acaricies. Es Taja. Te enteras de que ha tenido un desliz con la heroína, pero que ya se va recuperando.
—Y la hemos salvado —dice Schnappi, alzando su pequeño puño en el aire, como si acabara de marcar un gol.
Mira que has oído nombres estúpidos y raros, Mümmel, Bozo, Lutscher y Stinke, pero jamás habías conocido a nadie que se llamara Schnappi. No sabes si es oriunda de China o de Japón. Lo de Vietnam ni se te ocurre. Para ti, todos los asiáticos son iguales, lo cual no es nada amable, pero tu conocimiento de las personas no es que impresione mucho. Schnappi mide aproximadamente uno cincuenta y tiene la complexión de un elfo. Cuando te dio la mano, sentiste cada uno de sus delicados huesos. Habla como un torrente, y al saludarte afirmó que ya había oído hablar muchísimo de ti. Te transmite la sensación de saber más de tu vida que tú mismo.
—¡Por nosotros! —dice Schnappi.
Las chicas alzan sus vasos y sus tazas, y brindan por ellas. Todavía no tienes ni idea de qué las ha traído hasta Hamburgo ni qué quieren de ti. Pero pueden tomarse el tiempo que quieran, porque a tu derecha está sentada Nessi, y ojalá eso dure un buen rato.
—Perdonad, tengo que ir otra vez —dice ella, y se levanta.
Es la tercera vez que va al baño. Dice que vomita mucho, que se siente anoréxica. De pronto el sitio que está a tu lado parece abandonado y frío, como si una nube hubiese tapado el sol. Claro que Nessi es demasiado joven para ti, claro que tú eres demasiado viejo para ella, pero no se trata de eso.
Cuando ella ha desaparecido dentro de la cafetería, les preguntas a las demás chicas quién es el padre. Todas se encogen de hombros.
—No saques el tema —te advierte Taja.
«¿Por qué voy a hacerlo?», piensas, y conoces la respuesta, porque la respuesta es tu corazón, y tu corazón te dio un vuelco cuando Nessi bajó del Range Rover. El anhelo empezó a salirte por los poros de la piel. Pero tú nunca aprendes. ¿Es la cara o es el cuerpo? ¿Son los gestos o es, simplemente, química?
Stinke se inclina hacia delante y te acaricia la mano.
—Regresará enseguida.
Las chicas ríen. No te molesta que ellas puedan leerte en el rostro lo que piensas. Stinke sonríe, tú le devuelves la sonrisa y dices: —Sabía que volveríamos a vernos.
—Ya, pero no sabías que sería tan pronto.
Schnappi te da unos golpecitos en el brazo.
—Háblanos un poco más de esa maldición.
—¿De qué?
—Venga, ya lo sabemos todo. Si hablas con Stinke, hablas automáticamente con nosotras. Es como en un manicomio: todos los locos ven el mismo canal de televisión. Así que cuéntanos.
—No hay mucho que contar. Mi corazón arde constantemente, añoro el amor y me enamoro de cualquier mujer que se me cruza en el camino. Eso es todo.
Claro que también podrías añadir que tu vida cojea desde hace algún tiempo, que este año vas a cumplir veintiocho y que estás cansado de esa parálisis. Pero está bien que no lo digas, no todos los pensamientos han de compartirse.
—¿Y? —quiere saber Schnappi—. ¿Te has vuelto a enamorar?
Antes de que se te ocurra una respuesta, suena una melodía, y Stinke saca su móvil del pantalón y reconoces que su timbre es Tongue, de Bell X1.
Taja se inclina para ver quién llama, y exclama, incrédula: —¡¿Mirko?!
Rute coge el móvil.
—¡Ese mamón!
Stinke sostiene el móvil fuera del alcance de las otras y quiere saber lo que Rute se trae entre manos.
—Pues decirle que es un traidor.
—Todavía no sabes lo que ha pasado.
—Stinke, alguien tiene que haberse chivado, eso es evidente. El guapito de tu Mirko dijo que estaría en ese campo de fútbol, pero no estaba allí.
¿Quién crees entonces que se chivó?
—No lo cojas —dice Schnappi.
—Stinke, no —dice Taja.
Stinke mira al cielo, como si las demás chicas fueran tontas.
—¿Por qué no? —pregunta, y acepta la llamada.
—¡Eres un cabronazo! —le dice a modo de saludo, y les hace un guiño a sus chicas—. Sí, sí, me has oído bien, Mirko. Dijiste que ibas a estar allí, y luego nos dejas colgadas. ¿Qué? —Stinke escucha, luego se pega el móvil al pecho y os dice: —Tiene a Mirko.
Entonces vuelve a hablar al móvil:
—Claro que sé quién es Ragnar Desche. Puedes decirle a ese desgraciado que vamos a ir a ver a la pasma.
Las chicas empiezan a gritar de repente, y quieren saber de qué está hablando Stinke. Taja le lanza un panecillo a la cabeza. Stinke dice: —No, Mirko, era sólo un chiste, mejor no lo digas.
Stinke se aleja unos pasos de la mesa. Y ése es el momento en que tú puedes sonsacar un poco a las chicas y preguntarles qué está pasando. Pero las chicas ni siquiera te miran. Observan a Stinke, que sigue hablando por el móvil, pone fin a la conversación y se acerca de nuevo a la mesa.
—Tu tío ha capturado a Mirko —le dice a Taja.
—¡¿Que ha hecho qué?!
—Pero no os preocupéis, Mirko no sabe nada.
—¿Estás segura?
—¿Acaso parezco insegura?
Para ser sinceros, eso es precisamente lo que parece Stinke. No tienes ni idea de lo que está pasando allí. Nessi regresa de los lavabos.
—¿Y esa cara? ¿Me he perdido algo?
—El nuevo lover de Stinke ha llamado —dice Schnappi.
—No es mi lover, ni siquiera ha cumplido los doce.
—Yo tenía once cuando tuve mi primer novio —dice Taja.
—Eso no cuenta —acota Schnappi—, tu novio tenía nueve años y no sabía que tú tenías esa edad.
—Por lo menos tenía un novio, mientras que tú todavía les cambiabas los vestidos a las muñecas.
Siguen tonteando así un rato más, ignorándote como si fueses un camarero que se ha sentado a su mesa. Ya se han olvidado de la llamada, existen sólo para ellas y el resto del mundo puede irse a la mierda. Eres paciente y disfrutas de su presencia. Sólo después de haber comido y bebido lo suficiente, te contarán de pasada, como quien no quiere la cosa, que están huyendo. Te enteras entonces de cómo ha muerto el padre de Taja, y de que Taja se sintió culpable y por eso se puso hasta las cejas de heroína; te enteras de que han descubierto un gran alijo de droga y de que a Stinke se le ocurrió la idea de venderla. También te cuentan lo del fiasco en el parque del Lietzensee, de cómo golpearon a Rute a modo de advertencia y sabes también lo del ultimátum de Ragnar Desche. Pero aun después de oír todo eso, no sabes dónde está el problema.
—Pero ¿cuál es realmente el problema?
Ellas te miran como si fueras una mezcla de accidente de tráfico y aborto involuntario.
—Habéis devuelto las drogas, ¿no?
Sus miradas permanecen impasibles, entonces Stinke te pregunta si has mirado bien a Rute.
—Darian fue quien la puso así. Sin motivo. Casi le arranca un brazo, además, ahora tiene un diente flojo. ¿Crees que se puede hacer eso con una de nosotras, sin más, y quedarse tan pancho? Nos hemos merecido esas drogas de mierda. El tío de Taja no volverá a verlas jamás.
Crees que has oído mal.
—Chicas, tenéis que devolver esas drogas.
No hay reacción.
—¿Y dónde las habéis escondido?
—En una taquilla, y allí se quedarán.
Asientes como si eso tuviera algún sentido, pero no lo tiene.
—¿Y cuál es vuestro plan?
Las chicas se miran. Saben muy bien qué será lo siguiente, pero no quieren que tú lo sepas. Se muestran cuidadosas. ¿Cómo vas a saber que sólo eres una escala en su huida?
—Vamos a desaparecer —dice Rute finalmente—. Desapareceremos y nadie nos verá nunca más.
—Nadie puede hacer eso.
—Claro que sí, espera y verás.
Ha surgido una barrera entre vosotros. Has dudado de las chicas y ellas se lo han tomado a mal. Así que ve al grano antes de que las pierdas para siempre.
—¿Y cómo puedo ayudaros?
—Necesitamos dinero —dice Stinke, y respira aliviada, soltando un suspiro, como si hubiera estado esperando todo el tiempo a que preguntaras—. Hemos reunido todo lo que teníamos. En mi caso, no había nada que aportar, mi tía es una tacaña y mi hermano sólo me dio un paquete de tabaco. Nessi también está pelada y Rute pudo conseguir cien euros, y sanseacabó.
Schnappi levanta el dedo índice.
—Yo puse cincuenta.
—Mira que te gusta chulearte —dice Nessi.
—Eres una perdedora —responde Schnappi.
—Y cincuenta de Schnappi —sigue diciendo Stinke—. Taja había ahorrado quinientos para su viaje en tren por Europa y con ello tenemos unos setecientos. Ya viste el cochazo, eso chupa más que un hijo tonto, si queremos estar viajando un tiempo, pues…
No sigue hablando. Se encoge de hombros y te mira, a la espera de que tú, por fin, entiendas. Con tus pocas entendederas uno puede recorrer medio mundo. Tú y el Jaguar de tu madre, y todo el dinero que pusiste sobre la mesa en la discoteca. Eres un cajero automático, pero con corazón. Hasta tu mechero es de oro.
—¿Cuánto? —preguntas.
—¿Cuánto puedes darnos?
Miras el reloj. Son las nueve y media. Necesitas más información, pero sabes que tu padre no va a coger el teléfono hasta las diez y media. Podrías rascar algo. Si quisieras. En tu cuenta está la herencia del abuelo. Pero tienes una condición, aunque eso vendrá después. Todo lo que necesitas ahora es un poco de tiempo.
—Dadme dos horas.
Ellas respiran aliviadas y te dan las gracias. Nessi te regala una sonrisa y hay en ella tanta calidez y afecto que tu ser más profundo se derrite, y de él sólo queda un charco. Es mejor que desaparezcas antes de que caigas en uno de tus raptos romanticoides. Ya te dispones a levantarte, cuando suena otra vez el móvil de Stinke.
—No me digas que es de nuevo tu loverboy —dice Schnappi.
—No es mi loverboy.
Stinke mira a la pantalla. Taja se inclina y sonríe con sorna.
—Sí que es tu loverboy.
Las chicas ríen y afirman que Mirko tiene que estar metido en un buen apuro si está llamando tan seguido. Tú ríes con ellas. ¿Qué diríais si supierais que en ese momento Mirko yace en el suelo, junto a piscina, con un agujero de bala en la cabeza, que su sangre está tiñendo el agua de la piscina? ¿Y cómo reaccionarías si supieras quién es realmente el tío de Taja? Es muy probable que te levantases de la mesa y te marchases en silencio, sin dedicar ni un pensamiento más a esas cinco chicas.
—Cerrad el pico, no entiendo ni una sola palabra —di ce Stinke, y cuando todas se callan, habla por el móvil: —¿Hola? ¿Mirko?
Ella se queda de piedra, se da la vuelta y te mira. «¿Por qué a mí?», piensas mientras la oyes decir: —A la mierda el trato.
Nessi frunce el ceño, Taja se inclina hacia delante. Stinke dice: —Ya te dije que no te tengo miedo.
Schnappi se levanta. Rute ha cerrado los puños.
—Hijo de puta —dice Stinke, y corta la conexión.
Las chicas esperan y no hacen preguntas.
—Era el cerdo del tío de Taja —dice Stinke—. Dice que nos encontrará.
No hay reacción, las cinco amigas son como siluetas bajo la luz intensa del sol que brilla a través de las hojas del castaño. De repente hace frío, la carne se te ha puesto de gallina y no entiendes cómo es posible. Entonces Stinke se llena de valor, extiende los brazos y pregunta qué pasa.
—¿Os habéis cagado de miedo o qué? Chicas, quien crea que puede meternos miedo, está jodido. Nada ni nadie nos mete miedo, ¿de acuerdo? Él dice que nos va a encontrar, pues que nos busque. ¿Se cree que somos estúpidas?