Ahora ya sabemos bastante de ti y te conocemos un poco más, pero aún no sabemos de dónde vienes ni por qué eres así. Permítenos ir más atrás.
Permítenos regresar al día en que supiste por primera vez que el mundo giraba de otro modo en cuanto se daba un paso fuera de la realidad.
Es diciembre.
Es el año 1976.
Es la última hora de la tarde.
Una familia cena, mientras el invierno brama y las calles, con callada resignación, desaparecen bajo la nieve. No hay ruidos de coches, no hay niños jugando, y hasta los perros han dejado de ladrarse en las aceras. El padre y el hijo están sentados en silencio a la mesa, la madre está apoyada en la cocina. Ella nunca se sienta. Ella suele comer más tarde, sola, porque así tiene más tranquilidad. Eso dice ella. Tu madre, tu padre, tú. Eres consciente de que tus padres no se entienden desde hace años. Se soportan. Tu padre duerme en el sofá. Tu madre se encierra en el cuarto de baño. En público son dos sombras que jamás se tocan. En la casa hacen como si el uno o la otra estuvieran de mal humor, como si vosotros, los niños, no entendierais lo que ocurre ante vuestros ojos. Ninguno de los dos cree en el divorcio. El divorcio es para perdedores. Y tu padre es un ganador. No piensa dejar marchar a tu madre. En la mesa de la cocina os sentáis todos frente a frente. Tu madre a la derecha, tu hermana a tu izquierda. Su lugar está hoy vacío. Hoy tiene clase de baile. Puede llegar tarde.
—Bueno, siéntate ya —dice tu padre, y tu madre lo ignora y enciende un cigarrillo. Está apoyada en esa maldita cocina, como si no pudiera sostenerse en pie por sí sola. Desearías que se gritaran. Desearías que se abalanzaran el uno sobre la otra con cuchillos en las manos. Y sería bonito que tu madre saliera victoriosa. Todo sería más fácil.
La noticia os llega cuando tu hermana llega de la clase de baile. Tú lo sabes desde que las oyes correr en el pasillo. El ritmo de sus pasos, su pánico sordo. Sólo cuando ella está en el marco de la puerta, dice: —¡Robbie está muerto!
Tu padre te mira asustado, como si hubieses sido tú quien ha pronunciado esas palabras. Tu madre se lleva las manos a la boca, el cigarrillo se le cae de los dedos. Tú bajas la mirada, porque no sabes cómo debes reaccionar. Observas la brasa del cigarrillo, ves cómo, poco a poco, va abriendo un agujero en el linóleo. Cuando levantas la vista, tu padre te sigue mirando, asustado.
Diez minutos después. Tu padre despeja la entrada del coche con la pala. No tendría que hacerlo, podríais atravesar el jardín hasta la casa de los Danisch, pero tu padre necesita un pretexto. Ganar tiempo. Esparce arena.
Deja la pala en el garaje. Lo cierra. Entra en la casa. Tu madre ha hablado por teléfono con la madre de Robbie, reclaman vuestra ayuda. Tú estás sentado en tu habitación, contemplando la nevada, que golpea la ventana como un enjambre de insectos furiosos. Tus padres hablan en la planta baja. Los oyes a través de la puerta. Tal vez se olviden de ti.
Tu hermana te mira fijamente y te pregunta si vas a venir o qué. Te levantas, pasas por su lado y oyes a tu padre decir: —Esto no es para mí.
—¿Qué quieres decir con eso de que no es para ti?
—Pues eso.
—Pero Karen y Thomas son nuestros amigos.
—No son mis amigos. Son vecinos.
—¿Cómo puedes…?
Guardáis silencio mientras bajáis la escalera. Tu hermana va muy pegada detrás de ti. La oyes mascullar, siempre masculla cuando tiene miedo.
—Id delante —dice tu padre, y desaparece en el salón.
Sus botas están en el pasillo como dos tocones de árboles recién cortados. La nieve bajo las suelas se ha solidificado en grumos, y no quiere derretirse. Tu madre abre la puerta de la calle y lanza las botas hacia fuera.
En el salón se enciende el televisor. Tú quisieras sentarte frente a él. Quisieras que sacaran los cuchillos. Y ahora tu padre podría ser tranquilamente el vencedor.
—Cobarde —oyes decir a tu madre, a media voz.
—¿Qué le pasa a papá? —pregunta tu hermana.
—Está cansado —responde tu madre.
—Yo también estoy cansada —dice tu hermana, tiene una mirada vidriosa, como si las lágrimas de sus ojos se negaran a salir. Tu hermana tiene siete años, Robbie tenía trece. Tu madre quiere que os pongáis algo negro.
Vais arriba y os cambiáis de ropa.
—¿Qué es eso?
Te miras. Tu único jersey negro tiene un tiburón blanco delante. Tiene la boca abierta de par en par.
—No pensarás ponerte eso.
—No tengo nada más.
—Si los padres de Robbie te ven con eso, les va a dar…
Tu madre enmudece, se lleva la mano a la boca y niega con la cabeza, como si no supiera qué decir. Regresas a tu cuarto y sacas del armario un jersey de lana de color azul oscuro.
—¿Mejor?
Tu madre está junto a la ventana y se suena de espaldas a ti. En realidad, le da igual el jersey que te pongas. En el reflejo de la ventana puedes ver que ha cerrado los ojos. La nieve choca contra el cristal. Desde algún lugar oyes hablar a tu hermana. Quieres ir a ver cómo está, pero sabes que tu madre te tiene que dejar ir.
—Yo no quiero perderte —la oyes decir, como si aquello tuviera que ver con lo que estaba pasando.
Es terrible. Los Danisch están sentados uno al lado del otro en el sofá y tienen un aspecto lamentable. Ha venido la tía Henna, que no es tía de nadie.
Vive a dos calles de allí, y se ha autonombrado tía de todos. Siempre está cuando uno la necesita. Las mujeres cuentan que la tía Henna enterró a su marido en el sótano, porque quería conservarlo para ella. Crees que eso es mentira. La tía Henna es atractiva. Muchos hombres vuelven la cabeza cuando pasa, así que no necesita enterrar a uno en un sótano.
La tía Henna trae café y aguardiente, y habla en voz baja con vosotros.
Dice todo lo que dirían los Danisch, si ellos hablasen con vosotros. Es como oír la radio. Al cabo de media hora, la señora Danisch deja la habitación y va arriba. Tu madre la sigue. No pasa un minuto y los gritos de lamento de la señora Danisch resuenan desde la planta de arriba. Se te pone la piel de gallina. Todos los demás hacen como si no los oyeran. Bebes una cuarta taza de café y sientes ganas de meterte el dedo hasta la campanilla para vomitarlo.
Tu hermana se ha enrollado como una gata en el sillón y duerme. La tía Henna te sirve café otra vez. El señor Danisch coloca su mano sobre su taza vacía. Quisieras arrastrarte bajo la mesa para que todos te olviden. El tablero de la mesa es de cristal. El señor Danisch te vería. Y no te olvidaría. Te preguntaría qué estás haciendo. Te tomas tu café. No se te ocurre nada mejor.
El señor Danisch va hasta el jardín. Lo sigues. La nieve se ha acumulado. Todo el jardín parece como sumergido en un vaso de leche. La piscina cubierta no ha cambiado. Eso es un enigma para ti. Tendría que haber cambiado. Acababais de nadar en ella, acababais de estar ahí, persiguiéndoos de un extremo al otro de la misma, mientras la nieve mostraba su furia a vuestro alrededor, sin poder haceros nada. Pero de repente la piscina se ha vuelto tabú a pesar de que nada en ella ha cambiado. Cuando entrecierras los ojos, ves a Robbie. Los brazos extendidos, la cara hacia abajo, desnudo e inmóvil.
Nada.
—Ojalá nunca hubiéramos construido esa piscina —dice el señor Danisch, y le da al interruptor. El techo empieza a moverse lentamente. La nieve cae con fuerza a través de la abertura y se disuelve en la superficie del agua.
—Es la mejor piscina de toda la ciudad —afirmas, pero tus palabras son huecas, vacías, como el espacio en el que está alojado tu cerebro.
—Lo sé, Robbie solía decir lo mismo —responde el señor Danisch, que se da la vuelta sin cerrar el techo. La nieve te golpea en la cara, hay nieve por todas partes. El agua empieza a desprender vapor. Robbie había ajustado la temperatura para vosotros esta mañana. Te gustaría accionar el interruptor y ver cómo el techo vuelve a cerrarse sin hacer ruido. Como un ojo cansado.
Como tus pensamientos, si pudieras pensar. Pero no te atreves a tocar el interruptor. No sabes si el señor Danisch perderá los estribos si lo haces.
Lo oyes decir en el salón:
—Todo fue muy rápido.
Y la tía Henna responde:
—El chico no sufrió.
Y desde la planta de arriba se oyen los llantos de la madre de Robbie.
—Aquí.
Tu padre ha venido. Lleva puesto su mejor traje. Se ha afeitado y dice que lo siente, y apenas puede controlarse.
—Reacción retardada —lo llama él, y el señor Danisch asiente y le estrecha la mano. Más tarde, los dos hombres se retirarán al sótano, se sentarán en dos banquetas y se pasarán de un lado a otro una botella. Whisky o vodka o coñac. Conoces las reservas de alcohol que tienen los Danisch.
Sabes detrás de qué pila de libros está escondida. Vosotros habéis vaciado la botella de vodka hasta la mitad y la habéis rellenado con agua. Los hombres no lo notarán. El señor Danisch le confesará a tu padre lo culpable que se siente. Buscará un buen pico para destruir esa piscina. Tu padre intentará impedírselo. Más tarde. Pero ahora tu padre no te quita la vista de encima. Es la misma mirada con la que te ha mirado cuando tu hermana entró corriendo en casa, trayendo la noticia de la muerte de Robbie. Conoces el problema de tu padre. Puedes leer en sus ojos. Se imagina que te ha pasado a ti. Como si algo así pudiera pasarte. Tu madre piensa lo mismo. Apenas se comunican entre ellos, pero cuando lo hacen, usan una misma frecuencia de ondas.
—Bueno, bebe.
Tu padre te ofrece una botella de cerveza. Eres demasiado joven para beber cerveza. Trece años es demasiado joven. El café está bien, pero la cerveza es tabú. Sin embargo, la muerte de Robbie hace que tu padre te vea con otros ojos. Él ni sabe la edad que tienes. A partir de hoy todo es posible.
Bebe.
—Gracias.
Bebes un sorbo y luego haces girar la botella entre tus dedos, como has visto hacer en la televisión. Tu hermana se ha despertado y bebe de su CocaCola. ¡Cuánto no darías ahora por una CocaCola!
Estáis delante del ventanal. Pensaste que todos evitarían mirar a la piscina. Pero todos la miran, como si a cada momento pudiera suceder algo y hacer que el tiempo retroceda, para que Robbie pudiera salir ileso del agua.
La nieve cae con fuerza a través del techo. Te gustaría que cayera más suavemente. Pero la nieve ya no quiere caer suavemente, es una avalancha.
—Todavía no lo puedo creer —dice el señor Danisch, y se muerde el labio inferior. Os reflejáis en el cristal de la ventana.
Tu hermana es la primera en apartarse y encender el televisor. La tía Henna le dice al oído que eso no está bien. Tu hermana le dice cuál es la serie que empieza ahora. La tía Henna dice: «Bueno, si es así.» Tú observas la habitación en el reflejo. Ves a tu padre a la izquierda y al señor Danisch a tu derecha. Nadie dice lo que ha sucedido. Tú cierras los ojos. Como una navaja.
Como una puerta. Como una tumba sellada.
Al día siguiente, Dennis te está esperando delante del instituto y te pregunta: —¿Qué pasó?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
Tú pretendes seguir andando, pero él te agarra por el brazo y te arrastra hasta el portal de un edificio. Vuestros anoraks se rozan y producen un ruido susurrante, como si compartieran un secreto.
—¿Cómo que nada? —repite Dennis, y te oprime contra la pared, al tiempo que te aprieta el cuello con su antebrazo, tanto que tienes que erguirte y ponerte de puntillas.
—¡No me vaciles! —dice él, amenazante, y tú puedes ver el miedo en sus ojos, oírlo en sus palabras, y el olor del miedo sale de su boca, y también puedes olerlo.
—Si intentas joderme, chaval, acabo contigo.
—No… pasó… nada —logras decir con esfuerzo.
Dennis te suelta, da un paso atrás y se marcha corriendo.
Robbie se inventaba frases, decía cosas como: «No toda puerta abierta es una entrada» o «Quien ve demasiada luz, arroja sombras». En el instituto lo insultaban diciéndole que estaba loco. A las chicas les caía bien, porque él les hacía cumplidos que ellas nunca entendían del todo, pero que siempre encontraban graciosos. Les decía: «¡Qué bien hueles! Me gustaría soñar con ese olor.» O: «Cuando tú ríes, el sol mira a otro lado.» Los chicos comentaban que su madre había tenido muchas sesiones de rayos X durante el embarazo.
Las chicas juraban que eso tenía que ver con el agua del grifo.
A ti Robbie te caía bien. Tal vez porque también bebías agua del grifo, o tal vez porque pensabas que entendías sus frases. Es cierto que decía muchas tonterías, pero eso es mejor que no decir nada. Como tú. Que eres como un pez. Callado.
Ahora el otro asiento de tu pupitre está vacío, y todos evitan mirar en tu dirección. Los profesores no te llaman a la pizarra. Eres invisible, porque Robbie es invisible. Si ahora mismo te levantaras y salieras, nadie diría nada.
Es una sensación agradable. Tú siempre soñaste con eso: ser invisible. Dos días antes de Navidad. Como un ángel que se oculta en su misma existencia de ángel. Saldrías a pasear por la ciudad y a comer lo que te apeteciese.
Leerías cómics sin comprarlos, irías al cine sin pagar y toquetearías a las chicas. Lo que te viniera en gana.
Así de sencillo.
Sobre la pizarra hay una estrella que una chica ha confeccionado. A la derecha de la puerta cuelga una foto de Robbie. El profesor la ha pegado sobre una cartulina, y vosotros podéis escribir vuestros nombres alrededor de la foto. Te recuerda el yeso de la pierna de tu hermana, todo garabateado, después de que se cayera aquellas vacaciones en que fuisteis a esquiar. Seis semanas después le quitaron el yeso y fue a parar a la basura. Tu hermana estuvo llorando toda una tarde, pues quería salvar aquellas firmas. Te imaginas que el profesor les entregará a los padres de Robbie la cartulina. Lo ves con exactitud en tu mente, ves cómo ellos meten la cartulina en la basura.
Aunque tal vez conserven la foto.
En una ocasión, Robbie tuvo una discusión con un chico de secundaria.
El chico era un roquero de melena hasta el culo, que, en la última fiesta del instituto, había salpicado a todos con cerveza y que solía vender cigarrillos liados por él mismo durante los recreos en el patio. Robbie no tenía ningún respeto. Podía mirar a la gente de un modo tan extraño que uno llegaba a pensar que tenía una pierna demasiado corta. El roquero se dio cuenta de eso y le preguntó a Robbie qué le pasaba. Le preguntó si Robbie no prefería ocuparse de su propia mierda. Robbie se encogió de hombros y respondió: «Muchos pelos en la cabeza no hacen un peinado.» El roquero, sencillamente, se quedó petrificado, como si alguien lo hubiera desenchufado. Y entonces Robbie se alejó y jamás volvió a mirar con esos ojos al roquero. Sabía bien lo que le convenía. Jamás iba demasiado lejos. No era tonto. Cuando alguien lo desafiaba, él decía: «No, deja eso, ¿o un muñeco de nieve puede mear en el fuego?» Y entonces se echaba a reír. Podía reírse de buena gana, siempre te lo pareció.
Dos chicas se te acercan durante el recreo. Te preguntan cómo lo llevas, si lo viste en la piscina y qué sensación tuviste, «pues a fin de cuentas erais amigos, ¿no?; tiene que ser una sensación rara, ¿no?». Y mientras ellas hablan, tú observas su aliento, que se disuelve en nubecitas delante de sus labios y se une al aire, y entonces te preguntas qué pasaría si inhalaras esas nubecillas de aliento, si de ese modo podrías saber lo que han comido o bebido o lo que han pensado en las últimas horas. Tal vez esas volutas de aliento sean jirones del alma. Si fuera así, les absorberías el aire de los pulmones en pequeñas raciones, para que se callaran por un rato.
En el segundo recreo te quedas en el aula. El monitor empuja a un grupo de chicos hacia el patio pero te ignora. Estás otra vez junto a la ventana, y eres invisible. Es muy solitario eso de ser invisible. Es un poco como estar mojado bajo la lluvia. No tiene lógica.
Te saltas la última hora y te vas a casa. Te levantas en medio de la clase y dejas el aula. El profesor ni siquiera te mira. Es una sensación agradable.
Eres el último soldado de ese invierno. Las navidades sólo se celebrarán si tú quieres. Pero tú no sabes lo que quieres. Tu madre está otra vez en casa de los Danisch; tu padre trabaja, tu hermana está en el colegio, y tú abres la puerta de la casa y te ves solo.
—Estoy solo —dices, y cambias el auricular al otro oído—: tenemos que hablar.
—No.
—Si no vienes, iré a la policía.
—Joder, tío, vaya mierda.
Dennis cuelga, y tú sabes que vendrá. Estás de pie junto a la ventana, esperando. Te tocas la garganta, que te duele, y recuerdas el miedo. Todo se oculta en los ojos, en la boca, en las palabras. La rabia, el miedo, el deseo.
Dennis se vendrá abajo. Lo has visto. Y si Dennis se viene abajo, todo se vendrá abajo. Como un castillo de naipes. Como el hielo después de un largo invierno. O como una mentira cuando ésta se topa con la verdad.
Os conocéis del barrio. Dennis, Robbie y tú. Dennis es dos años mayor.
El verano pasado estuvo sacándoos durante tres meses vuestra paga, y a cambio podíais tocar a su prima. La prima Rita. Y en una ocasión pasasteis la noche en casa de Dennis, y él os apremió a que ambos os satisficierais mutuamente. Estuvo bien mientras mantuviste los ojos cerrados y te imaginaste que era Beate, la de tu clase, hasta ahí estuvo bien. Más tarde, Robbie, por supuesto, hizo sus chistes. Primero te sentiste avergonzado. Y Dennis dijo que Robbie debía parar, o le iba a meter una hostia. Pero Robbie le hizo un gesto de rechazo, como hacía siempre, y se calló. Dennis, Robbie y tú. Os conocéis del barrio.
Observas el reloj. Necesitas algo para frenar el miedo que se refleja en los ojos de Dennis. Quieres robarle las palabras hasta que ya no tenga aliento.
Y todo para controlar el miedo. Tienes que convencerlo de que es algo peor que un codazo que le dejará sin aire. Peor que un puño repartiendo dolor.
En el sótano de tu padre, donde están las herramientas, encuentras el martillo adecuado. Tiene la cabeza de plástico y es tan pesado que parece estar hecho de hierro. Eso bastará. Coges el martillo y te lo llevas arriba, y lo escondes debajo de los cojines del sofá. Poco a poco ya va siendo hora. Miras de nuevo el reloj, y en eso llaman a la puerta.
—Entra.
—No sé.
—Vamos, entra, Dennis.
Pasa por tu lado y se detiene en el recibidor, indeciso. Te saca un palmo, no tiene motivo para estar preocupado.
—Siéntate.
Dennis te sigue hasta el salón y se sienta. En el borde del sillón, la mirada inquieta. Ves el rastro húmedo que sus botas han dejado en el suelo.
Tendrás que limpiarlo más tarde, de lo contrario a tu madre le dará algo.
Dennis está intranquilo. Su anorak cruje. Te alegra no llevar puesto el tuyo.
Ya no sois iguales. Él es él, y tú eres tú.
—¿De qué quieres hablar? —pregunta.
—Todo ha de quedar entre nosotros.
—Sí, claro.
—No quiero que te alteres, Dennis.
—¿De qué hablas? ¿Qué estás diciendo?
—He dicho que no quiero que te alteres.
—¿Estás loco? Yo no tengo nada que ver con lo que pasó.
—Justo a eso me refiero.
—¡¿Qué?!
Sacas el martillo de debajo de los cojines, y al hacerlo no pierdes de vista a Dennis ni un instante. Te inclinas hacia delante y le rompes el codo de un solo golpe. Es tan sencillo como responder a una pregunta.
Era la segunda vez ese año que el caos de la nieve paralizaba la ciudad y se suspendían las clases. Robbie llamó poco después del desayuno y te dijo que el agua estaba caliente y que sus padres habían salido y que quien no se bañara ese día, en medio de aquel invierno, en una piscina climatizada, era porque la tenía muy pequeña. No hiciste caso al comentario, te fuiste de inmediato a casa de los Danisch en compañía de Dennis.
Era de ensueño. Abristeis el techo y os pusisteis a flotar en el agua caliente, mientras el viento helado soplaba por encima de vosotros, haciendo que se os congelaran las puntas de los pelos, mientras los copos de nieve se depositaban en vuestros rostros como una lluvia de agujas frías. En ese momento la nieve caía todavía silenciosamente, en ese momento la nieve era una delicia que el cielo arrojaba con cariño.
Nadasteis desnudos, os perseguisteis a lo largo de la piscina y jugasteis a tiraros del pene. El que hacía de cazador, tenía que coger a otro y tirarle del pene, entonces quedaba libre y el otro pasaba a ser el cazador. Era tu turno, y las reglas decían que no podías salir de la piscina.
Dennis y Robbie saltaron por encima de ti, dando gritos, y tu perseguiste sus pálidos traseros como si fueran unas boyas luminosas. Robbie era bajito y ágil, y condenadamente rápido. Cada vez que se te escapaba, oías alguno de sus dichos: «Un par de leños en la chimenea no hacen un bosque.»
«No todo espíritu está en una botella.»
«Quien tiene muchas cosas en la cabeza, no tiene que preocuparse de la fuerza de gravedad.»
Dennis se reía de los dichos. Por lo menos al principio. Pero cuando le tocó a él ser el cazador, y Robbie se le escapaba, empezó a ponerse furioso poco a poco.
—¡Cierra el pico! —le gritó.
Robbie respondió:
—No todo pozo profundo contiene buena agua.
Tú quisiste alertar a Robbie, recordarle que un muñeco de nieve no puede mear sobre el fuego, pero mantuviste la boca cerrada, porque a fin de cuentas era un juego, diversión, y a ti te había costado bastante trabajo pillar a Robbie. Además, te gustaba que Dennis sufriera un poco.
—Una frasecita más y ya verás —dijo, y guardó silencio.
—¿Ya veré qué? —preguntó Robbie, y se alzó en el borde de la piscina, con los puños cerrados a ambos lados del cuerpo, el mentón levantado hacia delante. Su pene se le había encogido a causa del frío y parecía una nuez con nariz. Tú estabas a su lado y temblabas de frío. Hubieras podido pasarte el día jugando a cazar pililas, porque el frío no te importaba, pues sabías que te esperaba el calor de la piscina. Pero la alegría previa había sido mejor que el juego.
—¿Quieres saber lo que verás? —preguntó Dennis.
Robbie asintió.
—Pues te voy a estampar una hostia y lo verás.
—Vamos, no seas aguafiestas —dijo Robbie, y saltó por encima de Dennis, describiendo un elevado arco, para aparecer luego en el otro extremo de la piscina, mucho antes de que Dennis consiguiera llegar a la mitad.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Robbie—. ¿Es que te has movido?
—Cierra el pico —le gritó Dennis—, de lo contrario te lo cierro yo, ¿entendido?
Robbie se quedó dentro del agua. Extendió los brazos y los colocó sobre el borde de la piscina. Reflexionó. Se esforzaba, quería arrinconar todos los dichos y frases de este mundo.
—Ocho centímetros —dijo—, ocho centímetros son un corto final.
Dennis está apoyado en la pared, lloriqueando, cubriendo su codo con la mano.
Tú estás sentado de nuevo en el sofá, y todo está listo. Una tablilla, gasa, un par de calmantes, de esos que siempre toma tu madre cuando tiene esos días.
—¿Cómo… cómo has podido…? ¡Joder, tío…! ¡Mi brazo!
Dennis es ahora más joven que tú. Más débil. Te tiene miedo. Y tú esperas que ese miedo aumente.
—Ni una palabra —dices.
—Tú, maldito…
—Ni una palabra —repites.
El martillo de goma está en la mesita de centro, en medio de vosotros.
Dennis lo mira fijamente.
—Si lo prefieres, puedo romperte el otro brazo —le dices, y Dennis se muerde el labio inferior y sigue lloriqueando en voz baja.
Él persiguió a Robbie por la piscina. Sin pausa, en serio. Dennis salió del agua, ignorando por completo las reglas. Pero a Robbie no se le podía atrapar. Aquello hubiera podido seguir así eternamente. Y cuando Robbie, por enésima ocasión, pasó nadando por tu lado, tú interviniste finalmente.
Sucedió. No hay que buscarle ninguna explicación, tu instinto te dijo: «Agárralo.»
Dennis soltó un grito de triunfo y empezó a acercarse, nadando.
—No hagas ninguna tontería —dijo Robbie, intentado liberarse de su presa.
—Quiero que digas un dicho —le exigiste.
—Suéltame —replicó Robbie, y había miedo en su voz.
—Primero un dicho.
Dennis se acercaba cada vez más.
Robbie empezó a dar golpes a diestro y siniestro.
Tú lo agarraste con más fuerza.
—No me sé ninguno —dijo.
—Sólo un dicho, Robbie —repetiste, y reíste, pues era algo tonto, algo realmente tonto, pero de todos modos para ti era importante oír uno de aquellos dichos. Robbie era el maestro de las palabras. Para ti era un misterio cómo podía tener siempre una frase ingeniosa a mano. Y jamás se repetía. En una ocasión había afirmado que se debía a la sangre china que corría por sus venas. Y al decirlo había cruzado los dedos, ya que, por supuesto, no había ningún chino en su familia.
—Vamos, dilo —le insististe—, un dicho y te suelto.
Robbie cerró los ojos, se concentró y dijo:
—Si el gato fuera un caballo…
Pero no pudo decir nada más.
Dennis os había alcanzado, y estaba hecho una furia.
—Dilo otra vez —le exigió.
Robbie se dio la vuelta.
—¿El qué?
Dennis le pegó en la oreja, se oyó un sonido seco, las salpicaduras del agua te llegaron a la cara, y la oreja de Rob bie se tiñó de rojo.
—Dilo otra vez —repitió Dennis.
—¿Lo de la fuente?
—Lo de la pilila, hijo de puta.
—Yo no he di…
De nuevo un golpe, salpicaduras de agua, Robbie torció el rostro, tus manos estaban todavía aferradas a sus brazos. La nieve te pinchaba en la cara, de modo que tuviste que entornar un poco los ojos.
—Ya basta —dijo Robbie de repente, muy serio, y te miró. Te miró a ti.
Como si hubieses sido tú el que le había pegado. Pero tú no lo habías hecho.
Así que le sonreíste y le respondiste:
—Dime un dicho.
—¡Suéltame!
—Dilo otra vez —exigió Dennis detrás de él, y volvió a pegarle.
A partir de ese momento, Robbie empezó a dar patadas en serio a su alrededor.
Le hiciste una llave de estrangulamiento, y Dennis se acercó como una nube oscura y lo hundió, lo dejó emerger de nuevo y le dijo: —Conque ocho centímetros, ¿eh? ¿Dijiste ocho centímetros?
—¿Dije eso?
—Ocho centímetros, yo lo oí, ¿o es que no lo oí?
—Quien hace muchas preguntas —dijo Robbie, jadeante— es porque no tiene sentido del humor.
Tú soltaste una carcajada que fue un bramido. Pánico y nerviosismo. Te hervía la sangre. Dennis volvió a sumergir a Robbie. Tu sangre excitada te hacía sudar en el agua. Robbie lanzó un golpe y te alcanzó en la cadera. Y entonces emergió de nuevo. Tú no podías parar de reír.
—Dime otro dicho —dijiste—, otro dicho y quedarás libre.
Te gustaba este juego más que el de cazar pililas. Te gustaba, porque tenías a Robbie bien agarrado, y porque te caía bien Dennis: por su rabia y su desesperación. Había días en que Dennis te caía mejor que Robbie. En días como ése. Dennis jamás se reía cuando tú te corrías y no querías abrir los ojos.
Entendía que estabas soñando con chicas. Y decía siempre: «Puedes cerrar tranquilamente los ojos, así es mejor.» Y Robbie siempre decía: «No te me corras encima de la camisa, tío.»
—Un dicho, Robbie —le exigiste—, dilo ya.
Robbie te escupió en la cara, y, por fin, tú también sentiste ganas de sumergirlo.
Os lo pasasteis de un lado a otro, de un lado a otro, y mientras lo hacíais os fuisteis desplazando del borde de la piscina. Robbie se fue debilitando, entornaba los ojos, intentaba coger aire. Y cuando Dennis dijo que ya bastaba, tú pediste, por enésima vez, tu dicho, pero a Robbie no se le ocurrió nada, sencillamente, no se le ocurrió nada. Así que le rodeaste la cadera con tus piernas, y lo abrazaste con fuerza.
Y os hundisteis.
Y Dennis se largó.
Y Robbie y tú… Robbie y tú os hundisteis.
Simplemente.
Dennis no habla. Le tiembla el mentón, tiene los ojos vidriosos, se ha tomado tres pastillas. Te preguntas cómo sería su mirada si lo hubieras obligado a tragárselas todas.
—Esto queda entre nosotros —le dices en la puerta.
Dennis no puede ni mirarte. Las lágrimas le corren por las mejillas. No es por los dolores, y tampoco es por Robbie. Está llorando por miedo, miedo de ti.
—Bien —dices, y cierras la puerta.
Más tarde te ocultaste en la nieve. Viste cómo el cadáver de Robbie flotaba a la deriva en medio de la piscina. Su culo tenía un brillo más claro que su espalda, y los omóplatos eran como dos pequeñas colinas, mientras que el cabello se desplegaba alrededor de su cabeza como si hubiera cobrado vida propia. Te alegró que permaneciera boca abajo, con el rostro metido en el agua. La nieve lo rodeaba como una cortina furiosa. Una niebla fina se elevaba de su espalda. Como si el cuerpo ahora sólo pudiera respirar a través de la piel. Como si su alma se disolviera en una bruma.
El coche de su madre se detuvo en la entrada con un chirrido de neumáticos. La señora Danisch bajó. Sus pasos por el camino de la entrada resonaron en la nieve. Llevó las compras hasta la cocina, y entonces oyó el silencio. Gritó el nombre de Robbie. No podía saber que a partir de entonces ya no podría gritar nunca más el nombre de su hijo. Y entonces se asomó al ventanal que daba al jardín, y descubrió a Robbie en la piscina. Esperaste el tiempo necesario para que ella lo descubriera. Así tenía que ser. No querías dejar a Robbie solo. Y cuando su madre pegó aquel grito, tú te levantaste de tu escondite tras la nieve y te fuiste a casa.
Es la noche después. Después de Robbie, después de Dennis, después de ti. Te has escabullido y trepado por encima de la verja. La llave cuelga en un gancho junto a la puerta del jardín. Te has desvestido y has puesto tu ropa en una pila bien ordenada sobre una silla.
El agua está tibia. El techo se desliza y se abre, la noche es tan vasta que parece que tu vida no tiene principio ni fin. Yaces de espaldas y te dejas llevar. Estás desnudo y tranquilo. Después de la muerte de Robbie, estuviste seguro de que muchas cosas llegarían a su fin. Pensaste que jamás volvería a haber un cielo estrellado. Estuviste seguro, además, de que la nieve cubriría el mundo entero y que se iniciaría una nueva glaciación.
Y ahora, sobre ti, brillan millones de estrellas, y ha dejado de nevar.
«Todo fin es un comienzo.»
Flotas inmóvil y quieto en el agua, miras fijamente el cielo sobre ti. Los padres de Robbie duermen, tus padres duermen, el mundo te ha dado la espalda. Pero así está bien. Sientes como si tu alma fuera a desprenderse en cualquier momento de tu cuerpo, ascendiendo hacia la noche. Como nieve en marcha atrás. Y allí arriba tu alma se encontraría con la de Robbie.
Probablemente él te esté esperando. Mueves los brazos muy ligeramente.
Tienes un pensamiento, y ese pensamiento te hace sonreír. «Pues vas a esperar mucho tiempo», piensas, y mueves los brazos como un ángel que deja reposar sus alas por un rato.
Y así empezó todo.