RAGNAR

El año después de la muerte de tu padre viviste en varios pisos compartidos y nunca saliste de Berlín. Eras un punk, un revolucionario, estabas ávido de mundo, pero al mismo tiempo lo despreciabas. Necesitaste ese año para llenarte de valor y llamar a tu casa. Oskar cogió el teléfono después del segundo timbre, como si hubiera estado esperando tu llamada. Si tu madre hubiese contestado, hubieras colgado sin decir palabra.

—Oye, hermanito, ¿me has echado de menos?

A Oskar aquello no le pareció gracioso, no le pareció gracioso nada de lo que le dijiste. Tu historia le sonaba poco convincente: que estabas hasta las narices de vuestro padre, que Berlín siempre había sido tu sueño. «Ser libre significa estar vivo.» Murmuraste algo así como que lo sentías, que sentías no haber llamado antes. Y entonces Oskar interrumpió tus excusas diciendo:

—Él está muerto.

Sin nombres, sin apelativos. Sencillamente «él». Sabías que tenías que hacerte el sorprendido. Pero no funcionó. Tú eras tú, y nada podía evitarlo.

Así que sólo dijiste: «Vale», y sentiste alivio.

Era verdad.

Un perro se detuvo junto a la cabina telefónica, levantó la pata trasera y meó en el cristal. Tú le diste una patada al cristal, y el perro retrocedió asustado, dejando un amarillento reguero en zigzag sobre la acera.

—¿Cómo pudiste dejarnos solos? —preguntó tu hermano.

—No lo sé.

—¿Qué respuesta es ésa?

—Si nadie hace nada, tampoco pasa nada.

Oskar colgó. ¿Qué respuesta tan estúpida había sido ésa?

No podías endilgarle a tu hermano pequeño esos discursitos de revolucionario, además, era una frase que habías leído en un calendario.

Original no era.

Volviste a llamar. Oskar te preguntó qué querías. Te disculpaste. Y él te hizo saber que no se iba a dejar vender esa moto, que eso no le servía de nada. No pudiste por menos que reír. Oskar era un bocazas para ser un chico de trece, y eso fue exactamente lo que le dijiste, aunque sabías que tenía catorce. Querías irritarlo, para que fuera otra vez tu hermano y no siguiera ladrándote como cualquier adolescente cabreado.

—Ragnar, tengo catorce, y tú eres un auténtico cabronazo, demasiado hijo de puta para ser mi hermano.

—¿Ah, sí?

—Sí. Y si te molesta lo que te digo, pues que te den.

Silencio. Los dos os habéis quedado escuchando la respiración del otro, entonces Oskar no aguantó más y se echó a reír, y tú reíste con él. Eso te produjo tal alivio, fue tan liberador, que en ese momento hubieras dado lo que fuera por estar junto a él.

—Te odio.

—Lo sé.

—¿Cómo pudiste desaparecer?

—Lo siento.

Y apareció de nuevo el silencio, esta vez lo interrumpiste tú.

—¿De verdad que está muerto?

—Un paro cardiaco. Lo encontraron en casa de otra mujer.

—¿Qué mujer?

—Ni idea. Tiene otro hijo. Un chico. El cabrón tenía dos familias, ¿te lo podías imaginar?

Asentiste y evitaste responder a su pregunta:

—¿Cómo está mamá?

Él te lo cuenta todo, te dice que fue como una presa que cede bajo la presión del pasado. Te enteras de cómo han vivido, de que la muerte de vuestro padre lo ha cambiado todo. Te informas sobre los amigos que ahora podían pasar por casa, de las risas que llenaban el piso.

—La tía Mara y la tía Joos estuvieron aquí. Media Noruega ha venido a visitarnos, y tú te lo has perdido, tío, te lo estás perdiendo, de verdad —dijo Oskar, y quisiste gritarle: «¡Estoy en Berlín! ¡Estoy allí donde hasta los osos bailan, así que no vengas a contarme que me estoy perdiendo nada!»

Cuando Oskar quiso saber cuándo volverías, le explicaste que no sabías, que tenías un trabajo, que te las arreglabas, o que tal vez pronto pasarías. Fue una mentira más. No querías volver a ver aquel pueblucho vuestro. Y Oskar debió de haberlo sospechado, porque no volvió a hacerte jamás esa pregunta.

A lo largo de los nueve años siguientes creció la distancia entre vosotros. Cuando Oskar acabó el instituto, se mudó con vuestra madre a Noruega, al viejo hotel, que por entonces estaba cerrado y necesitaba con urgencia una rehabilitación. Ulvtannen, el único hotel de playa del mundo que no tiene playa. Tu madre siempre había soñado con regresar.

Mientras tu hermano empezaba una nueva vida en Noruega, tus raíces en Berlín se consolidaban. Tenías trabajillos: repartir publicidad, turnos nocturnos en gasolineras, auxiliar en obras, camarero, reponedor en supermercados, repartidor de bebidas y vendedor de salchichas en algún kiosco. No había ningún trabajo que hiciera que se te cayeran los anillos, y tal vez todo hubiera seguido así hasta la eternidad si no hubieras dejado embarazada a uno de tus angelitos. Una familia con perro, y tú empujando un cochecito por el parque y por las noches sentado con los colegas en el bar: la vida infinitamente libre de un desempleado en Berlín que no quiere nada más, porque tiene muy poco y necesita muy poco. Todo eso acabó el día en que Flipper apareció en tu vida.

Los años ochenta estaban a punto de expirar. Tú tenías veintitrés años y, desde hacía algunos meses, trabajabas en una tienda de vídeos que vendía cintas prohibidas bajo mano y vivía principalmente de copias pirateadas.

Flipper acababa de llegar de Vancouver, era el primo lejano de un buen amigo y esos días estaba en Berlín. A sus cuarenta y pocos, parecía un hombre de sesenta, y estaba tan cansado de la vida que mantenía los ojos abiertos sólo con mucha dificultad. O como él mismo te contó: «Chaval, he visto tantas cosas que tengo que tomarme un descanso.» Flipper no sólo era el hombre más cansado que se había cruzado en tu camino, era el mayor de los traficantes.

Nochevieja de 1989.

Tu padre llevaba casi una década bajo tierra, y el Muro estaba destruyéndose pedacito a pedacito. Berlín vivía la embriaguez de la libertad, y Alemania aún no sabía que un día estaría ante los restos del Este como ante una tumba abierta.

Los torrentes de personas no se detenían. Venían de todas partes, como si todo el bloque del Este se hubiera vaciado, como si Berlín fuera una puerta de vaivén por la que uno podía entrar y salir cuando quería.

Cada día que empezaba, aquella ciudad era para ti el sitio más excitante del mundo, sólo aquella noche de Fin de Año te sentiste desplazado, fuera de lugar, lo cual tal vez tuviera que ver con el hecho de estar en un bareto lleno de humo junto a la estación de Görlitz, con la boca llena de sangre, escuchando a un viejo que se llamaba Flipper y que te estaba contado toda su vida con pelos y señales.

Te encontrabas mal. Esa misma tarde, un dentista rabioso te había extraído dos muelas del juicio en una operación de urgencia, y tenías la cabeza a reventar, como un retrete atascado que intenta respirar.

Normalmente ya estarías en cama desde hacía rato, pero la terquedad te mantenía en pie. Sólo es Nochevieja una vez al año. Además, te gustaba la compañía de Flipper, aunque con aquel ruido sólo entendías una palabra de cada tres.

Flipper se hubiera divertido más si hubiera tenido por compañía una marioneta. Tú no podías hablar, estabas hasta las cejas de analgésicos, no podías beber alcohol, pero lo de escuchar todavía funcionaba. Y Flipper hablaba sin parar. De su vida en Túnez, de sus experiencias con las drogas, de las mujeres y de los distintos huesos que le habían roto. Te señaló una cicatriz que tenía en la nuca, y te describió el cuchillo con el que casi le cercenan la cabeza. Había estado cuatro años en una cárcel italiana, había pasado a miles de emigrantes mexicanos a través de la frontera con Estados Unidos, y si el destino le tenía reservado un tiempo más, quería marcharse a Alaska un día.

—Por el frío, ¿me entiendes?

Era la cháchara de un yonqui que envejece, que bebía Metaxa y fumaba unos puritos apestosos. Antes tú no tenías ni idea de quién era realmente. Por entonces no podías saber que estarías tres años más tarde al pie de su tumba, llorando. Por Flipper, por ti y por tu padre, pero especialmente por esa sensación de abandono.

Flipper no se apartó en toda la noche de tu lado. Te consiguió bolsas de hielo y apartó la vista cada vez que escupiste sangre en un vaso de plástico.

Hacia la medianoche, el bar empezó a llenarse de gente y ruido, y tú decidiste que tal vez un poco de alcohol podría ayudar a los calmantes. Durante una hora y ocho vodkas con limón te fue bien, chupaste cubitos de hielo y te enjuagaste la herida con alcohol, pero entonces te sentiste mal y tuviste que salir a rastras.

Berlín parecía estar jugando a la guerra.

La lluvia descendió como una cortina centelleante, el viento la agarró y la lanzaba contra las fachadas. De los balcones volaban petardos, y caían ante tus pies, y, en medio de tu embotamiento, viste que un grupo de borrachos intentaba recoger los petardos antes de que explotaran. La Wiener Strasse era una locura. No sabías adónde ir. Al cabo de diez metros, te tambaleaste y casi te caes al suelo. Flipper te sirvió de apoyo, mientras tú te sostenías entre dos coches aparcados. Él te sostuvo la cabeza, apartó de una patada unos petardos chisporroteantes y te limpió el vómito de la boca con la manga de su chaqueta. Un cohete extraviado aterrizó en medio de la calle, y por unos segundos quedasteis iluminados por una luz roja. Flipper te sonrió, y se pareció al mismísimo diablo acabado de salir de una bañera de sangre. Os detuvisteis en el portal de un edificio, el aire a vuestro alrededor olía a azufre y la lluvia que rebotaba sobre la acera os salpicaba hasta las rodillas.

—Vaya Nochevieja de mierda —dijo Flipper.

No querías volver al bar. Preferías quedarte allí de pie toda la noche, respirando profundamente el hedor y el frío de la lluvia. Flipper fumaba y miraba por encima de la calle, como si no estuviera en Berlín, sino muy lejos.

En Tijuana, en El Cairo, en Rabat. Llevaba el pelo canoso recogido en una trenza, no le caía ni un mechón sobre la frente. Contemplaste las arrugas de su cara, que parecían líneas trazadas al carboncillo a la luz de los cohetes que explotaban. Y te juraste entonces que cuando tuvieras cuarenta años no querías tener ese aspecto. Flipper notó tu mirada y te sonrió. Tenía los dientes de un color blanco radiante.

—¿Todo bien?

Asentiste. Poco a poco empezó a gustarte el hecho de que no pudieras hablar.

—¿Tienes algún problema con la coca?

Te encogiste de hombros, el alcohol y la marihuana habían sido hasta ahora tus únicos pecados, pero si Flipper pensaba que en este estado la coca te haría bien, tú serías el último en decir que no. Era Año Nuevo, y había que tener nuevos propósitos, tomar nuevas decisiones.

—Tengo un paquetito aquí.

Tomó una calada de su purito, con cada palabra que decía exhalaba humo.

—¿Puedes guardármelo?

Escupió.

—¿Por un par de días?

Asentiste de nuevo, entonces Flipper te pasó la mano por la cabeza, como si tuvieras diez años, y te preguntó dónde vivías. Brazo sobre hombro, bajasteis por la Skalitzer Strasse. Tu época de okupa había llegado a su fin el año anterior, cuando conociste a tu ángel número once. Ella era enfermera, y el piso en aquel edificio tan chic estaba a su nombre, tres habitaciones en la Prinzenstrasse, con un pequeño balcón que daba al patio interior.

—Mejor alguna vista que ninguna —dijo Flipper, y dejó la puerta del balcón abierta. Oíais la ciudad, oíais la lluvia y estuvisteis charlando hasta las nueve de la mañana. El dolor en tu boca había disminuido, y ahora hasta podías articular las palabras. Fue la mejor conversación de tu vida. Flipper se mostró interesado, quería saberlo todo sobre ti; y tú lo soltaste todo como nunca antes lo habías hecho. También le hablaste de tu padre, sobre todo le hablaste de tu padre.

—Así que te lo cargaste —dijo Flipper al final.

Tú sólo lo miraste, sin saber lo que debías responder.

—No, está bien —siguió diciendo Flipper—. Es bueno que lo hayas soltado de una vez. En fin, si me preguntas a mí, te perdono. El resto tienes que resolverlo tú solito.

—No hay nada que perdonar —fue lo que dijiste tú.

Flipper asintió como si no hubiese esperado otra respuesta. Luego dijo algo que no has podido olvidar hasta hoy y que te insufla valor en los momentos más difíciles.

—Tu padre hubiera hecho exactamente lo mismo. Él no hubiera tenido piedad contigo. Hiciste bien.

El ángel número once llegó a las once a casa de su turno en urgencias, y os preparó un revuelto; luego dijo que debíais dormir, y te llevó a la cama.

Flipper, con una manta, se acomodó en el sofá del salón. Dormisteis hasta la tarde y os encontrasteis luego en el cuarto de baño. Flipper llevaba puesto tu albornoz y se parecía mucho a Christopher Lee.

—He hecho café —dijo.

—¿Desde cuándo estás despierto?

—Desde hace diez minutos.

Te metiste bajo la ducha, y luego tomasteis café. Flipper no mencionó ni una sola vez lo del paquetito. Hizo dos llamadas y luego estuvo sentado en el retrete una media hora. Cuando sonó el timbre de la puerta, abriste, pero allí no había nadie. Sólo una bolsa de papel sobre el felpudo.

—Buen servicio.

Flipper estaba de pie detrás de ti, subiéndose la cremallera de los pantalones. Estiró la mano por tu lado y levantó la bolsita de papel del suelo, la sopesó y te la entregó. Luego cogió su mechero y el paquete de puritos de la mesa, se puso el abrigo y se despidió con un apretón de manos.

—Ahora tengo que irme, y mantén el ánimo.

Fue la última vez que lo viste con vida. El olor de sus puritos se mantuvo durante cuatro días en el piso, pegado a las cortinas y al sofá.

En la bolsa estaba el paquetito. Tú jamás lo tocaste, lo metiste en el armario de la ropa y allí lo dejaste olvidado. Supiste desde el principio lo que había que hacer. Por instinto. Seis semanas después, Flipper te telefoneó.

Eran las tres de la madrugada. Flipper estaba haciendo una escala en Vladivostok y quería preguntarte si podías llevar aquel paquetito a Dahlem y entregarlo.

—¿Ahora mismo?

—Si no tienes nada mejor que hacer…

No tenías nada mejor que hacer, así que subiste a tu bicicleta y fuiste hasta Dahlem con el paquetito. Hacía un frío insoportable, pero disfrutaste yendo en febrero a través de la ciudad dormida. Era algo salvaje, era distinto, era la vida.

Esa mañana conociste a tu segundo traficante. Marcel Tanner te recibió con una taza de té y una pipa bien cargada. Fue amistad a primera vista, y Tanner se convirtió en los años siguientes en tu mentor, antes de que dejara el trapicheo y entrara en tu empresa como accionista. Desde entonces has sabido mantener el círculo en unas dimensiones pequeñas, porque ser pequeño significa estar a resguardo, lo pequeño es fácil de controlar. El esfuerzo valió la pena. La empresa tiene ahora tres accionistas, además de un informático, un técnico de laboratorio y dos abogados. Os habéis convertido en una pequeña familia muy cohesionada y en la que hay confianza mutua. Y aunque no lo vas a admitir nunca, aquella vez actuaste como quería tu padre.

Todo comienza y acaba con la disciplina.

El chico que está delante de ti sabe lo que es la disciplina. El cañón del arma presiona contra su cabeza, y la cabeza cede un poco, el chico no ofrece resistencia, no se encoge. Te recuerda un poquito a ti mismo, aquella vez, cuando estuviste frente a tu padre y levantaste el mentón en gesto desafiante, y soportaste la paliza sin mostrar un ápice de debilidad. La debilidad solía encender a tu padre. No venirse abajo, jamás ponerse de rodillas. «Morder, siempre morder.» Sin esas mordeduras jamás hubieras venido a parar a Berlín. Estarías todavía en tu pueblucho, serías un tonto más, alguien que teme a su padre y a la vida.

Tal vez sea el parecido, o tal vez sea la circunstancia de que llevas dos minutos de pie junto al chico, con la pistola contra su cabeza. A partir de cierto tiempo, cualquier amenaza pierde su efectividad.

Dejas caer el arma.

El joven no se mueve, mantiene la cabeza ladeada, desconfía.

«Como Oskar y yo.»

Sientes un cosquilleo en la espalda y tienes la sensación de que tu hermano muerto te está observando desde su sillón. «Él está muerto, ya no ve nada», te dices, y te preguntas qué consecuencias desencadenará su muerte y a quiénes tendrás que dar la noticia. Hay un montón de gente que debe saberlo. ¿Qué les vas a decir? ¿Cómo se lo vas a explicar?

—¿Todo bien? —pregunta Tanner.

Asientes, aunque tus pensamientos están muy lejos, tanto que casi te da vergüenza. Si tu hermano muerto supiera lo que estás pensando ahora mismo, regresaría de entre los muertos para estrangularte. Ya nada se puede reparar. Y aunque lo sabes, desearías poder sacar ahora el móvil, como si nada, y llamar a Majgull. Echas de menos su voz. Ella sabría qué hacer.

Ahora sería una gran ayuda para ti.

Dos años después de la caída del Muro tu negocio prosperaba y tú empezabas a trabajar con correos, lo mismo si se trataba de drogas, de armas o de antigüedades. A ti, en realidad, qué fuera el producto no te interesaba.

Tú eras el supervisor de la logística, y en eso eras de los mejores. Con tu empresa, te habías labrado una posición que te permitía dirigir el mercado, como un director de orquesta, pero en la sombra. Quien quisiera seguridad para su mercancía, tenía que recurrir a ti. Ya entonces eras consecuente y estabas entusiasmado con lo que hacías, ávido, hambriento. Tú mismo dictabas las reglas, y nadie las rompía. Sin esa coherencia ni esa avidez te hubieras quedado trabajando en aquel videoclub.

1992 fue un año dorado. La empresa se había establecido, tus contactos llegaban hasta Australia y el mercado asiático quería hacer negocios con vosotros. Tampoco podías quejarte en lo privado. Estabas con el ángel número catorce. Se llamaba Helen, estaba embarazada de siete meses y, a mediados de mayo, se convertiría en la madre de Darian. El mundo parecía estar lleno de sorpresas positivas, y también la llamada de tu hermano se sumó a esas sorpresas, sin duda. Oskar ya estaba harto de aquella distancia entre vosotros y dio un paso en dirección a ti.

Te invitó a su boda.

Por vuestras pocas conversaciones telefónicas, sabías que había conocido a una mujer, pero no sospechabas que la cosa fuera tan en serio. No habías visto a tu hermano en once años. Por pura intuición, te habías mantenido alejado de él. Quizá, sencillamente, tenías miedo de presentarle al nuevo Ragnar. Quién sabe. En cualquier caso, nadie podía saber lo fatal que sería ese encuentro entre vosotros. Fue un error que jamás debiste cometer.

Actuaste espontáneamente.

La invitación de tu hermano llegó en el momento justo. El éxito implicaba mucho estrés. Necesitabas un respiro. Tanner fue el único en decirlo abiertamente:

—Nada de llamadas, nada de preguntas, nada de Berlín. Sé un extraño en tierra extraña, del resto me ocupo yo.

Cogiste el coche. Desde Rostock partía tres veces al día un trasbordador hasta Trelleborg. Te quedaste en la cubierta del barco, reflexionando sobre todos esos últimos años. La empresa, tu ángel embarazado, tus éxitos. Fue muy purificador hacer un resumen. «Voy a ser padre», pensaste entonces, y te preguntaste para qué podía servir eso. Cuando el barco atracó, atravesaste Suecia sin detenerte y sólo paraste al cruzar la frontera para pasar la noche en suelo noruego.

No sabías qué esperar. Tal vez un momento de iluminación, con las voces ebrias de tus antepasados llamándote, de buen humor, algo así.

Pero nada de eso sucedió, fue una noche como otra cualquiera. Por la mañana te inundó una calma agradable, una calma que te acompañó hasta el lejano norte. Para ti era importante recorrer todo el camino conduciendo tú solo. Era tu propia forma de meditación. Estar solo. Sin los pensamientos de otro.

Por supuesto te equivocaste de carretera y tomaste la que no llevaba al hotel de la playa, de lo contrario, todo hubiera sido demasiado perfecto.

Llegaste a un pueblo llamado Lunnis y le preguntaste a un chico que estaba sentado al borde de una fuente, mientras sujetaba por la correa a un perro bastante flacucho. El chico saltó de la fuente, te hizo doblar la esquina y te enseñó el acantilado que se alzaba como el brazo furioso de un gigante con el puño en alto.

—¡Ulvtannen! —dijo el chico.

Miraste hacia arriba y sólo viste una basta pared de roca. Oskar no había mentido, el hotel sólo podía verse desde el fiordo.

Quién sabe, tal vez tus antepasados tenían un extraño sentido del humor y pensaron que alguna vez el fiordo podría trepar por el acantilado, hasta el borde, con lo cual el hotel podría convertirse por fin en un hotel de playa. O pensarían que la playa de guijarros que estaba al pie del acantilado sería suficiente para atraer a los turistas. Pero en fin, pensaran lo que pensaran tus antepasados, lo cierto es que nada consiguió quitarles la idea de la cabeza, y construyeron un hotel de playa que recuerda una de esas suntuosas mansiones de la época colonial.

Te metiste de nuevo en el coche y encontraste la carretera.

«Como salido de un cuento de hadas», fue tu primer pensamiento cuando el hotel apareció ante ti tras la última curva. Un imponente abeto del Cáucaso se alzaba a la izquierda del hotel, arrojando su sombra sobre la fachada. Eso te recordó que antes había allí únicamente abetos, todo un bosque, lo cual debió ofrecer una vista muy especial: centenares de abetos meciéndose al viento.

«El hogar.»

El hotel había quebrado a finales de los años setenta. La familia se había dispersado por el mundo y ya no quería invertir más dinero en el viejo edificio. Conocías el hotel sólo por fotografías, tu padre jamás mostró interés en viajar con vosotros al lugar donde había nacido tu madre. Oskar había hecho un gran trabajo. Desde su llegada a Noruega, hacía cuatro años, tu hermano trabajaba para salvar el hotel. Había pintado la fachada, renovado las instalaciones de agua y electricidad, y mejorado el techo.

Era un nuevo comienzo. En aquellas fotografías, el hotel no tenía un aspecto tan estupendo.

Aparcaste el coche en la subida y bajaste. Estabas a punto de sacar el equipaje del maletero cuando se abrió de golpe la puerta de doble hoja, y allí estaba tu hermano pequeño. Si te lo hubieras tropezado por la calle, no lo hubieras reconocido. Hasta ese momento, el que había seguido habitando en tu cabeza era aquel chico de doce años que te robaba tus cómics y se acurrucaba a tu lado, sin llamar la atención, para que tú lo protegieras del mundo.

—¡Ragnar!

Fue una sensación agradable abrazarlo.

Fue como llegar a casa.

El hotel de la playa tiene doce habitaciones, repartidas entre la primera y la segunda planta. Las habitaciones tienen vistas al fiordo, y en cada una de las plantas, rodeándolas como un cinturón, hay una terraza. Cuando uno está en ella y mira hacia abajo, el fiordo te devuelve la mirada desde el fondo.

Tu madre vivía entonces en la planta baja, y tu hermano había ampliado la de arriba, para él y para su prometida. Había derribado paredes y creado espacios muy amplios. La segunda planta todavía no había sido casi tocada por las reformas. Escogiste la única habitación que estaba lista, y te quedaste un rato en la terraza, mirando hacia abajo, hacia el fiordo, antes de ir a ver a tu madre.

Ella rompió a llorar de inmediato y no paró de acariciarte, como si quisiera comprobar que eras tú de verdad. No te hizo ningún reproche, y recalcó una y otra vez lo mucho que te parecías a tu padre. No era una comparación agradable, pero tú no dejaste que se te notara.

Ese día aún no podías saber que un tumor estaba a punto de extenderse por el vientre de tu madre. Le quedaba medio año de vida. Tu segunda visita a Ulvtannen fue para asistir a su entierro.

Después de la cena bajaste con Oskar por la carretera hasta el pueblo.

Te presentó a amigos y conocidos, y apenas entendiste una palabra. Tu noruego se había oxidado, y tenías que responder en inglés. La gente te cayó bien, todos te acogían como a un hijo pródigo, pero tú tenías otros problemas.

Nadie notaba lo mucho que te deprimía aquel lugar idílico. Llovía, y el fiordo era como una sombra amenazante. Oskar te dijo que no podía imaginarse viviendo en otro sitio. Adoraba el hotel, la niebla matutina sobre el agua, y hasta el trabajo le gustaba: cuatro días a la semana viajaba hasta Vik, hasta la hidroeléctrica donde había conocido a Majgull.

—No necesito más para vivir —decía tu hermano.

Majgull vivía en una granja situada a cuatro kilómetros de Lunnis. La familia os recibió muy afectuosamente, un perro te saltó encima, un niño pequeño te abrazó la pierna izquierda y no quiso desprenderse de ti. En un salón enorme, todos se reunieron a vuestro alrededor, se sirvió aguardiente y brindasteis, respondisteis preguntas, y entonces, como salido de la nada, se desató el fuego. Jamás habías contado con eso. Conocías la situación por películas y libros. Te sentiste desprotegido y desnudo. Bastó una mirada, y ardiste como un haz de leña.

«Majgull.»

Hasta hoy crees que nadie notó nada. Ni tus miradas, ni el susto en los ojos de ella, cuando estuvo frente a ti, con el pelo todavía mojado por la ducha, la piel enrojecida, y una película casi invisible de perlas de agua en el labio superior. Y tan seguro estás hasta hoy de que nadie se dio cuenta de nada, como seguro estás, también, de que Majgull fue la única que te caló al momento. Ella se dio cuenta del peligro. Percibió tu hambre.

—Me llamo Ragnar —te presentaste.

—Majgull —dijo ella, y vaciló un instante antes de inclinarse un poco hacia delante, como si quisiera revelarte un secreto. Habló en voz baja, con palabras que sólo habían sido concebidas para ti.

So you are the one who killed his father.

No fue una pregunta, sino una afirmación. «Conque eres tú el que mató a su padre.» Tú no reaccionaste, sólo la miraste, mientras una idea clara pasó por tu cabeza: «Oskar lo sabe.» Majgull soltó tu mano y se dirigió a tu hermano. Rieron, él la abrazó, y no fue necesario nada más, bajaste la vista, obnubilado, y desde ese momento intentaste apartarte del camino de Majgull.

«Dos días —pensaste—, y me largo.»

Oskar no te mencionó la muerte de vuestro padre ni una sola vez, y tú te cuidaste bien de no abordar el tema. Aunque Flipper pensara que habías actuado bien, no estabas seguro de cuál sería la reacción de tu hermano pequeño. Todo entre vosotros parecía estar claro, y así debía seguir. El día de la boda se acondicionó el salón de fiestas del hotel y se preparó un bufé. Un grupo de música estaba ensayando desde el desayuno éxitos de los sesenta, y tú le dijiste a Oskar que tenías que hacer un par de llamadas con calma. Por entonces Oskar todavía pensaba que te dedicabas a la construcción. De tal padre, tal hijo.

Huiste del ajetreo y te fuiste a caminar a lo largo del fiordo. El tiempo había cambiado, y el paisaje brillaba de repente bajo una luz totalmente distinta. Durante tres horas estuviste sentado sobre la hierba, mirando el agua y empezando a entender a Oskar. Si uno aspiraba a poco, podría encontrar más que suficiente aquí.

Ella estaba con sus damas de honor, sentada en un prado por el que tú estabas caminando, pues pensaste que era un atajo para llegar a Ulvtannen.

Aquellas mujeres parecían unas sirenas a la espera de un marino solitario. Y tú fuiste a parar donde ellas, como un barco que naufraga. La embriaguez de lo femenino te rodeaba. Y en medio estaba Majgull. Allí, en medio, estaba Majgull.

Te ofrecieron de comer y de beber. Su tosco inglés te excitaba, sus meras palabras bastaban para seducirte. Había tanta calidez en ellas que por primera vez en tu vida fuiste consciente de que un hombre necesita más de una mujer a su alrededor.

«Para probarlo todo, para no perderse nada.»

El banquete nupcial debía celebrarse a última hora de la tarde, después de la boda. Una vez que comiste y bebiste, las damas de honor te explicaron que el primer hombre que se tropieza con la novia y su séquito es el último que debe besarla antes de entregarla a su marido.

You have to do this, please, please, please! —te rogaron las damas de honor, y con ello quedó sellado tu destino.

El tuyo, el de Majgull y el de tu hermano.

Los labios de Majgull se comprimieron, duros, contra los tuyos, y luego se ablandaron por unos segundos, y tú lo viste en los ojos de ella, esos ojos claros y abiertos que te observaban del mismo modo que tú los observabas.

Las damas de honor aplaudieron. Majgull te apretó el brazo, en señal de gratitud, y luego rió, y con esa risa su aliento aterrizó en tu boca.

Eso lo recuerdas bien.

Su aliento en tu boca.

La boda tuvo lugar en la stavkirke de Hopperstad, en Vikøyri. Era un sitio estrecho y con olor a moho. Treinta personas intentaron hallar un sitio en aquel edificio histórico que ya tendría que haberse derrumbado por sí solo hacía más de cien años. Tú estabas apoyado en una de las columnas, sin entender ni una palabra de la ceremonia. Te resultaba difícil no mirar descaradamente a Majgull. Tus manos estaban cruzadas a la espalda, nadie debía ver tus puños. Más tarde viajasteis hasta Ulvtannen en una caravana de coches, los cuales aparcaron a lo largo del acantilado, por todas partes habían colgado lucecitas y guirnaldas, había niños correteando y la música podía oírse hasta en Lunnis.

No te enteraste apenas de nada de la fiesta. Bebiste, comiste. Una de las damas de honor empezó a flirtear contigo, y otra se esforzó en que bebieras un aguardiente destilado por ella misma. A cada rato aparecía Oskar a tu lado, radiante de alegría, te rodeaba con su brazo y te decía lo contento que estaba de tenerte allí.

—Sin ti esto no sería auténtico.

Te marchaste al amanecer, cuando todos dormían aún. La niebla volvía a flotar por encima del agua, las guirnaldas rumoreaban a causa del viento, y no te tropezaste con nadie, no había nadie en ninguna de las ventanas para decirte adiós. Dejaste una breve nota. El trabajo te llamaba. Hasta pronto, tal vez. Y le deseaste a la pareja todo lo mejor.

Las semanas siguientes continuaste viajando rumbo al norte, para perderte en la soledad. Nadie sabe lo que pasó en ese tiempo, nadie tiene que saberlo. Tus pensamientos giraban en torno a la mujer que ahora pertenecía a tu hermano. No pensaste en tu angelito embarazado. Ni un solo segundo.

Cuando regresaste a Berlín eras otra persona. Te volcaste en el trabajo y dejaste de imaginarte un futuro con Majgull. No deseabas inmiscuirte en la vida de tu hermano. A mediados de mayo, Darian vino al mundo, y te convertiste en parte de una nueva familia.

Cuando tu madre murió, cuatro días después de Nochebuena, viajaste de nuevo a Noruega. Esta vez tomaste prestado el jeep de Tanner. Te recibió un oscuro paisaje invernal que encajaba muy bien con tus pensamientos. El hotel parecía demasiado seductor, la nieve demasiado blanca.

Sólo pasaste una noche en Ulvtannen. Oskar no se apartó ni un solo instante de tu lado, lo cual estuvo muy bien. De ese modo pudiste evitar a Majgull más fácilmente. Ella debió de darse cuenta, pues os dejó a ambos a vuestro aire. Soportasteis vuestro luto, os emborrachasteis a conciencia y os visteis envueltos en una pelea en un bar. A la mañana siguiente enterrasteis a vuestra madre en su tumba, y a continuación te pusiste las gafas de sol y emprendiste el viaje de regreso. La ceremonia fúnebre no te interesaba.

Huiste de Noruega a la carrera, no volverías nunca más. Lo juraste. Tu familia te esperaba. Tu hijo, tu mujer. Y por un tiempo tu vida funcionó sin problemas, como si ya no tuvieras más sueños. Durante un tiempo habías sido el hombre más hambriento en un mundo de gente harta.

—¿Puedo irme ya?

Esas palabras te sacan de tus pensamientos. Miras al chico, que te ha mentido y ahora quiere irse a casa. Sabes que ha hablado por teléfono con la chica. Has oído lo que ha dicho sobre ti. Cada insulto. Le preguntas:

—¿Sabes lo que me cabrea de los gilipollas como tú?

Él se encoge de hombros y pone de nuevo esa sonrisa de mártir. Si tuvieras veinte años menos, te pegarías con él. Le dices lo que piensas de él y de su generación, pero a tus palabras les falta fuego, en realidad ya no tienes ningún interés en ese chico. Ponle fin. Bueno es lo bueno, pero no lo demasiado.

Le pides que te entregue su móvil.

—No tengo nin…

—¡dime una cosa! ¿pretendes putearme? ¡dame ahora mismo tu jodido móvil!

Él lo saca de un bolsillo trasero de su pantalón y se dispone a entregártelo, pero entonces comprende por qué lo quieres. Retira el brazo, pero Leo es más rápido.

—Suéltalo.

Leo coge el teléfono y retrocede de nuevo. El chico se muestra inseguro.

Probablemente se esté preguntando si ahora todo vuelve a estar bien. Luego lo comprende. De repente ha comprendido la relación que hay en todo aquello: las chicas, las drogas, la piscina y, por supuesto, su papel en toda esa historia; todo tiene ahora sentido. Sus mentiras, sus verdades, su vida insignificante. Todo. Y eso lo hace retroceder, la silla se vuelca y golpea contra el suelo; si pudiera, ese chico echaría a correr ahora mismo. Tú no te mueves del sitio, sus reacciones son previsibles, las ves en sus ojos. Quiere decir algo, pero también para eso es ya demasiado tarde.

Levantas el arma y le disparas en la cabeza.

—¿Y bien?

Leo frunce el ceño y te entrega el móvil del chico. El último número marcado tiene un nombre asignado.

—¡¿Stinke?!

—Tal vez sea un apodo —dice Leo.

Llamas. Suena seis veces. Entonces oyes un ruido, alguien grita algo, alguien ríe, reconoces su voz de inmediato, ella dice:

—Joder, tías, cerrad el pico, que no oigo nada. ¿Hola? ¿Mirko?

—Hola, Stinke —dices tú.

Silencio, los ruidos de fondo se han acallado. Ya ha comprendido que no eres Mirko. Y probablemente también sepa con quién está hablando.

—Teníamos un trato —le recuerdas.

—A la mierda el trato.

—Te encontraré. No podrás esconderte siempre, acabaré encontrándote.

—Ya te lo dije, no te tengo miedo.

—Pequeña…

—Hijo de puta —te interrumpe, y corta la comunicación.