Avanzáis a duras penas por la autovía urbana. Un jubilado en una bicicleta iría más rápido. Es un milagro que ningún coche patrulla os haya hecho señas para que os arriméis a un lado por obstruir el tráfico. Por suerte sois casi las únicas que estáis en la calle a esas horas, de lo contrario los coches estarían dando bocinazos cada diez segundos. Si no fueras la enana que eres, podrías sentarte detrás del volante, pero con tus piernas probablemente ni siquiera llegues a los pedales. Evitas hacer cualquier comentario. Nessi ya está lo bastante tensa. Si le preguntases ahora si prefiere niño o niña, estamparía ese tanque contra un poste. Por eso te quedas sentada, tranquila, contemplando las luces de la ciudad, y acostumbrándote a esa sensación de que tu vida entera es una autovía tediosamente larga en el rincón más recóndito de Vietnam, una autovía por la que sólo se puede viajar a diez kilómetros por hora. «Eso, en caso de que en Vietnam haya algo así como autovías tediosamente largas», piensas, y recuerdas las veces que tu madre te ha prometido que tu vida verdadera sólo comenzará en su patria de origen. Para ella, esto de aquí no es vida. Es el preludio del infierno, antes de poder entrar en el paraíso. A ti te gusta el infierno, te sientes bien aquí, y la idea de que en el paraíso no se entienda el alemán, porque en él sólo pueden entrar los vietnamitas, te da un miedo tremendo. Tu vietnamita es terriblemente malo. Y hasta hace veinte minutos ni siquiera creías en el infierno.
—¿Sabes lo que es el infierno?
—Viajar en coche conmigo al volante.
—¿Cómo lo sabes?
—Gracias, Schnappi.
Necesitáis cincuenta y seis minutos para llegar a Charlottenburg. Junto a la torre de televisión, subís por la salida a paso de marcha. Las calles están desiertas, los semáforos en verde, casi llegáis a los veinte kilómetros por hora.
Un coche patrulla se os pone a la misma altura por espacio de unos segundos, y Nessi casi se desmaya. Intenta mantenerse erguida, y te pregunta torciendo la boca si los polis os están mirando. Tú le pones la mano en la rodilla y le dices que no se olvide de respirar. Pero, claro, ella lo olvida y empieza a respirar otra vez de un modo normal sólo cuando los faros traseros del coche patrulla no son más que dos puntos diminutos.
Al llegar al Lietzensee os detenéis tras el hotel Seeblick, en una boca del garaje, en ese sitio nunca hay dónde aparcar a tan altas horas de la noche.
Nessi se baja y se apoya contra el coche. La fallan las piernas, pero por lo menos ya no tiene ganas de vomitar. Tú coges a tu amiga de la mano y entráis en el parque.
Vuestras dos amigas están sentadas en la orilla, mirando al agua, como si estuvieran haciendo un picnic. Rute tiene la cabeza apoyada en el hombro de Stinke. «Qué bonito», piensas, mientras bajáis por el césped hacia la orilla, y realmente todo se ve muy bonito. Nessi pregunta a qué ha venido todo ese estrés. Stinke le dice: «El estrés te mantiene joven.» La bolsa deportiva está al lado de Rute, en el suelo. Rute da unas palmaditas en la hierba. Vosotras os sentáis y contempláis el agua, y luego decís que no podéis creer que Nessi haya estado metida en esas aguas hace dos días. Nessi suelta una risotada, y luego tú preguntas qué ha ocurrido. Y Stinke señala la bolsa. «¿Quieres echar un vistazo?» Abres la cremallera, la bolsa está llena de dinero. Son todos billetes de cien, sujetos por unas cintas de papel, y todo es vuestro. Tu pequeño corazón pega un salto y tú dices. «¡Qué locura!» Y Stinke dice: «Estaba claro, ¿no?» Y a continuación os cuenta cómo se encontró con Darian en el campo de fútbol y que todo se hizo en un pispás: entrega de la bolsa, entrega del dinero y ya está. «Y para ello sólo tuvimos que ir un rato en metro», dice Rute. Y vosotras reís de nuevo y os ponéis en camino, y Nessi os lleva en coche hasta el mexicano de la Krumme Strasse, y os sentáis allí, y apenas habéis pedido cuando suena tu móvil, y es Taja, que te dice que está perfectamente, que lo de los medicamentos ha sido un rotundo éxito y que por qué habéis desaparecido, que a ella le hubiera gustado ir con vosotras para que le diera un poco el aire, así que le indicas dónde estáis, y le dices también que coja el primer taxi que pase, y antes de colgar, levantas tu móvil para que las demás puedan gritarle algo, y Stinke dice: —Pensé que no llegaríais nunca.
Parpadeas, todavía estás en el camino, al lado de Nessi, y el parque os rodea con su oscuridad. Te preguntas si tendrás esas fugas mentales ahora todos los días o qué. «Tal vez me vuelva loca, tal vez pronto pueda viajar a través del tiempo.» Stinke y Rute no se han movido del sitio y están sentadas abajo, junto a la orilla. Stinke levanta la mirada hacia vosotras. Nessi te da un empujón, tú pones fin a tu rigidez y bajas a través del césped. Entonces Rute también se da la vuelta. Os detenéis nuevamente y no podéis dar un paso más. Es como si el aire se hubiera transformado en hormigón delante de vosotras. Tu maldito lapso mental debía haber sabido que algo más se te echaría encima. Veis la cara de Rute y ya nada está bien.
Es cierto que eres pequeña, pero terca. ¿Cuántas veces no tuviste que pelearte en la escuela primaria porque algunas chicas eran de la opinión de que hablabas demasiado y tenías los ojos muy raros? Tampoco sirve de nada que tu padre sea alemán, eso lo hace todavía peor. Eres una de esas bastardas que tienen un aspecto exótico y nunca encajan en ninguna parte. Así que haces lo que hacen todos los bastardos, te buscas un hueco y te conviertes en la chica que no le deja pasar una a nadie. Tu corazón, ciertamente, es más blando que el de Stinke, pero ninguna de tus amigas puede superarte en rabia. La rabia de Schnappi es como la de una trampa para osos, eso lo sabe cualquiera. Y cuando se rompen todas las cuerdas y todo se pone difícil, tú derrotas a tu enemigo con tu cháchara.
—¡¿Darian?!
Dices su nombre como si no pudieras creer que se llame así.
—¡¿Ese armario asqueroso?! ¡¿Ese pelado de mierda?! ¡Si lo agarro, haré que tenga que suplicarme!
Das una patada en la hierba, un pedazo de tierra salta, miras a tu alrededor y te encantaría tener ahora a mano un par de piedras para lanzarlas contra las ventanas del hotel. Y aunque tu brazo no da para tanto, la idea es lo que cuenta, y cada una de tus ideas es ahora como un cohete con la mecha encendida. «¿Cómo puede estar Stinke tan tranquila?» No tienes que preguntar, porque ves la respuesta en su mirada evasiva, la ves sin querer verlo.
«Miedo, nuestra Stinke tiene miedo.»
Ayudáis a Rute a llegar al coche. No puede apoyar bien el pie derecho, tiene la rodilla terriblemente hinchada. Nessi quiere llevarla al hospital de inmediato, pero Rute dice: —Yo me quedo con vosotras. Sé muy bien lo que va a pasar si voy a un hospital. Llamarán a mis padres y me retendrán allí un par de días. Y yo no quiero apartarme de vosotras.
—Además, no tenemos tiempo para hospitales —dice Stinke—.
Tenemos al tío de Taja pisándonos los talones.
Os detenéis.
—¡¿Tenemos a quién?!
Entonces os enteráis de lo que ha sucedido en el campo de fútbol, que las drogas están a buen recaudo en una taquilla de la estación y que Ragnar Desche va a aparecer en la casa por la mañana para recoger su mercancía.
—Por eso no podemos ir al hospital, no tenemos tiempo para eso.
Sencillamente, no tenemos tiempo. ¿Qué cara creéis que pondrá el tío de Taja si ve que su hermano está muerto y metido en un congelador?
Te quedas sin habla, y por mucho que te esfuerzas, no te viene a la mente ninguna buena frase. Sólo habéis oído historias truculentas sobre el tío de Taja. Que antes había sido soldado, y que, durante la guerra de los Balcanes, siendo francotirador, se había cargado a más de cien personas. Que casi todos los policías reciben sobornos de él, y que por eso puede incendiar, sin que le pase nada, un club nocturno en la Alexanderplatz. Que está loco y que les da miedo hasta a los propios locos. Todas son historias muy bestias, todo inventado, mentiras, pero, nunca se sabe.
—¡Pero, Stinke, ése es Ragnar Desche!
—Nessi, ¿y de quién crees que estoy hablando?
—Pero… ese tío está loco, no podemos enfrentarnos a él, mataría a nuestros padres y luego…
—Nessi, cierra el pico —la interrumpes—. Ésos no son más que rumores. Él también es un ser humano. Además, es el tío de Taja. Reduce.
Primero tenemos que ocuparnos de Rute, el resto puede esperar.
«El resto —piensas tú— es un muerto en un congelador y una tonelada de drogas en una bolsa deportiva. Y luego está, claro, la pregunta del millón: ¿cómo vamos a salir vivas de todo esto?» Pero tú no dices nada de eso, de lo contrario Nessi echaría a correr y se pondría a pegar gritos.
Cuando llegáis al Range Rover, Stinke no puede creer lo que está viendo. Es una agradable sensación saber que también a ella se la puede sorprender de vez en cuando.
—¿No había nada que llamara menos la atención? —dice, y le pega una patada a la rueda trasera—. Debíais conseguir un coche, no un tanque.
—Puedes ir andando, si quieres —dice Nessi, y ayuda a Rute a subir al coche.
Guardáis silencio durante todo el viaje de regreso. Estás sentada detrás, con Rute, y tienes su cabeza en tu regazo. Más tarde descubriréis los moratones en sus brazos y su espalda. Pero a la luz de las farolas, que pasan volando, sólo puedes ver que tiene el ojo izquierdo inyectado en sangre y un feo corte que cruza su labio inferior. Darian la ha pateado como a una pelota, y tú juras que eso, por lo menos, le va a costar una pierna.
La ciudad pasa volando por vuestro lado, como si os evitara. Esquinas-edificios-semáforos-coches-esquinas-edificios-semáforos-coches. Rute cierra los ojos. Tú le pones la mano en la frente e intentas enviarle vibraciones positivas. De dónde vas a sacar esas vibraciones positivas es un enigma para ti. La palma de tu mano late, y eso tiene que significar algo.
Cuando os detenéis delante de la casa de Taja, despiertas a Rute y la ayudas a bajar. Son las cuatro y media, el cielo centellea con un color gris pálido, y la mañana está tan cerca que podéis oírla respirar. Lleváis a Rute hasta el jardín y saqueáis el botiquín de la casa, le aplicáis un gel analgésico en los moratones, y cortáis el vaquero de Rute desde los tobillos hasta la cadera. Stinke trae una bolsa de hielo y la aprieta con cuidado sobre la rodilla hinchada. Rute suspira y dice que eso le sienta bien.
—¿Qué hacéis?
Os asustáis. Taja está en la puerta que da al jardín, con una manta sobre los hombros y una botella de agua en una mano. Estaba en la cocina, vio la luz fuera y ahí la tenéis. Descalza y en bragas, con una camiseta delgada como papel de fumar. Las sombras siguen pegadas a sus ojos con un oscuro banco de nubes, pero es evidente que se siente mejor.
Te apartas a un lado para que ella pueda echar un vistazo a Rute.
—¡Rute! ¡¿Qué te ha pasado?!
No sabes lo que es exactamente. Tal vez el tono en la voz de Taja, o sencillamente el hecho de que esté allí delante de vosotras, como una persona normal, y no ande arrastrándose por el baño, mientras vomita. En cualquier caso, Rute se encoge de hombros, desconsolada, y rompe a llorar.
Diez minutos después, Taja también está informada de lo ocurrido, y le dice a Stinke: —Entonces, ¿quisiste venderle el material a mi primo? ¿Al hermano de mi padre, que se la estaba guardando?
—¿Cómo iba a saber yo que ese material era suyo?
—Bonita, ¿por qué siempre tienes que crear problemas?
—Pensé que podríamos sacar un poco de dinero.
—Pudiste haberme preguntado.
—Taja, estabas en coma.
—Y a mí no quiso escucharme —interviene Rute.
Guardáis silencio, os miráis, entonces habla Taja y dice lo que todas estáis pensando: —Chicas, estamos con la mierda al cuello.
—¿Qué crees que hará tu tío?
—No lo sé.
—¿No irá a…? ¿O sí?
—En realidad, no. Además, somos parientes.
—Bueno, tú eres su pariente —le dices—, pero ¿qué pasa con nosotras?
Taja guarda silencio, y Nessi dice:
—Podríamos ir a la policía.
Taja niega con la cabeza.
—A alguien como mi tío es mejor no denunciarlo.
—Sólo tenemos que devolver la droga a su sitio.
Stinke niega con la cabeza.
—Yo no voy a devolver nada.
—¡¿Qué?!
—Mira a Rute. Ese tipo no se merece nada. ¿Cómo pudo dejar así a nuestra amiga? Si le hubiera dado las drogas en el parque, ahora no estaría aquí. Así es él.
—Tonterías.
De repente Stinke se altera, hay pánico en su voz.
—¡¿Cómo puedes decir que son tonterías?! Yo fui la que habló con él, Nessi, no tú. Ese tipo me metió un miedo de muerte, y a mí no me da miedo cualquiera, eso lo sabes. ¿Crees de verdad que me va a dejar ir así, sin más, y que luego me lo tropezaré en la Wilmersdorfer Strasse cuando estemos de compras y nos saludaremos amablemente, mientras él le dice a sus colegas: «Oíd, ésa es la chica que me quería vender mi propia mercancía, pero no os preocupéis, ya lo devolvió todo»? Vamos, Nessi, ¿es que no ves las películas?
¿Cuándo ha salido bien algo así?
—Nunca —responde Nessi, y baja la cabeza.
—Y mucho menos si el tipo encuentra a su hermano muerto aquí —dice Rute, e inclina la cabeza hacia un lado para escupir sangre en el macizo de flores que está a su lado. Taja le acaricia la espalda y le pregunta: —¿Estás bien?
—Sólo me sangra la nariz.
Rute echa la cabeza hacia atrás y habla hacia el cielo de la noche: —Chicas, deberíamos desaparecer.
Nessi ríe.
—Rute, tenemos dieciséis años. No podemos desaparecer así como así.
—¿Quién lo dice?
—Es así.
—Pero ¿quién lo dice?
—¿Y adónde pretendes ir? —pregunta Stinke.
—Ya se nos ocurrirá algo.
—¿Y qué hacemos con la droga? —pregunta Taja.
Stinke alza una llave.
—Está a buen recaudo en la taquilla, y por mí puede quedarse allí.
Nadie puede hacernos daño e irse de rositas.
Te gustaría lavarle el cerebro a Stinke. Quisieras decirle que ella también tiene la culpa de cómo han dejado a Rute. Pero, para tu sorpresa, Taja le da la razón.
—Stinke tiene razón. Mi tío tiene que pagar si quiere recuperar el material.
Todas os quedáis sin habla. La miráis y, en ese momento, tenéis la sensación de que todo va a salir bien, de que nada puede fallar, porque esa chica pálida que hace una semana perdió a su padre y ha estado metiéndose heroína durante varios días, esa chica muestra sus dientes, os dedica una sonrisa radiante y os dice: —Estoy a favor del plan de Rute. ¿Qué nos retiene aquí?
Desaparezcamos.
—Pero ¿adónde vamos a ir? —pregunta Nessi.
Ninguna tiene una respuesta. La pregunta se queda flotando en el aire.
Tú te estiras, levantas el brazo en el aire, como si pudieras coger la pregunta.
Recuerdas un poco a una niña pequeña que tiene que ir al servicio con urgencia. Ellas te miran. Está claro que tienes una idea.
—Venga —dices.