NESSI

El nuevo día existe desde hace dos horas, diecinueve minutos y cuarenta y ocho segundos, y nadie en este mundo parece interesarse por ti.

Estás sentada en el jardín, esperando a que regresen Rute y Stinke. Lamentas un poco no haberte puesto del lado de Rute. Pero cincuenta de los grandes son cincuenta de los grandes, y si nadie va a salir perjudicado, es un regalo al que no se debe hacer ascos.

Schnappi está durmiendo a tu lado en una tumbona. Todo está tranquilo. Por el momento, no tienes que preocuparte por Taja, está noqueada por los medicamentos. Hace diez minutos pasaste a verla. Se le había corrido la manta y tenía la rodilla pegada al pecho, como si quisiera desaparecer en sí misma.

El calor es tan sofocante que hasta los mosquitos se toman un descanso.

Hay aire de tormenta, tienes de punta los pelos de los brazos. Estás contigo misma, a solas, y estás embarazada, y ahora sientes cierta tristeza. Deseas volver a ser esa chica superromántica que eras antes del embarazo. Una de esas chicas que sueñan con vivir en el campo y con tener un caballo.

Echas la cabeza hacia atrás y miras hacia lo alto, hacia la noche. Por encima de ti, nervioso, tiembla el firmamento, un punto de luz se mueve hacia el aeropuerto de Tegel, y luego aparece un breve relámpago, y el cielo se vuelve por unos segundos un negativo. Y por la manera en que miras hacia arriba, sientes cernirse sobre ti esa sorprendente calma que se siente cuando ya nada funciona. Como aquel verano, hace cuatro años. Tú estás en el trampolín de diez metros, y detrás de ti hay una fila de niños ruidosos. En ese momento has comprendido que no tienes escapatoria, nadie querrá bajar de nuevo las escaleras, jamás. Así que avanzaste hacia el borde del trampolín y miraste hacia abajo, hacia la piscina, y supiste con exactitud que no sobrevivirías a aquel salto, estaba claro. «Éste es mi fin.» Y mientras pensabas eso, sentiste por primera vez esa calma. La calma de los desesperados. «Da igual lo que suceda ahora, va a suceder», pensaste, y te dejaste caer.

El timbre de tu móvil corta el silencio. No te sobresaltas. Algo tenía que pasar, y ha pasado. Schnappi, por el contrario, se sienta de golpe y te mira con ojos acusadores: —¿Es que quieres matarme o qué?

—Es sólo el móvil —le dices para tranquilizarla.

Schnappi se deja caer hacia atrás y quiere saber por qué no lo coges si sólo se trata del teléfono. Respondes. Stinke está en el otro extremo de la línea. Su voz suena histérica y no quiere que digas nada. Habla tan agitadamente que sólo entiendes la mitad de lo que dice.

—Stinke, habla más despacio.

Te dice dónde está. Respira profundo. Te dice lo que debes hacer. Tú quieres preguntarle qué ha ocurrido, pero ella te interrumpe y dice que tienes que darte prisa. Lo dice dos veces.

—Nessi, date prisa, por favor.

Las lámparas despiertan con un parpadeo. En el garaje hay sitio para cuatro coches, pero sólo hay uno.

—Yo pensé que su padre tendría un Mercedes —dice Schnappi.

—Yo también lo pensé.

—Nessi, esto no es un Mercedes, esto es un monstruo.

El Range Rover parece recién salido de la fábrica. Tiene un brillo frío bajo las luces de neón y parece lejano, como el firmamento que estabas contemplando hace un momento. No hay ni una mota de polvo sobre la pintura negra, y el parabrisas es como el ojo de un insecto que os observa con desprecio.

—Es demasiado grande para nosotras —dice Schnappi.

—¿Y qué otra opción tenemos?

Stinke quería que llamaras a alguno de los chicos de la pandilla para conseguir un coche. Son las dos y media de la madrugada de un viernes. Lo has intentado, pero ninguno de los chicos contesta al móvil, y es dudoso que puedan tomar prestados los coches de sus padres para acudir en vuestra ayuda.

«¿Cómo diablos se consigue un coche después de medianoche?»

A Schnappi se le ocurre la idea de mirar en el garaje del padre de Taja.

Y ahí estáis ahora, sintiéndoos como dos enanas. El Range Rover es más alto que vosotras.

Tiras de la manilla de la puerta del conductor, que, por supuesto, está cerrada con llave. Miráis en la rueda trasera, porque Schnappi opina que en las películas la gente esconde siempre sus llaves en la rueda trasera. Pero no es así en esta película.

—Nessi, esto no es una buena señal.

Tienes unos deseos enormes de graparle la boca.

—Podría preguntarle a mi padre —apunta ella.

—¿De verdad crees que él nos llevaría?

Schnappi niega con la cabeza.

—Pero podría preguntar.

—No, mejor no.

Regresáis a la casa y revisáis todos los cajones.

Nada.

Pensáis en la posibilidad de despertar a Taja.

—Pero ¿cómo va a saber Taja dónde guarda su padre la llave…?

Schnappi se calla, os miráis y pensáis lo mismo.

—No, por favor —dice Schnappi.

Es hora de volver al sótano.

El padre de Taja tiene el mismo aspecto que ayer. Está quieto, rígido, muerto.

—Yo no puedo hacerlo —dices.

Schnappi suspira, se inclina hacia delante, mete la mano, volviendo la cara, en el congelador y, después de palpar un rato, encuentra el llavero en un bolsillo delantero del pantalón. Mete dos dedos y tuerce la expresión del rostro al hacerlo, como si metiera las manos en un cubo lleno de gusanos.

Después de pillar el llavero, te lo entrega. Las llaves están congeladas.

—¿Y estás segura de que te las puedes arreglar con ese coche?

Asientes, ¿qué otra cosa vas a hacer? Ahora no tienes escapatoria, Schnappi no te lo perdonaría nunca.

Tu madre te enseñó a conducir un poco cuando os fuisteis de vacaciones solas a Grecia. Era más fácil de lo que te habías imaginado. Y eso es justo lo que le dices a Schnappi.

—Si el coche es automático, lo podré hacer.

—¿Y si no?

—Entonces ya veremos.

De vuelta al garaje.

La llave entra bien.

Te sientas en el coche y palpas con el pie.

Sólo dos pedales.

«Bingo.»

Por unos cinco minutos enteros debatís si Schnappi debe quedarse con Taja, pero entonces Schnappi se cansa de tanta discusión y sube al coche.

—Entonces demuéstrame lo que sabes hacer —dice, y se pone el cinturón de seguridad.

Hasta que llegas al primer semáforo te sientes terriblemente nerviosa, la altura es algo nuevo para ti, te sientes como si estuvieras sentada en una tribuna y no fueras tú la que condujese el coche, sino que te llevaran. El acelerador es muy sensible, los frenos son como una pluma. Cuando por fin te relajas y pretendes girar, la rueda delantera se sube sobre la acera y embistes un contenedor de basura que se cae al suelo con gran estruendo y rueda por la calle.

—No pares —dice Schnappi.

Tú frenas. El coche se detiene con una sacudida al borde de la calle.

Sacas el pie del freno. El coche se mueve de nuevo. Vuelves a pisar el freno.

Os sentís proyectadas hacia delante, voláis de nuevo hacia atrás y el coche queda parado.

—Nessi, coge aire.

Tus manos se aferran al volante, los nudillos se te ponen blancos.

Aflojas el agarre y sacudes los dedos. Unas manchas oscuras se han formado bajo tus sobacos. Eres puro pánico. El corazón te late con fuerza. Schnappi comenta con sequedad: —Bueno, estás embarazada.

—¿Y eso qué tiene que ver con esto?

—Las hormonas y esas cosas.

—Yo estoy perfectamente.

—Tal vez vomites en secreto.

—No vomito en secreto —respondes, y abres de golpe la puerta del conductor para vomitar en la calle.

—Venga, vamos a dejarlo —dice Schnappi, al tiempo que te acaricia la espalda.

Saca de quicio eso de estar embarazada, no reconoces tu cuerpo y éste hace lo que quiere. Pero lo que más te enerva es que todos te consideran y que Schnappi, después de todo, tenga razón. Ella rebusca en la guantera y afirma, de pasada, que su padre también le ha dado clases de conducir.

—¡¿Y lo dices ahora?! —le dices casi chillando.

—Fueron sólo un par de clases, además, era un coche con cambio de marchas, y, por otro lado, yo jamás conduciría un monstruo como éste. Tú lo estás haciendo muy bien.

Schnappi encuentra un paquete de chicles y te pasa uno. El sabor a menta te permite respirar.

—¿Estás mejor?

—Más o menos. Tal vez deberías hacerte comadrona.

—Tal vez debería darte una patada en el culo para que el niño salga ahora mismo.

Sobre eso no hay mucho más que decir, de modo que acercas un poco más el asiento al volante, pones el pie sobre el freno y metes la marcha. Ahora estás más tranquila, y bajas del bordillo como una diva de noventa y cinco años que va a la peluquería. Por lo menos eso dice Schnappi.