STINKE

El hombre está sentado, inclinado hacia delante, y tiene los codos apoyados en las rodillas. Oscuros pantalones de lino, camisa negra, con las mangas subidas. Por su edad, podría ser tu padre. Desearías poder verle mejor los ojos. Los ojos lo revelan todo. Y los suyos son como charcos oscuros. Después de haberle quitado la batería al móvil, él da unas palmaditas en el banco, a su lado, y te dice: —He oído hablar de tu oferta. Ven, siéntate.

—Prefiero quedarme de pie.

Sientes su mirada. En su mano derecha da vueltas tu cajita de Tic-Tac.

Poco a poco va extendiéndose la sospecha de que esto no ha sido una buena idea. Él esperará hasta que te sientes a su lado. Te sientas. Él se pone la cajita de Tic-Tac sobre el muslo y mira hacia el campo de fútbol como si pudiera distinguir algo en esa oscuridad.

—¿Qué tendrás, quince, dieciséis años?

—Dieciocho.

—Quítate esas gafas de sol, estamos solos.

Te quitas las gafas de sol, y, finalmente, puedes ver mejor. Cada arruga de su cara, el color de sus ojos. La boca muestra un mueca sarcástica, como si lo supiera todo sobre ti y estuviera haciendo un esfuerzo por reprimir la risa.

—Pero serás consciente de que tu edad no tiene ninguna importancia.

Podrías tener diez años, a mí me daría igual, porque ahora nosotros dos compartimos un problema en común, y eso es lo único que cuenta.

Él te mira de nuevo.

—¿Sabes cómo se determina la calidad de la droga? A algunos les basta con probarla con la lengua. Juran que pueden reconocer las diferencias en la calidad y en la mezcla. ¿Me sigues? Claro que todo eso es un absurdo. Nadie puede determinar la calidad de ese modo. ¿Sabes lo que es esto?

Su dedo índice da unos golpecitos en la caja de Tic-Tac. Tú no reaccionas.

—Me había imaginado que no lo sabías. Probablemente creas que se trata de cocaína o de speed. Un error perdonable. La gente normal casi nunca ve heroína blanca. En el instituto seguro que te han enseñado que la heroína es de color marrón. Eso también es correcto. La heroína normal tiene un tono marrón y llega a las calles con un contenido de pureza de un veinte por ciento, y eso ya es buen material. Lo habitual es un diez por ciento, y hasta menos. Cuanto más elevado sea el corte, más aditivos lleva, en la mayoría de los casos son sustancias amargas, para que parezca más auténtica. ¿Has probado heroína alguna vez?

Tú niegas con la cabeza.

—Es una auténtica porquería. Pero volvamos a nuestro problema. La gente que tiene que ver en serio con las drogas prueba su mercancía en el laboratorio. Yo tengo un químico que solamente se ocupa de eso. ¿Adivinas lo que él ha averiguado hace una hora?

—¿Que mi mercancía es una porquería?

—No, que tu mercancía, realmente, es mi mercancía.

Tú te quedas pasmada, él sonríe.

—¿Entiendes lo que quiero decir? Tenemos aquí una heroína con un ochenta y ocho por ciento de pureza. Cinco kilos. Hablamos de un valor en el mercado de dos millones y medio de euros. Y todo eso está en tus manos en un día como hoy, en un año como éste. . Está todo muy claro.

Tú no sabes cómo lo ha hecho, pero su brazo ahora te rodea los hombros, está tan cerca de ti que te da miedo, y te habla al oído.

—Algo así no lo hay dos veces en una ciudad como Berlín. No con esa calidad ni en esa cantidad. La pregunta es: ¿cómo diablos alguien como tú puede tener unas drogas que guardaba mi hermano pequeño?

Su pregunta queda flotando en el aire. Tú habías contado con todo, incluso estuviste segura, durante un rato, de que él, en realidad, era un poli, y que te condenaría a trescientas horas de servicio a la comunidad. Pero esto ahora te deja fría. ¿Hermano pequeño? ¿Guardado? La deducción es relativamente simple: «El tío de Taja está sentado a tu lado, y su hermano pequeño es Oskar, que en ese momento está en un congelador, y yo estoy metida en la mierda hasta el cuello.» Reprimes tus pensamientos, como si el tío de Taja pudiera mirar dentro de tu cabeza, y empiezas a calcular cuáles son tus oportunidades. En eso siempre fuiste muy buena. Tu buen juicio funciona mejor cuando estás estresada, como si necesitaras estar entre la espada y la pared. ¿Qué puedes hacer ahora? Si reaccionas de inmediato, podrías conseguirlo. Un cabezazo hacia delante, puedes pegarle con la frente en la cara, y mientras él escupe sus dientes, tú echas a correr y desapareces a través de la Neue Kantstrasse hasta llegar a la otra orilla, donde está Rute, y…

—Ni lo pienses siquiera —dice él, interrumpiendo tus pensamientos—.

Puedo partirte el cuello tan rápidamente que ni te darías cuenta.

Os miráis. Hay mucha proximidad, y a ti la proximidad te asquea. Él está bronceado y lleva la cabeza rapada. Su boca sonríe amigablemente, ya no hay sorna, como si pudiera ser amable cuando se lo propone. Pero eso es falso, todo es falso cuando lo miras a los ojos. Metal. Esos ojos no tienen ninguna intención de ser amables. En la mejilla izquierda tiene una cicatriz pequeña en forma de hoz, y la piel, en ese punto, es más clara. En un gesto mecánico, quieres tocarte tu mejilla, allí donde el codo de Taja te ha alcanzado. Tienes un morado. «¿Qué ve ese cabrón cuando me mira?», te preguntas, y encuentras la respuesta en su mirada.

«Nada, no ve nada de nada, porque yo, en realidad, no existo para él.»

Su mano reposa sobre tu espalda, un calor desagradable emana de ella.

Como si un fuego te subiera por la columna vertebral.

—Suéltame —le dices entre dientes.

La mano desaparece. Tú te apartas y te pones de pie. Él se queda sentado. Su voz sigue siendo tranquila, y tú desearías que mostrase más emociones.

—Ahora depende de ti. Lo que tú me prometas, me lo tomaré al pie de la letra. Y si rompes tu palabra, te perseguiré. ¿Nos hemos entendido?

—Yo no te tengo miedo.

—Pues deberías tenerme miedo, pequeña, deberías estar cagándote de miedo ahora mismo.

Se levanta. El tipo te saca un palmo. Te cuesta levantar la vista para mirarlo. Pero lo haces. Él quiere saber cuál era tu plan.

—Has venido sin mi mercancía, ¿qué pensabas hacer?

—Lo tengo todo en una bolsa. Iré a buscarla cuando tenga el dinero.

—¿Sí?

—Sí.

Tú y tus planes. Cuando bajaste con Rute en la parada de Kaiserdamm, le explicaste que no confiabas en nadie, por eso dejasteis la bolsa deportiva en una de las taquillas de la estación. A Rute casi se le paró el corazón. Tú pretendías cambiar la llave de la taquilla por el dinero. Opinabas que los profesionales lo hacían así.

Un profesional, en ese momento, debía de tener otro aspecto muy distinto. No tan sorprendido. Por la manera en que estás de pie delante del tío de Taja, comprendes que ésta habría sido tu última estación si hubieras traído la droga. Es como si alguien estuviera de pie junto a tu tumba, esperando a que te eches dentro de ella.

«Jamás habría dejado que me fuera.»

—Un buen plan —dice el tío de Taja—. Yo, en tu lugar, tampoco me hubiera fiado de mi hijo. Ahora puedes irte. Nosotros dos hemos acabado.

Él mira su reloj.

—Te daré hasta mañana por la mañana. Devuelves la mercancía al sitio de donde la robaste. No quiero saber cómo lo conseguiste, cómo lograste robarle a mi hermano. Yo, mañana temprano, iré a verle, y cuando le pregunte dónde está la heroína, él abrirá su maleta metálica y allí estará el material, entonces yo le daré una palmadita de satisfacción en el hombro y desayunaré con él. Después del desayuno, ya habré olvidado que tú y tu amiga habéis existido alguna vez. ¿Lo has comprendido?

Tú aprietas la llave en tu mano derecha y asientes, afirmando que lo has entendido, que no hay problema, que así lo haréis. Casi has estado a punto de darle las gracias, cuando comprendes lo que acaba de decir. Ha dicho que después del desayuno él habrá olvidado que tú y tu amiga habéis existido alguna vez. Miras hacia el otro lado, por encima del campo de fútbol, hacia la otra orilla del Lietzensee.

«¿Cómo sabe él que Rute está al otro lado?»

—¿… algo que ver con esto?

—¿Qué?

Él repite la pregunta pacientemente, no tiene prisa.

—¿Tiene Taja algo que ver con esto?

Tú vacilas un momento, eso es suficiente respuesta para él.

—Nunca me ha gustado esa pequeña —admite, y se aparta de ti. Él ya ha dicho lo que quería decir, así que puedes irte.

Y eso es justamente lo que haces, te vas del campo. Cuando estás subiendo los escalones hacia la calle, echas un vistazo hacia la valla: el tío de Taja tiene el móvil pegado al oído, de espaldas a ti, con las piernas abiertas como un futbolista que defiende su portería. «Hace rato que me ha olvidado», piensas, y le oyes decir: —Hazle daño.

Él cierra su móvil, se vuelve hacia ti y te mira.

—Vete —dice.

Y tú echas a correr como nunca habías corrido en tu vida.