Estáis sentadas en el metro una al lado de la otra y vuestros reflejos en las ventanas os miran fijamente. En medio de vosotras está la bolsa deportiva.
La cremallera está cerrada, y la mano de Stinke reposa sobre la bolsa como una araña inquieta. Unas uñas negras tamborilean sobre la tela. Quisieras pegarle en los dedos, pero en realidad estás furiosa contigo misma. Stinke adora el caos, tú siempre lo has sabido, y te reconcome que no puedas hacer nada para remediarlo.
Primero desaparece esa mañana sin dar explicaciones, dejando únicamente en la cocina un montoncito de TicTacs, luego llega a las nueve de la noche con unos medicamentos y os habla de ese chico al que le ha robado la Vespa y que, casualmente, es amigo de Darian.
Todas saben quién es Darian. Nadie se acuerda del chico.
Los medicamentos han sido un acierto total. Taja se siente mejor al cabo de pocos minutos. Duerme más tranquila, y ya no tiene ni sudoraciones ni picazón. Objetivo conseguido. Por lo menos eso pensaría cualquiera. Pero no, a Stinke eso no le basta, y ella os cuenta la ocurrencia que ha tenido. Y vosotras no habéis pensado ni un segundo que os esté engañando.
—Pues yo estaba allí, y él me dio los medicamentos, ¿de acuerdo?, y entonces yo iba a marcharme y se me ocurrió.
Os habéis mirado entonces como si ella estuviera hablando en un idioma desconocido.
—¿Qué? —dijo Schnappi.
—Que tengo una cita —dijo Stinke.
—¿Con quién? —preguntaste tú.
—Con Mirko y con Darian esta noche, a las dos. Va a ser en un pispás.
—¿Un pispás? —repitió Nessi, confundida—. ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Eso quiere decir que le venderé la droga a Darian y eso nos dará un montón de dinero.
Vosotras guardasteis silencio por un momento y luego tú dijiste: —Podría meterte una hostia ahora mismo, imbécil.
—Puedes hacerlo si quieres, pero luego no te quejes, porque no recibirás nada.
—¿Cuánto va a ser? —quiso saber Schnappi.
—Cincuenta de los grandes.
—¡¿qué?!
Schnappi y Nessi se tambalearon un poco por la impresión. Tu entusiasmo se mantuvo dentro de ciertos límites. Tu voz sonó como la de una abuelita a la que le han quitado el asiento en las mismas narices: —Stinke, eso no puede ser.
—Claro que puede ser.
—Si lo haces, entonces ya no te conozco.
Stinke rió.
—¿Qué es eso de que ya no me conoces? ¿Qué quiere decir eso?
—Te estás metiendo en algo muy peligroso, y no quiero…
—Pues mantén los pies en la tierra —te interrumpe Schnappi—.
Peligroso es cuando cruzas la calle o cuando alguien te arroja un televisor en la bañera cuando tú estás dentro.
—Correcto —dijo Stinke.
—Darian es el primo de Taja —continuó Schnappi—. ¿Cómo iba a putear a Stinke? Piénsalo, Rute. ¡Cincuenta mil pavos! ¡Joder, tía, son diez de los grandes para cada una de nosotras!
—Diez de los grandes no están nada mal —admitió Nessi, y Schnappi admitió que algunas chicas hacían la calle por diez de los grandes, y entonces todas rieron y tú te quedaste allí sin poder creer, sencillamente, lo estúpidas que eran tus amigas. Entonces Stinke desapareció en la planta de arriba, adonde fue a buscar la droga, y tú te sentiste como si alguien te hubiera golpeado con un martillo. En medio de la frente, y varias veces, una tras otra.
Lo peor fue que Schnappi te sonrió, radiante, como si acabara de transformar un trozo de mierda en oro. Y Nessi hizo un gesto con la cabeza, como esos estúpidos perritos de juguete que se ven tras los cristales traseros de los coches. Le preguntaste cómo podía parecerle bien aquello, y Nessi te respondió, toda muy seria, que si no se hacía nada, no se obtendría nada. El martillo volvió a golpearte en la frente, y en eso Stinke bajó con una bolsa deportiva y dijo que estaba lista.
—Stinke, no puede ser —repetiste, y por tu voz notaste que ese disco empezaba a rayarse. Así que le impediste el paso.
—¿Qué es esto? ¿Pretendes retenerme?
—Por favor, no vayas —dijiste, y Stinke te prometió que estaría de vuelta en dos horas. Ella te abrazó, pasó por tu lado y salió de la casa. La puerta se cerró, y Schnappi comentó: —Stinke es Stinke.
A lo que Nessi añadió:
—¿Has intentado alguna vez detener a Stinke en serio?
No, no lo has hecho. «Pero ya va siendo hora de hacerlo», pensaste, e hiciste lo único que te pareció razonable: corriste detrás de tu amiga.
Claro que no es posible —no lo ha sido nunca— parar a Stinke. Os pusisteis a caminar hacia el metro y os gritasteis como unas verduleras, os peleasteis por la bolsa y luego os pusisteis de acuerdo en que tú podrías ir. Y aunque fue sólo una pequeña victoria, fue mejor que dejar ir sola a Stinke.
Y ahora estáis sentadas en el metro, y os quedan todavía seis estaciones.
Os bajaréis en Kaiserdamm, cruzaréis el puente y caminaréis por la Riehlstrasse hacia arriba, hasta llegar a la Wundtstrasse. En la entrada del parque del Lietzensee dudaréis un instante, luego bajaréis por el camino, entraréis en el campo de fútbol, cambiaréis la bolsa con las drogas por el dinero y regresaréis por la Riehlstrasse, cruzaréis otra vez el puente, cogeréis el metro, y no podréis creer lo que habéis conseguido. Así de fácil será. Eso dice Stinke.
—Estás loca, ¿lo sabes?
Stinke asiente.
—Y tú eres mi guardaespaldas. Eso sí que es estar loca.
Os observáis a través de vuestros reflejos, como dos pistoleras que esperan a ver quién de las dos es la primera en hacer un movimiento. Una anciana está sentada en el otro extremo del vagón, roncando. Una voz automática anuncia la siguiente parada. «Deutsche Oper.» Las paredes del túnel pasan a toda velocidad, la luz parpadea. La bolsa deportiva yace entre vosotras como una bomba. Stinke te saca la lengua. Tu reflejo intenta no sonreír. Quedan cuatro estaciones.
El campo de fútbol se ve abandonado. Llegáis con media hora de antelación, y os sentáis en la orilla de enfrente, a cien metros en línea recta del punto del encuentro. Si pudierais caminar sobre el agua, estaríais al otro lado en un minuto.
—Es extraño —dices.
—Sí —responde Stinke.
—¿Confías de verdad en ese Darian?
Stinke se ríe.
—Es un inútil. Debiste verlo. Parece que haya besado a un dóberman.
Hinchado y con esos brazos…
Ella te muestra cómo son sus brazos.
—Se piensa que es un tío muy duro. Pero con ése puedo hasta yo.
Además, Mirko estará allí. Mirko es un buen tío. Haría cualquier cosa por mí.
Está loquito por mí, ¿entiendes?
Tú entiendes y dices:
—Si se ha enamorado de ti, él se lo ha buscado.
—¿A quién se lo dices?
Ella te rodea con el brazo.
—Por eso tú me quieres tanto.
Tú te liberas del abrazo y sigues esperando, miráis fijamente hacia el campo de fútbol y veis unas sombras, y vuestros ojos escudriñan como locos la oscuridad. La hierba está húmeda y está tan cerca del agua que vuestros traseros empiezan a mojarse. Esperas no pillar una cistitis.
—¿Y qué pasa si no vienen?
—Pues nada, que no vienen, pero al menos el intento valió la pena — dice Stinke, y te mira, y por la forma en que te mira, tú, en contra de todas las reglas de la razón, deseas que jamás se vuelva una persona normal, que siga siendo siempre esa criatura salvaje e imprevisible que te infunde miedo por su carácter imprevisible, cuando ya seáis abuelas y os caguéis de nuevo en los pañales.
—Sé sincera, Rute, cincuenta de los grandes, ¡es una locura! ¡Métetelo en la cabeza! Si sale bien, podrás comprarte todos los libros que quieras, y Taja podrá viajar por ahí hasta que se aburra, y Schnappi podría largarse de casa y no tendría que ir jamás a Vietnam, y nuestra Nessi no necesitaría a ningún estúpido que se ocupe de ella y podría tener a ese bebé con toda tranquilidad.
—¿Y qué pasa contigo?
—Yo tendría mi salón de belleza.
—Stinke, creo que un salón de belleza costaría más.
—¿En serio?
—En serio.
Stinke tiene entonces la segunda ocurrencia del día.
—Quizá tú me des tu parte.
—Sí, quizá —dices, y lo piensas en serio, porque tú eres la única a la que a sus padres les va bien económicamente. Y en cuanto a los libros, ya tienes suficientes.
—¿De verdad? —insiste Stinke.
—De verdad.
Tras una breve pausa, añades:
—Tal vez siga estudiando.
Por fin lo has soltado. Puede que sea por la oscuridad que te rodea y te protege. En algún momento tenías que decirlo. Los momentos más raros son los que no se prevén. Te pones tensa.
Stinke dice que eso ya lo sabían todas.
—¡¿Qué?!
—Joder, Rute, ¿quién te conoce mejor que nosotras? Tú eres nuestra profesora. Claro que seguirás estudiando. Tus padres te desheredarían si haces un estúpido curso de formación profesional. No tengas miedo, siempre nos caerás bien.
Te faltan las palabras, desde hace meses te rompes la cabeza pensando en cómo explicárselo, y ellas lo sabían todo el tiempo.
«¿Quién conoce a quién aquí?», te preguntas.
Stinke echa un vistazo a su móvil.
—Bueno, allá voy.
—Ten cuidado.
—No te preocupes, soy dura de pelar.
Ríes, la atraes hacia ti cogiéndola de la mano y la besas brevemente en la boca, vuestros rostros están tan próximos que puedes ver el oro de su iris.
—Ten cuidado —repites, y esta vez Stinke no hace ningún chiste, esta vez asiente solamente y se pone las gafas de sol.
Tú la dejas ir.
La Neue Kantstrasse rumorea en tu oído, el autobús nocturno en dirección al zoo pasa traqueteando, luego vuelve a reinar el silencio y sólo pueden oírse los pasos de Stinke. En el puente, ella se detiene y mira hacia donde estás tú, abajo. Tú la saludas, ella te saluda, y entonces oyes cómo te dice en un susurro que todo va a ir bien, antes de que continúe y los arbustos te tapen la visibilidad. Tienes que cruzar el puente, subir un trecho por la Wundtstrasse y luego bajar los escalones hasta el otro lado del parque. El campo de fútbol está todavía vacío. No ha venido nadie, lo tienes todo a la vista, los ojos te duelen por el esfuerzo.
El campo está vallado y recuerda una gran jaula. Las porterías son unas varillas de metal sin red, el suelo está cubierto de un material plástico. Stinke se queda en la entrada y mira a su alrededor. Está desconcertada, son las dos y cinco. A lo lejos, con sus gafas de sol enormes, te recuerda la cara de un escarabajo.
«¿Podrá ver algo?»
Durante unos instantes, Stinke se queda a la espera delante del campo, antes de atravesar la entrada. Ves su espalda, ella se detiene al cabo de unos pasos, oyes los latidos de su corazón y maldices. Alguien llama a Stinke, y por supuesto, Stinke no ha desconectado su móvil.
«¡Cuelga! —piensas—. ¡Sea quien sea, cuelga!»
Durante un segundo piensas que puede ser Mirko, que os quiere advertir de algo. El móvil enmudece, vuelve a reinar el silencio, entonces oyes una voz de hombre decir: —Pensé que nunca vendrías.
Pausa.
—¿Y tú quién eres? —pregunta Stinke.
—Pregunta equivocada —dice la voz del hombre—. La pregunta correcta es: ¿cómo alguien ha conseguido toda esa droga?
Stinke das dos pasos atrás, tú no puedes ver al hombre, delante de Stinke sólo hay oscuridad.
—¿Eres un poli? —pregunta Stinke.
Silencio. Entonces el hombre dice:
—Ahora vamos a charlar, pero primero debes desconectar tu móvil. Tu amiga se ha enterado de demasiadas cosas. Quítale la batería, para que no haya malentendidos.
Cuando oyes eso, casi dejas caer tu móvil. Stinke vacila, y tú rezas para que se dé la vuelta y eche a correr, porque la voz de ese hombre te da miedo.
Seca, llena de aristas y rincones. Ésa no es la voz de alguien que aguante las bravuconadas de Stinke.
Hay un ruido. Stinke te habla directamente al oído.
—Luego te llamo, ¿vale?
—Stinke, no…
No puedes decir más, la conexión se interrumpe.
Tú entrecierras un poco los ojos para ver mejor. De nada sirve. Stinke ha dado un paso adelante y ha desaparecido en la oscuridad.
«¿Quién es ese tipo?», te preguntas, y quieres levantarte e ir hasta allí, pero entonces una mano se te posa en el hombro. Silenciosa como una sombra, pesada como una piedra. Te das la vuelta.
Parece una pared con una cabeza pequeña y rapada. Un amasijo de músculos, y luego esa cara. Lo reconoces de inmediato. Lo has visto en la calle y en los clubes. Stinke lo ha descrito bien. Su labio inferior está hinchado, tiene una tirita sobre la frente y otra en el brazo. Realmente tiene el aspecto de que lo ha besado un dóberman. «Aunque es familia de Taja, el parecido es cero», piensas, y pretendes preguntarle si por las mañanas sorbe huevos crudos, pero entonces él te pega. Un rayo de luz explota en tu cabeza.
Caes hacia un lado, pero antes de que ruedes por el césped, él ya te ha cogido por los pelos. Su rostro está muy cerca del tuyo. Hueles su respiración ácida, y ves sus ojos, las pupilas dilatadas y la rabia que hay detrás. Te arde la cara a causa del golpe, cierras los dedos con firmeza alrededor de tu móvil. «Lo que tú puedes hacer, puedo hacerlo yo también.» Aciertas donde está la tirita de la frente. Él te suelta y se agarra la cara, sorprendido. La herida se ha abierto, tiene la mano llena de sangre. Está desconcertado. Tú te alejas a rastras, él te agarra por la pierna, y tú pateas, lo golpeas en el hombro, y cuando intentas levantarte, resbalas sobre la hierba mojada. Aterrizas de bruces, y el aire se te escapa con un sordo gemido. Él te agarra el tobillo y te arrastra hacia él. Tus pies trazan unos surcos a través de la hierba, pero te resistes, no cedes, su puño golpea la corva de tu rodilla, tus dedos se sueltan y él te arrastra y arrastra por el césped hasta donde están los matorrales. Ahora estáis fuera de la vista, ahora él te aprieta la cabeza hacia abajo, de modo que la mitad izquierda de tu cara desaparece entre la hierba. Yaces allí, con un ojo aplastado, el otro abierto, presa del pánico, con la boca llena de tierra. Lo oyes decir algo, pero no entiendes ni una palabra, porque su mano te cubre la oreja derecha.
—¡no oigo nada!
Él retira la mano y la coloca alrededor de tu cuello.
—Una palabra más y acabo contigo, ¿está claro?
Asientes, su mano desaparece, te apoyas e incorporas y escupes tierra.
Entonces, por el rabillo del ojo, ves que él está agachado a tu lado, como un jodido perro.
—No te lo habías imaginado, ¿verdad? Pensaste que cubrirle las espaldas era una buena idea. Pues yo también he venido a cubrirle las espaldas a alguien. Podríamos formar un equipo.
Sientes la rodilla como si alguien te la llenara de aire sin parar. Te limpias la suciedad de la cara.
—¿Me puedo levantar?
—Te puedes sentar, pero no levantarte.
Te sientas y escupes unas briznas de hierba.
—Ahora esperaremos —dice él, y mira hacia la otra orilla, como si tú no estuvieras presente. En sus labios se dibuja una estúpida sonrisa. No sabes qué ha venido a buscar aquí. «¿Por qué no está al otro lado, comprándole a Stinke la droga? Y si él está aquí, ¿quién está al otro lado?» Transcurren cinco minutos, y entonces suena su móvil. Él escucha brevemente y dice: —No, aquí está controlado —dice, antes de guardar otra vez el teléfono; entonces respira hondo y habla sin mirarte.
—Esto te va a doler.