DARIAN

¿Puedes imaginarte a tu mejor amigo y a tu padre de pie, delante de una piscina, y a tu padre con una pistola en la mano, mientras tu mejor amigo casi se caga en los pantalones? Aunque quisieras imaginártelo, tu fantasía tiene sus límites, así como tu capacidad para planificar. Si hubieses sabido lo que has provocado, jamás hubieras cancelado la noche de cine y te hubieras ocultado desde hacía dos días, como Mirko aquella vez, debajo de un coche.

Lo habrías hecho todo de un modo diferente y jamás se hubiera producido ese encuentro.

Cada jueves por la tarde, a la misma hora, estás en el local de Pepe, te comes un kebab y bebes un batido de proteínas helado. De cinco a nueve, estás siempre localizable allí para cualquiera. A tu izquierda están tus dos móviles y un libro sobre entrenamiento de supervivencia. Preferirías tener una oficina, pero tu padre es de la opinión que estás muy lejos de ser un hombre de negocios. Y aunque no trabajas para él, no puedes buscar una oficina sin su aprobación. Las reglas son las reglas. Él opina que primero debes conocer la calle, porque él también empezó así. Lo de los alborotadores y los okupas, eso puedes ahorrártelo. Ya no estamos en los ochenta, ni siquiera en los noventa, aunque la radio pretende hacértelo creer todos los días, con su maldita música retro. Estamos en el nuevo milenio, todo es diferente y ya nada es como era antes, así que estás sentado en un bar de kebabs, porque todavía no tienes una oficina.

Los viernes tus chicos pueden encontrarte en el parque, y los fines de semana haces la ronda para los hermanos. Los lunes estás siempre sentado en la sala de juegos de Kaiserdamm, un lugar al que te gusta ir en verano, por el aire acondicionado y por la cajera, que desaparece contigo en los lavabos cada vez que tienes ganas. Ella adora los músculos, y tú tienes músculos, los dos encajáis perfectamente. Los martes juegas con los hermanos al golf y los miércoles es tu día privado, en el gimnasio. Si eso no es vida, vamos…

Ella está sentada delante de ti.

Mirko te ha llamado hace veinte minutos diciendo que tenía algo para ti. Que tiene algo, eso puedes verlo, tal vez una tremenda erección, por como está ahí de pie. «Como una bolsa de la compra a reventar que alguien ha olvidado al borde de la calle.» Siempre te vienen a la mente las imágenes más descabelladas en cuanto ves a tu colega. Mirko es leal, Mirko llegará a ser alguien y crece bajo tu sombra como ninguno de los otros. Él es tu hombre.

Disfrutas con su complejo de culpa. Si lanzaras un palo a lo lejos, él sería el primero en echar a correr para traértelo. Pero, para ser absolutamente sincero, puedes entender bien que se largara aquel día. Aquellos tíos eran muy cabrones, a Mirko sólo le hubiesen roto la jeta, así que fue mejor que desapareciera para que no fuera testigo de tu humillación. La verdad es que tienes planes para él, a partir del año que viene quieres llevarlo contigo en tus rondas. Ya te acompañó cuando fuiste a ver a Bebe, y a los chicos les cayó bien, porque no estuvo abriendo la boca todo el tiempo. A veces desearías que tu padre se hubiera ocupado de ti, del mismo modo en que tú ahora te ocupas de Mirko. La educación no es lo suyo. Él es un sabio de la logística.

Nadie ofrece más seguridad que Ragnar Desche. En esta última etapa han sido principalmente las armas y las drogas, él se ocupa de su transporte y su almacenamiento, supervisa la logística. Sabes que la última década no ha perdido ni una sola bala ni un simple gramo de cocaína.

Estás orgulloso de tu padre y respetas su manera consecuente de ser.

Sin embargo, tus dos ídolos verdaderos son dos hombres de un calibre muy diferente.

Jonas y Axel Krüger son berlineses de pura cepa, y la última primavera quisieron ponerte bajo su tutela, por entonces tenías dieciséis años y tu padre se negó durante todo un año antes de darte luz verde. Desde entonces eres tú quien negocia, y aprendes a conocer la calle desde dentro. Tú no eres supervisor, el hombre de la logística, tú quieres ensuciarte las manos y ser como los dos hermanos. Todo lo que ellos te están enseñando ahora, se lo enseñarás tú algún día a Mirko. Violencia, disciplina y obediencia. El humor también forma parte del entrenamiento, por eso dices ahora: —Joder, tío. Estás como una bolsa de la compra reventona.

—Muy gracioso.

—Vamos, siéntate, siéntate de una vez.

Mirko se sienta junto a la chica. Le haces una señal a Pepe para que te traiga otro batido. Desde que su local se ha convertido en tu base de operaciones, hay una batidora allí. Pepe sabe lo que hay que poner en tus batidos. Y aunque aquello sabe a rayos, a ti te gusta que Pepe sólo los prepare para ti. Lo sano no tiene por qué saber bien, eso lo sabe hasta un niño. «Por eso es tan importante convertirse en adulto —piensas—, porque entonces por fin puedes comer lo que te da la gana.» Esos kebabs, por ejemplo, están muy bien. No mucha salsa, nada de cebolla y suficiente lechuga, como para hacer morirse de envidia a un ruso. Tú le pegas un mordisco, miras a la chica y piensas: «Mirko se ha buscado una tía cachonda.» La conoces de algún sitio, seguramente del barrio, es probable que estuviera en alguno de los clubes o que haya comprado algo a tu gente. Tú, que eres un perro descastado y superficial, ni por un momento se te ocurre que es una buena amiga de tu prima. Una vez la viste en una fiesta, pero entonces ella tenía el pelo suelto y no llevaba gafas de sol. Ahora sus ojos están ocultos tras dos cristales marrones. Sólo puedes distinguir las pupilas a duras penas.

—¿Un batido? —preguntas con la boca llena, y bebes un sorbo de tu vaso.

Ella niega con la cabeza. Tú asientes, como si lo entendieras, dejas el kebab en el plato y te limpias la boca.

It’s business time.

—Pues hagamos negocio —dices.

La chica mete la mano en un bolsillo de su pantalón y te pone una cajita de Tic-Tac sobre la mesa. Sabor a naranja. Siempre te ha parecido una idiotez que los Tic-Tac sean blancos y que sólo sea naranja la caja. Alguien te contó que antes eso era distinto, había colorantes y cosas por el estilo. Como si un colorante fuera dañino para la salud.

—Vaya —dices, y coges la cajita de Tic-Tac y la abres.

El polvo es blanco, lo hueles y huele a Tic-Tac. Pepe llega con el batido.

Es verde, con una corona de espuma blanca. Le preguntas si quiere un TicTac. La chica pone unos ojos como platos. Pepe dice: «No bueno azúcar», y se marcha de nuevo.

—¿Lo has oído? —le preguntas a la chica, y ríes—. ¡¿No bueno azúcar?!

Ella sólo te mira, es evidente que no tiene sentido del humor, y esas gafas enormes la hacen parecer una estrella del porno acabada. Mirko, por el contrario, tiene ahora un asomo de sonrisa en las comisuras de sus labios.

Mirko sabe apreciar un chiste. Entonces la chica dice: —Tenemos cinco kilos.

Tú no dejas que se te note nada. Sea quien sea esa tía a la que Mirko ha arrastrado hasta aquí, parece ser una mina de oro. No te preguntas de dónde ha salido la droga, pues se te hace la boca agua y tu mente ya está centrada en los beneficios. Cuando preguntas por las pastillas, la chica mete la mano en su chaqueta y pone un puñado encima de la mesa.

—¿Estás loca? —le dices entre dientes, y barres las pastillas del tablero de la mesa hacia la palma de tu mano. Ella sonríe. El humor es una espada de doble filo. Guardas las pastillas en tu chaqueta.

Mirko te mira de un modo extraño, y, sin saber por qué, te recuerda la tapa de la lavadora de tu madre, cuando ella ha recogido la ropa y deja la máquina abierta para que se seque. De niño siempre querías meterte allí, para viajar en el tiempo. Tu madre te pegaba un coscorrón cada vez que te pillaba intentándolo. Ahora tu madre está con un tío español y en casa ya no se habla de ella.

—Pareces una lavadora. La tapa de una lavadora, ¿lo entiendes?

Mirko frunce el ceño. El chiste está un poco traído por los pelos.

Tu miras a tu alrededor. Sería una putada que uno de la policía antidrogas estuviera sentado en la barra bebiendo ayran, mientras tú cierras allí el negocio de tu vida.

«¡Cinco kilos, tío!»

Das unos golpecitos a la cajita de Tic-Tac, y un poco de polvo cae en el dorso de tu mano.

—Apartad la vista —dices, y te metes una raya.

Si pudieras ver ahora tu sonrisa, sacarías una foto y la harías enmarcar.

Entra bien, pasa bien, te sienta bien. «Muy bien.» Tensas el brazo. Una sensación estupenda. Acero y carne. La piba pregunta qué se siente al tener esos brazos.

—Joder —exclamas, te quitas las lágrimas con un parpadeo—. ¿Y tienes cinco kilos de esto? ¡Joder, esto es la leche!

La chica se pone de pie.

—Eh, ¿adónde vas?

—A buscar el resto. Lo vas a comprar, ¿no?

«Puedes apostar tu culo a que lo haré», piensas, y te muerdes la lengua para no decirlo. Estás confundido, pensabas que ella lo había traído todo.

«¡Joder, esto sí que pega fuerte!» Le sonríes como un estúpido. ¿Y tú pretendes ser un profesional? ¿Piensas que va a salir a la calle con cinco kilos de ese material? Qué suerte que los dos hermanos no te están viendo ahora.

La chica dice que regresará hacia la medianoche.

Dice que quiere cincuenta mil.

Tú te le ríes en la cara.

—Eso vale mucho más —le explicas, y eso suena muy poco profesional, pero con ese material no has podido evitar ser sincero, además, quieres ser un caballero, porque la chati está para comérsela y a lo mejor alguna noche tiene ganas de meterse una raya de tu polla. Gratis, por supuesto.

—Yo no quiero más —dice ella.

—Ah.

Cincuenta de los grandes. Tío, los hermanos van a flipar. La verdad es que ha valido la pena saltarse la noche del cine. Mirko no te ha traído oro, sino diamantes. Pero bueno, Mirko tenía que compensarte.

—¿Nos encontramos aquí?

Tú niegas con la cabeza. En una hora el local va a estar a tope. Y medianoche es demasiado temprano. A esa hora la ciudad está totalmente despierta, fresca como una lechuga. Propones veros en un parque. En el Lietzensee. A las dos. El pequeño campo de fútbol es bastante controlable, y por la noche allí no van ni los vagabundos. No sería la primera vez que te citas con alguien allí. El campo está oculto tras un talud. Si dos de tus chicos hacen guardia, podríais celebrar allí una orgía y nadie se daría cuenta.

—Allí, por la noche, se puede celebrar una orgía —dices.

—Por la noche se puede celebrar una orgía en cualquier parte —dice la chica, como si fuera eso lo que hiciera cada noche.

—¿A las dos entonces?

—A las dos.

Ella te mira a ti y luego a Mirko. Tú darías un billete de cien euros por verla sin gafas.

—¿Tú vienes también?

—Sí, claro.

Ella te mira de nuevo.

—No irás a putearme, ¿verdad?

Tú te llevas la mano al pecho, al lado del corazón. Por supuesto que la vas a putear. Al final se va a conformar con veinte mil. Al final todos aceptan.

Los hermanos jamás se enterarán de que eran cinco kilos. Tres son suficientes.

Y las pastillas terminarán en tu cartera. Tú no puteas a la gente, no, tú la haces arrastrarse y, de paso, le pegas patadas en el culo. Una palabra de honor más o menos… tienes que pensar en ti.

—Te doy mi palabra —dices.

Cuando ella se marcha, esperas a que la puerta se cierre y empiezas a reír a carcajadas.

—¡Joder, Mirko, qué pibón más imbécil!

—No digas eso.

Tú te levantas y os dais la mano.

—Lo has hecho bien, tío, no podía ser mejor, estamos en paz, ¿de acuerdo? ¿O no?

Mirko asiente, «en paz», sonríe, el alivio está escrito en letras mayúsculas en su frente. Atraes a tu colega hacia ti, de modo que su pecho flacucho choca contra tu plancha de acero.

—Te recojo a menos cuarto en el puesto de comidas.

Le das una palmadita en la espalda, estás tan colocado por el polvito ése que tienes ganas de agarrarle el culo a Mirko. «Estoy de puta madre», piensas, y dejas que Mirko se marche.

—Y el cine hoy se jodió —le gritas todavía a sus espaldas, al tiempo que meneas la cajita de Tic-Tac—: Todavía tengo que probar un poco de esto, así que Denzel puede esperar.

Mirko asiente, lo entiende. Tú le alcanzas tu batido a modo de regalo y él se lo lleva afuera. Miras hacia abajo y ves que tienes una tremenda erección.

—¡Oye, Pepe! —gritas—. ¡Mira lo que puede hacer el Tic-Tac!

Dos horas después estás en la cama, exhausto por la droga, la ventana está abierta, y tú eres el rey de la ciudad, el lloriqueo de una ambulancia, un avión que va rumbo a Tegel, música en los altavoces, y el negocio del año en tu bolsillo. Tienes puesto el canal MTV, pero sin sonido, una cantante se da palmadas constantemente en las nalgas, como si estuviera furiosa por tener ese trasero. Tú das unos golpecitos en la cajita de Tic-Tac, y el polvo cae en forma de llovizna sobre el dorso de tu mano.

«¡Joder, tío! ¿¡Qué material es éste!?»

La última vez que pasaste un día con speed, tenías en tu casa a unos amiguetes de Köpenick y casi achicharráis la PlayStation. Luego os fuisteis al sótano e hicisteis ejercicios con las pesas, hasta que vuestros ojos empezaron a ver toda la gama de colores. Hoy no es un día para jugar. Hoy es un día en el que querrías quedarte en la cama oyendo música.

«¡El negocio de la década!»

Más tarde le enseñarás a esa chica lo que es un verdadero negocio. Has reunido diez mil, no has podido reunir más, Bebe metió cinco mil en el bote, y el resto de tu bolsillo. La chica refunfuñará, protestará, pero puede darse por satisfecha.

—¿Darian?

—¿Sí?

—Baja un momento.

Sacas las piernas de la cama, tu amodorramiento desaparece tan pronto que parece que nunca ha estado ahí. Cuando el viejo llama, hay que pasar por el aro. No caben ni el «luego» ni el «enseguida». Te lo inculcó desde que eras un niño, y las cosas no fueron a mejor cuando tus padres se divorciaron.

Corres al baño, te echas agua fría en la cara, un último vistazo, e intentas sonreír, pero la sonrisa se desvanece.

Tu padre está en la cocina, haciéndose un capuchino en la máquina.

Está descalzo, lleva unos pantalones de lino y una de esas camisas de seda que parecen de aire. Se le ve relajado, como si no tuviera ninguna preocupación. Lo admiras y lo temes. Tú quieres ser como él, y luego hacerlo todo mejor. Quieres ofrecer fiestas y hacerle saber a la gente que todo es posible, porque tú lo haces posible. Tu padre es cuidadoso con el dinero.

Presta atención a lo que come, con quién come y quiénes son sus amigos. Es un tipo delgado, casi asceta, mientras que tú revientas de energía y tu cuerpo ocupa el doble de espacio. Y ni un solo gramo de grasa, todo es dinamita. Tu padre jamás intentó llamar la atención. Tú, en cambio, quisieras coger al mundo por los huevos y gritarle en la cara que existes. Te proporciona mucha satisfacción ser más alto que él. Dos centímetros. El resto no es más que una derrota genética. Aun cuando tu padre te da la espalda, como si no fuera necesario mirarte, siempre te hace sentir que estás muchos escalones por debajo de él. Pero tú eres joven, y todavía tienes mucho camino que recorrer, mientras que tu padre ha llegado hace tiempo.

Te pregunta lo que vas a hacer el fin de semana y si ya has pensado cómo vas a pasar el resto del verano. Quiere que el próximo año vuelvas a estudiar. Debes aprender a administrar sus finanzas. A ti eso no te interesa para nada, así que callas, esperas que los hermanos acudan en tu ayuda y apoyen tu carrera. «¡Carrera! ¡Qué palabra tan guay!», piensas, y casi te echas a reír. Este verano será tu último verano en libertad. Tienes planes de visitar a tu madre en España. Ella ha insistido en que lo hagas. Tu padre quiere saber si ese plan se mantiene, si has reservado el vuelo y blablablá. Entonces se da la vuelta y te mira con expresión inquisitiva. Entonces comprendes que no le has respondido ni una sola vez.

Tú estás allí, estás allí, estás allí.

—¿Qué has estado tomando?

Tu padre bebe un sorbo de su capuchino. Quieres responderle, pero tus dientes entrechocan, como si alguien te hubiera sellado la boca. «¿Acaso es tan evidente?», te preguntas, e intentas no mostrar ninguna sonrisa estúpida.

Son muchas las preguntas que te zumban en la cabeza. Te gustaría saber por qué tu padre nunca echa polvo de cacao en el capuchino. «¿Por qué, papá? — quieres preguntarle—. ¿Por qué?» La risa te hace lanzar perdigones de saliva.

«¡Capuchino! ¡Qué palabra tan estupenda!» Y ahora no te eches a reír.

«Business is business», piensas, y sonríes al pensar en llamar «papá» a tu padre. Conoces las reglas. Mientras estás trabajando, no puedes tocar la droga. Nunca. Ahora no estás trabajando, así que tranquilo. Lo que más te preocupa es el hecho de que no puedas controlarte delante de tu padre.

«Él quiere control, su vida es control, yo lo sé, él lo sabe, yo…»

—Tengo un negocio —murmuras, metes la mano en el bolsillo de tu vaquero y sacas la cajita de Tic-Tac. Se la lanzas a través de la encimera de la cocina.

Va a parar a las manos de tu padre. Manos seguras, estupendas. Tu padre deja el capuchino, vierte un poco del polvo sobre la encimera y mete un dedo dentro. Lo prueba, te mira y dice: —¿Y esto qué es?

—Coca.

Tú sólo sientes cómo te agarra, no lo ves venir.

—¿Esto qué es, Darian?

—Co…

Él es demasiado rápido. Un revés. El movimiento flota en el aire como un cometa que se mece al viento y sólo deja un rastro de colores. «Ya partió —piensas—, ahora viene la siguiente pregunta»:

—Darian, ¿qué es esto?

—Pensé que…

Enmudeces. La cabeza te estalla.

«¿Speed?»

No, no es speed, lo habrías reconocido.

«¿Coca?»

No vuelvas a decir que es coca.

«¿No será heroína?», piensas, y tu boca dice:

—¿Es heroína?

—¿De dónde ha salido esto?

Tú lo sueltas todo a borbotones, le hablas de la chica y del negocio, y le confiesas todo, también lo de las pastillas, ni siquiera mientes en la cantidad, porque tu padre no es un comprador, tu padre es Dios, y adivina cualquier mentira.

—¿Cuándo?

—Esta noche, a las dos.

Le hablas de Mirko, que lo ha organizado todo, y le hablas del sitio de la cita. A tu padre no le gusta tu plan. Te lo destruye con una sola frase.

—Mantén a tu amigo lejos.

—Pero…

—Y espero que de aquí a las dos tengas la mente despejada.

Con esas palabras se guarda la cajita de Tic-Tac, coge su capuchino y sale de la cocina sin dignarse a mirarte.

A las doce estás sobrio de nuevo desde hace rato. Has sudado la droga, has corrido diez kilómetros en el aparato, has hecho ejercicios y ejercicios, hasta que tu cuerpo sólo fue puro dolor. Quince minutos de sauna, una ducha fría y ahí estás.

Sólo te quedan unas dos horas para el encuentro.

Visitas el Starlight en la Ku’damm. Rico y André van contigo. Vendes unas pastillas y un poco de hierba. Mientras los clientes desaparecen con Rico en el lavabo, tú bebes un agua mineral sin gas tras otra y miras una y otra vez tu móvil. Tal vez tu padre se lo piense, sí, tal vez la luna sea de queso. Mirko te espera a menos cuarto junto al puesto de pizzas de su tío. Se ha tomado el resto de la noche libre.

Sabes que sólo tiene a esa chica en su mente, y te preguntas cómo vas a decirle que se quede allí y no parecer un inútil. Olvidas algo. Algo elemental.

Memorízalo.

«Yo soy el jefe, y un jefe no puede ser un inútil.»

Bravo.

Poco antes de la una y media vas en el autobús nocturno por la Kantstrasse, te bajas en los juzgados y subes por la Windscheidstrasse. La verdad es que ya va siendo hora de que te saques el carné de conducir y tengas tu propio coche. Esa noche de verano te impacta en la cara, tiene el aliento rancio, cargado de grasa de fritangas y de esquinas meadas. Te gusta el olor, sudas, es agradable. Al llegar a la Stuttgartplatz ves el kiosco de pizzas como un destello de vida opaca junto al puente del tren de cercanías.

Mirko está junto a una de las mesas, tomando una cola light.

—Vas a coger un cáncer con esos colorantes —dices, a modo de saludo.

—Chorradas —responde él, y te da la mano.

Hay una tranquilidad sorprendente. Es una sofocante noche de jueves en Berlín. El tío de Mirko está raspando el horno; se oye el choque del metal contra el metal; no hay ningún cliente a la vista y las luces en los cafés de enfrente están apagadas. Todos se han ido a casa.

—Una ciudad muerta, ¿verdad?

—Totalmente muerta. ¿Vamos?

Te frotas la nuca.

—Joder, Mirko, tenemos un problema.

—¿Cómo? ¿Qué problema?

Mientes, le mientes y le dices que tu padre ha rechazado el negocio.

—No hay efectivo para la piba.

Mirko quiere saber qué tiene que ver tu padre en todo eso. Es una pregunta legítima, tú trabajas para los hermanos. Tu padre tiene las manos limpias, él es el supervisor de la logística. Te has ido de la lengua. Genial. Ya habrá tiempo de dejar colgado al jefe. Te burlas de Mirko.

—Sin mi viejo no funciona nada, ¿qué te habías pensado?

—Joder, pero esa chica se va a cabrear.

Mirko saca su móvil.

—¿Qué haces?

—Llamarla, para que…

—Olvídalo, ella ya lo sabe.

—¿Qué? ¿Cómo que lo sabe?

—Porque… Porque yo ya la he llamado para cancelar la cita.

—Pero si tú no tienes ni su número.

Os miráis. Os miráis un poco más. Tu cabeza trabaja como poseída y revisa todo el banco de datos de tu chiflado cerebro, pero no encuentra ninguna respuesta razonable. Mirko vuelve a la carga.

—Ni siquiera sabes su nombre.

De repente sonríes. Un lobo enseñando los dientes. Te inclinas un poco hacia delante. Tienes unos deseos indescriptibles de estamparle la lata de Coca-Cola a tu amigo en la cara, y apretársela hasta que su madre ya no lo reconozca. Esas ganas son sólo un destello, jamás le harías una cosa así a Mirko. Jamás.

—Oye, Romeo, si te digo que ella ya lo sabe, es porque lo sabe. ¿Crees que te iba a mentir? Así que, venga, guarda ese móvil.

Él no reacciona. Tú lo coges por la cara. Tus palabras son un susurro.

—Mirko, guarda ese jodido móvil. El asunto se ha jodido. Se acabó.

Finito. ¿Lo has entendido?

Oyes que su tío dice algo desde el puesto de pizzas, miras hacia allí, pero sin soltar a Mirko. El tío maldice y aparta la vista.

—De acuerdo —dice Mirko.

—¿Está todo claro?

—Todo claro.

Entonces le sueltas la cara. Él se queda mirando al suelo.

—Mírame.

Él te mira.

—Estamos el uno para el otro, ¿lo has olvidado?

—Claro que no.

—Yo cuido de ti, tío. Día y noche. No lo olvides nunca. Y mañana vamos a ir al cine, yo te invito, ¿de acuerdo? Le propinas un ligero gancho en el hombro y subes otra vez por la Windscheidstrasse. Las manos en los bolsillos de tu chándal, los hombros rectos. Puedes oír cómo Mirko y su tío hablan a tus espaldas. Idioma de yugoslavos, no entiendes ni una palabra.

Cuando llegas a la Kantstrasse, echas un vistazo a tu móvil. Son las dos menos diez. Es hora de que te pongas en camino. Tu padre te espera.