MIRKO

La labor de un mártir no es nada fácil. Tiene que hacer sacrificios, ser desinteresado, y, sobre todo, tiene que soportar mucho sufrimiento. Tú procederás justo en ese orden, así que empezarás por el sacrificio. Te saltas las clases e intentas averiguar quién podría conseguirte esos medicamentos.

Hay un par de fuentes. Puedes preguntarle a Mehmed, el de Wedding, pero también podrías probar con Timo, que vive sólo dos calles más allá. Pero sabes que eso no funciona así. Tienes que recorrer el camino correcto. Darian responde a tu llamada al segundo timbre.

—Oye, has encontrado tu móvil.

—Estaba en el kiosco de las pizzas.

Darian se ríe.

—Probablemente tu tío se lo apalancó y ha estado llamando toda la noche a líneas eróticas de Bosnia.

—Nosotros somos eslovenos.

—¡¿Qué?!

Durante diez minutos, tienes que escuchar cuáles son las nuevas fuentes de vitaminas que tu amigo ha descubierto en internet, y luego te informas, como de pasada, de quién puede conseguirte rápidamente medicamentos de estricta prescripción médica.

—¿Qué te traes entre manos? ¿Vas a abrir una farmacia?

Te ríes como si no hubieras oído nunca el chiste, y le dices que los medicamentos no son para ti. Darian te pilla al momento.

—Mirko, mi casanova, ¿cómo se llama ella?

Por supuesto que te ruborizas. Algunos piensan que eres una suerte de recadero, otros piensan que eres una especie de esclavo moderno, que hace todo lo que le dice su jefazo. Pero a nadie parece molestarle que tu jefazo sólo tenga diecisiete años. Tú te ves más bien como un aprendiz. Darian te ha tomado bajo su protección, eras nuevo en el instituto y algunos la emprendieron contigo. Él les dio un par de patadas en el culo y te dijo que parecías necesitar un colega. Desde entonces sois amigos. Incluso después de que Darian se marchara del instituto, nada cambió, porque los vecinos siguen siendo vecinos aunque cambien de dirección, y un colega, en este barrio, es siempre un colega. Haces algunos trabajillos para él y, desde hace un año, subes y bajas escaleras, haces compras para las fiestas, llenas copas, lías porros y eres recadero y amigo, todo en una misma persona. No ves en ello ninguna injusticia, conoces tus puntos fuertes. Darian sabe que puede hablar contigo, a diferencia de lo que sucede con otros chicos de la pandilla. En una ocasión comprobó que los dos hablabais el mismo idioma, y no se refería al alemán. A veces desearías poder mostrarle a Darian lo leal que realmente eres. Nada de esconderte debajo de un coche. Piensas, por ejemplo, en un tiroteo, y te ves a ti mismo lanzándote delante de él para salvar su vida. Eso del martirio debes de haberlo mamado de niño. Tu madre siempre fue así, hasta que tu padre la dejó plantada.

La voz de Darian suena distorsionada a través del móvil.

—Venga, está claro que se trata de una tía.

Su voz es como si te estuviera metiendo la lengua en la oreja.

Ríes tímidamente, eres como un escaparate.

—No puedo decirte nada.

—¿Sois pareja?

—Claro que somos pareja, pero no puedo decirte nada.

—¿Es enrollada?

—Superenrollada.

Oyes a Darian revolver cosas y maldecir porque no encuentra el número de Depp, pero al cabo de un rato lo encuentra y te dice: —Desde que Depp se marchó, tiene un trabajo como enfermero en un hospital de Westend. Tiene acceso a todo.

Entonces Darian te da su número fijo y su móvil, y a continuación surge una pausa incómoda.

—Te lo compensaré —dices, y Darian sabe de inmediato a lo que te refieres.

—No le des más vueltas a eso.

—Sí que se las doy, te dejé colgado, pero te compensaré, te lo juro.

—Vale —dice Darian, y te pregunta si esta noche vas a ir con él al cine.

Así, de ese modo tan sencillo, vuelves a ser parte de la familia.

«Así de sencillo.»

—A las diez y cuarto —dice Darian—. Ponen no sé qué mierda de Denzel Washington y el tipo que hizo de Jesús. El martes me perdí la peli, pero a quién le gusta ir al cine el día del espectador.

Tú te sientes agradecido y aliviado por que te lo proponga, y le prometes que estarás allí. Aunque a las diez tienes que entrar a trabajar, no vas a perderte esa noche con la pandilla. Tu tío lo entenderá, y si no lo entiende, pues peor para él.

Después de que colgaras, tienes que hacer cincuenta flexiones para poder poner los pies de nuevo en el suelo. A continuación llamas a Depp al fijo. En realidad, Depp es un músico de talento que ha suspendido dos veces la selectividad y al final ha terminado siendo enfermero. Lo llamáis Deppen (el tonto, el memo) porque tiene un coeficiente de inteligencia de ciento setenta y no sabe qué hacer con él. Hace seis meses se mudó con su novia a Spandau. Quieren tener un hijo, y Spandau es un barrio barato. Lo cual demuestra una vez más que Depp se merece el apodo sin haber hecho nada para merecerlo.

Nadie contesta.

Marcas el segundo número.

—Estoy trabajando —dice Depp a modo de saludo.

—Soy yo, Mirko.

—Ah, hola, Mirko. Estoy trabajando todavía. Justo ahora estoy metiéndole por las narices a un abuelo una cuchara de puré de garbanzos, porque el pobre no puede abrir la boca. Sí, me refiero a ti, abuelete. ¿Quieres que te meta esta mierda por la nariz? ¿Es lo que quieres? Así que abre esa bocaza o voy a traer una manguera. Así, eso está bien.

—¿Depp?

—¿Qué pasa?

—Necesito algo.

Le lees la lista. Él te dice que sí, que podría conseguírtelo todo pero, que si le preguntas a él, con dos de esos medicamentos es suficiente.

—¿Te estás desintoxicando o qué?

—No, no es para mí.

Te alegra que no te pregunte si pretendes abrir una farmacia o para quién son los medicamentos. Depp no es de ésos. Acordáis que recogerás el material a las tres, en su casa. Te quedan dos horas todavía. La dirección es al norte de Spandau. Depp te dice lo que quiere a cambio. Es todo un colega.

A las tres y diez llamas a su puerta. Llevas en la mano izquierda una bolsa de papel, y el olor es penetrante y dulzón. La puerta se abre. Ella sólo lleva puestas unas braguitas y una de esas camisetas sin mangas que quedan tan ajustadas que puedes verle hasta los latidos del corazón. Sus oscuros pezones se comprimen contra la clara tela. Si no te mirara de ese modo, podría ser hasta sexy.

—¿Qué pasa?

Le entregas la bolsa. Veinticuatro donuts, dos de cada variedad. Ella echa un vistazo dentro y lo pilla. Depp jamás engorda, se come todo lo que se le ponga a tiro. Los donuts no son una maldición. Otros necesitan oxígeno, él necesita grasas y azúcar.

—¿Eres Gina, verdad? —preguntas.

—Manja —responde ella, y te deja solo delante de la puerta del piso.

Se oye un ruido en el interior. En el piso de arriba una puerta se cierra de golpe, un niño lloriquea, con voz callada y triste. Manja te hace esperar. Al cabo de diez minutos vuelve a la puerta. Tiene polvo de azúcar alrededor de la boca. Lleva una taza de café en una mano y, en la otra, los medicamentos; te los entrega y se te queda mirando hasta que tú te das la vuelta y te marchas.

Y ahora estás ahí, con cierta inquietud en el estómago, que no mejora cuando percibes el olor del helado y los bollos. Hace un calor abrasador, la gente hace cola delante de la heladería, niños y avispas, de vez en cuando algún perro que ha pegado la nariz al suelo con la esperanza de encontrar sobras. Son las siete y veinte, y ella aún no ha llegado. A las ocho cierran la heladería, y entonces tendrás un problema. Dos veces caes en la tentación de llamarla. Sabes que eso sería tener muy poca clase. Y quieres mostrarte como un tío con clase. Ya no tienes doce años. Así que ten paciencia y deja el móvil en el bolsillo. Espera.

Bernie pasa con la bicicleta y saluda. Jojo se compra un helado y te pregunta si esperas que haga mejor tiempo. También las gemelas se dejan ver por allí. Tisa y Mel. Nadie cree que sean gemelas. Jamás llevan la misma ropa, se peinan diferente y parecen buenas amigas. Alguien dijo alguna vez que uno sólo podría confundirlas si las veía desnudas bajo la ducha. Tisa te pregunta si tienes cincuenta céntimos. Mel tiene problemas con sus gafas de sol y quiere saber si, por casualidad, no tienes uno de esos pequeños destornilladores. Le das a Tisa el dinero, pero no, no tienes un destornillador de ésos. Kolja aparece con su nueva piba, con una mano metida en el bolsillo trasero de sus vaqueros, la chica tiene un tatuaje muy pequeño bajo el ojo izquierdo. Milka llega arrastrando a Gero. Preguntan si también irás al cine.

Poco a poco te vas poniendo nervioso. Media pandilla se va a tomar helado y se divierte, mientras que tú te quedas allí, a la espera. Debiste escoger un sitio mejor para quedar, uno en el que no hubiera tanto ajetreo.

—Aquí.

Ella te alcanza un helado. Chocolate, dos bolas. Te atragantas y toses.

Estabas mirando en la otra dirección, por supuesto. Ella está allí, como si te hubiera estado esperando, como si fueses tú quien ha llegado tarde. «Stinke.»

Sientes que tu cara se ablanda y sonríes como un estúpido.

—Hum, qué rico, chocolate —dices como un niño de cinco años que se ha pasado el verano esperando poder comer dos bolas de helado de chocolate.

—¿Y bien? ¿Los tienes?

—Los tengo.

Vais paseando por la calle. No habláis, os coméis vuestros helados. En el portal de un edificio os sentáis en el escalón y tú sacas los medicamentos de la chaqueta y repites lo que Depp te ha dicho al teléfono.

—Dos de esos medicamentos son más que suficientes.

Además, Depp te ha añadido unas instrucciones sobre el modo de usarlos.

Stinke debe ignorar el prospecto y utilizar los medicamentos tal y como Depp se lo ha escrito.

—¿Qué te debo?

—Es un regalo.

—¿De verdad?

—De verdad. Si necesitas más…

Dejas los tres puntos suspensivos al final, quieres decirle que debería verte de nuevo, que, de lo contrario, el resto de tu vida no tendrá sentido y que serás muy infeliz. Pero ¿quién dice algo así?

Stinke se inclina hacia delante y te da un beso en la mejilla. Un poco de helado se le derrama entre los dedos. Inspiras rápido y la hueles. Huele bien.

—Te debo una —dice ella, y se levanta, y tú estás seguro de que eso ha sido todo, de que no volverás a verla de nuevo, tal vez en el instituto, al pasar, y todo porque no puedes abrir la boca como es debido. Entonces ella duda y se da la vuelta, y vuelve a sentarse a tu lado. Tu corazón interpreta un solo de tambores. Ella se coloca las gafas de sol y dice: —¿Qué pasaría si yo también tuviera algo que venderte?

—¿Y qué podría ser?

—Unas cuantas pastillas.

—De acuerdo.

—Hachís.

—De acuerdo.

—Y cinco kilos de cocaína.

Entonces no dices: «De acuerdo», sólo la miras.

—Aunque también podría ser speed, o heroína.

—¡¿Cinco kilos?!

—Más o menos.

—¿Cuánto más o menos?

—Pues eso, más o menos cinco kilos. ¿Conoces a alguien que quiera comprarlos?

La comprensión es como un proceso que se va gestando ante tus ojos a un tiempo desorbitado. Claro que es posible que todo eso se le haya ocurrido en el momento, pero la probabilidad es muy baja. Ella quiere vender algo.

Sabe quién es tu mejor colega. Te tiene pillado. El resto ya puedes calcularlo tú solito. «Tal vez no necesita de verdad esos medicamentos, y sólo quería ver si yo la ayudaba, y ahora ella saca sus garras y me las clava. Mierda.» De repente estás pensando como un adulto. La desconfianza de tu madre se te ha contagiado. No va contigo tener esos pensamientos. Eres ingenuo, confías en todo y en todos. El cinismo no es tu fuerte, pero un poquito de desconfianza jamás ha hecho daño a nadie.

—Yo te ayudo —dices con un retintín amargo.

Y es eso justamente lo que haces, han pasado ya catorce horas, y por eso estás ahora en este maldito sótano, mientras el padre de Darian te apunta con una pistola en la frente, preguntándote si eres un jodido mártir.

Probablemente él nunca haya intentado pensar con una pistola apretada contra la sien. Entonces no sería tan descabellado, sería cómico.

Te vienen a la mente unas películas que has visto por lo menos cien veces. Reservoir Dogs. Truth Or Consequences. Knallhart. Y aunque sabes que no te puede pasar nada, en ese momento eso no te ayuda mucho. Eres el colega de Darian. Eso cuenta, sea para lo que sea, pero eso cuenta. Y el miedo está bien. Quien no siente miedo en un momento así, es que no está bien de la cabeza.

—¿Eres un maldito mártir?

—Yo soy esloveno —dices, lo cual, normalmente, es una buena respuesta, pero no es la respuesta que quiere oír Ragnar Desche. Uno de los hombres que está detrás de ti rompe a reír. El padre de Darian ni siquiera mueve el rostro. Gira la cabeza y le silba al hombre como si él hubiese dicho esa frase y no tú.

Decides no mostrarte gracioso nunca más. Te han dejado esperando durante media hora en ese sótano y ahora tienes una pipa en la cabeza, e intentas ser gracioso. ¿Qué pasa contigo? Haces lo que hacen los animales cuando se sienten amenazados, te quedas petrificado. También podrías tumbarte de espaldas, pero ¿qué aspecto tendrías?

—Sabes lo que es un mártir, ¿verdad?

Respondes que lo sabes. Vas a un instituto público, cierto, pero no has nacido ayer.

—Pero yo no soy un mártir —mientes.

—Entonces no deberías comportarte como uno. ¿Tienes idea de dónde está esa chica ahora?

—Ni idea.

El cañón de la pistola presiona con más fuerza contra tu cabeza. Cedes, retrocedes, pero intentas mantener la calma. Respiras superficialmente, y miras a la piscina, a las hileras de plantas de marihuana que parecen invitarte con un guiño.

«Tranquilo.»

El padre de Darian baja el arma.

«¡Sí!»

Tú aún no te mueves. Inclinas la cabeza, miras de reojo. Te imaginas contándole esto a Darian más tarde. Te lo imaginas riéndose de ti.

«Mi padre no es un asesino», te dirá.

—¿Todo en orden? —pregunta uno de los hombres detrás de ti, como si estuviera decepcionado por el hecho de que el arma ya no esté sobre tu sien.

Tú miras al padre de Darian. Es un poco como si él no estuviera allí. Te ignora con la mirada. Y tú, que eres un estúpido de remate, abres la boca.

—¿Me puedo ir?

Un error, tío, un tremendo error. Has sacado a Ragnar Desche de sus pensamientos. Él te fulmina con la mirada. ¿Hay algo que estés haciendo bien esta noche? Su mirada llega desde una distancia de más de mil kilómetros, y se centra de nuevo en ti. Te lo has buscado.

—¿Sabes lo que me saca de quicio de los gilipollas como tú?

No lo sabes, sólo sabes que él ha bajado el arma, y eso quiere decir que todo vuelve a estar bien. Además, crees que el padre de Darian no pretende realmente que le des una respuesta.

—Vuestra generación lo tiene todo, pero no devolvéis nada a cambio.

Tomáis y tomáis, y al final ya no quedará nada que podáis coger, y caeréis unos sobre otros como hienas. Mírate. Pensáis que podéis permitiros cualquier paso en falso, y es justo ahí donde os equivocáis. Sólo podréis permitiros esos pasos en falso cuando tengáis algo que ofrecer. Pero no ofrecéis nada.

—¿Será… que somos tacaños? —dices, y de inmediato entornas los ojos, y deseas desvanecerte en el aire. El pánico te convierte en un payaso. Eso todavía no lo tienes controlado. Cuando una vez en primaria un chico te tenía inmovilizado con una llave de estrangulamiento, se te ocurrió preguntarle si podíais cambiar los papeles.

—Dime una cosa, ¿eso te parece gracioso?

—La verdad es que no.

—¿Estás drogado?

—No.

—Poco a poco voy entendiendo por qué mi hijo es tu amigo. A él le gusta rodearse de payasos. Le da la sensación de ser el más listo. Y tú eres su pequeño payaso, su monito. ¿Sabes cuál es tu problema, pequeño mono?

Mírame.

Lo miras. Él se da unos golpecitos con el dedo en la frente.

—Que estás perdido aquí dentro. ¿Piensas que no he entendido lo que pasa contigo? Estás loco por esa pequeña, pero a ella no le interesas. ¿Alguna vez has protegido a alguien a quien le interesas un carajo? Ésa es la sensación que en este momento hincha tu pecho. Piensas que eres un héroe, pero no eres más que un maldito mártir, que, al final, se quedará solo al borde de la carretera, haciendo señas con el pulgar, viendo pasar el mundo por tu lado sin que nadie te recoja. Hace tiempo que esa chica te olvidó. Y ahora dame tu móvil.

—No tengo…

—¡dime una cosa! ¿pretendes putearme? ¡dame ahora mismo tu jodido teléfono móvil!

Su voz se rompe contra las paredes, se han acabado las palabras. Con los dedos temblorosos, sacas el móvil del bolsillo del pantalón y, cuando se lo vas a entregar, comprendes por qué lo quiere.

«Joder, ¿cómo puedo ser tan estúpido?»

Estás ahí, en ese maldito sótano, ¿y crees en serio que puedes llamar en secreto, sin que nadie se dé cuenta, a la chica de tus sueños, para alertarla acerca de este loco? Su nombre y su número han quedado guardados como la última llamada. ¿Cómo pudiste?

«Ellos la encontrarán y yo seré el culpable.»

Tu brazo se mueve rápidamente hacia atrás, pretendes lanzar el móvil a la piscina, pero una mano te agarra por la muñeca.

—¡Suéltalo! —te dice el armario que está detrás de ti, y te quita el teléfono.

Y ahí estás ahora, sin móvil, y delante de ti está todavía el padre de Darian, aunque algo ha cambiado. Algo elemental. Él tiene ahora lo que quería, y ya no te necesita. Se acabó. No obstante, el pánico no ha desaparecido, y tienes la desagradable sensación de tener que explicarte.

Rápidamente, antes de que sea demasiado tarde. «¿Demasiado tarde para qué?» Retrocedes un poco y chocas con la silla, que se cae al suelo y golpea las baldosas. El padre de Darian no se mueve del sitio, su mirada sigue clavada en ti. ¿Cómo es posible que parezca tan cansado de repente? Él levanta el arma y la dirige hacia tu cara. Sabes que no va a disparar, pero no sabes por qué te amenaza todavía. Y él te lo acaba de decir. Tú ya no tienes nada más que ofrecer. Pero eso pone las cosas peores, y eso te asusta. «No tengo nada más.» El arma delante de tu rostro está quieta. Los ojos del padre de Darian están quietos. «Estoy a resguardo», piensas, esperas. La pregunta del millón es: ¿cómo puedes equivocarte tanto?